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Los espejos


cuento de Antonio Vega

Mención, con publicación, en

Concurso de cuentos de la Revista Asir año 1952

 

Nadie quiere que lo asfixie esa dura y musgosa almohada de la incertidumbre. De manera que me levanté. Andaba descalzo sin sentir el frío del suelo. Tenía la seguridad de que aquellos pasos cautelosos, cuyo rumor llegaba desde la calle, debían de ser de él. Me fui apoyando en el silencio recordando de memoria los viejos muebles diseminados en el ambiente. La casa era chata y extendida, demasiado grande para tres personas; una hija de diez y ocho años y un padre de cincuenta. La mujer de los quehaceres, la diminuta Sofía, ocupaba menos espacio que ninguno; además, siempre se había movido en una timidez que parecía producto de su sordera. Nos venía acompañando desde que Alondra quedara huérfana, muy niña aún, perdida en ese vago y limitado mundo de la infancia.

Fui descubriendo los contornos de las cosas a medida que avanzaba. Sentí una opresión ominosa, y terminé dándome cuenta de que retenía la respiración, como si el fino zumbido del aire pudiera delatarme. Respiré hondo. Mientras, los ojos querían bucear lejos, entre aquella niebla de luna filtrada por rendijas y gruesos vidrios de claraboya. Todas las puertas tenían sus bisagras aceitadas, pero... yo conocía tan bien las de su puerta, que el menor susurro del hierro lo recogía en mi inquietud. Escuché. Nada. Algo... sí... un leve silbido. “Que se pongan todas las conciencias de pie, junto a las paredes; esas conciencias impenetrables que aman la sumisión de lo perfecto, y entonces se justificará mi sufrimiento". ¿Sabéis lo que son diez y ocho años, y esa salamandra amorosa despertando? Cuando miré su cara durante los últimos días, la cara de Alondra era perfecta; valgan, mis ojos de padre, su nariz fina, sensible en las aletas que vibraban imperceptiblemente. Y su frente, sostenida por las dos hojas azules, verdes, grises de sus ojos, los que parecían cambiar de color con las mutaciones del cielo. Hablar de una hija es entrar en la poesía. Contrariamente, yo quería ser en ciertos momentos extraño a sus encantos. De manera que la miraba profundamente queriendo descubrirla en sus pensamientos. Me preguntaba: “¿Esa cara inocente tiene el instinto detrás?” No viene a que explicar cómo llegó a mis manos esa sucia hoja arrugada en que unas palabras lacónicas buscaban concretar una resolución. Él la citaba para esa noche, y exigía que lo acompañara. Parecía tener sobre ella gran influencia. Tanta como para esclavizarla en el deseo.

Desde pequeña ella, mi Alondra, había sido obediente. La obediencia está conformada para la adaptación de animalillos domésticos. La obediencia es también una ola de vuelta del afecto puro. Me desdoblé en padre y madre, y velé por ella, cuidando desde sus bronceados rizos hasta su deliciosa alma tierna. “Ven aquí, quiero que tomes el sol, iremos al parque”. Y allí íbamos seguidos por el paso cansino de Sofía. Se entretenía con los gansos del lago, tirándoles migas; y con las palomas, llamándolas a sus manos, con granza. “Tienes que comer más, estas endeblucha”. Y allí me ponía junto a la mesa, tomando de la mano a Sofía la cuchara, y le daba en un oficio cuidadoso, la sopa. “¿Dónde te has lastimado esa rodilla?” Y hubiera querido estar siempre junto a ella, con ella, a ella sólo dedicándome. Hay que sumar estos minutos, horas, días, años; para comprender el desasosiego, mi cruenta incertidumbre. Yo descalzo, vigilando, amargado, asqueado de pensamientos torpes.

¿Y ese silbido que parece llegar del final de la calle? ¿Algún transeúnte aburrido? No, es él. Tiene que ser él, con su máscara de noche. ¡Asqueroso diablo joven! ¡El seductor! La venía envolviendo en su pegajosa telaraña. Me fui enterando de todo. La sorprendió en la calle. La acorraló con palabras: corazón, piedad, locura, sacrificio, entrega, amor. . . Trampas, sólo trampas. La acompañó muchas veces. Le habló a escondidas. Intentó tomar taxímetros, cuyos chóferes ya saben ciertas direcciones, y ríen como sátiros. Ella aparecía con manchas de lágrimas en la cara encendida. Un temblor en las manos la hubiera denunciado. Yo imaginaba ver las manos de él marcadas alrededor de su cintura, en sus brazos, en toda ella. Feas marcas. La trataría de enlodar. Nunca dio la cara. Exacerbado, he querido encontrarme a solas con él. Nunca lo he conseguido. ¿De qué familia sale como una sombra? He hecho el papel infame de pesquisa, sin que ella, Alondra, me pudiera sorprender. Posiblemente la he criado sin defensa. Y ahora tristemente me parece cursi, con su carpeta de estudio de piano, su sombrero reformado tres veces, su rodete sobre la nuca, con su paso presuroso y menudo, y esas polleras, que he querido siempre lo más largas posible. Una vez. .. sería tarde, él se animó a llamarla bajo esa ventana, hizo portavoz con las manos, y salió una voz sorda: “Alondraaa”. Ella esperaba la llamada. Hablaron largamente y me fui enterando —ellos creídos en mi sueño— de sus propósitos halagüeños, disimulados. Estuve tentado a gritarle: “Malvado”. ¿Y qué reacción hubiera provocado en ella? Eso siempre me detuvo. He temido su acción impulsiva. Es él un hombre que vive de corretajes, con un traje marrón o gris, veintitantos años, gesto audaz, posiblemente criollo, sin paradero fijo; las únicas referencias para una credencial imaginaria. ¿Soltero? Un enigma.

¡Ah, gira su puerta! Sí, la oigo.

Yo estaba detrás de una cortina, próximo al hall, por el cual ella infaliblemente debería pasar. Pero... ¿es que yo admitía esa posibilidad. Sí. Sí. Sí. Golpeaba en mi nuca. Ya en mi frente era otra cosa, allí se encendía como en un luminoso la palabra: “Integra”. Sin embargo. .. desde allí atrás, del estrecho corredor, que llevaba a su puerta percibía un ruido muelle. Cuando la alcancé a distinguir era una figura leve, ambigua, inmaterial. Forma imprecisa en una ondulación de contornos esfumándose hasta morir en los rincones más negros. Al darme cuenta de que era ella, Alondra, el estómago pareció contraérseme, asfixiándome. Náuseas, repulsivas náuseas. Miraba intensamente a esa mujer joven que ya no quería que fuese mi hija. Esperaba su determinación. Tendría que pasar cerca mío, para irse con él. Yo, podría salir a su encuentro. Abofetearla, pisarla, hundirla en nuestro pasado antes de que saliera. Mas. .. si su alma se iba lo mismo, que me importaba ya. La dejaría irse, si ella misma no era capaz de reflexión, de honda cordura, de mirarse en esos infinitos espejos que son las acciones, y que en perenne exposición constituyen en el largo salón... ese salón por donde desfilamos con nuestro razonamiento... constituyen nuestra moral, nuestra mezquina historia de reflejos. Yo me hubiera puesto de rodillas pidiéndole a mi Alondra, que mantuviera sus espejos limpios. Es lo menos que tiene que hacer una joven de su hogar. Porque una muchacha que tenga un espejo intimo sucio, por pequeño que sea, lo llevará sin ella quererlo, por delante suyo como un reflector dando una luz parda y pestilente.

Ella se detuvo en mitad del hall. Adelantó un brazo. Yo esperaba. Pareció decir algo que no alcancé a comprender, detrás de mi parapeta. Fue a seguir con un pie sin ruido, enfundado en la madrugada. ¿Escucharía la voz de su madre viniendo desde lejos? ¿Sabia que yo estaba allí? Ni lo imaginaba. Parecía debatirle en la incertidumbre, esa que asfixia. “Si quieres irte, vete. Vete. Pero estarás muerta en mí. Odiaré tu presencia”. ¡Qué cosas de pensar v decir en aquellos momentos. Cosas tontas que ella no oiría, y yo no diría nunca. Ella quería avanzar. Parecía buscar a tientas la puerta. Un poco más y estaría en la calle con él. Y silenciosos desaparecerían. ¿La habría perdido? No podía quedar indiferente, por más que me lo hubiera propuesto. ¿Saldría? La retendría de los brazos mientras le explicara lo de los espejos, pero con palabras que empleaba cuando ella era niña y me entendía con enseñanzas sencillas y ejemplares. Todo antes que ella se fuera. Sin embargo... si él fuera otro que yo desconocía, leal y puro, y tuviera más fuerzas que yo, tendría que cedérsela. “Dejemos que se vaya, y vete tú, viejo padre, carcomido padre, a meterte en tu espiral de caracol, sin sueño, a disecarte lentamente, agobiadoramente. Sin tiempo”. Estas y muchas otras reflexiones me hacía a todo galope en estos momentos supremos. ¡Ah, vértigo! Con fruición tira de la sangre hasta desmayarnos.

Su mano se apoyaba en la cerradura de la puerta de calle. Estaría haciendo girar la llave. El le había prometido casarse, tomarían un diminuto piso cerca de esta casa, buscarían la reconciliación pasado el disgusto. El seguiría con sus corretajes, ella podría dar clases de piano. La libre e independiente vida de dos. Y ese satélite de diez y ocho años que salía de su órbita y rodaba. ‘"‘Alondra, detente”. “Mi voz muda viene de mis entrañas”. Ella retrocedió frente a la puerta. Sus brazos parecían temblar separados de su cuerpo, y su cabeza se inclinaba hacia adelante, la barbilla sobre el pecho. "Vuelve, Alondra”. Un silbido leve filtró la madera de la puerta. Ella se sacudió y quiso avanzar, pero sus pies eran de estatua, y quedó en el lugar. Sólo su cuerpo se balanceaba en una marca de angustia. “Resiste unos momentos más y estarás nuevamente tranquila. Él es el engaño. Te engañará y te despreciará. Tengo por seguro. ¿Cómo lo se? Por favor, no me lo preguntes. Perdóname si no puedo explicártelo, pero yo sé que pasa así. Ella giró súbitamente como un trompo de gasa. Levantó sus brazos que se movieron en el espacio de niebla, y terminó apoyándose las manos en la cabeza. Así pareció caer, correr hacia el estrecho corredor por donde había venido. Yo estuve a punto de romper el vidrio de la puerta con la frente en ese intento de seguirla. Una languidez me recorrió fría y lacerante. Me pareció que un sollozo venía desde el corredor. Estaría tendida en su cama, hundiéndose en la almohada, sollozando. ¡Ah, el magnífico espejo de esa noche, centelleante luna dándole entera y pura! Un alma reflejada en un espejo de cuerpo entero. ¡Todo un cuerpo vaciado para un alma, más, para una conciencia!

—“Gracias, hija mía”.

Me iría a dormir tranquilo, mientras ese silbido, ya mellado se debatía en la madrugada como víbora herida.

Aún no. Ella sufre. Sus ojos estarán transformándose en llagas. Esa incertidumbre que nos lima hasta agotar nuestras energías. Dudé de mi mismo, de mis razonamientos. Y pensando que ella sufría, pensé que le hubiera gritado con mis escasas fuerzas: “Vete. Vete. Atraviesa esos imperturbables espejos. Fríos, helados, jueces. Vete con él, y que la suerte vaya contigo”. Porque la vida no es más que la oportunidad egoísta de la felicidad. Y nuestro paso debe ser de triunfo sobre todos esos fragmentos de espejos, viejo sistema de estrellas muertas.

¿Te deberías ir? No sé. ¿Dirá el hombre del silbido su verdad cuando le pida que lo sigas? ¡Qué se yo. Ya no te puedo decir nada. No te sé decir nada.

Un aparente silencio llenaba toda la casa. ¡Bendita tranquilidad! La diminuta Sofía estaría en su cuarto, tapia contra tapia, dormida. ¡Tranquilidad! Y ella y yo, distantes polos... Debe haberse cansado de esperar porque no se escachaban sus silbidos

Yo también me fui a dormir. No, a llorar. Sí, a llorar torpemente.

¡Los malditos espejos!

Comentario sobre las menciones publicadas

Los espejos

Está bien escrito y se siente que hay verdad en la situación de ese solitario personaje que nos comunica su drama en un monólogo lleno de intensidad. En este cuento, el personaje —que no adquiere perfiles totalmente nítidos, pero trasluce suficientemente su alma— está al servicio de la situación. Pero es importante la creación de esa situación que tipifica —por la intensidad con que está contada— una verdad psicológica más frecuente de lo que quizás se suponga.
                                                                                   A. S. V. (Arturo Sergio Visca)

Antonio Vega
Mención, con publicación, en Concurso de cuentos de la Revista Asir año 1952

 

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