Delmira Agustini - Poesía - Correspondencia por Idea Vilariño |
Todavía están por escribirse los grandes libros que merecen, por un lado, la personalidad y, por otro, la obra de la Agustini. Su personalidad porque sigue siendo aún enigmática y, porque, si bien van a faltar para siempre elementos de juicio y documentos(1) ya llegará el importante trabajo de investigación que se le debe. Su obra porque es más singular, compleja, y más rica formalmente, de cuanto se ha visto hasta hoy. Aquí sólo atenderemos -en sus versos y en su vida- a la "amorosa". Darío es, como afirma Pedro Salinas, "el revolucionario máximo del concepto de lo amoroso creado por la poesía italiana medieval". Es, en poesía, quien invierte los términos: la mujer es su cuerpo; el amor no anda por los dominios del alma sino por el de los sentidos. La mujer no es un ser único cuyos favores o cuyo corazón se anhelan; la mujer es todas las mujeres poseídas; el amor, el erotismo del poeta no quedan fijados en una sino que las comprenden a todas. Pero lo que nos importa aquí, para acercarnos a los versos de esta extraña mujer, es comprobar hasta qué punto su admirado Darío, más allá de los franceses que lo sedujeron, de la poesía española que lo precedió -incluidos esos poetas del amor, Bécquer y Rosalía de Castro-, se anima a incorporar a su escritura el cuerpo erótico, y a nombrarlo con todas las palabras: |
y la boca de fauno el pezón muerde |
o, más aun: |
¡Pues por ti la floresta está en el polen |
Aunque su osadía busca, más bien que la expresión directa, la metáfora o la imagen atrevidas que casi no velan nada: |
Un vasto orgullo viril |
Si pensamos en otros poemas de amor modernistas o premodernistas -recordemos el famoso "Nocturno" de José Asunción Silva- vemos hasta qué punto osó. Cada poema que Darío publicaba tenía una vasta resonancia, y los mejores daban pautas, dejaban señales. Delmira Agustini (Montevideo, 1886-1914), que lo admiraba fervorosamente y que lo conoció a su paso por Montevideo en 1912, cambió con él algunas cartas; en las suyas se refleja una lectura intensa y apasionada -muy propia de ella- que puede haberle mostrado la posibilidad de ir más lejos que en sus dos primeros libros; de osar, ella también, más. Al ejemplo se sumaría el consejo con que termina el poeta una de sus pocas y breves cartas: "si el genio es una montaña de dolor sobre el hombre, el don genial tiene que ser en la mujer una túnica ardiente ( ...). Los Cantos de la mañana son muy bellos. Pero, si es posible, aun más sinceridad, más malgré tout". Tal vez Delmira hubiera escrito, de todos modos, lo que escribió. Hay, en los tres libros que publicó, una progresión en todo sentido: en la calidad poética, en la hondura de su experiencia, y en las maneras intensas y desnudas de decirla. Pero como no hay antecedentes en la poesía previa, y como allí estaba Darío, admirado y amado, podemos considerar la hipótesis de que sus transgresiones, las libertades que se tomó para expresar su erotismo, las osadías de su escritura, fueron en cierto modo posibles por aquel erotismo y por aquellas osadías, aunque fueran muy otras, O tal vez fue más bien una actitud, una libertad, lo que el gran poeta hizo posibles. Una libertad difícil, si se consideran las circunstancias, el rechazo a que se exponían sus versos en aquella sociedad convencional, de lecturas pocas y púdicas. Sin embargo ni personal ni literariamente parece haber existido tal rechazo. Esta mujer, de algunas de cuyas fotos emana una sensualidad tremenda, desde las cuales nos enfrentan un cuerpo y unos ojos con una carga de erotismo que sobrecoge, debió avasallar a sus sobreprotectores padres. Su celosa y neurótica madre, su buen padre que copiaba con letra cuidadosa los desordenados borradores de "la nena", y que tomó buena parte de las fotos, no parecen haber sospechado a esa leona. Zum Felde, entre otros, afirma que en presencia de la madre, Delmira se mostraba como hija recatada y ejemplar, pero que cambiaba de actitud en cuanto aquélla abandonaba la sala. Pero, aun así, ambos padres fueron testigos de ese cuerpo, de ese rostro, de esos ojos, de esos versos. Estaban ciegos o eran de una inocencia sin límites, cosa que, por lo que cuenta, asqueado, Reyes de los consejos anticonceptivos que recibió de Doña María Murtfeldt en su noche de bodas, parece difícil de creer. Encerrada en la cómoda vida familiar, respetada en sus aislamientos de poeta, en sus noches de insomnio, en sus días de ocio sólo distraídos por el piano, la pintura, los paseos con sus padres, vive muy coartada en su vida de relación -no fue a la escuela, no jugó con otros chicos, no salió hasta los dieciséis años a tomar clases de francés y de pintura-, inhibida y controlada en sus relaciones con hombres jóvenes y con quien sería su esposo y matador, Enrique Job Reyes. Vivió una vida escindida. Nadie es uno solo, pero ella padeció un divorcio esquizofrénico en todos los planos. En el ámbito familiar siguió siendo una buena hija obediente y adicta; la niña de la casa, que sin duda coincidía con la que quiso y obtuvo Reyes. En su poesía y en lo que nos queda de su correspondencia con algunos hombres era, desde temprano, una mujer, una seductora, una amorosa. Su novio, Reyes, es un caso especial. Con él vivió, seguramente -dentro de lo que era posible-, en el balcón, en la sala familiar, las enloquecedoras caricias, la intensidad del deseo (no puede surgir de la nada la profunda vivencia del deseo que trasmiten algunos de los poemas). El le recuerda en una carta cómo se opuso a poseerla cuando ella se lo pidió; cómo se opuso a que se fugaran cuando ella se lo propuso, "llevada -dice- por fogosidades de (su) temperamento"(2). En todo caso, él, que ignoró a la Delmira que sobrevive, vivió las otras dos Delmiras: la mujer de pasión y de deseos arrasadores, y la que le escribía cartitas tontas remedando la medialengua infantil, la que, seguramente, él quería y merecía. Sin embargo no era Reyes -correcto, corriente, mediocre- el "vencedor de toda cosa", el maravilloso, sombrío, poderoso, abismal amante que visitaba sus sueños. Sus fotos, que lo muestran atildado, estirado, vulgar, hacen pensar que ni sensualmente mereció a esa hembra espléndida. Pero era, tal vez, el único objeto erótico alcanzable, el único posible, y tal vez el hombre que despertó sus sentidos. Eso explicaría el largo noviazgo, el casamiento con él y sus relaciones postmatrimoniales. Pese al que parece haber sido el gran amor de su vida, amor contemporáneo de aquel noviazgo y del final de esta historia, testigo de la boda y que, minutos antes de la ceremonia la hizo vacilar, dice ella, en seguir adelante. Se trataba del escritor argentino Manuel Ugarte, amigo de Darío en Francia, socialista, conocido en toda América Latina por su literatura y por su militancia antiyanqui, viajero, seductor, y todo un buen mozo; por esos días las vidas de ambos se ven fuertemente sacudidas. La de Delmira por su nueva e intensa pasión por Ugarte y por su separación de Reyes. La de Ugarte por otros motivos; éste había estado en 1913 en Montevideo y había visitado con frecuencia a Delmira, que se casa en agosto de ese año. El 31 de octubre Ugarte es detenido en Buenos Aires. El 10 de noviembre presenta su renuncia al Partido Socialista, y el 13 de noviembre recibe la nota en que se le expulsa de su partido. En sus manos había quedado un paquete de cartas de Delmira que podrían decirnos tanto más sobre ella pero que fueron destruidas, ya después de su muerte, por una esposa celosa. Con todo, son suficientes las dos reveladoras, rendidas cartas de amor que se salvaron -nada de tonterías en ellas- para documentar esa relación frustrada, ese sentimiento que se alimentó de desesperanza, de desistimiento, de deseos sin consumación posible, de nostalgia de ser tocada por unas manos, de ser mirada por unos ojos de los que la separaban el río, su situación, y la reticencia de Ugarte que parecía no querer comprometerse. Ese amor coincide con la época premarital, con el propio día del casamiento, con el período posterior a la pronta separación y al rápido divorcio, período este en que Delmira vive a la vez ese amor desesperado y desesperanzado por Ugarte y las entrevistas clandestinas, seguramente apasionadas, con su ex-marido, que terminan en la doble muerte, no inexplicable pero, hasta hoy, inexplicada. Hablamos antes del acento puesto por Darío en lo carnal, pero en su obra la mujer era el objeto del placer y de la gloria pasajera; la delicia del acto amoroso era una alegría, tal vez la única dicha verdadera, si consideramos la desolación que revelan sus mejores poemas. En Delmira casi toda su poesía mejor -pensamos especialmente en Los cálices vacíos- es una poesía del cuerpo, pero del cuerpo como campo agónico de lo erótico. Y en esa agonía constante se compromete a menudo el alma. Alguna vez declaran sus versos aquella escisión que muchos poetas han dicho antes, aunque no siempre tan limpiamente: |
-A veces ¡toda! soy alma; |
Pero casi siempre vale el último verso conjugador de la dedicatoria "a Eros": |
Con alma fulgida y carne sombría... |
Aunque en muchos casos los calificativos deban invertirse. Lo más a menudo están una y otra integradas en un mismo juego, tienen pareja densidad vital, soportan las mismas tensiones y gozan y padecen las mismas experiencias: |
¡Oh, Tú que me arrancaste a la torre más fuerte! |
No está buscando el cantado oxímoron, que, más bien, evita; está estableciendo el paralelismo, la identidad, de ambas experiencias. |
¡Guste yo en ellos el placer ignoto
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En cambio, por los ojos, por la mirada, que podría parecer que establece un nexo más espiritual, menos carnal, se da la experiencia inversa y más francamente sexual. Dice el último terceto de un sonetito menor y octosílabo, culminándolo con una intensidad que no tenía:
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Y al yo mirarlos por juego,
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El cuerpo es un agonista constante de esos nocturnos insomnes y cargados de pasión y de deseo, de nostalgias de la posesión, de profundas pulsiones frustradas. Pero es inevitable observar que el cuerpo entero que aparece, sí, una y otra vez, es menos obsesivo, cuando se trata del otro, que los ojos, las manos, la boca, la cabeza, los brazos. Acumula en "Mis amores":
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¡Ah, entre todas las manos yo he buscado tus manos!
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Pero más adelante, en el mismo poema, invoca al elegido en términos más totales y abarcadores:
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¡Ven a mí mente a mente;
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En "El cisne", un raro poema alegórico, que comienza como un cuento modernista de jardines, de lagos y de cisnes principescos, y termina en el colmo de lo erótico, se suma a la alegoría el motivo del sueño, que parece tanto un rasgo de su lírica nocturna y sonámbula como una máscara, como una manera de recatar el sentido último y quemante de sus versos. Ese cisne que, de mera flor del aire, flor del agua, pasa a establecer con ella vínculos cada vez más ardorosamente eróticos, la lleva a preguntarse si el cisne con sus dos alas fugaces, sus raros ojos humanos, y el rojo pico quemante,
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es sólo un cisne en el lago
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El sueño, el ensueño, la situación indecisa, imprecisa, entre el sueño y la vigilia, desrealiza, permite un distanciamiento que sumado al lenguaje metafórico y al símbolo hace posible una doble postulación, le da una espléndida libertad. Mediante la imagen plástica, la polisemia, la ambigüedad de la imagen y la del lenguaje se llega a dar expresión tanto a lo inefable como a todo aquello que los tabúes sociales, familiares, literarios hubieran reprobado, inhibido. El sueño era tal vez, o seguramente, una excusa, la manera de enmascarar. En ese límite impreciso, declarado desde los primeros versos, está "Visión", uno de sus poemas que más hacen a la grandeza, a la hermosura de su lírica:
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¿Acaso fue en un marco de ilusión,
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Y, más adelante:
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Te inclinabas a mí, supremamente,
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Es a su cuerpo a donde él se asoma, a ese cuerpo que parece imantarlo prodigiosamente. Y se suceden las comparaciones, esas figuras que imperan en sus versos y que a menudo incluyen metáforas, imágenes, catacresis, pero que aquí nunca le resultan suficientes. Y es en su cuerpo, confundido con su erotismo, con su vida entera, que ese hongo sombrío, ese amante fantasmal y su deseo, obran milagros:
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y tanto te inclinaste,
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Ella, su cuerpo, es el imán inmóvil, poderoso, que sólo espera, mira, desea, con la tremenda tensión que ha ido creando y atribuyendo al otro. Y entonces, y cuando, le abrió los ojos -¿cuyos ojos?-.
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Y cuándo,
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Cierra el poema con esa imagen grande y hermosa, tanto, que los dos versos finales parecen una culminación negativa y no, apenas, la frustración, la soledad, que eran su verdad de cada noche.
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(1) Su madre, que la sobrevivió unos veinte años, pudo destruir otros documentos con la misma saña con que mutiló algunas fotos. Por otra parte, se encontraron abiertos los dos baúles con libros, cuadernos, correspondencia y cosas personales que se habían conservado en la casa de Sayago, que quedó en propiedad de su hermano y fue vendida por éste, y alquilada después a la familia Indart, hasta que fueron rescatados por el Instituto Nacional de Investigaciones y Archivos Literarios. |
Idea Vilariño
Delmira Agustina
Poesía - Correspondencia
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