Razones de mejor servicio
Ana Vidal

El día en que trasladaron a Martínez a otra oficina, me quedé sin voz. Al principio lo tomé como algo pasajero, culpa del invierno, la lluvia, el estrés, el recargo de trabajo al haber un funcionario menos. Pero me extrañaba tener cuerdas vocales tan sensibles, cuando todos sabíamos que allí el trabajo no mataba a nadie y que Martínez era tan ornamental como el resto de nosotros. Por más que lo pensé durante los días de licencia que el médico me certificó, no encontré explicación.

Martínez es un tipo anodino. Aparentemente anodino, quiero decir. Existen desconocidos cuya cara nos dice todo o nos miente a gusto. Pero la de Martínez nada, ni agrado, ni disgusto, ni siquiera indiferencia producía. Se ocultaba detrás de los lentes y de un mechón de pelo que le caía sobre los ojos, y no se notaba que estaba allí. Hasta que empezó a hablar. Si lo dejabas hablar, te vendía un buzón con tu suegra adentro. Por suerte, usaba la verborragia de forma positiva. Lo malo era que te hacía creer todo lo que decía.

Martínez había llegado una tarde, enviado directamente desde el departamento de Personal. Los primeros días lo ignoré, como hago con todos los nuevos, para que no se tomen más confianza de la necesaria. De qué serviría el cargo de Jefe de Sección -que tanto me costó-, si cada recién llegado empieza a tutearme y  hacerme hablar sobre temas que no me interesan.

Él fue ubicado en un rincón, lejos de la ventana como corresponde a un novato, donde sellaba formularios de la única forma posible: mecánica. La expresión al cabo de seis horas, fue indicio de que en el futuro podría asignarle nuevas tareas. Hay gente que no pasa la etapa mecánica y queda siempre encargada de tareas inútiles, que ya nadie hacía desde años antes que ellos llegaran. Pero algo hay que darles, porque ocho horas pendientes del reloj, me parece una maldad. Puedo ser severa pero no malvada, así que prefiero que copien resoluciones viejas, aunque después se tiren o que vayan al archivo a quitar el polvo, antes de que se entumezcan cruzados de brazos.

Luego de una semana de trabajar en silencio, Martínez se acercó a decirme que se sentía algo frustrado al no poder aplicar sus conocimientos. Encontré petulante que, con apenas unos días de sellar, ya pretendiera tareas de mayor responsabilidad, pero le dije que esperara hasta quince minutos antes de la salida, que allí hablaríamos.

Llegada la hora, lo llamé a mi despacho y lo invité a sentarse, para que explicara los motivos de su disconformidad. Todo esto lo aprendí en el curso de manejo de personal a cuyas reglas procuro siempre ajustarme. No le sonreí, ya que una mujer jefe debe mantener mayor distancia con los subordinados, para que no crean que la van a conquistar con piropos.

Empezó con titubeos. Me gustó que fuera ubicado. Si hay algo que siempre detesté es a los cancheros. Intentó explicar que estaba dispuesto a poner su mejor esfuerzo en el

desmotivar. “Otro que cree que el empleo público está para hacer sentir  genios a los incompetentes” pensé, sin que mi semblante lo reflejara.

Era la mejor táctica: cara de piedra con una mueca amable. Los minutos pasaban y Martínez tenía dificultades para redondear la idea, pero luego no podría decir que no le había dado la oportunidad de manifestarse. Cuando ya había balbuceado lo suficiente, le di la razón en todo e hice las habituales y tranquilizadoras promesas, responsabilizando en forma velada a alguien que estaba por encima de nosotros y entorpecía nuestra gestión.

Un par de minutos antes de la hora de irnos, me puse de pie y me pareció adecuado, para dar más formalidad a la conversación, extenderle la mano sobre el escritorio. Quedó perplejo, supongo porque era la primera vez que lo saludaba así. Tomó mi mano con fuerza y mientras la sacudía, dijo:

—Gracias, muchísimas gracias, por su atención. En realidad, tengo que confesarle algo más. Lo que pasa es que… soy contador y… me aburro.

Comprendí todo: el típico universitario que cree que por aprobar unos exámenes, tiene derecho a prerrogativas y considera en menos a su jefe que no terminó bachillerato. Di por terminada la reunión, cuando abrió la boca para continuar.

—Mañana, Martínez. Ya se nos ocurrirá algo, no se preocupe.

Al día siguiente lo encontré sellando como un corderito y confieso que me enterneció. Pensé que iba a tener el ceño fruncido hasta que accediera a su pedido. Pero desplegó una atenta sonrisa y en toda la tarde no lo vi quejarse ni oí comentarios. Algunos compañeros ya habían intimado, por lo que, de haber sido extremadamente desprolijo, podría haberles comentado nuestra conversación, algo que yo habría captado enseguida.

Pero Martínez era astuto y yo aún no lo sabía. Pasó dos o tres días con la misma expresión amable pero no adulona, hasta que despertó mi curiosidad. Decidí cambiarle la tarea, cuando enfermó la encargada de recibir expedientes. Él pareció satisfecho y poco a poco, comenzamos a mantener breves charlas a lo largo del día. Resultaba enigmático, casi no hablaba de sí mismo y era modesto acerca de su título. Quería que le enseñara todo sobre la sección, porque la función que cumplíamos le parecía importante y pensaba que, dada mi experiencia, era la persona indicada para dar cátedra sobre el tema.

Nos reuníamos para conversar acerca de la historia de la oficina y sus integrantes, ya que los cometidos se los expliqué en la primera media hora. Y eso, porque repetí tres veces los mismos conceptos en distinto orden. Algo habitual cuando se nos pedían informes acerca de las tareas desarrolladas y la cantidad de funcionarios asignados a éstas, o cuando se solicitaba aumento de recursos. Él no cesaba de elogiar mi capacidad intelectual, llegando a sugerir que estaba desperdiciándola en una oficina tan pequeña.

En las semanas siguientes pasamos a otros temas. Martínez además de estar siempre dispuesto a escuchar, tenía dotes de sicólogo. De todos los funcionarios de la sección era con el único que podía compartir algo más que chismes o avatares laborales. Tenía buen humor, estaba alerta a mis deseos y podía confiarle mis problemas. Aunque jamás volvió a quejarse del trabajo, decidí relevarlo de la recepción de expedientes, no solo porque se había reintegrado la funcionaria, sino porque me parecía poca cosa para un contador. Le asigné el control de firmas de apoderados, que tenía más responsabilidad y quizás algo de la creatividad que buscaba para sentirse realizado.

Al tiempo, de forma muy respetuosa, comenzó a fijarse en mi apariencia. Insistió en que  parecía demasiado joven para mi edad y tuve que mostrarle la cédula de identidad para que me creyera, pero solo se fijó en la foto, donde, según dijo, había salido “muy

con mi físico, cualquier prenda se vería bien. Ello hizo que tuviera que invertir en vestuario, que hacía años no tenía motivo para renovar. La atención de Martínez surtió efecto y, no solo me sentía, sino que me veía más joven, gracias a los cuidados de belleza que empecé a tener. Luego de años monótonos pasados ahí dentro, era estimulante la idea de tener un admirador en situación de subordinado.

Pero también comencé a desarrollar una dependencia hacia Martínez. Apenas llegaba, controlaba si él ya estaba. Si salía, estaba alerta para ver cuándo regresaba. Estudiaba la forma en que se dirigía a las demás funcionarias y debo decir que a ninguna le prestaba más atención de la indispensable. Solo tenía ojos para mí y temía que los demás se dieran cuenta, pero en el fondo sabía y disfrutaba que ya todos se hubieran dado cuenta. Cada día eran más las horas que pasaba conversando con él, que a esa altura estaba exonerado de toda otra tarea.

Un día entré a mi despacho y encontré sobre el escritorio un pimpollo rojo y una nota. Sentí latir el corazón cuando apreté el pimpollo contra el pecho. Leí con avidez la nota que, tal como lo esperaba en un noventa y nueve por ciento, era una fogosa declaración de amor del contador Martínez. Me produjo escalofríos y tuve que sentarme para disfrutar cada palabra. Así estuve, hasta que un funcionario vino a pedir mi firma para dar salida a un expediente.

Cuando se retiró, le pedí que llamara a Martínez y que por favor no nos interrumpieran, porque tenía que hablar con él acerca del presupuesto, tema sagrado si los hay. A los cinco minutos volvió, diciendo que Martínez no estaba, que lo habían mandado a comprar filtros para la cafetera. Me indignó el destrato brindado a un profesional por sus propios compañeros, pero intenté calmarme y esperar que volviera. Fui al baño a pintarme los labios, a tono con el buzo fucsia escotado que estrenaba ese día.

Rato después entró en mi oficina sonriendo con ojos interrogantes. Le hice una seña para que se sentara. Sus encendidas palabras me habían seducido por completo y estaba dispuesta a arrojarme sobre él, pero tampoco quería demostrárselo de entrada. Me acerqué a su silla, intenté la cara de piedra  y le mostré la carta.

—¿Qué significa esto, Martínez? Creí que éramos amigos.

—Somos amigos, Gladys. Y además, me tenés muerto.

No pude continuar la conversación después de aquella respuesta tan directa y quedé parpadeando con la boca abierta, recostada contra el escritorio. Martínez aprovechó el desconcierto para levantarse y besarme decididamente en la boca. Me abrazó y besó con pasión y yo correspondí sin mesura, masajéandolo en forma frenética y dejándole toda la cara manchada de fucsia. Comenzó a apoyarse en mí cada vez más, hasta que me acostó sobre el escritorio y sentí incrustárseme -entre otras cosas- el taco del calendario en la espalda. Tocaba a Martínez y al cielo con las manos e intentaba desabrocharle el cinturón, cuando se abrió la puerta del despacho.

Quiso la mala suerte que entrara el jefe de Personal y nos encontrara a los dos de medio cuerpo apoyado en el escritorio, en actitud que no dejaba lugar a alternativas. Martínez retiró la mano de adentro del escote fucsia, se levantó como pudo, tratando de no aplastarme y yo me incorporé, desprendiéndome del calendario y de algunos “niágaras” que se me habían enganchado en el buzo.

—Puedo explicarlo —dije con voz de subjefe.

—Callate. Esto lo arreglamos en casa —respondió el jefe de Personal.

Al día siguiente se dispuso el pase de Martínez a la Regional Tacuarembó, por razones de mejor servicio y no he sabido más de él, ni siquiera si le habrán asignado funciones de contador. Por suerte, el resto de los funcionarios no vieron la escena, aunque se la imaginan por lo que han escuchado.

Lo cierto es que no hay quien selle formularios, ni reciba expedientes, ya que la encargada ha vuelto a enfermarse. De Personal no quieren mandar a nadie, porque dicen que tenemos suficientes funcionarios y hasta quieren sacarnos otro más. Después de lo del despacho mi marido no me habló por dos semanas, pero eso es lo de menos, porque como yo desde que se fue Martínez perdí la voz, es poco lo que hubiéramos podido conversar.

Ana Vidal

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