OBRA POÉTICA. Tomo I. Ida Vitale. Montevideo, Arca, 1993
 
 

La salvación de la palabra
Hugo García Robles

Solo se mueven las cosas que no cambian, sentencia uno de los alter ego de Antonio Machado. En el panorama de la poesía uruguaya quizá haya pocos ejemplos de fidelidad a una línea determinada, construida básicamente sobre las calidades de la lengua, como la de Ida Vitale.  

 

Desde La luz de esta memoria (1949) hasta sus últimos libros que han visto la luz en tierras lejanas (México, Caracas), su poesía delata una vocación profunda de sabiduría, de refinamiento. Su versación de traductora de otras lenguas, le ha servido como alimento de su obra de creación.

 

Ahora que aparece el primer volumen de su Obra poética será más sencillo intentar un balance de su trayectoria. Al abrir la primera página del presente volumen, se encuentra ya el tono del poeta, trazado con rigor, ceñido a una objetividad transparente, que habla de madurez desde el umbral de una vida consagrada al arte poético.

 

La cita de "El infinito" de Leopardi, que sirve de mote heráldico al poema "La noche, esta morada", establece con la palabra una relación franca. Las palabras escapan de su eventual riqueza metafórica para atenerse a un discurso que la estructura del poema —su imposición en la página— estipula sin titubeos.

 

La fugacidad de lo real, recogida en la conciencia del poeta para conservarlo, está dicha no solamente en la enunciación gramatical sino que se refuerza en la construcción del texto. La disposición de las palabras "vacila, se asombra, se deshace" que caen por gradas sucesivas, se corresponde, en significativo paralelismo, con el cierre del poema: "nube siempre, caballo azul, eterno cielo", redondean el sentido que el enunciado expresa por medio de la estructura.

 

Si se dijera que la poesía de Ida Vitale se nutre de una preocupación existencial quizá no se daría exacta cuenta del sesgo original con el cual se plantea el nudo temático de la existencia. Para ser fiel a esa formulación sugerida, le haría falta el tono exasperado y desgarrador que no posee. Más bien su poesía se planta en medio del mundo, lo da por hecho y aceptado, con el mismo rigor con que un discípulo de Husseri aplica el método fenomenológico. Allí están las cosas: ¿qué me dicen, qué puedo decir de ellas? La aceptación lúcida que no pretende inquirir sino referir, expresar lo dado sin atarse a una metafísica dudosa. En este sentido es revelador el poema "Este mundo":

Sólo acepto este mundo iluminado

cierto, inconstante, mío.

Sólo exalto su eterno laberinto

y su segura luz, aunque se esconda.

..................................

Yo sólo en él habito,

de él espero,

y hay suficiente asombro.

En él estoy,

me quede,

renaciera.

La sutileza del subjuntivo del verbo en los versos finales da la pauta de esa matización expresiva que habla de una voz singularmente precisa.

En cierto modo internándose en la carne verbal que es espejo de su mundo, en Oidor andante (1972) su poesía se atreve más frontalmente con las palabras. Ellas son las interrogadas, las protagonistas que nos expresan de tal modo en versos impecables, concisos:

"La palabra"

 

Expectantes palabras,

fabulosas en sí,

promesas de sentidos posibles,

airosas

    aéreas,

          airadas,

               ariadnas.

Un breve error

las vuelve ornamentales.

Su indescriptible exactitud

nos borra.

De este poema, como es evidente, se deduce el credo estético del poeta. La palabra con su valor incanjeable, no lo que las palabras mentan, le interesa. Y si la exactitud de la palabra se consigue, el resto no cuenta.  

 

Con "Jardín de sílice" (1980), el eje de la poesía retorna a pasar por el mundo y otra vez el texto se vuelve espejo que recoge su imagen directa y llanamente. Pero este realismo de la poesía de Ida se asocia, sin esfuerzo, con el de los maestros japoneses del grabado. Como en Haronobu o Hiroshigue, la verdad de la estampa está creada con un artificio tan trabajado que la aparente inmediatez es el secreto de un largo camino, de una elaborada fábrica de espejos que nos fingen una inocente capacidad de  réplica. Extrañada, testigo de un mundo que sabe fuera de sí, irreductible.

 

Quien se sienta a la orilla de las cosas resplandece de cosas sin orillas.

La obra de Ida Vítale tiene esa luz: "resplandece" de una larga vigilia sobre sí misma que nunca le cegó la ventana por la cual se asoma al mundo, ajeno, duro, mundo.

 

Hugo García Robles
El País Cultural Nº 209
5 de noviembre de 1993

 

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