Delmira Agustini: una amorosa [1]
por Idea Vilariño

Todavía están por escribirse los grandes libros que merecen, por un lado, la personalidad y, por otro, la obra de la Agustini. Su personalidad, porque aún sigue siendo enigmática y porque, aunque van a faltar siempre elementos de juicio, puede dar lugar a un necesario estudio por quien sepa hacerlo. Su obra, porque es más singular, compleja y difícil de penetrar, y más rica formalmente, que cuanto se ha dicho hasta ahora.

No todo el mundo está de acuerdo en que el amor de hoy y el amor como fue concebido por los antiguos sean idéntica cosa, en que ese lexema haya tenido la misma carga de significación en Homero y en la Biblia, digamos, que en nuestro mundo occidental, etcétera. Cuando vamos a los textos —no al recuerdo deformado o depurado que de ellos podemos conservar— debemos ubicarnos en otros tiempos, valores, circunstancias, para comprender la obsesiva necesidad de Odiseo para volver a Penélope-Itaca, los lazos que unen a la muy noble pareja de Héctor y Andrómaca, la colérica reacción de Aquiles cuando se lo quiere despojar de Briseida —su botín—, las normas que unen a Ruth y Booz.

Pero de allá a acá pasaron no solo siglos sino culturas, y nuestras literaturas, desde que surgieron hace mil años, sobrellevaron una educación sentimental que venía de los trovadores provenzales con su idealización de la mujer y de los amores imposibles, y que pasó por la divinización de la amada, intermediaria o guía celeste. En el Renacimiento y en nuestros siglos de oro, pese al renacer de tantas cosas y a la pasión que dicen tantos textos, asistimos a otra forma de falseamiento; se prodigan esas imposibles mujeres de cabellos de oro, de dientes de perlas, de cutis de azucena o de lo que fuere, casi siempre difíciles o desdeñosas o versátiles. El cuerpo de verdad, la sensibilidad verdadera, el deseo desnudo, el goce en su plenitud, lo erótico en su plenitud, no se dicen aunque se aludan. Es claro que en este repaso nos estamos olvidando de la poesía popular —aunque a menudo es más púdica aún—, de los poetas no tan «cultos» como François Villon, y de los que descendieron desde sus alturas hasta mencionar «las bellaquerías detrás de la puerta».

Pero en cuanto a la poesía culta parece verdad lo que afirma Pedro Salinas: «[...] que Rubén Darío es el revolucionario máximo del concepto de lo amoroso creado por la poesía italiana medieval». Es, en poesía, quien invierte los términos: la mujer es su cuerpo; el amor no anda por los dominios del alma sino por el de los sentidos. La mujer no es un ser único cuyos favores o cuyo corazón se anhelan; la mujer es todas las mujeres poseídas; el amor, el erotismo del poeta, no se fijan en una: las comprenden a todas. Pero lo que nos importa aquí, para llegar a la obra de esta extraña mujer, es ver cómo, más allá de los franceses que lo sedujeron y le dieron un punto de partida, de la poesía española que lo precedió —incluidos esos poetas del amor, Bécquer y Rosalía de Castro—, es comprobar hasta que punto se anima Darío a incorporar el cuerpo erótico y a decirlo con todas las palabras:

y la boca del fauno el pezón muerde

O en:

¡Carne, celeste carne de la mujer! Arcilla:

¡Pues por ti la floresta está en el polen

y el pensamiento en el sagrado semen!

Aunque su osadía busca casi siempre la metáfora o la imagen atrevidas que casi no velan nada:

Un vasto orgullo viril

que aroma el odor di femina,

un tronco de roca en donde

descansa un lirio.

Si pensamos en otros poemas de amor de poetas modernistas o premodemistas —pensemos en el célebre «Nocturno», de José Asunción Silva— vemos hasta qué punto osó.

Cada poema que Darío publicaba tenía vasta resonancia, y los mejores daban pautas, dejaban señales. Delmira, que lo admiraba fervorosamente y que lo conoció a su paso por Montevideo en 1912, cambió con él algunas cartas; en las suyas se refleja una lectura intensa y apasionada, muy propia de ella, que puede haberle mostrado la posibilidad de ir más lejos que en los dos primeros libros; de osar, ella también, más. Al ejemplo se sumaria el consejo con que termina el poeta una de sus pocas y breves cartas: «si el genio es una montaña de dolor sobre el hombre, el don genial tiene que ser en la mujer una túnica ardiente [...]. Los Cantos de la mañana son muy bellos. Pero, si es posible, aun más sinceridad más malgré tout».

Tal vez Delmira Agustini hubiera escrito, de todos modos, lo que escribió. Hay, en los tres libros que publicó, una progresión en todo sentido: en la calidad poética, en la hondura de su experiencia, y en las maneras intensas y desnudas de decirla. Pero como no hay antecedentes en la poesía previa, y allí está Darío, admirado y amado, podemos tener en cuenta la hipótesis de que sus transgresiones, las libertades que se tomó para expresar su erotismo, las osadías de su escritura, fueron posibles por aquel erotismo y por aquellas osadías, aunque fueran muy otras; es más bien una actitud lo que el gran poeta hizo posible.

Tampoco se pueden evitar las referencias a sus circunstancias para comprender mejor los riesgos que corrió al atreverse, al escándalo que podrían originar sus versos en aquella sociedad convencional y cerrada, de lecturas pocas y púdicas.

Esta mujer, de algunas de cuyas fotos emana una sensualidad tremenda, desde las que nos enfrentan un cuerpo y unos ojos con una carga de erotismo que sobrecoge, debió avasallar con su sensualidad a su caballeresco novio y tendría que haber asustado a sus sobreprotectores padres. Su celosa, neurótica y monstruosa madre; su buen padre que copiaba con letra cuidadosa los desordenados borradores de «la Nena» y que tomó la mayor parte de esas fotos, no parecen haber sospechado a esa leona. Dice Zum Felde, entre otros, que en presencia de su madre se mostraba como hija recatada y ejemplar, y que cambiaba su actitud en cuanto aquella abandonaba la sala. Pero, aun así, esos padres fueron testigos de ese cuerpo, de ese rostro, de esos ojos, de esos versos. Estaban ciegos o eran de una inocencia sin límites —cosa que, por lo que sabemos de la señora, es difícil de creer—.

Encerrada en la cómoda vida familiar, respetada en sus aislamientos de poeta, en sus noches de insomnio, en sus días de ocio, solo distraídos por el piano, la pintura, los paseos con sus padres, pero muy coartada en su vida de relación —no fue a la escuela, no jugó con otros chicos, no salió hasta los dieciséis años a tomar clases de francés y de pintura—, inhibida y controlada en sus relaciones con hombres jóvenes y con quien sería su esposo y su matador, Enrique Reyes, vivió una vida escindida. Nadie es uno solo, pero ella padeció un divorcio esquizofrénico en el más alto grado y en todos los planos. En el ámbito familiar siguió siendo una buena hija obediente y adicta: la niña de la casa; en su poesía y en lo que nos queda de su correspondencia con algunos hombres era, desde temprano, una mujer, una seductora, una amorosa.

Su novio, Reyes, es un caso especial. Con él vivió seguramente —dentro de lo que era posible— en el balcón, en la sala familiar, las enloquecedoras caricias, la intensidad del deseo (no puede surgir de la nada la profunda experiencia del deseo que transmiten sus poemas). Reyes le recuerda en una carta cómo se opuso a poseerla cuando ella se lo pidió, cómo se opuso a que se fugaran cuando ella se lo propuso, «llevada -—dice— por fogosidades de [su] temperamento». En todo caso, él ignoró a la Delmira que sobrevive, vivió las otras dos Delmiras: la mujer de pasión y deseos arrasadores, y la que escribía cartitas tontas remedando la media lengua infantil. Sin embargo, no era Reyes —correcto, corriente, mediocre— el «vencedor de toda cosa», el maravilloso, sombrío, poderoso, abismal amante que visitaba sus sueños. Sus fotos, que lo muestran atildado, estirado, vulgar, hacen pensar que ni sensualmente mereció a esa hembra espléndida. Pero era el único objeto erótico alcanzable, el único posible, y tal vez el que despertó sus sentidos. Eso explicaría su larga relación y su casamiento con él, pese al que parece haber sido el gran amor de su vida, contemporáneo del final de esta historia, testigo de la boda y que minutos antes de la ceremonia la hizo vacilar en seguir adelante.

Se trataba del escritor argentino Manuel Ugarte, amigo de Darío en Francia, conocido en toda América Latina por su literatura y por su militancia antiyanqui, viajero, seductor y todo un buen mozo. En sus manos quedó un paquete de cartas de Delmira que fueron destruidas por una esposa celosa y que podrían decirnos tanto más sobre aquella. Con todo, son suficientes las dos reveladoras, rendidas cartas de amor que se salvaron —nada de tonterías aquí—, para documentar esa relación frustrada, ese sentimiento que se alimentó de desesperanza, de desistimiento, de deseos sin consumación posible, de nostalgias de ser tocada por unas manos, de ser mirada por unos ojos de los que la separaban el río, su situación y la reticencia de Ugarte, que no parecía querer comprometerse. Ese amor coincide con la época premarital, con el propio día del casamiento, con el período posterior a la pronta separación y al rápido divorcio; período este en que vive a la vez ese amor desesperanzado y desesperado por Ugarte y las entrevistas apasionadas y clandestinas con su exmarido que terminan con la muerte de ambos.

Habíamos hablado del acento puesto por Darío en lo carnal, pero en su obra la mujer era el objeto del placer y de la gloria pasajera; la delicia del acto amoroso era una alegría, tal vez la única verdadera, si consideramos la desolación de sus mejores poemas. En Delmira casi todo lo mejor de su obra —pensamos especialmente en Los cálices vacíos— es una poesía del cuerpo, pero del cuerpo como campo agónico de lo erótico. Y en esa agonía permanente se compromete a menudo el alma. Alguna vez declara aquella escisión que muchos poetas han dicho aunque no siempre tan limpiamente:

—A veces ¡toda! soy alma

y a veces ¡toda! soy cuerpo—.

Pero casi siempre vale el último verso conjugador de la dedicatoria a Eros:

Con alma fulgida y carne sombría...

aunque en muchos casos los calificativos se invierten. Lo más a menudo están una y otro integrados en un mismo juego, tienen pareja densidad vital, soportan las mismas tensiones y gozan o padecen las mismas experiencias:

¡Oh Tú que me arrancaste a la torre más fuerte!

Que alzaste suavemente la sombra como un velo,

que me lograste rosas en la nieve del alma

que me lograste llamas en el mármol del cuerpo.

No está buscando el cantado oxímoron, que más bien evita; está estableciendo el paralelismo, la identidad de ambas experiencias.

Desde los primeros libros viene la idea de llegar al alma por el cuerpo, de que la posesión física, aun en la forma primera del beso, permite la posesión total y más profunda del otro:

¡Guste yo en ellos el placer ignoto

de la esencia enervante de tu alma!

En cambio por los ojos, por la mirada, que podría parecer que establecen un nexo más espiritual, menos camal, se da la experiencia inversa y más francamente sexual. Dice el último terceto de un sonetito menor y octosílabo, culminándolo con una intensidad que no tenía:

Y al yo mirarlos por juego,

sus alabardas de fuego

llegaron a mis entrañas.

¡Oh, Teresa de Avila!

El cuerpo es un agonista constante de esos nocturnos insomnes y cargados de pasión y de deseo, de nostalgias de la posesión, de profundas pulsiones frustradas. Pero es inevitable observar que el cuerpo entero que aparece, sí, una y otra vez, es menos obsesivo, cuando se trata a otro, que los ojos, las manos, la boca, la cabeza, los brazos. Acumula en «Mis amores»:

¡Ah, entre todas las manos yo he buscado tus manos!

Tu boca entre las bocas, tu cuerpo entre los cuerpos;

de todas las cabezas, yo quiero tu cabeza,

de todos esos ojos, ¡tus ojos solo quiero!

Pero más adelante, en el mismo poema, invoca al elegido en términos más totales y abarcadores:

Ven a mí: mente a mente;

ven a mí, cuerpo a cuerpo!

En «El cisne», un raro poema alegórico que comienza como un cuento modernista de jardines, de lagos y de cisnes principescos, y termina en el colmo de lo erótico, se suma a la alegoría el motivo del sueño, que parece tanto un carácter de su lírica nocturna y sonámbula como una máscara, una manera de recatar el sentido último y quemante de sus versos. Ese cisne, que de mera «flor del aire», «flor del agua» pasa a establecer con ella vínculos cada vez más ardorosamente eróticos, la lleva a preguntarse si el cisne

con sus dos alas fugaces,

sus raros ojos humanos,

y el rojo pico quemante,

es solo un cisne en mi lago

o es en mi vida un amante ...

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Pero en mi carne me habla

y yo en mi carne le entiendo

-------

Hunde el pico en mi regazo

y se queda como muerto...

El sueño, el ensueño, la situación indecisa, imprecisa entre el sueño y la vigilia, desrealiza, permite un distanciamiento que, sumado al lenguaje metafórico y al símbolo, hace posible una doble postulación, le da una espléndida libertad. Mediante la imagen plástica, la polisemia, la ambigüedad de la imagen y del lenguaje, llega a dar expresión tanto a lo inefable como a todo aquello que los tabúes sociales, familiares y literarios hubieran prohibido expresar. El sueño era tal vez la única excusa, la manera de enmascarar. En ese límite impreciso, declarado desde los primeros versos, está uno de sus poemas más hermosos: «Visión»:

¿Acaso fue en un marco de ilusión,

en el profundo espejo del deseo,

o fue divina y simplemente en vida

que yo te vi velar mi sueño la otra noche?

En mi alcoba agrandada de soledad y miedo,

taciturno a mi lado apareciste

como un hongo gigante, muerto y vivo,

brotado en los rincones de la noche,

húmedos de silencio

y engrasados de sombra y soledad.

Y más adelante:

Te inclinabas a mí, supremamente,

como a la copa de cristal de un lago

sobre el mantel de fuego del desierto;

Es a su cuerpo a donde él se asoma, a ese cuerpo que parece imantarlo prodigiosamente. Y se suceden las comparaciones, que se enriquecen incluyendo metáforas, imágenes, catacresis, que nunca son suficientes. Y es en su cuerpo, confundido cqn .su erotismo, con su vida entera, que ese .hongo sombrío, ese amante fantasmal y su deseo, obran milagros:

y tanto te inclinaste,

que mis flores eróticas son dobles,

y mi estrella es más grande desde entonces.

Ella (su cuerpo) es el imán inmóvil, poderoso, que solo espera, mira, desea, con la tremenda tensión que ha ido creando y atribuyendo al otro. Y entonces,

Y cuando

te abrí los ojos como un alma, y vi

¡que te hacías atrás y te envolvías

en yo no sé qué pliegue inmenso de la sombra!

Cierra el poema con esa imagen grande y hermosa, tanto que los dos versos finales parecen una culminación negativa y no apenas la frustración, la soledad que fueron su verdad de cada noche.

Nota:

[1]  Delmira Agustina Se publicó, en ocasión del centenario del nacimiento de Delmira Agustini, en el semanario Brecha, Montevideo, 12 de setiembre de 1986. Había sido presentado antes, como «El caso Delmira Agustini», en 1981, en México, en el Cuarto Congreso Interamericano de escritoras.

por Idea Vilariño

Publicado, originalmente, en: Volumen Vol. 208

Colección de Clásicos Uruguayos

Biblioteca Artigas del Ministerio de Educación y Cultura
Se terminó de imprimir en Montevideo, a los 15 días del mes de noviembre de 2018.

Gentileza de la Biblioteca Nacional de Uruguay

 

Ver, además:

 

                       Delmira Agustini en Letras Uruguay  

 

                                                                                      Idea Vilariño en Letras Uruguay

                     

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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