El retrato en literatura
Dibujo de Isabel Morelli |
En
el Nº 15 de nuestra revista, y en esta misma Sección, se hizo referencia
a la creación, del "personaje" en la narrativa. Ofrecemos ahora
algunos ejemplos de retratos literarios. Como ya se indicara, es fácil
confundir un cosa con otra. El propósito inicial del escritor es idéntico
en uno y otro caso: se trata de fijar en el recuerdo del lector la
representación física de un ser humano, reconocible además en su
realidad espiritual. No obstante, deben destacarse las diferencias entre
creación de un personaje y retrato. Difieren, en primer término, por su
finalidad. El retrato, aunque puede ser una finalidad en sí mismo,
constituyendo un género literario en sí, es, por lo general, un elemento
entre otros en la narrativa, donde desempeña una función determinada
(sirve en general a la creación del personaje). La creación del
personaje, por lo contrario, suele ser la finalidad esencial del cuento o
la novela. Difieren: también, por los procedimientos empleados para su
ejecución. Es imprescindible en el cuento de personaje, o para su creación
en la novela: la existencia de un elemento dinámico, anecdótico, por
reducido que sea, en torno del cual se agrupan todos los otros elementos
(descripción física, análisis psicológico, diálogo", ambiente,
decorados, etc.) que sirven para su composición. El cuento de personaje
exige la situación, aunque esta quede reducida a un segundo plano,
actuando, en definitiva, sólo como elemento movilizador. El personaje actúa,
y a través de su actuación, llegamos a descubrir su alma. Se parte de lo
particular para llegar a lo general. Si el personaje está realmente
realizado, podemos olvidar los elementos que lo componen, incluso la
situación o anécdota, pero nos quedará siempre su recuerdo como el de
un ser viviente, al cual le podemos inventar otras situaciones. En el
retrato, por lo contrario, el elemento anecdótico desaparece casi
completamente. No es dinámico sino estático. Es, por naturaleza,
descriptivo. Se agrupan en él los caracteres generales del ente de ficción,
que harán mas comprensible y lúcida su actuación posterior. El retrato
constituye una presentación del personaje con sus características físicas
y psicológicas. El retrato es casi una definición del personaje, la
fijación de sus rasgos esenciales, prescindiendo de su actuación. Por
eso el valor y el interés del retrato en el conjunto de la narración
suele radicar en el cotejo posterior que el lector hace de esa definición,
casi conceptual del personaje hecha por el escritor, y su actuación
directa, viviente, en el resto de la obra. Ofrecemos a continuación tres retratos de características literarias netamente distintas. Hemos prescindido, como es natural, por demasiado conocido, de uno de los más estupendos retratos de la literatura universal: el que Cervantes hace de Don Quijote en el Capitulo I de su obra. El licenciado cabra
Determinó,
pues, don Alonso de poner a su hijo en pupilaje: lo uno por apartarle de
su regalo y lo otro por ahorrar de cuidado. Supo que había en Segovia un
licenciado Cabra que tenía por oficio de criar hijos de caballeros, y
envió allá al suyo y a mí para que le acompañase y sirviese. Entramos
primer domingo después de Cuaresma en poder de la hambre viva, porque tal
lacería no admite encarecimiento. El era un clérigo cerbatana, largo sólo
en el talle, una cabeza pequeña, pelo bermejo. No hay mas que
decir para quien sabe el refrán que dice, ni gato ni perro de aquella
color. Los ojos avecinado... en el cogote, que parecía que miraba por cuévanos:
tan hundidos y oscuros, que era buen sitio el suyo para tiendas de
mercaderes: la nariz, entre Roma y
Francia, porque se le había comido de unas buas de resfriado, que aun no
fueron de vicio, porque cuestan dinero; las barbas, descoloridas de miedo
de la boca vecina, que, de pura hambre, parecía que amenazaba a comérselas;
los dientes, le faltaban no se cuántos, y pienso que por holgazanes y
vagamundos se los habían desterrado; el gaznate, largo como avestruz, con
una nuez tan salida, que parecía que se iba a buscar de comer, forzada de
la necesidad; los brazos, secos; las manos, como un manojo de sarmientos
cada una. Mirado de media abajo, parecía tenedor, o compás con dos
piernas largas y flacas; su andar, muy despacio; si se descomponía algo,
se sonaban los güesos como tablillas de San Lázaro; la habla, ética; la
barba, grande, por nunca se la cortar por no gastar, y él decía que era
tanto el asco que le daba ver las manos del barbero por su cara, que antes
se dejaría matar que tal permitiese; cortábale los cabellos un muchacho
de los otros. Traía un bonete los días de sol, ratonado con mil gateras
y guarniciones de grasa; era de cosa que fue paño, con los fondos de
caspa. La sotana, según decían algunos, era milagrosa, porque no se sabía
de qué color era. Unos, viéndola tan sin pelo, la tenían por cuerpo de
rana: otros decían que era ilusión; desde cerca parecía negra y desde
lejos entre azul: llevábala sin ciñidor; no traía ni cuello ni puños;
parecía, con los cabellos largo; y la sotana mísera y corta, lacayuelo
de la muerte. Cada zapato podía ser tumba de un filisteo. Pues, su
aposento?. Aún
arañas no había en él; conjuraba los ratones de miedo que no le royesen
algunos mendrugos que guardaba; al cama tenía en el suelo, y dormía
siempre de un lado, por no gastar las sábanas; al fin, era
archipobre y protomiseria. (De "Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos: espejo de vagamundos y espejo de tacaños". — De Francisco Quevedo y Villegas). Es este, entre otros notables, uno de los retratos mes conocidos y estupendos de los escritos por Quevedo. Recordamos del mismo autor el retrato del licenciado Calabrés, en "El Alguacil Alguacilado" y esa especie de galería de pequeños retratos, admirables por su imaginación verbal y visual, con que inicia "La hora de todos y la Fortuna con seso", donde hace desfilar, en descripciones burlescas, a los dioses latinos, sustituyendo los severos atributos con que los inviste la mitología, por otros que constituyen su contrapartida festiva.
En
el retrato del licenciado Cabra que se ha leído, prevalecen como
cualidades esenciales el formidable poder del lenguaje, que rinde el máximo
de su poder expresivo, y la adecuación total entre fondo y forma. Hay
allí tal plenitud expresiva que es imposible discernir si es el
lenguaje, con su fuerza imponderable y explosiva, el que determina la
visión del escritor, o si esa visión ha buscado, posteriormente, sus
formas estilísticas adecuadas. Es admirable también la síntesis de
lenguaje. Se dice, por ejemplo, al iniciar la descripción, que el
licenciado Cabra "era un clérigo cerbatana"; el sustantivo
empleado adjetivamente, sobrepone, sustituyéndola, a la imagen del
cuerpo humano, la de un objeto físico que señala las cualidades
salientes de aquél: altura y delgadez, lográndose así que la
visualización física adquiera, con el empleo de un solo vocablo, una
cualidad grotesca limpiamente obtenida.
Reúne
Quevedo el rasgo realista y psicológico ("la barba, grande, por
nunca se la cortar por no gastar, y el decía que era tanto el asco que
le daba ver las manos del barbero por su cara, que antes se dejaría
matar que tal permitiese"), con la comparación grotesca e
inusitada (por ej: "los ojos avecinados en el cogote que parecía
que miraba por fueranos", o, "las barbas descoloridas de miedo
de la boca vecina, que, de pura hambre, parecía que amenazaba a comérsela;").
Se obtiene así un retrato con rasgos caricaturescos, exagerados, pero
visto nítidamente. Es evidente la intención de sátira social, o moral, buscada y lograda en este retrato, pero es evidente también que lo más perdurable en él es la calidad estética de los elementos que lo componen. Aquí el realismo inicial ha sido superado por la imaginación verbal, por la fuerza expresiva del estilo. Los dos parisienses Los dos parisienses que atravesaron la plazoleta tenían unos rostros que, a decir verdad, hubiesen sido típicos para un pintor. Uno de ellos, el que parecía ser el subalterno, llevaba unas botas bajas de montar, que por caer demasiado bajo, dejaban ver unas pantorrillas raquíticas y unas medias de seda de dudosa limpieza. El calzón, de patio color amarillo y con botones de metal, era un tanto demasiado ancho; el cuerpo debía encontrarse dentro de el muy a sus anchas, y sus marcadas arrugas indicaban, por su disposición, al hombre de oficina. El chaleco de piqué, recargado de salientes bordados, abierto y abrochado con un solo botón en la parte superior del vientre, daba a este personaje un aspecto tanto más raro, cuanto que sus cabellos negros, rizados en forma de tirabuzones, le ocultaban la frente y caían a lo largo de las mejillas. Dos cadenas de acero, de reloj, iban a ocultarse en los bolsillos de su calzón. La camisa estaba adornada con un alfiler que sustentaba una piedra fina blanca y azul. La casaca, color canela, llamaría indudablemente la atención de un caricaturista por sus dos faldones, que, vistos por detrás, tenían tan perfecta semejanza con un bacalao, que recibieron esta denominación. La moda de las casacas con faldón de bacalao, duró diez años, casi tanto como el imperio de Napoleón. La corbata, plana y con muchos pliegues, permitía a este individuo ocultar el rostro hasta la nariz. Su cara llena de granos, su gorda y larga nariz color de ladrillo, sus animados pómulos, en boca desdentada pero amenazadora y maliciosa, sus orejas adornadas de grandes pendientes de oro, su frente deprimida, todos estos detalles, que parecían grotescos, se hacían terribles, gracias a dos ojillos de la forma y tamaño de los de los cerdos, que denotaban una implacable avidez y una crueldad truhanesca y casi gozosa. Estos dos ojos escudriñadores y perspicaces, de un azul claro, podían ser tomados por modelo de aquel famoso ojo, temible emblema de la policía, inventado durante la Revolución. Llevaba guantes negros y una varita en la mano. Debía ser algún personaje oficial, pues ostentaba en su porte, en su manera de tomar tabaco y de metérselo en la nariz, esa importancia burocrática de un hombre secundario a quien las órdenes recibidas de sus jefes constituyen momentáneamente en soberano. El
otro, cuyo traje era del mismo gusto, pero elefante y llevado con mucha
gracia, pulcro hasta el exceso y que hacía chillar al andar unas botas a
la Suwaroff, puestas por encima de un pantalón muy estrecho, llevaba
sobre la casaca aquella especie de túnica, moda aristocrática, adoptada
por los Clichanos y por la juventud elegante, y que sobrevivió a los unos
y a la otra. En esta época hubo modas que duraron más que los partidos,
síntoma de anarquía que nos ofrecía ya el 1830. Este perfecto petimetre
parecía tener unos treinta años. Sus modales denotaban sus buenas
relaciones, y llevaba alhajas de precio. El cuello de la camisa le llegaba
hasta las orejas. Su aire fatuo y casi impertinente acusaba una especie de
superioridad oculta. Su cara pálida parecía no tener una sota de sangre:
su nariz, roma y fina, tenía el aspecto sardónico de la nariz de una
cabeza de muerto, y sus ojos verdes eran impenetrables. Su mirada era tan
discreta como debía serlo su boca cerrada y provista de delgados labios.
El primero parecía ser un buen muchacho comparado con este joven, seco y
avellanado, que azotaba el aire con un junco, cuyo puño de oro brillaba
al sol. El primero podía cortar por si solo la cabeza de cualquiera; pero
el segundo era capaz de envolver en las redes de la calumnia y de la
intriga, a la inocencia, a la belleza y a la virtud, ahogándolas o
envenenándolas fríamente. El hombre rubicundo hubiera consolado a su víctima
con sus chistes; el otro ni siquiera le hubiese sonreído. El primero tenía
cuarenta y cinco años y debía ser aficionado a la buena vida y a las
mujeres. Esta clase de hombres tienen todos pasiones que los hacen
esclavos de su oficio. Pero el joven no tenía ni pasiones ni vicios. Si
era espía, pertenecía a la diplomacia y trabajaba por amor al arte. El
concebía y el otro ejecutaba; él era la idea y el otro la forma. (De "Un asunto tenebroso", de H. Balzac).
Estos dos retratos
muestran muy íntimamente los procedimientos balzacianos. Todos los
detalles concurren en ellos el logro de una total caracterización de
los personajes retratados, que adquieren un definido aspecto físico,
psicológico y social. La acumulación de detalles, la delectación en
la cuidadosa descripción de los trajes, ¡a preocupación por señalar
la situación social de los parisienses, hacen ostensible aquella
aptitud de historiador, vivo, directo, de que se preciaba Balzac. Dotado de una asombrosa capacidad de visión, Balzac
parece retener en su pupila, para ofrecerlos luego en su mundo de ficción,
todos los detalles de la vida real. Y admira realmente su
capacidad receptiva, su constante estar atento, como un vigía, a la
vida de su época. Es importante anotar cómo el escritor se ha colocado deliberadamente en una actitud de observador, fingiendo no conocer totalmente a sus personajes. Observa, así, que uno de ellos, por la disposición de las arrugas de su traje, debe ser hombre de oficina. Y hace breves reflexiones acerca de las características psicológicas de los parisienses, deduciéndolas de particularidades físicas o del traje. De este modo, aunque se les ha definido perfectamente, se crea al mismo tiempo una cierta expectativa, que incitará al lector a confirmar lo dicho por el escritor, a través de la actuación de los personajes en el resto de la novela. Esa expectativa, el cuidado puesto en la ejecución de los retratos, en !os que se percibe cierto paralelismo, el remarcar sutilmente los rasgos siniestros de los parisienses, señalan al lector el importante papel que los mismo jugaran en la novela. Don Zoilo Don Zoilo — antiguo peón de la "Estancia", domador a veces, "compositor de parejeros" en ocasiones, — había concluido por dedicarse a trenzador de lazos, arte en que llegó a ser insuperable. Hosco, taciturno, huraño, rezongón, se había metido en la tapera del Puesto del Fondo, tan pronto como la abandonó Rosalía; y allí vivía solo y contento, sin más contrariedades que las que le ofrecía la llegada de algún visitante, para él siempre importuno. Cada dos o tres días iba a las "'casas'', al tranco de su overo "maceta”, flaco y viejo. Saludaba gruñendo, aceptaba un mate, en la cocina, sin sentarse y sin levantar la vista de sus pies desnudos que mantenía en continuo movimiento, despegando el barro de uno con los dedos del otro y haciendo sonar las '"lloronas"' grandes, viejas, herrumbrosas, calzadas sobre la carne. Después recogía su ración, la ponía bajo los "cojinillos" y partía al tranco, sin haber hablado ni para despedirse. Ya en su cueva, desensillaba, dejando las "garras" tiradas junto al rancho, metíase en la cocina; se sentaba al lado del fogón, soplaba el fuego, y mientras se hacía el asado, "verdeaba" y trabajaba en su "guascas" cosiendo una presilla o ''retobando un botón". Según los mozos del pago, don Zoilo era muy viejo, — "más viejo que tabaco negro"; — pero nadie conocía su historia. El no hablaba nunca, ni admitía interrogatorios, y como tenía un genio de perro lunático, y era bravo, pronto puso a raya a los curiosos y a los bromistas que intentaban arrancarle, directa o indirectamente, algo de su secreto. A su casa llegaba quien quería poseer un lazo bien trenzado, — pues era sabido que nadie le aventajaba en su oficio: — pero por lo general hacía su encargo de a caballo y de a caballo volvía a preguntar por el trabajo, meses después; porque don Zoilo trenzaba cuando le daba la gana, o no trenzaba, a pesar de cobrar siempre adelantados los ocho "patacones". Cuando era dueño de esa suma, ensillaba su overo, bien de madrugada, y se iba a la pulpería, distante tres leguas, donde compraba caña y galletas. Sentado en un rincón de la glorieta, callado, serio, indiferente a las personas que entraban y a las conversaciones que oía, se la pasaba apurando la caña y mascando las galletas hasta que comenzaba a oscurecer. Sólo entonces, —y luego de colocar en las maletas dos botellas de litro, — dos porrones de a dos cuartas y media, — emprendía la marcha de regreso, tan tranquilo e inconmovible como cuando había llegado. La inmensa borrachera no había logrado desatarle la lengua ni aflojarle las piernas. El aire frío concluía la obra del alcohol, y entonces largaba las riendas, apoyaba las manos en la cabezada del recado, inclinaba la cabeza y se dejaba llevar por el overo. Por regla general amanecían, el caballo comiendo con freno y ensillado cerca de los ranchos, y el jinete tirado en el suelo a noca distancia. Antes de que la primera embriaguez hubiera pasado del todo, ya empezaba otra, que duraba mientras duraba la caña llevada de reserva. Después trabajaba, sin penas ni entusiasmos, en una admirable conformidad e indiferencia de bestia. Nunca se le conoció familia, aunque muchos aseguraran que tenía una hermana; nadie sabía de él otra cosa sino que había llegado al pago siendo muchacho y no había vuelto a salir de allí, viéndosele solo, taciturno, hostil a todos los seres humanos, de los cuales parecía no haber heredado más que la forma. Para los mozos era un tipo único, siempre igual, sin modificaciones de ninguna clase. Vestía en todo tiempo el mismo "saco”, que ya no tenía forma ni color; el mismo '"chiripá" de manta "colla'', el mismo sombrero informe y el mismo poncho, desgarrado y desflecado. Y su vestimenta no había variado, su físico tampoco: viejo le conocieron los muchachos que habían muerto de viejos, sin notar una alteración en su fisonomía ni un hilo blanco en su melena. Sus excentricidades y rarezas causaban admiración al forastero: pero pasaban sin despertar la atención de las gentes comarcanas, ya habituadas al extraño personaje. Hubiérales admirado, en cambio, verle reír o usar alguna clase de calzado, —mudanza de hábitos inveterados muy capaz de poner en revolución la curiosidad del pago. Bajo y fornido, de rostro anguloso y grande, de ojos encapotados y torvos, de larga nariz curva, de tez tostada, de escasísima barba negra y de larga melena lacia y sin una cana, don Zoilo tenía un aspecto feroz de bestia huraña y peligrosa. Su voz gutural semejaba un gruñido sordo, y su mirada, que salía de entre el montón de cejas y el abultamiento de los párpados como una claridad de entre rocas, denotaba desconfianza felina. Era, sin embargo, un hombre bueno. A lo menos, como tal debía considerársele, pues nadie le conocía ningún hecho criminoso, ni otra maldad, que su antipatía hacia todo ser viviente, debido a lo cual ni los perros paraban en su casa; y así lo probaban los varios cachorros que había criado y que no tardaron en huir, no se sabe si acosados por el hambre o por las rodajas de las “lloronas” del amo. No faltaba quien le supusiese en connivencia con los matreros, y hasta se decía que su único amigo, —si es que don Zoilo podía tener amigos, — era el rubio Lorenzo, bandolero célebre, jefe de una gavilla audaz como ninguno, feroz como chacal y presumido como mujer. Pero la vida del viejo trenzador, a quien jamás faltaba alimento en la Estancia, que no tenía necesidades, ni se le notaban provechos, destruyó, pronto esa leyenda. Cada vez que necesitaba carne, iba a buscarla y se la daban; cada vez que deseaba caña, la obtenía, porque el producto de su trabajo, no tenía ningún otro empleo. Ropas o calzado, no sólo no compraba, sino que en más de un invierno crudo rechazó los que llegó a ofrecerle algún vecino caritativo. Su amistad con el bandolero no era quizá sino una simpatía de fiera a fiera, y no debía hacer por él más de lo que hacían los pobres diablos que se halaban en su caso: callar, cuando la policía indagaba el paradero de la gavilla, dar aviso a su jefe de los movimientos de la autoridad. Pero de todas las excentricidades de don Zoilo la que más llamaba la atención era la referente a sus opiniones políticas. ¿Era blanco don Zoilo? ¿Era colorado? En la Guerra Grande, una partida oribista lo ''agarró”, y en la primera acampada se hizo humo y ganó los montes del Cebollatí, donde estuvo haciendo compañía al yaguareté y al puma, hasta que concluyó la contienda. Durante la revolución de Aparicio, en 1871, lo apresó una fuerza del coronel Manduca Carabajal y le obligó a ceñirse la divisa roja; pero al cabo de tres días ya estaba de nuevo en el Cebollatí, salvaje y libre. Un hombre que no tenía mujer, que no jugaba a la "taba", que no concurría a las carreras y, sobre todo, que no era blanco ni colorado y no amaba la guerra, debía ser, por fuerza, un hombre extraño, distinto a los demás hombres e inferior a ellos: algo semejante a un gringo que trabaja y se enriquece. No debía, pues, causar admiración que nadie simpatizara con don Zoilo, que nadie lo quisiera en el paso. El mismo Diego López, —el dueño de la estancia donde había estado de peón durante muchísimos años—, lo aceptaba con desgano y él mismo no se explicaba cómo lo soportaba de "agregado" en su campo. (De "Gaucha", de Javier de Viana). El retrato del licenciado Cabra es una fisura estática y caricaturesca: en las retratos de los dos parisienses, el escritor, como hemos señalado, finge no conocerlos totalmente. En ambos casos se ha prescindido de la historia de esos personajes, no se ofrecen datos acerca de su vida anterior. El lector debe imaginarlas, a partir de los elementos ofrecidos por los autores, que se han limitado a mostrar a los personajes, visualizándolos. En el retorno de Don Zoilo, por lo contrario, el escritor dice todo lo que sabe de su personaje. A la descripción física, ni señalamiento de sus rasgos psicológicos salientes, se agrega la historia de la vida del personaje o lo que el autor sabe de esa historia. Se reseñan costumbres habituales del personaje, se introduce al lector dentro del ámbito de esa vida. Sólo quedan, como pequeños círculos de sombra, algunos hechos no totalmente aclarados y acentúan la misteriosidad del personaje: así, por ejemplo: "Era un hombre bueno. Por lo menos así debía considerársele, pues nadie le conocía ningún hecho criminoso, ni otra maldad que su antipatía por todo ser viviente...".No faltaba quien lo supusiese en connivencia con los matreros y hasta se decía que su único amigo, -si es que Don Zoilo podía tener amigos-, era el rubio Lorenzo, bandolero célebre...". No obstante, en este, como en los otros ejemplos de retratos ofrecidos, el personaje retratado adquirirá plenitud de vida a través de su acción en la novela. Es innecesario remarcar los tintes misteriosos y sombríos con que crea Javier de Viana a Don Zoilo. que adquiere, en la novela, su total dimensión humana por su relación casi animal con el estero en, que vive. Ese estero, que no es un mero decorado en la novela, sino que tiene en ella importancia sustantiva, y del cual Don Zoilo es como un extraño fruto humano. |
por Arturo Sergio Visca
Asir - revista de literatura
Agosto / setiembre 1951
Ver, además:
Arturo Sergio Visca en Letras Uruguay
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