|
"El silencio pasaba
entre los sonidos como un gato con su gran cola negra"
Felisberto Hernández en 1940 |
|
• tierra de la memoria, cielo de tiempo En 1925, un joven músico, que se gana la vida tocando al piano las contrastadas escenas del cine mudo, todavía delgado, de ojos saltones, pelo crespo, asoma a la vida literaria en Montevideo con un libro pequeñito. Ese papel pluma livianísimo pronto se llena de pecas: Fulano de tal, se llama, dedicado a su novia, que luego será su primera mujer, a la cual también dedicará el segundo, que se llama definitoriamente Libro sin tapas. Este es igualmente pequeño y subrepticio, editado en una pequeña imprenta de Rocha, en 1929. El tercero, La cara de Ana, aparece en Mercedes, en 1930. El cuarto, La envenenada, en Florida, en 1931. Lo imaginamos en sus hambrientas giras de músico por los mañosos pueblos del interior. Intentando llevarlos al arrobamiento con páginas briosas, que incluían Petruchka y El amor brujo, y, de paso, sobresaltando imprentas apaciblemente habituadas a las tarjetas de casamiento y a los volantes fúnebres, con la responsabilidad mayor de un libro. Después de un período de más de diez años en los cuales disgrega por revistas y diarios páginas fragmentarias, aparece en 1942 Por los tiempos de Clemente Colling, su primer relato extenso, gracias a una serie de amigos visionarios y generosos; lo seguirá en el 43 El caballo perdido; ambos fueron editados en Montevideo por González Panizza. En 1967, Nadie encendía las lámparas, desde Buenos Aires lo pone en un circuito latinoamericano, sin significarle la consagración inmediata ni mucho menos. En estas aguas las ondas se propagan muy lentamente. Los siguientes libros vuelven a salir en ediciones montevideanas: La casa inundada, en 1962 (Alfa); y los póstumos Tierra de la memoria (en 1965) y Las hortensias (en 1966), que recoge un relato de 1949 y El cocodrilo, su último cuento. Aquella década divisoria arrastraba cambios: la música, después de haber compartido terreno con la literatura, sin haber logrado resolverle los problemas de la sobrevivencia cede terreno, se repliega; frente al intérprete prima el creador literario. Orgulloso de sus condiciones primeras, el músico no vuelve a dejarse oír. Felisberto las trueca por la pobre seguridad de la burocracia, en cuyo más bajo escalón lo situaron como por caridad. En 1946, trata de escapar, hacia París, naturalmente. Una beca, que se afana por prolongar, le da ilusiones de romper el cerco que se cierra ante los sudamericanos. Tiene buenos padrinos: Supervielle, Calllois. Pero deberá conformarse con ver traducido su cuento El balcón en La licorne, revista de lujo que la uruguaya Susana Soca sacaba en París por esos años. Ahora es un hombre gordo y ha perdido su inicial aire romántico, su pelo está gris. A su primer matrimonio le han seguido otros tres, entre los que ha intercalado una intensa relación con la escritora Paulina Medeiros, que se disuelve sin llegar a ningún trámite jurídico. Los años finales de su vida son coherentes. marcados por una entrega absoluta a la literatura. No escribe demasiado, pero pensemos que las circunstancias de su vida personal —su carencia constante de dinero— y las del Uruguay —crisis del año 30 que desemboca en la dictadura de Terra— lo distrajeron en empleos poco remunerativos o, aún más inútilmente, en fabular maneras de hacer dinero. Tuvo dos duraderas obsesiones: el estudio del inglés, idioma que sin duda se le presentaba como imprescindible para sus expectativas, y cuyo conocimiento organizaba a partir de un diccionario y una novelita policial; y la invención de un nuevo sistema taquigráfico. En esto trabajó infatigablemente, llenando libretas que hoy son una fuente de intriga sin resolución visible, al no lograrse esclarecer su método. De modo que sus enigmáticos cuadernos cubiertos de signos tanto pueden contener borradores y reflexiones valiosas como ser meras coplas o —por qué no suponer que unió dos manías— la traducción de los textos con los que aprendía inglés. • las lámparas se encienden después Fellsberto Hernández... No faltan quienes lo asocian por relación fonética con Macedonlo Fernández. En el origen un mismo patronímico, y sendos nombres que habrán asumido con humor; dos vidas colocadas un poco a la orilla de la agitación literaria; dos obras, no demasiado vastas, cuyo relieve acrecentó la desaparición de sus autores mediante esa función subsidiaria de la muerte, contradictoriamente vital. “Lo que hace que el juicio de la posteridad sobre el individuo sea más justo que el de sus contemporáneos, reside en la muerte. Uno no se desarrolla a su manera sino después de muerto ..." dice Barthes a propósito de Kafka. Esta dilación ad mortem que tan bien se ajusta a las kafkianas pretenciones, desencuentros y castigos ilógicos, resulta cruel porque reafirma una situación corriente en la historia literaria y que los nuevos factores —incremento del valor comercial del escritor, ampliación del mercado cultural— no llegarán seguramente a modificar: la posibilidad de que un gran escritor pase por la vida desconocido o luche por un grado mayor de reconocimiento, que sólo se le brinda después de su muerte. Es el caso de Felisberto Hernández. Hoy se ha ido ampliando el círculo mínimo que consideró flagrante su singularidad y supo que su estilo, para muchos pobre, incorrecto o distraído, tenía las virtudes del rigor y de la búsqueda orientada. Hay iniciados por todo el campo de la literatura latinoamericana: Cortázar lo exaltó entre sus cronopios favoritos. García Márquez y Cepeda Samudio dan testimonio de que Nadie encendía las lámparas sí las encendió en Colombia: Caillois lo subrayó para los franceses, siempre un poco distraídos fuera de sus fronteras culturales: Calvino lo revela hoy para los italianos. Su nombre integra esa categoría que cada época crea o renueva y a través de la cual nacen sectas de simpatizantes y se trazan líneas de entendimiento en el campo cultural. Pero su vida probó cuánto cuesta ser en las periferias culturales. Incluso cabría explicar actitudes espurias de su vida ciudadana, entre otros motivos, por un individualismo fortalecido por un medio que se desinteresa del escritor o carece de verdadero respeto por él. A diez años de su muerte, el background de su literatura se ha modificado bastante. El, Francisco "Paco" Espínola y Onettl siguen siendo los tres vórtices que unen y oponen tres líneas y tres destinos literarios muy diversos dentro de una misma generación literaria uruguaya. Onetti, vivo y creador, llegó algo tardíamente al objetable boom, y hay sospechas de que permanecerá más allá de este mismo fenómeno —al fin circunstancial y publicitario. Espinóla, muerto el año pasado, no logró, y eso es injusto, la difusión continental que merece una obra construida con un sistema clásico en cuanto a la impecable correspondencia entre sus partes, en cuanto a la resonancia de los temas entre sí, con un esmero flaubertiano en la concreción del estilo, con la cumbre de alto vuelo paródico que es su inconcluso Don Juan el Zorro. Felisberto Hernández, el más limitado temáticamente de los tres y el de proyección que puede parecer menos ambiciosa, el de espectro idiomático más reducido y el más despreocupado de las reglas, estructuras y brillos en que muchas veces se cimenta la realidad literaria, está quizás destinado a alcances más largos por su desprejuiciado e insistente cateo en ciertas formas confusas e inconfesas del espíritu humano, por un camino suficientemente original. • el escritor protagonista Ya se sabe que la obra literaria no siempre traduce referencias inmediatas a lo biográfico y que, entidad independiente, reclama un respeto que el hombre que la construye a veces no logra. Las relaciones amorosas y las circunstancias a veces humillantes y aún siniestras de lo cotidiano, como inscriptas en un eterno presente —y el presente, ya lo sabemos, es lo efímero—. no entran en la obra de F. H. salvo muy transformadas, desintegradas por una especie de indiferencia moral que las desencarna de sustancia y peso sentimental para lograr un elemento ya del todo maleable que no huela a realidad excesiva. Felisberto y su obra están unidos por un lazo literario: él es su personaje. Ha dejado caer los detalles circunstanciales. por determinantes que sean en el momento de la ocurrencia Inicial, para imponer su yo como sostén dramático de sus narraciones: salvo Las hortensias, prácticamente toda su obra está escrita en primera persona: buena parte de ella elabora recuerdos de su infancia y adolescencia. no esconde las pistas que nos advierten o corroboran su identidad, y la reiteración de determinados episodios o asociaciones confirma lo auténtico de ellos y la unidad psicológica del narrador. Este coincide con el protagonista. Pero el autor no afronta una narración confesional, sino que juega meramente a ser el personaje de sus relatos. En la literatura confesional, diario, carta, narración autobiográfica, no hay velo ni distanciamiento alguno: el autor comunica directamente con el lector; sentimos la subjetividad de sus recuerdos y el análisis y el pudor con que selecciona determinados temas o esconde otros. En el caso de Hernández, hay vastas zonas de la narración en que a pesar de que entramos en el plano del discurso enunciativo, con su primera persona que supone a la vez un narrador influíble, nos consta que circulamos no por un plano histórico sino por un plano literario. La aparente confesión mezcla muy bien elementos de distintas procedencias. Podría ser verdadera, porque muestra ciertos índices característicos de la transmisión verificable. Los datos que, entre ubicaciones temporales y precisiones de orden espacial o descriptivo, nos van siendo ofrecidos, están expresados de manera objetiva y una lectura intertextual ofrece muchas alusiones corroborativas. Pero hay una distanciada ironía, y las verosimilitudes psicológicas tropiezan —o más bien se deslizan, porque todo está astutamente aceitado— con la evidencia de la irrealidad que viene a recordarnos que no hemos salido ni un renglón del plano de lo literario. Abundan los indicios de carácter o de clima suficientes como para que confiemos en la verosimilitud del texto. Sin embargo. sabemos que con ellos no reconstruiremos la vida del narrador, aunque la unidad psicológica de éste sí se impone como real. Hay dos planos y Hernández recorre uno y otro, complaciéndose en la zona intermedia y ambigua. • las tierras de la memoria Toda la obra de Felisberto Hernández ofrece el campo para interpretaciones freudianas y aún lacanianas, que originarían quizás rechazos apresurados. Demasiadas cosas turbias surgen de las obsesiones. los gustos y las costumbres de este adscrito vitalicio, protagonista de las obras de F. H. Y sin embargo, estos rasgos, que aislados pueden ser hasta siniestros, están ofrecidos de modo tan abierto, el estilo los rodea, analiza y aun exalta con tan manifiesta ingenuidad que el contraste desarma y aun cautiva. Para ello hay que volver a olvidarse del narrador o trasladarlo a un segundo plano concentrándonos en la forma del discurso. Que es, al fin de cuentas, lo que nos llama y retiene en la obra literaria. El 900 montevideano exaltó uno de sus barrios: el Prado, hermosa zona arbolada por un pionero. Buschental, que concentró a los privilegiados de la época: lejos del mar, que todavía no estaba de moda, no tuvo inicialmente, quizás, el aire melancólico que empezó a adquirir cuando fue paulatinamente abandonada por Pocitos primero, Carrasco después. Capurro, de arenas nada limpias, sobre el lado opuesto de la bahía, sufrió aún más el cambio de gustos de los montevideanos. Estos son los escenarios de la infancia de Felisberto, allí viven las maestras que retrata en Tierras de la memoria. En Por los tiempos de Clemente Colling, recorremos en tranvía la calle Suárez, caminamos con el narrador por el pasado esfumado que esas quintas ya ruinosas suscitan. De ese mundo nostálgico, cuyas modificaciones lo han hecho dolorosamente incomprensible viene un niño con recuerdos aislados pero vividos cuya visión se refleja con más humor que tristeza, aunque el análisis descubre la angustia subyacente. Lo rodean pocos seres a los que singularizan cosas nimias pero que bastan para convertirlos en personajes. La Menor (una de las dos maestras francesas) cuando se enojaba para que su persona no tuviera ninguna incorrección, se llevaba la mano derecha a una abertura que siempre tenía su pollera gris en el costado. Sus dedos eran los únicos broches, de manera que si los sacaba volvía a insistir la espiga blanca que hacía la enagua cuando se abría la pollera gris [1]. Celina, la maestra de piano: sus tías, las longevas; otra tía lejana, Petrona, con sus bromas siniestras, son los engranajes que, al ser iluminados por el recuerdo, se echan a andar y desencadenan el relato. Un buen ejemplo de este recurso de carga e irradiación en y desde un personaje es el retrato de una de las longevas, la que salía a hacer visitas: Tenía un agujero grande en un lugar del tul; y cuando venia a casa se arreglaba el tul de manera que el agujero grande quedara en la boca. Y por allí metía la bombilla del mate. Como el grueso trazo negro con el que Torres García daba valor plástico a los elementos de una serie de sus bodegones, inanes en sí, el rasgo insólito y lineal, directo, dibuja con nitidez al personaje, lo aísla de la realidad rodeándolo de absurdo. Hernández, consciente de lo que logra, cierra con esa frase la novela del pianista ciego Colling iniciada de este modo: "No sé bien por qué quieren entrar en la historia de Colling ciertos recuerdos. No parecen que tuvieran mucho que ver con él. La relación que tuvo esa época de mi niñez y la familia por quien conocía a Colling, no son tan importantes en este asunto como para justificar su intervención. La lógica de la ilación sería muy débil. Por algo que yo no comprendo, esos recuerdos acuden a este relato. Y como insisten he preferido atenderlos. El final del relato consagra la importancia narrativa de estos elementos aportados libremente por la memoria, y el poder de sugerencia que el autor les atribuye. • la madre Quienes conocieron la intimidad de Felisberto saben la importancia que la figura de la madre tiene en su vida; esa madre que lo recuperaba en sus interregnos matrimoniales y que lo sobrevivió. Su obra no registra sin embargo muchos trazos visibles de su presencia, integrada en una entidad difusa y más amplia: mi casa. A veces se desprende al mismo titulo que la abuela: ambas aparecen acompañando al niño a las lecciones de piano de Celina, pero es la abuela la que recibe el toque singularizador: calienta las manos del niño moradas de frío entre las suyas impregnadas de agua de colonia: o hace buches de agua perfumada para eliminar el olor a tabaco. Petrona, una tía lejana, justificará con una broma cruel la más importante aparición visible de la madre en la literatura memoriosa de F. Hernández: una noche Petrona le coloca un sapo en la cama. Entonces duerme con los pies y las piernas para arriba, pegados contra la pared. A partir de ese momento mi madre me llevaba para su cama y mi padre venía a la mía. Cuando mi madre estaba por dormirse, yo le daba un codazo para que no se durmiera porque seguía sintiendo miedo de los sapos[2]. Pero si bien las apariciones directas de la madre no abundan, la sentimos difusa en esa atmósfera mitopoyética construida con el apoyo de determinados objetos que soportan reminiscencias, objetos que sentimos proyectados sobre la memoria actual, no por su real importancia sino por su capacidad de desprender partículas de un tiempo o de un ambiente desde las cuales se proyectan vastas zonas unidas por continuidad sensorial. Todo ese mundo de recuerdos es la infancia; a veces se destaca una sensación de penumbra o de humillación (la que siente, extrañamente, ante un retrato: recibiendo la mirada del marido mientras paladea como un gran postre el retrato de la esposa), pero la suma de recuerdos tiende a constituir un reino flotante de felicidad y sobre todo de irrealidad. Bajo la lámpara de Celina nos llenábamos de luz como si nos hubieran echado encima un montón de paja transparente[3]. • los objetos como signos En muchos casos, elementos que parecen cumplir una función secundaria en la narración tienen una misión tan suscitadora como aquellos que tradicionalmente liberan los resortes narrativos primarios. Esos elementos o signos actúan no sólo dentro del fragmento sino desde distintas partes de la obra y aún confluyen en muchos casos desde todo el corpus hernandiano, haciendo así más densa cada una de sus apariciones. Tienen en común el provocar la fluencia de un determinado orden de asociaciones, al sesgo diríamos, por cuanto no repiten una concatenación previsible, y establecen un camino no usual para el pensamiento. Se trazan así líneas relacionadas que rozan y despiertan zonas profundas del subconsciente. Un ejemplo. El narrador revive un recuerdo: el de la gallina que cubre sus pollitos. No viene porque sí, sino gracias a la relación que se establece entre el color de la bataraza y la amplia pollera de la maestra. La relación implícita en la etimología de la palabra entra en acción. El alumno se imagina refugiado debajo, como los pollitos; y. otro grado más, debajo están también las piernas de la maestra. El elemento turbador surge de la idea de violar algo escondido, prohibido para el alumno y en general para la mirada de todos; también do la noción de blancura, por cuanto ésta coincide en afirmar la privacidad y el secreto: las piernas son blancas por estar escondidas, nunca expuestas al sol. La tibieza, como la de la gallina, sugiere intimidad y proximidad. La proximidad con el sexo, no mencionado. En la creación de este clima ambiguo —por lo dicho y no dicho— que irradia el signo pollera había habido un paso inicial: aquel cierre abierto sobre la ropa interior, aquellos dedos de la otra maestra, conscientes de la incorrección que tienden a reparar por un momento, ya que la abertura parece ser lo normal y sistemático. Así el clima del pasaje cuaja desde ese signo lateral, convertido en un núcleo que centellea con luz propia dentro del texto. Por lo demás, no es la primera vez que lo encontramos en un texto de F. H. Con él se abre El caballo perdido: Primero se veía todo lo blanco; las fundas grandes del piano y del sofá, y otras más chicas en los sillones y las sillas. Y debajo estaban todos los muebles; se sabía que eran negros porque al terminar las polleras se veían las patas. Una vez que yo estaba solo en la sala le levanté la pollera a una silla- y supe que aunque tcde la madera era negra el asiento era de un género verde y lustroso. Entra en relación íntima con todo lo que había en la sala, pero luego los muebles y yo nos portábamos como si nada hubiese pasado. Llegaba en puntas de pie dispuesto a violar algún secreto de la sala. Una vez las manos se me iban para las polleras de una silla y me las detuvo el ruido fuerte que hizo la puerta[4]. Las sucesivas apariciones de la pollera nos iluminan sobre el método envolvente, a veces obsesivo, con el cual F. H. elaboraba sus materiales. El tema aparece inicialmente en Mi primera maestra, publicado en 1950. El niño piensa, imagina la situación, cómo será estar debajo de la pollera, y luego lo realiza. En Tierras de la memoria, interrumpido libro póstumo, aparece el episodio reconocible en sus elementos básicos, más elaborado. La maestra se transforma en tía —es decir, se acerca en grados de intimidad—, la observación que el niño realiza adquiere una mayor osadía, y al ser descubierto, al compartir el secreto de su violación, se establece un vínculo o se modifica el ya existente tía-sobrino con un matiz de desconfianza sexual, de atrevimiento por un lado y aceptación por otro, rubricado por la risa cómplice, que después oirá el niño. Niño que de pronto descubrimos que es ya un adolescente de más de catorce años. La aventura infantil ocupa al cierre del relato su cabal complejidad psicológica. • la visión al sesgo En aquel tiempo mi atención se detenía en las cosas colocadas al sesgo; y en aquella casa había muchas: los cuadros blanqueados del alambre del gallinero, los cuadritos blancos del tejido del cuello sujeto por las ballenas, el piso del patio de grandes losas blancas y negras y los almohadones de las camas[5]. Las cosas al sesgo despiertan una visión también al sesgo. Y ésta parece ser capaz de tomar desprevenida a la realidad, y es la única apta para descubrir secretos que la mirada normal no percibe, ni siquiera adivina. El rastreo de sensaciones y las curiosidades sexuales surgen de una misma fuente: el ansia de descubrir un secreto. La realidad palpable es una misteriosa ocultación, un envés atractivo, o hermoso o disgustante o triste, pero siempre apenas una punta del gran iceberg que ocultan las aguas. En el revés de las cosas se encontraría la respuesta a ese enigma tras cuyo esclarecimiento corre la vida del hombre, o de algunos hombres. Aunque los secretos de las personas mayores pudieran encontrarse en medio de sus conversaciones o de sus actos yo tenía mi manera predilecta de hurgar en ellos; era cuando esas personas no estaban presentes y cuando podía encontrar algo que hubieran dejado al pasar: podrían ser rastros. objetos olvidados, o sencillamente objetos que hubieran dejado acomodados mientras se ausentaban[6]. Los seres y las cosas comparten esa capacidad de encerrar secretos, de ser vías indistintas para quebrar la apariencia. El hilo de esta persistente búsqueda de una hermenéutica asegura la homogeneidad de esa tela que F. H. tejió desde sus más tempranos hasta sus últimos textos. Por ejemplo: Hoy fui a la casa de una joven que se llama Irene. Cuando la visita terminó me encontré con una nueva calidad de misterio. Siempre pensé que el misterio era negro. Hoy me encontré con un misterio blanco. Este se diferenciaba del otro en que el otro tentaba a destruirlo y éste no tentaba a nada: uno se encontraba envuelto en él y no le importaba nada más[7]. Esa condición envolvente y subyugante es la esencia del misterio. De ella emana un constante reclamo de análisis, de violación, con signo positivo. Con Irene me fue bien —concluye—. Pero entonces, poco a poco, fue desapareciendo el misterio blanco. El tono de desencanto, dado por el adversativo, por ese complemento modal que indica el acostumbramiento, denota que el misterio era un aliciente; en el caso del amor, capaz de mantener la energía atractiva; en el caso de la obra literaria, de proporcionar la energía creadora. Podrá partir tanto de los seres como de los objetos. • misterios, secretos y rarezas La existencia del misterio es dialéctica: existe para ser revelado. Digamos desde ya que el misterio, siguiendo el sistema denotativo de F. Hernández, que aplica siempre sordina a los énfasis excesivos y rebaja las condiciones de las palabras, se convierte muy pronto en secreto. Así domesticado pauta El caballo perdido, del principio al fin. El protagonista llega a la casa de Celina, dispuesto a violar algún secreto o rastros de sus secretos. En la casa de Celina había muchas cosas que me provocaban el deseo de buscar secretos ... me había interesado por los secretos que tuvieran los objetos en sí mismos; y de pronto ellos me sugerían la posibilidad de ser intermediarios de personas mayores. No se aclara el carácter de esos secretos. Es obvio que no encierran ninguna condición terrible, ni son comunicables. Sólo tienen la entidad que el niño en un juego familiarmente infantil les asigne. ¿Sólo eso? Un día la maestra de música, mientras el niño planea cómo hacer que se enamore de él, le pega con un lápiz porque no sabe la lección, estableciendo la distancia entre ambos. Celina había roto en pedazos todos los caminos; y había roto secretos antes de saber cómo eran sus contenidos. Así se formula la traición de Celina. Ella que estaba llena de secretos (la ha comparado con un mueble que tiene sus cajones cerrados con llave) le ha hecho perder las ganas de buscar secretos, y la confianza entre ellos se ha hecho clara y desoladora. Creo que no puede pedirse más poder revelador que el que encierra esta insólita combinación de adjetivos. En esta reconstrucción de recuerdos Hernández va y viene por el tiempo. Interrumpe su relato, ahonda el momento y la circunstancia de la creación, se analiza en cuanto escritor. Se ve cayendo en un centro de rara atracción y en el que me esperaban unos cuantos secretos embozados. A aquella curiosa dupla de adjetivos negativos corresponde ahora esta otra, positiva, no menos curiosa. de rara atracción y embozados. Lo embozado, normalmente tenebroso o temible. es un centro de atracción. Con El caballo perdido, Hernández prolonga su avidez de análisis hasta grados dolorosos, y ejercita su sensibilidad en una cuerda insólita dentro de la literatura latinoamericana. Cuando la tensión del recuerdo se hace intolerable —habla de sus ojos insistentes y crueles— y deja de tener acceso a la ceremonia de las estirpes, la angustia rompe en un desdoblamiento sorpresivo, lo llena de ternura hasta por sus zapatos y da entrada a su perseguidor, a su socio, que lo arrastra a la terrible compañía de otros que dejaron rastros en la literatura de similares experiencias. La Lámpara de Celina se apaga y no se vuelve a encender. El misterio no pasa por las coordenadas del tiempo. Se estaciona en el recuerdo que ha elegido para manifestarse, en su impenetrabilidad intrínseca. Los relatos más tempranos de F. Hernández, incluyendo el póstumo Tierras de la memoria, cuyo sistema de creación es similar, son el resultado de una zambullida hacia lo más profundo de sus recuerdos, salto constante hacia atrás en el tiempo, y de un retorno con los resultados del buceo. Ese protagonista infantil que inicialmente alimenta su sensibilidad con cosas al sesgo, ciertos giros, ritmos o recodos que de pronto llevaban la conversación a lugares que no parecían de la realidad [8]. dejará su estela en el resto de la creación de F. Hernández: las tímidas rarezas de las longevas desembocarán en esa galería extraña llena de Insularidades psicológicas. de seres extrapolados que desprenden imprecisas morbosidades; recordemos la aventura pobre del hombre desnudo en un baño ajeno que saca de un canasto de ropa sucia, ropa intima de mujer, y las cosas imaginadas a partir de ese encuentro insólito de su cuerpo desnudo y esas prendas privadísimas; la enfermedad del hombre del túnel que lo impele a sus juegos táctiles, la ridícula, vulgar señora Muñeca que contrata al pianista para que toque en su casa como en el café japonés, o esa grotesca y tierna mujer que se rodea de agua para cultivar recuerdos en ella. La rareza puede transgredir los límites de la realidad; la lujuria de ver del acomodador proviene de sus ojos que producen luz en la oscuridad; en La mujer parecida a mi un caballo relata sus angustias tan parecidas a las humanas; en Muebles El canario, el cuento menos feliz de Hernández, una inyección sensibiliza para recibir una transmisión publicitaria. Sin embargo, esos elementos, engastados en el relato, no modifican demasiado su característica modalidad narrativa, incluso pasan sorpresivamente a un segundo plano. El acomodador obliga al mucamo a permitirle la entrada a la sala llena de objetos para satisfacer su lujuria de mirar, aterrorizándolo; pero estos raros poderes del acomodador resultan desplazados por la intensa aparición de la mujer de blanco —alucinada o sonámbula— cuyos poderes y prerrogativas en el relato no provienen del plano fantástico sino del psicológico. Y hacia esta zona deriva el relato, pese al mayordomo que insiste en explicar la luz del infierno y todo lo demás. Un insulto inesperado que pasa por la cabeza del acomodador es un recurso eficaz para cerrar aquel clima poético y volvernos a la vulgaridad deliberada que corresponde al retorno del protagonista, perdidas sus dotes paranormales, a su vida cotidiana, señalada por los ruidos de una carnicería que asoman dos veces en el texto, y no por casualidad. El hombre normal —si es que existe- no le interesa a F. Hernández como escritor. Lo ignora, para detenerse siempre en el rasgo diferencial, aún más extraño, o que bordea lo anormal. Para esos seres, cuya singularidad es un estigma que les obstaculiza la relación con el mundo, el escritor da señales de una gran tolerancia e incluso de ternura. Los críticos que han sembrado sus análisis de denostaciones referidas explícita o implícitamente al aspecto moral de su obra no han reparado o querido reparar en este rasgo. Sin embargo tiene antecedentes claros en una de las figuras que más influyó en su generación, F. Nietzsche. en cuyos Fragmentos póstumos pudo leer este texto, que tan bien corresponde a la ética secreta de su obra: mi moral sería aquella de quitarle al hombre cada vez más los caracteres comunes, especializándolo hasta hacerlo incomprensible para su vecino. Si hablamos de ética secreta es porque toda la obra de F. Hernández hace gala de una desenvuelta amoralidad. El protagonista-narrador se analiza sin arrepentimientos, siguiendo hasta el último arabesco de sus reflexiones, registrando sus engaños menores. sus trampas, sus pequeñas miserias secretas, desde el niño que infringe a conciencia determinadas reglas ordenadas por sus mayores hasta el pianista vendedor que echa mano de las lágrimas para conmover a su clientela y colocar sus medias, el concertista que se sabe no preparado y ensaya trucos de presentación para distraer al público y pasarle gato por liebre, el hombre que ensaya sus técnicas de fascinación para conquistar a la pobre sirvienta torpe y parecida a una vaca, o se ve disponiendo con naturalidad su casamiento con la mujer monstruosamente gorda por motivos que parecen deberle mucho a la conquista de una cómoda placidez y poco al amor. Sin embargo, Las hortensias, la historia del hombre que parte de iniciales ceremonias con muñecas —reproducción privada del clima kitsch de las vidrieras escenificadas que se estilaron en una época— y llega a enamorarse de ellas y a hacerlas fabricar de goma para íntimos usos que excluyen a su esposa, se cierra con la locura del protagonista (esta vez el relato emplea la tercera persona del singular), es decir con el reconocimiento de que tan extrema forma de excepcionalidad sólo puede desembocar de esa manera. El autor enjuicia a su personaje, que parece haber prolongado y llevado a sus últimas consecuencias la sentencia baudelairiana. La mujer es natural, por lo tanto abominable. (Atenuada, ya aparece detrás de la misoginia de Colling, de la cosificación de la mujer con que se satisface el personaje de Menos Julia, de la caricatura desdeñosa de personajes femeninos, la señora Muñeca, Ursula, la viuda —sin nombre— del balcón y tantos otros.) La búsqueda obsesionada de la verdad por mediación de los recuerdos que ocupa al protagonista-narrador será compartida con su personaje más singular, la señora Margarita. El encuentro de la atolondrada generosa con el sonámbulo de confianza, según la simétrica definición del personaje lateral que los relaciona, se realiza para el cumplimiento do una labor. El narrador se convertirá en el botero que pasea a su patrona por la avenida de agua o por el lago, alrededor de la pequeña isla de plantas. F. Hernández acumula en torno a este personaje sus más estrafalarias invenciones, sus rasgos más caricaturescos. Como en Las hortensias, imagina una esquemática situación inicial y la desarrolla. A doña Margarita se le ha muerto su marido durante un viaje por Europa; un día siente que el agua le trae mensajes, que debe cultivar en ella sus recuerdos; nace así una manía que se transformará en una verdadera religión del agua. Con este esquema se puede llegar a situaciones límites y F. Hernández insiste en algunas grotescas: la indignación que le causa a doña Margarita que ensucien el piso de agua: la expulsión de una empleada porque ha dejado nadar un pan; las tormentas artificiales con la ceremonia del naufragio de veintiocho budineras, invención ésta en dos instancias, porque primero se sugiere la interpretación más obvia, la que ofrece la sirvienta que supone quo la señora mima su velorio, y luego se descubre que es simplemente un espectáculo. • los dedos de la conciencia En un poema (intentó unos pocos, sin haber acertado con sus leyes) F. Hernández dice: He ido a la memoria a juntar hechos / Alrededor de los hechos han crecido pensamientos. Este grado de autonomía de la creación coincide con el que mostrará más tarde en la Explicación falsa de mis cuentos, centrada sobre la metáfora de la planta, que crece sin demasiada intervención del hombre. Ella misma no conocerá sus leyes, aunque profundamente las tenga y la conciencia no las alcance. En otro momento dirá: Yo estaba atento a la aparición de sentimientos, pensamientos. actos o cualquier otra cosa de la realidad, que sorprendiera las ¡deas que sobre ellas tenemos hechas[9]. Lo decisivo en la creación de Felisberto Hernández no es la anécdota —es raro encontrarlo, cuando nos descubre sus procesos creativos. imaginando una— sino el tejido más o menos abierto, la red en la cual el escritor intenta apresar esa inasible materia de sus recuerdos o de sus sueños. Su literatura descansa en esos recuerdos y es simultáneamente el modo de recuperarlos. En más de una ocasión Hernández entreteje esos dos elementos diferentes, imaginación y recuerdo, confundiendo sus planos. El esfuerzo de la imaginación recupera los recuerdos, es parte activa y selectiva para dejar de lado aquellos que no son capaces de ayudar a que nazcan las hojas de poesía que debe tener la planta de arte. La obra entonces adopta una línea indecisa, no rigurosa, que sigue el movimiento de la memoria en el proceso rememorativo, y se ramifica. La lógica de la ilación seria muy débil, juzgó él mismo. En cambio, lo que pesa y se impone y define el estilo de Hernández es esa búsqueda angustiosa de sus pistas, más angustiosa porque no sabe hacia dónde se dirige con precisión: los dedos de la conciencia entraban en un agua en que estaban sumergidas las puntas y como esas terminaciones eran muy sutiles y los dedos no tenían una sensibilidad bastante fina, el agua confundía la dirección de las raíces y los dedos perdían la pista[10]. Cuenta Esther de Cáceres, fiel amiga de años, que la frase empecinada que estaba en labios de Felisberto, sobre todo cuando se le celebraban sus virtudes de pianista era: Yo quiero ser escritor. Quizás sintió necesario para esto imponerse un carril más convencional, ceder a la necesidad de una trama. Después de aquellas obras de la memoria los relatos se hacen más nítidos en cuanto a su estructura. Surge un dibujo que domina la frondosidad del detalle, aunque el tono que le es propio no se modifique. La mirada de F. H. seguirá deteniéndose en personajes que tienen un misterio o un secreto o que hacen de la búsqueda su razón de ser. Alguien ha señalado el escandaloso desnivel entre el lenguaje literario y el lenguaje hablado existente en la literatura americana. Es una regla con muchas excepciones, y F. Hernández es una de las más evidentes. Tendió con naturalidad a que su escritura estuviera muy cerca de una dicción. Eligió siempre que pudo las palabras más sencillas y eludió las ampulosas, hipercultas o demasiado sonoras: entre pastito y hierba eligió pastito, aunque eso le valiera —según él contó con nostalgia irónica— que en alguna revista argentina se lo corrigieran, tal como harían más adelante en España con los colombianismos de La mala hora de García Márquez, metido osadamente en diccionario por la lupa cultista e hispanoparlante de algún corrector. Ese lenguaje sin asperezas pudo pare-cerle al lector distraído, y aun a unos cuantos críticos empeñosos, falto de conciencia artística. Es innegable que su educación autodidacta le deparó conflictos con su instrumento que él superó con menos desenfado que Arlt, en situación similar. Y además ayudó a construir esa visión ingenua de su escritura emitiendo fórmulas creadoras de una sencillez infantil: por ejemplo, ese dejarse ir de la imaginación, por la vía de las asociaciones que alguna vez propuso, como receta mágica para hilvanar cuentos. Ese era sólo uno de los niveles de su proceso creativo, sin duda. Su libre fabulación se apoyaba en lecturas no muy variadas pero insistidas, seguramente profundas —Proust, Bergson, Whitehead— de las que quedan rastros en sus cartas. Por lo demás, la facilidad era aparente, y el proceso de gestación, lento. La casa inundada le llevó cerca de un año. De los quince renglones iniciales a las dos carillas pasaron meses. Sin duda la fertilidad del proceso íntimo era grande. pero transformar aquel tejido evanescente en un texto escrito requería una concentración, una duda selectiva, un sacrificio de elementos y un ajuste ante el cual el realizador a veces desfallecía. Ese cierto descuido o dejadez para con las palabras nace, creo, de la excesiva intensidad con que bucea por debajo de ellas. Las palabras carecen para él de misterio, están demasiado pegadas a la superficie de las cosas, son su íntima piel. La cara redonda y buena, venía muy bien para la palabra “abuela"; fue ella la que me hizo pensar en la redondez de esta palabra.[11]. Esta aceptada correspondencia entre sonidos y significados, esta semanticidad del signo, tan escandalosa para una lingüística postsaussuriana, inmediata traducción del misterio. lo lleva a esclarecerlo por otras vías, manteniendo con las palabras un tipo de relación distinto. Les aplica el mismo tratamiento que a otros aspectos de la realidad. Las observa al sesgo, trata de verlas no en su función, no cuando significan lo mismo para todos los que se comunican con ellas, sino cuando pueden convertirse en un signo arbitrario. Estas palabras, que parecían haber andado por muchas bocas, y haberme encontrado en voces muy distintas, que habían cruzado lugares y tiempos ajenos, ahora se presentaban a reclamar un significado que yo nunca les había concedido... empezaron a sonar dentro de mí con intenciones proféticas... El significado era expresado con tanta seguridad como el que nos trasmitiría una boca que habla para este mundo mientras los ojos están puestos en otro[12]. Las palabras se le transforman en objetos que nada tienen que ver con su significado: "brazo” era la palabra importante y "del” parecía un perrito que la seguía[13]. Algunas palabras "parecía que no andaban en negocios muy limpios"[14]. Imagina el origen de los nombres y concluye: yo le hubiera puesto el nombre de abedules a las caricias que hicieran a un brazo blanco: "abe" sería la parte abultada del brazo blanco y los “dules" serian los dedos que lo acariciaban[15]. Felisberto Hernández no va más allá en lo que un lógico ha llamado "justificaciones" (significaciones) "subjetivas", no intenta la creación de un lenguaje arbitrario respecto al ya existente, sino que se entrega a un juego de "la imaginación viciosa".
El acto de denominar le preocupa menos que la búsqueda de zonas ambiguas e imprecisas:
Yo no seré el instrumento de pensar y de decir la verdad[16], dice, no diciendo la verdad más que a medias. Buscando lo
abierto y misterioso[17] maneja las palabras como instrumentos inevitables pero torpes. Teme parecer satisfecho con la superficie
insuficiente y pedante de las cosas. De ahí el empleo que hará siempre en su obra de elementos aminorantes, de palabras cotidianas, que pueden estar en boca de todos, de fórmulas casi
infantiles o ingenuas para expresar nociones que ha encontrado dichas de modo más astuto pero también tangencial en libros de psicología o metafísica, de
imágenes vulgarizadas: habla de
gran variedad de tristezas;
de una recitadora que se prepara dice:
su actitud hacía oscilar mis pensamientos entre el
infinito y el estornudo:
al cuerpo de la señora Margarita
el silencio lo cubría como un elefante dormido ... moviendo la cabeza como un mueble en un piso flojo...
su cuerpo sobresalía de un pequeño bote como un pie gordo de un zapato escotado...
Los nuevos
recuerdos serían como atados de ropa que me pusieran en la cabeza...
Podrían seguirse páginas de ejemplos que reflejan
el estilo humorístico de Felisberto Hernández. Es el rasgo de su escritura que más se parece al hombre, al recuerdo que de él tenemos, a la imagen que quizás él quiso dejar de sí, en el
aquietamiento de sus últimos años. Pero es una de sus caras. La otra, la que muchos de sus lectores preferimos, es la que trasluce al poeta que había en él, al hombre angustiado que persigue los inesperados movimientos del misterio, al hombre que se sabe distinto y conflictual y quiere, sin embargo, la reconciliación con el mundo:
Yo también tenia variedad de costumbres tristes: y aunque las mías no venían bien con las del mundo, yo debía tratar de mezclarlas. Como yo quería entrar en el mundo, me propuse arreglarme con él y dejé que un poco de mi ternura se derramara por encima de todas las cosas y las personas [18] Lo rememorativo no es sólo nostalgia sino rescate de un tiempo perdido para combatir la fugacidad del presente; no es añoranza de la muerte, sino explícito combate contra ella: creación de futuro. Foucault señala que el hombre se liga a todo lo que no le es contemporáneo en busca de un origen que retrocede siempre; pero es a partir de él que puede reconstruirse el tiempo en general. Dice F. Hernández: Yo era un lugar provisorio donde se encontraban todos mis antepasados un momento antes de llegar a mis hijos[19]. Y Foucault: El origen es, pues lo que está en tren de volver, la repetición hacia la cual va el pensamiento, el retorno de aquello que siempre ha comenzado ya, la proximidad de una luz que ha iluminado desde siempre[20]. El escritor uruguayo desemboca intuitivamente en el mismo punto, con una metáfora muy exacta: El esfuerzo que haga por tomar los recuerdos y lanzarlos al futuro sería como algo que nos mantenga en el aire mientras la muerte pase por la tierra [21]. Notas: [1] Tierra de la memoria.
[2] El caballo perdido.
[3] Idem.
[4] Idem.
[5] Por los tiempos de Clemente Colling.
[6] El caballo perdido.
[7] La casa de Irene (Primeras Invenciones).
[8] Por los tiempos de Clemente Colling.
[9]
[10] El caballo perdido.
[11] Idem.
[12] Idem.
[13] Idem.
[14] Idem.
[15] Idem.
[16] Juan Méndez o Almacén de ideas o Diario pocos días.
[17] Idem.
[18] El caballo perdido.
[19]
[20] Las palabras y las cosas
[21] Por los tiempos de Clemente Colling. |
selección de textos por Ida Vitale
Publicado, originalmente, en: Revista "Crisis" Año II Nº 18 Buenos Aires, República Argentina - octubre de 1974
Gentileza de Archivo Histórico de Revistas Argentinas
Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,
que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte
Ver, además:
Felisberto Hernández en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
Email: echinope@gmail.com
X: https://twitter.com/echinope
facebook: https://www.facebook.com/carlos.echinopearce
instagram: https://www.instagram.com/cechinope/
Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/
Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay
|
Ir a índice de crónica |
![]() |
Ir a índice de Máximo Simpson |
Ir a página inicio |
![]() |
Ir a índice de autores |
![]() |