Detrás de los ojos de la Mama Vieja 

(fragmento)
Ada Vega

XIII

Martina hace un par de días conoció a un moreno de Tacuarembó. Lo conoció en la Botica de don Alejandro Umpiérrez, que también hace de Correo.

Ella había entrado a comprar unas esencias para hacer licores. El andaba preguntando por una familia que tenía un campito lindero al suyo, cruzando el Río Negro cerca de Caraguatá, en el departamento de Tacuarembó.

Era el muchacho un moreno alto, con físico de atleta, de motas y ojos café de mirar directo y decidido. Dijo llamarse Ramón Olascoaga y tener intención de arrendar esas cuadras de campo que los dueños las tenían sin trabajar.

Todo esto le dijo a don Alejandro, sin dejar de mirar a Martina. Cuando salió el joven de la botica, con los datos que vino a buscar, llevaba prendidos en sus ojos los ojos de Martina. Calculó ella que, al salir, él la estaría esperando.

Y allí estaba. Apuró el tacuaremboense que al acercarse, de entrada no más, la invitó para irse con él a sus pagos de Caraguatá.

Con papeles o sin papeles. Dijo. Como ella dispusiese. Por atrás de la iglesia o ante el cura, si era preciso. Le dio todas las opciones. Arremetedor, el muchacho, como el que más y dueño de una personalidad bien definida apabulló a Martina con la seriedad de su propuesta. Era aquélla una declaración de amor a primera vista que la dejó anonadada. ¿Qué otra cosa podía decir Martina, sino que sí? Cuando volvió de la botica le presentó su novio a Carmela.

Ramón se la hubiese llevado ese mismo día para su casa de Tacuarembó. Acostumbrado a tomar decisiones hubiera preferido, después de solucionar el asunto del campito que lo había traído a Cerro Largo, dejar también terminados los asuntos del corazón que, sin pensar, lo habían atrapado en el departamento hermano.

Hecho que le fue imposible solucionar, pues según se enteró, había reglas que cumplir. Requisitos. Por lo que no tuvo más remedio que frenar su impulso y acatar órdenes ya establecidas.

El padre de la novia vendría esa noche de la estancia donde trabajaba. Ramón debía hablar primero con él. Carmela se quedó pensando que tal vez fuese ese moreno de otro pago, el candidato más conveniente para Martina. Así que el muchacho se fue a tratar de solucionar el problema que lo había traído a Melo. Y a la noche, volvió.

Ya estaba Juan al tanto y esperando al pretendiente de Martina, cuando el joven llegó. Tras un par de preguntas triviales, puede decirse que la conversación de los dos hombres, era una conversación normal. Cuando de pronto Ramón dijo ser soldado del ejército gubernamental. Comentó el mozo, de su autoría, que con la batalla del Quebracho se habían terminado las luchas internas en el país, por lo cual él tenía intenciones de dedicarse a la labranza.

Maldita la gracia que podía hacerle a un melense de aquellos años, que se colara en su familia saravista, un pichón de pago ajeno y encima del partido colorado. Se puso feo para el soldado que expuso las razones ya sabidas: "El corazón tiene razones que la razón no toma en cuenta".

Para Juan no alcanzó ni para empezar. Ya estaba sacando al pichón, de un ala para fuera, cuando arremete Martina:

-Yo me voy con él. Dijo y se plantó.

No valieron retos, ni enojos ni amenazas. Al final venció la muchacha que, apoyada por su madre, consiguió la aprobación no muy convencida de su padre. Empezaron entonces los preparativos para la boda que se realizó poco más de un mes después.

Martina se casó de blanco en la iglesia donde veintidós años atrás la bautizaron y se fue a Tacuarembó. Aparentemente, en la vida de la hija de Eulalia se abría un futuro sin sobresaltos. Carmela y Juan entendieron que cuanto más lejos de Melo viviera la muchacha, mejor. Cerro Largo fue siempre un pasaje obligado para los brasileños que andaban siempre merodeando. Así que apostaron todo al viejo dicho de que "más vale prevenir que consolar", se despidieron de los novios con alegría y marchó la nueva pareja a su hogar de Caraguatá.

XIV

La casa de Ramón, era una casa fuerte y cómoda. Con una solera ancha sobre la cual, al caer el sol, arrullaban las torcazas. Rodeada de árboles protectores. Con patos y gallinas, un par de lecheras, una majadita como para el gasto, dos yuntas de bueyes para arar en el campo y un campito de buena tierra destinada al sembradío. Los padres de Ramón habían muerto. El padre peleando en el último año de la guerra de la Triple Alianza y la madre hacía apenas dos años. Siendo único hijo heredó esos bienes por derecho.

Soldado, casi desde niño, en batallas y continuos levantamientos que azotaron al país desde sus comienzos, tenía la esperanza de poder, al fin, aquerenciarse en la tierra y fundar una familia. Ahora, con mujer, sólo deseaba afincarse allí definitivamente.

Martina se adaptó de inmediato a vivir en el campo. Acostumbrada a la vida de pueblo, la gente que la conocía pensó que no se hallaría en esa soledad. No contaban, sin embargo, con el inmenso amor que había despertado Ramón en el corazón de la morena. Debido a lo cual, ella lo hubiese seguido al fin del mundo para estar a su lado.

En la casa de Ramón vivía entonces don Pedro. Un negro viejo que estuvo allí desde siempre. Se había criado con el padre de Ramón, habían sido muy amigos en su juventud y compañeros en varias batallas internas del país. Pelearon juntos en la guerra contra el Paraguay y, a su término en 1870, cuando volvió solo -pues el padre de Ramón había muerto en batalla unos días antes- se quedó en la casa con María -su esposa- para ayudar a la mujer de su amigo a gobernar la finca y criar al hijo. Poco tiempo después, también se fue María camino del camposanto y últimamente la madre de Ramón. Así que el viejo estaba feliz de tener al muchacho de vuelta en casa y con esposa. Volvió a calentársele el corazón y puso toda su voluntad y esfuerzo para que la nueva pareja encontrara la felicidad, muchas veces tan esquiva. Don Pedro era un hombre muy dispuesto y trabajador. Fue para Martina, con los años, más que un amigo, casi un padre. Pero ella no lo sabe aún.

XV

Un día de 1888, después de proclamada en Brasil la ley que abolía la esclavitud, Carmela le contó a Martina la verdadera historia de Eulalia y el motivo que tuvo para no decírselo antes. La morena, aunque amaba a su madre adoptiva, sintió una alegría que no pudo disimular. Carmela y Juan siguieron, por cierto, siendo para ella sus verdaderos padres; y Mauro y Dionisio sus hermanos muy queridos. De todos modos, desde entonces, al espíritu de Eulalia se encomendaba cada día.

Ramón y Martina conformaron un matrimonio unido por fuertes lazos. Tuvieron tres hijos en los primeros años de casados que le dieron firmeza y seguridad a la pareja. Martina aprendió pronto los quehaceres de una casa de campo. A ordeñar, elegir una buena gallina para el puchero, alimentar a los cerdos y a los pollos. Amasar el pan para el horno de barro y cultivar las flores en el jardincito de la entrada misma de las casas.

Fueron tal vez, diez, los años que vivió feliz en su casa de Caraguatá.

En 1897, Ramón marcha otra vez a la guerra. Queda sola, en medio del campo, con sus hijos y don Pedro, que pasó a ser su apoyo, su paño de lágrimas; presto siempre a escuchar sus dudas, sus miedos. Quien la contuvo en los largos días de angustia, en que no tuvo noticias de Ramón. Quien la ayudó a conservar la fortaleza, aún ante la adversidad, pues no debía olvidar que tenía tres hijos por quien luchar y seguir firme para criarlos y enseñarles el camino de la rectitud que guiaría sus pasos hacia sus vidas futuras. Martina escuchaba al viejo que la confortaba con palabras sencillas dichas con cariño y mesura. Cada día que pasaba agradecía su compañía pues, en los momentos en que se encontraba muy deprimida, sólo su voz apaciguadora lograba resarcirla de tanta desazón.

Mientras, se libraban las batallas de: Tres Árboles, Arbolito, Cerro Colorado y Cerros Blancos. En aquellos meses interminables Martina pasaba días y noches atisbando el campo que rodeaba la casa. Cansados los ojos y el alma de mirar a lo lejos y en todas direcciones, pues nunca se sabe de dónde o por dónde volverá un día, si vuelve, un soldado de la guerra.

Un atardecer, por fin, descubre por el camino a lo lejos, la silueta de Ramón en su alazán estrellero. Corre a través del campo, con el corazón golpeándole el pecho, hasta alcanzarlo y él la toma por la cintura y la sienta en la grupa. Martina, vuelta a la vida, llora de felicidad apoyando su mejilla en la espalda del hombre de regreso de una guerra, que no será la última.

Las primeras estrellas comienzan a asomarse en lo alto. Curiosas.

Durante los siguientes seis años vivieron una paz relativa. Los hijos fueron creciendo, el amor de ellos se afianzó, y el campo renacía en cada primavera.

En 1903 Aparicio Saravia volvió a levantarse en armas contra el presidente Batlle y Ordóñez. Ante el estallido de 1904 Ramón fue llamado a filas.

Martina esta vez decidió seguir a su hombre. No volvería a vivir los días y las noches de desasosiego que en 1897, estuvieron a punto de hacerle perder la razón. Quedó don Pedro encargado de la casa.

Dejó a sus hijos en Melo con su madre y, de botas, bombacha y sombrero a la cara, junto a otras mujeres, siguió al ejército de Batlle para cocinar, atender a los heridos y poder así estar cerca de Ramón.

Vivió en ese entonces, agónicos días de guerra y ratos de amor robados al cansancio y a la vigilia incierta. Acompañó a su marido en la batalla de Mansavillagra; estuvo presente, con él, en Fray Marcos. Y en Tupambaé vio en batalla caer a su Ramón.

Al imaginarlo herido dejó escapar un grito de su garganta, que acuchilló el aire espeso, mientras se lanzaba en medio del combate a rescatarlo. Metiéndose entre los hombres caídos y las patas de los caballos, las balas que silbaban y el chairar de los sables; entre el olor a pólvora y a sangre arrastró a su hombre hasta un claro, dándole ánimo con sus gritos destemplados. Él la dejaba hacer sin dejar de mirarla.

Martina lo recostó como pudo y con sus dos manos le abrió la chaqueta del uniforme. Ramón tenía el pecho destrozado. La seguía mirando desde muy lejos, tras una nube que enturbiaba su pupila, más allá del silencio.

De regreso, Martina fue a Melo en busca de sus hijos. Tenía entonces un embarazo de seis meses. Ya en su casa de Tacuarembó, cumplidos los nueve meses de gestación, dio a luz una niña a la que llamó Juana.

Tenía cumplidos treintainueve años de edad.

Eran los últimos días de 1904. Presidía la República José Batlle y Ordóñez.

Ese setiembre, para Aparicio Saravia, había pasado su Masoller.

1919 -XVI

Los años siguientes fueron penosos para Martina. Nunca logró sobreponerse a la pérdida de su marido. Sólo sus hijos le daban ánimo para seguir. La casa se mantenía cuidada y la siembra en el campo venía mejorada cada año. Los tres hijos trabajaban con gusto bajo las órdenes de don Pedro — viejo casi centenario - que les fue enseñando a sembrar y a cosechar. Con la paciencia y el cariño de un abuelo que, perdido el hijo, le ha dejado los nietos. Fue poco a poco trasmitiéndoles a los muchachos el amor a la tierra, y a la familia. Sanas enseñanzas que los jóvenes asimilaron grandemente.

Martina entonces, contando con el apoyo irrestricto de don Pedro, se dedicó por entero a la casa y al cuidado de su hijita, quien no alcanzó a conocer al padre. Fueron así pasando los años, acollarados unos con otros, trayendo en su andar nuevas expectativas. Los tres hijos varones que Martina tuvo con Ramón, se casaron y abandonaron la casa paterna. Las guerras y batallas intestinas, que durante años asolaron al país, si bien dejaron heridas profundas en su gente, fueron acallando sus ecos.

Llegó el año 1919. El país disfrutaba de bienestar económico, social y político. Juanita había cumplido los quince años. Era una morena de mota y ojos negros sombreados de largas pestañas. Alta para su edad. Más morena que Martina y más parecida a su abuela Eulalia, que a su madre.

A Juanita nunca le gustó el campo. El silencio y esa soledad sin límite, a la que le han cantado nuestros poetas, producían en ella una suerte de tristeza que la consumía y de la cual no tenía modo de salir. Al contrario de Martina, su madre, que aunque criada en la ciudad de Melo, en el departamento de Cerro Largo, se fue a vivir al campo pasados sus veinte años, sin llegar a extrañar jamás y, enamorándose de la tierra y del departamento de Tacuarembó que la adoptara cuando se casó con Ramón.

Siendo niña Juanita pasaba el mayor tiempo posible en Meló, con la abuela Carmela y el abuelo Juan. Volvía a su casa cuando su madre le exigía regresar. Llegado el tiempo de estudiar, concurrió, como antes lo hicieran sus hermanos, a una escuelita rural de Tacuarembó a escasas dos leguas de su propio hogar, donde aprendió a leer y a escribir con hambre de conocimiento. Es allí justamente, en el aula de la escuela, donde se entera de la existencia de Montevideo.

Fue el descubrimiento de su vida. Desde entonces sólo sueña con vivir en la capital. Habla de la ciudad, con pasión, haciendo proyectos para cuando viva en ella. Abandonar el campo, que cada día la oprime más, y radicarse para siempre en Montevideo es la decisión que, desde sus días de escuela, lleva incorporada a su vida; y de la que no se apartará, ya nunca, hasta conseguirlo.

Martina está convencida de que un día Juanita se irá de su lado. Se irá en el ferrocarril que, en el silencio de la madrugada, deja oír el quejido de su silbato a un par de leguas de distancia, mientras ella da mil vueltas en la cama demasiado grande.

Sí, Juanita se irá un día. Y ella la dejará ir, porque sabe que su hija lleva la rebeldía en la sangre y que igual a su abuela y a su madre, será fiel a sus propias decisiones. No duda que esa niña engendrada por amor, en el fragor de una guerra, intentará salvar cualquier obstáculo que se le cruce en la vida hasta lograr lo que realmente desea. Y esa certeza, en cierto modo, le da tranquilidad.

La hija que Ramón no conoció, vivirá un día en la gran capital del país. Conocerá mucha gente y allí criará a sus hijos. En un mundo distinto, sin guerras ni luchas entre hermanos, con educación y justicia. Donde blancos, negros e indios formen juntos una gran nación. Eso piensa Martina, mientras deja vagar su mente en el sueño hipotético de un futuro Uruguay.

Juanita había cumplido los trece años cuando la esposa de un estanciero, cuyos campos lindaban con el campito que de herencia les dejara Ramón, le ofrece trabajar en la estancia como niñera para ayudarla con cuatro niños pequeños. Martina accede y Juanita se va encantada a vivir a la estancia. En ese entonces Martina ya estaba sola.

En la ciudad de Melo, sus padres adoptivos, Carmela y Juan, habían fallecido hacía unos años. Y don Pedro, entrañable compañía en sus soledades más amargas, también había partido, dejándola más que sola en aquella casa, donde vivió los días más felices y más tristes de su vida. Juanita hacía ya dos años que trabajaba en la estancia, como niñera. De todos modos, pasan juntas las tardes de los domingos.

Un día el estanciero decide que su mujer y sus hijos se vayan a vivir a la casa que tienen en Montevideo, para que los niños más grandes comiencen sus estudios en la capital. La señora prepara sus cosas y con dos empleadas se dispone a viajar. Hubiese prescindido de Juanita, no obstante la chica le pide por favor que la lleve con ella.

La señora accede y Juanita se despide de su madre sin poder ocultar la alegría inmensa que está viviendo. Martina la abraza, sabe que no la volverá a ver. Que la gran ciudad la apartará para siempre de su lado. Es consciente de que la capital le está robando a su hija. Pero es también consciente de que la niña debe empezar a vivir su propia vida. Juanita tiene ya cumplidos los quince años.

XVII

Los últimos años de su vida, los vivió Martina en soledad. En la casa de campo donde la trajo un día Ramón, recién casada. Vivió allí rodeada de sus muertos. Los muertos que en vida la amaron y la siguieron amando después. Pocos son los seres que, como ella, han recibido en vida tanto cariño.

Su madre Eulalia, que sin temerle a la muerte, evitó que fuese esclava. Juan y Carmela, que no tuvieron un segundo de dudas, al aceptarla como hija y criarla como tal. Ramón que la amó desde el día que la vio por primera vez, hasta el día de su muerte. Y don Pedro, viejo amigo, compañero de horas largas. Confidente y consejero. Fue don Pedro para ella, un padre, un hermano, un amigo fiel que siempre estuvo cuando lo necesitó. Martina no aceptó vivir con sus hijos. Ni permitió que nadie viniera a acompañarla. Impuso su voluntad de vivir sola.

Ordeñaba su vaca. Alimentaba a las gallinas y recogía los huevos. Tenía los árboles frutales y las parras que a su tiempo, algún vecino se ofrecía a podar. Plantaba y cuidaba ella misma una pequeña quinta para su uso. El resto del campo, lo arrendó. Aseguró su futuro y vivió tranquila y sin apremios. Fue así envejeciendo. De todos modos, al pasar los años los vecinos comentaban que la pobre vieja Martina estaba medio loca. Que pasaba el día hablando sola, decían. Que desvariaba, la pobre. ¿Qué podían saber los vecinos? Los vecinos no sabían nada. Martina nunca estuvo loca. No hablaba sola. Hablaba con sus muertos. Ellos la acompañaron siempre. Nunca la abandonaron. Y un día, cuando Dios quiso, se fue con ellos. Así fue.

XVIII

Era el año 1919. La ciudad de Montevideo estaba considerada la capital del país más culto de toda América Latina. Un país con escuela gratuita, universidad y facultad de arquitectura, donde casi no existía el analfabetismo. Ciudad que recibía a los grandes escritores y poetas del mundo, de igual a igual. Así como a eximios músicos, actores y celebrados cantantes europeos. Ya años atrás había sido visitada por el compositor italiano Giácomo Puccini. Montevideo tenía, en aquel momento, gran actividad intelectual. Había dejado de ser una aldea para ir convirtiéndose en una ciudad moderna.

Con grandes salas para espectáculos artísticos como el Ateneo, con sus grandes salones para recepciones, el Solís -joya de teatro en América- el teatro Urquiza donde, en 1905 se presentara la gran Sara Bernhardt y el recién estrenado teatro 18 de julio, desde donde se ofrecían al público uruguayo, las representaciones de compañías europeas y argentinas que continuamente nos visitaban. Había en la ciudad más de 25 salas cinematográficas, tranvía eléctrico y autobuses de servicio colectivo para pasajeros. Grandes comercios y restaurantes.

En ese ámbito llegó a Montevideo, en diciembre de 1918, el poeta mexicano Amado Nervo. Una de las letras más encumbradas de la poesía de América Latina. El poeta presentó credenciales en nuestro país como Ministro Plenipotenciario de México. Se dice que era un hombre apuesto, muy culto y refinado, tenía apenas cuarentiocho años, y se mantenía soltero. Según crónicas de la época, a su llegada a la ciudad se alojó en el Parque Hotel, convirtiéndose en el centro de toda actividad social y cultural.

Traía Nervo, sin embargo, herida el alma. La muerte de Ana Luisa en 1912, la mujer que amó y ocultó durante diez años, lo condujo a un tremendo dolor y abatimiento de los cuales nunca se recuperó. Muerta ella el remordimiento, por haber ocultado ese amor, lo llevó a escribir "La Amada Inmóvil". Obra que le diera el mayor reconocimiento en las letras de habla hispana.

La intelectualidad de la época reunida en el café Tupí Nambá, compartía tertulias con el gran poeta que recitaba sus versos desgarrados:

"Dios mío yo te ofrezco mi dolor

¡Es todo lo que puedo ya ofrecerte!

Tú me diste un amor, un solo amor

Me lo robó la muerte

Y no me queda más que mi dolor

Acéptalo Señor

Es todo lo que puedo ya ofrecerte...!"

Una noche de enero, de 1919, llegó Juanita a la tan ansiada capital. Viajó en ferrocarril hasta la Estación Central, procedente del departamento de Tacuarembó, con la señora de la estancia, los niños y las dos empleadas. Allí los esperaba un carruaje de la familia que los llevaría hasta la residencia de los estancieros, en Andes y 18 de Julio. Al llegar los recibió el encargado, que vivía en una de las piezas del fondo con su mujer, que era a su vez la cocinera.

La mansión tenía, hacia la calle, una puerta muy alta de roble oscuro y cuatro ventanas alargadas con grandes postigos.

A un costado, un poco separado de las ventanas, tenía la casa un portal de hierro muy alto, de dos hojas, que comunicaba a un gran patio adoquinado donde se guardaba el carruaje de la familia. Después de la puerta principal se encontraba la cancel, preciosa puerta doble de vidrios tallados. Detrás de ella un patio con claraboya lleno de macetones con plantas, hacia donde convergían una sala de recepción, un comedor muy amplio y el escritorio con una gran biblioteca.

Los dormitorios daban a un segundo patio. Al fondo, la cocina y la despensa se encontraban en una especie de subsuelo, hacia donde se bajaba por una escalera de caracol, de escalones y baranda de madera, que también comunicaba con la azotea. Las últimas habitaciones las compartían los empleados. Hacia el fondo tenía la mansión un hermoso y muy cuidado parque arbolado.

A Juanita le encantaba la casa. Y aquella escalera de caracol que la llevaba hasta la azotea desde donde veía el puerto de Montevideo, el Cerro y su fortaleza y una gran parte de la ciudad. No obstante, lo que más disfrutaba la niña era recorrer las calles de la ciudad acompañando a la señora de la casa mientras hacía sus compras. Visitar los distintos comercios, para ver sus vidrieras, y sentarse en sus plazas. Juanita había hecho todo el viaje, desde la estación Central hasta la residencia de la calle Andes, observando minuciosamente el paso de la gente y la nueva y moderna edificación de la capital. Pero a Juana no le bastaba con lo que había visto desde el carruaje. Ella quería participar de la fiesta que era Montevideo a principios del siglo XX. Conocer los cines del Centro, pasear por la calle Sarandi y compartir las veladas, por ejemplo, con aquella pléyade de escritores y poetas que noche a noche se reunían en los cafés del Centro. Ansiosa, no pudo esperar y esa misma noche se puso su mejor vestidito, sus únicos zapatos y decidió salir a conocer el mundo.

Tarde, en la noche, cuando todos dormían, Juanita salió silenciosamente por la puerta de calle, que en aquella época no se cerraba con llave. Caminó por la ciudad guiada por las luces y el bullicio. Después cruzó la plaza Independencia atraída por el ir y venir de la gente y, sin dudar, dirigió sus pasos hacia el café Tupí Nambá, ubicado, por aquel entonces, frente al Teatro Solís. Era el Tupí, en aquellos años, un bar sofisticado, cubierto de alfombras, grandes espejos y finos cortinados. Ámbito donde se reunían los políticos del momento, escritores, músicos, actores y visitantes extranjeros, cultores del arte, que en aquellos días visitaban nuestra ciudad.

Esa noche se encontraba colmado. Ella entró sin amedrentarse y permaneció de pie un poco apartada. Entre la concurrencia prevalecían los caballeros elegantemente vestidos. Fumaban y bebían café en unos pocillos pequeñísimos. Las damas eran pocas. Vestían, algunas de ellas, trajes a media pierna, largos collares de perlas, y llevaban los cabellos cortos y dorados. Fumaban en largas boquillas plateadas y se encontraban acompañadas de caballeros.

Observó que había otras damas vestidas con sobriedad. Con trajes un poco más largos que a media pierna, sin ostentosos collares de perlas, que llevaban su cabello corto o recogido en su color natural.

Notó que estas últimas ponían gran atención en el hombre que en ese momento recitaba. A Juanita le impactaron más, mucho más, las primeras damas. Tuvo la certeza de que ella, un día, vestiría igual. De todos modos, después de recorrer todo el recinto con sus ojos maravillados se dio cuenta la morena que, aparentemente, nadie se había percatado de su presencia. Por lo tanto, conmovida ante todo el nuevo mundo que estaba conociendo, dirigió su atención al hombre que recitaba.

La concurrencia aplaudía cada poema y pedía más. Entre el público se oía repetir insistentemente: ¡Nervo, Amado Nervo, Gratia Plena, Gratia Plena!

Entonces aquel hombre delgado y de mirada triste se puso de pie y con voz profunda y pausada, comenzó a recitar:

"Todo en ella encantaba, todo en ella atraía: / Su mirada, su gesto, su sonrisa, su andar... El ingenio de Francia de su boca fluía. / Era llena de gracia como el Avemaría: ¡Quién la vio no la pudo ya jamás olvidar!..."

Cuando terminó de recitar el poema, todo el público aplaudía de pie. La emoción se había adueñado por completo del auditorio. Conociendo el motivo que llevó al poeta a escribir esos versos tan sentidos, los caballeros guardaban silencio y las damas enjugaban alguna lágrima. Juanita también aplaudía de pie.

Sin saber quién era el poeta ni a quién dedicó esos versos, compartiendo la emoción que embargaba a todos, se acercó a Nervo y sin pensar en lo que hacía, le tendió una mano para felicitarlo.

Y Amado Nervo, que era un grande entre los grandes hombres, le tomó de la mano, quedó mirando a aquella niña morena y sin soltarla le dio un beso en la mejilla. En ese momento y nunca supo por qué, Juanita comenzó a llorar. Sin congoja. Simplemente las lágrimas brotaban de sus ojos.

Alguien le ofreció entonces un asiento, en aquella rueda de la cultura, y desde esa noche extraña y mágica, Juanita compartió por años, junto a los intelectuales, las noches del Tupí Nambá.

Ada Vega
Detrás de los ojos de la Mama Vieja
Orbe libros
Montevideo, setiembre 2006

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