Delmira Agustini (1886-1914) [1]
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Por lo que sabemos, su corta vida no conoce casi anécdota; todo sucede en el plano afectivo, incluidos los únicos hechos en apariencia exteriores: el casamiento; la muerte a manos de su marido apenas terminado el divorcio. Es, de buena gana, la víctima mimada de una madre excesiva, de un hogar autosuficiente; en él hizo sus estudios, escribió sus versos, vivió sus amores, fue amparada como «la Nena», fue incomprendida pero extrañamente respetada y admirada como poeta. De tal modo que a menos de dos meses de la boda vuelve a arrojarse al seno de ese nido asfixiante y protector. Y vulgar, aunque aduce que vuelve huyendo de la vulgaridad. Porque el cuadro es más complejo: ha quedado documentada su pasión por Enrique Reyes, su novio, su marido, su amante, su asesino y su víctima, pero, al mismo tiempo, dejó también el testimonio de su amor contemporáneo, amor más maduro, más serio y profundo, por el argentino Manuel Ugarte, mayor, seductor, con su aureola parisina. Y hay más. Juan Parra del Riego menciona un intento de suicidio del que nadie parece saber nada; ella misma menciona repetidamente problemas de salud que ignoramos. A pesar de un libro muy completo y esclarecedor de Clara Silva y de algunos otros intentos, su poesía sigue proponiendo el enigma provocativo de una personalidad que parece entregarse sin velos y que, sin embargo, se nos escapa; esa personalidad enclaustrada en la soledad, en la incomunicación, en la cárcel, en la coacción de los afectos familiares, deformada, enmascarada por ellos, tuvo su única formulación sincera en algunos poemas, en unas pocas cartas de patética autenticidad. Su misma poesía debió a veces enmascararse alegorizando, aduciendo la ficción o el sueño, pero consiguió, de todas maneras, comunicar, con una intensidad a veces tremenda, instancias de enajenada pasión, hondas vivencias. Su poesía, dice Milton Schinca, «aunque apegada a los códigos estéticos de su hora, y a veces accediendo gravosamente a sus gustos y modos más deleznables, supo por momentos, como ninguna otra poesía de entonces, pasar a través de lo accesorio y adjetivo, hasta penetrar en zonas sustantivas de la experiencia». Solo parcialmente es cierto que haya estado apegada «a los códigos estéticos de su hora»; de otro modo no sería posible su poderosa originalidad. Ella, que era la más joven de nuestra brillante pléyade del 900, que escribió cuando estaban en plena producción Julio Herrera y Reissig, Leopoldo Lugones y su gran admirado, Darío, es asombrosamente poco influida por ellos. Es innegable una perniciosa rémora modernista, pero tal vez sea más honda e importante la influencia «de los poetas malditos y de los artificiosos estetas de aquel fin de siglo» que, dice Zum Felde, «obró sobre su ánimo, sin romper ni manchar el cristal de su entidad auténtica. También obró sobre ella una influencia nietzscheana, directa o indirecta, y de ella proviene, sin duda, su heroica idealidad de una aristocracia superlativa del hombre». Los poetas franceses, desde los románticos en adelante, le fueron familiares; entre ellos, seguramente, Hugo, Baudelaire, Verlaine, Samain, Leconte de Lisie, Laforgue, Verhaeren, Rimbaud. Los puso más a su alcance su amistad con un joven escritor francés, André Giot de Badet. Tal vez de ellos le vienen sus mármoles parnasianos, sus «momentos hiperestésicos», su osadía de animarse al verso irregular. En ellos pudo; por otra parte, ponerse en contacto con un lirismo erótico bastante desnudo. Algunas imágenes de inesperada grandeza nos recuerdan más a Hugo que a sus preferidos Verlaine o Darío. De los románticos tiene, además, esa conjunción del amor y la muerte que señorea en sus versos, y la insistencia del sueño como ámbito, como materia, como tema. Como en ellos, la fuerza incontenible de los sentimientos desborda los moldes de la forma; en momentos en que Julio Herrera accede a tan límpidas perfecciones formales, ella solo atiende a las arquitecturas convencionales cuando le sirven o no le molestan. Busca, más que la belleza sonora o que la pulcra armazón métrica, traducir con exactitud la vivencia, la emoción, el trance; expresar con la mayor aproximación y hondura. En esa búsqueda arrasa con los juguetes modernistas y hace estallar las formas y el lenguaje heredados. No descuida, en cambio, la estructura expresiva del poema, la explicitación, la progresión y la culminación de este. Porque no es verdad lo que parece querer hacer creer cuando dice en una nota en la edición de 1913 que, si sus anteriores libros «han sido sinceros y poco meditados, estos Cálices vacíos, surgidos en un bello momento hiperestésico, constituyen el más sincero y el menos meditado...». Como hechura, comopoiesis, son muy meditados; los originales, corregidísimos, así lo demuestran. Es aquella misma voluntad de apresar, de formular rigurosamente esa agónica vida interior la causa de ese ahincado trabajo. Y de ella brotan dadivosamente sus imágenes. Los símiles, las formas metafóricas o alegóricas que parecen caer de su pluma sin esfuerzo aparente pero que bucean tan complejamente, buscando ir hasta el fondo, decirlo de la manera más cabal, intensa, exacta. Y, de nuevo, no tanto por un afán de belleza como por el intento apasionado de acercarse al máximo a la expresión de lo inefable. En ella, dice Emilio Oribe, «el valor de la imagen está en su exactitud poética». Señala también la subjetividad excluyente de esta poesía: «No hay expansión ni complicidad del ser individual con el mundo externo y su fiesta, sino, por el contrario, una permanente fidelidad de ese ser a su esencia fundamentaba Como es natural, toda afirmación absoluta, y casi todo elogio, corresponden a su último, a su mejor libro. En 1907, a los veinte años, había publicado El libro blanco, de título engañoso, el más endeble de los suyos, el más agraviado por las flaquezas de la moda, pero que incluye, a pesar de todo, algunos poemas que ya revelan sus mejores virtudes: «íntima», «El intruso». En 1910 aparece Cantos de la mañana, otro título que no guarda mucha coherencia con lo que el libro encierra; un libro donde, le dice Unamuno en una carta, «ya se ha liberado de no poca retórica que hay en ese Libro blanco [...] Ha ahondado en la forma; del ropaje pasó a la encarnadura». Por sobre las debilidades de la colección resplandecen algunos de los grandes poemas de Delmira; aquí y allá se trata apenas de uno o dos versos espléndidos dentro de un poema que no los merece. En 1913 publica ese libro mejor, Los cálices vacíos, que la muestra en la plenitud de su lirismo. Tenía veintisiete años y no pasaría de los veintiocho. No es posible conjeturar lo que hubiera sido de su obra de haber seguido viviendo, por ejemplo, los veinte años que la sobrevivió su terrible madre. En julio de 1914, cuando la Primera Guerra Mundial cancelaba una época, se cancelan su vida y su obra, conjugándose en su final esa pareja, esa antítesis, ese doble anhelo, esas dos obsesiones suyas: el amor y la muerte. Los cálices vacíos [2] Es el tercer libro de poemas de Delmira Agustini, publicado en 1913 por Orsini Bertani, nuestro gran editor del novecientos. Ya le había publicado, en 1907, El libro blanco, de título obvio y versos juveniles, aunque no primerizos, en el que no faltaban algunos momentos de gran poesía; y, en 1910, los Cantos de la mañana, en el cual, como le escribió Unamuno, ya se había «librado de no poca retórica que había en ese Libro blanco» y ya son más numerosos los momentos altos y los poemas mayores. En Los cálices vacíos la autora reúne el conjunto de veintiún poemas que lleva con propiedad ese título y agrega mucho, demasiado, de los libros anteriores. De manera que el juicio varía según nos ocupemos de los nuevos poemas o del conjunto. El título es ya un pre-texto que adelanta lo esencial en una de esas antítesis que pueblan esta poesía. Sus connotaciones litúrgicas y, por extensión, poéticas y hasta botánicas son ya las de copa, vaso de un material precioso para un contenido sagrado o hermoso —«soy el feliz cáliz que llenarás, Señor»— y son plurales porque se trata de «cálices» —¿su vida, su cuerpo, su amor, ella misma? —. La dedicatoria, la ofrenda del .libro a Eros es, de otro modo, también ambigua y obliga a afinar la lectura. Cuando Darío escribía «amor», debíamos comprender, casi siempre, «eros», pero cuando Delmira escribe «Eros», lo más a menudo está diciendo «Amor», sin mutilar el término en ninguno de sus sentidos: «que me lograste rosas en la nieve del alma / que me lograste llamas en el mármol del cuerpo», dice uno de sus tan frecuentes paralelismos. Los poemas que son más cabalmente eróticos son los más plenamente amorosos. No sé si podemos aceptar el término en el sentido que le dio Carlos Real de Azúa: «el erotismo trascendente de la Agustini, casto, por decirlo así, a fuerza de magnificación y de absoluto...». Tampoco si es posible hacer una discriminación: si nos referimos al amor pleno seguramente estamos hablando de lo que sintió y escribió por Ugarte, el conocido escritor argentino; si a su libido, puede algún poema estar refiriéndose a Reyes, su marido, su camarada sensual, su amante, su matador. Mucho ha vedado para siempre a nuestro conocimiento la pasión de dos mujeres: la celosa mujer de Ugarte, que destruyó las cartas de Delmira, y la terrible madre de esta, que la sobrevivió veinte años y mutiló algunas, y seguramente muchas cosas. Como sea, esas zonas de su poesía arrebataron en exceso la imaginación y el verbo de la mayor parte de quienes se ocuparon de este libro. Tal vez más se hubieran desasosegado si hubieran atendido a su siempre en mayor o menor grado relegada valoración poética. Hubieran advertido, entre otras cosas, algunas extraordinarias. Advertido, por ejemplo, qué pronto y hasta qué punto se desentendió la Agustini de las influencias que hubieran podido ser más invasoras o penetrantes: las de los europeos que le acercó, en especial, su joven amigo Giot de Badet, y la de su admirado Rubén Darío, y la de su cercano Julio Herrera. En qué medida se despreocupó del mundo exterior, de la parnasiana o simbolista naturaleza (que solo le sirvieron para expresarse, no por sí mismos), de tanto contagioso morbo modernista, de la riqueza verbal y de la perfección formal, de la gran figura que había ido volviéndose soberana, la metáfora, volcándose con preferencia a la comparación —en la que a menudo incrusta otras figuras— y a la gran imagen. Si bien en sus primeros libros se había interesado por los problemas formales —la naturalidad o el artificio en «La sed», los modelos en «Mis ídolos»—, se había rebelado fugazmente contra la rima en «Rebelión»; si bien había incursionado en las formas convencionales y rigurosas (sonetos) y hasta en los ritmo? acentuales en «Siembra», cuando desemboca en Los cálices vacíos es evidente que lo que la seduce, lo que más le importa es decir, expresarse. Algo así le sucede a Darío en alguno de sus Nocturnos. Si eso cabe en un soneto, bien. Si no, se queda en los dos cuartetos, combina estrofas diferentes, cambia de ritmo, rima o no, mezcla o interpola sus figuras. «Visión» es el triunfo de la comparación, de sus espléndidas y enriquecidas comparaciones, pero es también el triunfo de esa rica, desenfadada, personal libertad, no sé si conquistada o hecha de falta de inhibiciones, de desapego y del poder de esa «imaginación lujosa, irreprimible, que la lleva a pasar sobre los limites que los preceptos modernistas le imponían», dice Ida Vitale. Angel Rama afirma que «si Delmira Agustini es uno de los pocos poetas filmes en la tradición nacional, Los cálices vados es uno de los libros capitales de esa tradición». Notas: [1] Ficha realizada para el Diccionario de literatura uruguaya. Dirección general: Alberto Oreggioni. Coordinación: Wilfredo Penco. Montevideo, Arca, 1987 [2] Ficha preparada para el Diccionario de literatura uruguaya. Tomo III. Obras, cenáculos, páginas literarias, revistas, periodos culturales. Dirección: Alberto Oreggioni. Coordinación: Carina Blixen, Wilfredo Penco, Pablo Rocca. Montevideo, Arca, 1991, p. 309. |
por Idea Vilariño
Publicado, originalmente, en: Volumen Vol. 208
Colección de Clásicos Uruguayos
Biblioteca Artigas del Ministerio de Educación y Cultura
Se terminó de imprimir en Montevideo, a los 15 días del mes de noviembre de
2018.
Gentileza de la Biblioteca Nacional de Uruguay
Ver, además:
Delmira Agustini en Letras Uruguay
Idea Vilariño en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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