Álvaro Armando Vasseur

Estampa de un poeta y su poesía

Tratándose de Álvaro Armando Vasseur puede y, acaso, debe comenzarse por el físico, cuando se intenta dar fielmente a los lectores su verdadera imagen espiritual.

Esbelto y bien proporcionado de cuerpo, con un rostro que trae al recuerdo, sobre todo de perfil, alguna medalla antigua; rostro de rasgos expresivos; nariz ligeramente aguileña, de noble dibujo; breve bigote discretamente despuntado; boca de trazo regular con una cierta expresión entre amarga e irónica; frente de lóbulos más bien pronunciados, coronada por una cabellera casi ensortijada que los años han agrisado y no realmente emblanquecido.

Su físico tiene, y tuvo siempre, personalidad. Y no desentona, sino que perfectamente condice con lo que es él por su manera implícita de ser y por su obra de pensador y de poeta.

Se piensa en Goethe. Se echa de menos en sus hombros el quitón griego o la túnica romana. En sus movimientos, en sus ademanes, en la apostura de su cabeza apolínea, priva un aire de serena y espontánea dignidad de espíritu que lo distingue entre la multitud. Físicamente es él.

Esa correspondencia entre el visible continente y la interna vivencia sustancial de la persona es un don.

Un don que la naturaleza reserva a muy pocos elegidos. La pintura de su figura corporal se impone, pues, como la mejor portada viva para una descripción de Vasseur en cualquiera de sus aspectos.

Si esta página pudiese ser toda una biografía, en vez de algo más de una simple estampa (quizá a título de anticipación de un prometido ensayo), ella debería hacer pasar, bajo esa portada, ante todo la descripción y crónica de su vida íntima.

Haría vivir a Vasseur ante nuestros ojos en la cotidiana labranza de su destino; en su andar afanoso por la obligatoria ruta que unos días aquieta y endulza la bonanza y otros agita la tormenta. Nos lo haría ver en la serenidad placentera o en la jubilosa alegría de las horas felices, y en la amargura a veces trágica de las horas adversas. No faltaría, pues, la triste constancia del desgarramiento tremendo que sufrió su corazón animoso cuando la muerte le llevó a su hijo único, gran muchacho lleno de virtudes, pintor de talento, arrebatado en pleno vigor de juventud esforzada y de dinamismo infatigable por una imprevista enfermedad casi fulminante.

Tampoco faltaría el relato de la tierna compensación a sus tristezas y dolores que le deparó la vida concediéndole el premio de felicidad y sostén moral de una compañera incomparable, la madre de su hijo, la abuela de sus dos nietecitas, con la que formó ese hogar sostenido por lo general entre inenarrables milagros de la economía doméstica, en los que ella, con su inteligencia y su diligencia, su exquisito tacto, su cultura, su buen sentido, su múltiple actividad de infinitos recursos, actúa como principal demiurgo.

Nos lo presentaría, finalmente, manifestándose y hasta confesándose en sus anécdotas, en sus episodios más significativos, en sus conversaciones, en sus juicios demoledores, en sus filosas ironías, en las exaltaciones literarias de su egolatría y en las afirmaciones olímpicas de su orgullo siempre erecto, cultivado (lo diré aunque sin duda le desagrade) casi a la manera de D'Annunzio, con quien se emparentaba en

Nietzsche, pero —claro está— más dignamente, sin su exuberancia histriónica y llevándole la no pequeña ventaja de no ser calvo ni exiguo de estatura.

Nosotros lo vemos de tal guisa que nos evoca las sombras de los sofistas griegos o, mejor, de los filósofos paripatéticos de Atenas en los tiempos del jardín de Academo.

Era, a veces, un maestro que ahuyentaba a los discípulos. Pudo ser un Sócrates, rodeado de oyentes o interlocutores devotos, pero por momentos prefería ser un Diógenes sarcástico encerrado en su egolatría como el otro en su tonel.

Y algunos se le apartaban disgustados por sus puntos de vista demasiado excluyentes y las intolerancias verbales de su ánimo amargado a causa del conflicto entre su arrogancia o su conciencia del propio valer y la repercusión de su obra en el medio nacional.

Se juzgaba objeto de un sistemático desvío, al que no era ajena, en el grado en que sin duda existió y no con caracteres de injusta represalia sino de simple alejamiento cómodo, su implacable insistencia flagelatoria de hombres y costumbres. Gustaba de sentirse, como Sócrates, el tábano puesto por el destino sobre su ciudad para que no se adormeciese en la rutina de sus vicios y debilidades.

No es agradable, por cierto, el zumbido del tábano. Y menos en el aire doméstico de las conversaciones privadas.

Lo que aislaba a su persona refluía en la suerte de sus libros, y la verdad es que, salvo pocas excepciones, pasaron entre nosotros ante una indiferencia inconcebible. Sin duda puede servir para varios de ellos, la explicación que escuchamos de labios de Carlos Vaz Ferreira ante el vacío que pareció haberse hecho en torno de El Memorial, una de sus obras de más excepcionales valores. Nuestro gran filósofo atribuía ese fenómeno a que el libro rebasaba, en aquellos momentos, la capacidad de captación de nuestro medio y cruzaba el ambiente intelectual como un ave de esas que se remontan a mucha altura, tan por encima de nuestra ciudad, que pasan inadvertidas.

Verlo vivir, en suma, sería ponerse ante los ojos un espectáculo de gran belleza espiritual y de profundas sugestiones. Sobre todo de enorme riqueza mental, donde la inteligencia más penetrante y el más robusto talento literario, sustentados por una extraña cultura y un ansia de saber y de abrir caminos, que se irradia a los campos de la filosofía, de la sociología, de la exégesis religiosa, se traducen en libros bellos y densos, preñados de atisbos y de novedosos aciertos.

Para el público todo él está en sus libros. Y también en aquellas conferencias jugosas y eruditas que sobre temas actuales de la polémica social y política leía en el Ateneo, hace cincuenta años, a propósito de la ley del divorcio, por ejemplo, o de cualquier otro problema del debate público de la hora.

Pero para sus amigos quedaba una parte no desdeñable de su personalidad en lo que de ella se irradiaba hacia la inteligencia y la sensibilidad del círculo de sus allegados en las reuniones cotidianas.

Una anécdota sola de sus tiempos mozos, cuando frecuentábamos alguno de aquellos cafés montevideanos, tan a la española, de cincuenta años atrás, recordaré para iluminar un poco, siquiera sea con la fugaz llamita de un fósforo, el cuadro a que aludo. Fui testigo presencial del caso y lo retengo claro y preciso en la retina de mi espíritu. Era en torno de una mesa del Polo Bamba, (nuestro "Pombo" de Gómez de la Serna) el más antiguo café de uno de los dos hermanos San Román, tantas veces citados en las crónicas literarias que resucitan esos días.

El, yo y un joven escritor que vino a pedirle cuentas de no sé qué apreciación sobre algo que el impetuoso joven había escrito, estábamos allí.

—¡Yo voy a romperle el alma!— amenazó enfurecido el antagonista golpeando con el puño la mesa.

—Me tiene sin cuidado —le contestó imperturbable Vasseur— porque yo no creo en la existencia del alma.

Jamás he visto poner fin a un incidente personal, que amenazaba descargarse en lluvia de bofetadas, de manera tan elegante y eficaz. El iracundo contrincante se fue amenazador pero dialécticamente derrotado. Yo cerré con una carcajada la incidencia.

Viendo y estudiando a Vasseur puede pensarse en un hombre práctico y sabio que lleva dentro deun poeta en permanente actitud de auscultación lírica de su yo.

Ese divino huésped lo levanta para avizorar infinitos horizontes pero no lo aparta de los caminos que conducen a la formación de un hogar, de una familia, bajo el amparo —permítaseme repetirlo— de una mujer superior que le dio un hijo inteligente y bondadoso. Un hijo que, con un corazón colmado de amor filial, tendía puentes de acercamiento y simpatía entre su orgullo receloso y sus viejas y nuevas amistades, que a veces alejaban las aristas de su carácter complicado.

El poeta que comparte la vida interior de Vasseur y a veces la absorbe para ponerlo en trance de hablar, más que con los espíritus, con el propio espíritu universal de la concepción hegeliana, se ha adaptado a la dulce disciplina de sus exigencias familiares. Y hoy desliza su ancianidad lozana, aparentemente sin achaques, en una jamás interrumpida labor de pensamiento, de emoción y de belleza, soñando con poder ir a juntarse con sus nietos, en Francia, mientras acompasa su paso aún ágil y su corazón aún vigoroso, al ritmo de los pasos y de los laudos cordiales de su admirable compañera.

También los años y la carga de vida y experiencia con que corren sus aguas, han contribuido a depositar en su ánimo sencilla confianza en la vida y los hombres, que mira con otros ojos desde que han comenzado a llegarle en su país las auras del reconocimiento general, unánime, de sus encumbrados valores.

Y he aquí que ahora da comienzo la publicación oficial de sus obras.

Tenemos aquí Todos los Cantos; una parte de sus poemas escritos entre los años 1897 a 1910 por ese formidable y al par delicado lírico que trajo en su hora un soplo de emoción colectiva concentrada en la voz intensa de su sensibilidad ensimismada.

Su obra poética, de tan variados temas, pero toda ella incesantemente presidida por su entonación enfática que se vuelve resonancia profunda de sentimientos íntimos, es a nuestro juicio, la de un romántico.

El romanticismo, más que una escuela o una tendencia artística, es un temperamento. En los mismos escritores y artistas que insurgieron contra el romanticismo del siglo XIX se puede establecer una separación entre los que eran románticos sin quererlo y aun sin saberlo, y los que eran clásicos por temperamento.

Porque también el clasicismo es, fundamentalmente, una posición natural del espíritu y no tan sólo una actitud y aptitud de la mente y de la sensibilidad.

Podría aseverarse que toda escuela es, más que un criterio estético, un "estado de la inteligencia", como diría Epstein del "dadaísmo"; y de la sensibilidad, como resulta de la corriente división en tendencias de la vieja y la "nueva sensibilidad".

Los naturalistas, particularmente Zola, eran, en la sicología de su arte y en la idiosincrasia temperamental de su impulso creador, románticos. Si se quiere, románticos de la fealdad en todos sus planos y manifestaciones, objetivas y subjetivas.

Pero entre ellos había los que eran orgánicamente clásicos, como Alfonso Daudet, y sin duda esos fueron los menos típicamente naturalistas en el sentido escolástico de la palabra.

Vasseur apareció y se internó en la gran corriente del modernismo, pero con la entonación romántica de su alma lírica y de su vasto órgano vocal, a menudo entonado en la clave de la tragedia, con su cluasicismo de corurno.

Mientras otros seguían al Darío de Prosas Profanas, o se entregaban, con una especie de orgiástica embriaguez al cultivo de las más bellas e inéditas floraciones verbales, más encanto de los sentidos que del corazón y de la mente, él, con su lirismo, trágico

y romántico al fin, puso su manera personal de dominar el verbo al servicio de sus inquietudes sociales e intelectuales.

El romanticismo profético de Almafuerte, a quien admiraba por encima de todos los poetas de la Argentina y de América, oponiéndolo desde luego a Lugones, vibra en el tono de sus Cantos Augúrales, su primer libro de cantos, que hizo época y alcanzó en las corrientes de lo que ahora se llama "literatura comprometida" (y la suya con tendencias avanzadas de revolución social y de anticlericalismo y ateísmo), una resonancia continental e hispánica.

Aparece emparentado con grandes poetas de la época que eran a su vez congéneres de Almafuerte, cada uno con su alma, su carácter y su timbre propios: Guerra Junqueiro, en Portugal, el anárquico Mario Rapisardi y, en la forma sobre todo, Carducci, en Italia.

Su temperamento romántico anima las dos siguientes expresiones de su lirismo combativo, irónico, sarcástico, amargado y sentimental que, como dice Federico de Onís, lo coloca "fuera y más allá del modernismo en que se formó", frecuentando desde muy joven en Buenos Aires los cenáculos regidos por Lugones y Rubén Darío. Y antes aún, siendo casi un muchacho —como nos lo narra en los sinceros versos autobiográficos de "Pts". El vino de la sombra—, había cultivado la amistad de Almafuerte.

Véanse a continuación esas dos expresiones. La primera es una oda en décimas A un precursor, ditirambo y reproche al autor de Milongas filosóficas, que comienza así:

Chimborazo tronador

del numen continental,

cráter inmenso, fanal

de brillo enceguecedor,

¿por qué tu vasto clamor

no atruena la inmensidad?

¿La súper Humanidad

bien no vale un cataclismo?

¡Si eres la voz del Abismo

anuncia la tempestad!

Tú eres mi precursor:

eres plegaria, blasfemia,

unción, delirio, hiperemia, 

soberbia, piedad, dolor.

Con redobles de tambor

fluye tu verso arterial;

te imaginas sin igual,

apóstol de toda gente;

lapidario, iridiscente,

volcánico, zodiacal.

Se me antoja que a través de esos versos se vislumbra uno de los dramas de Vasseur: el de haber soñado con quedar como un apóstol de rebeldías y palingenesias sociales y espirituales, así como Almafuerte quedó como un apóstol de rebeldías cívicas y morales en general pero como una especie de Jesús laico sin dulzura en la frase adusta y latigueante, pero con mucho amor en el alma para los más desheredados y los derrotados de la vida: su "Chusma", como él los llamaba.

Porque Vasseur se quedó en la literatura sin llegar al pueblo, al alma de su nación, mientras que Almafuerte se internó para siempre en la vida espiritual y sentimental de su patria, tal como había vivido.

Volviendo "a nuestros carneros", que diría Rabelais: acaso más característica todavía de la procedencia romántica de su lirismo épico (si puede decirse) es toda la primera parte de sus Cantos Augurales, donde el oleaje de una inspiración tensa y muscular mezcla desordenadamente, sin dejar de ser original y suya, algún eco de la Vejez del Padre Eterno, del autor de Os Simples, del Himno a Satán, del autor de Odi Barban, y aún, si se quiere, del quevediano Sueño de las Calaveras y de las alucinaciones y alusiones bíblicas de su propio numen profetice.

Allí su decisión de predicar en verso se acentúa hasta desafiar el principio del "arte por el arte", el concepto del arte "fin en sí", de Khan, el esteticismo aséptico de la "Poesía pura", con los alardes de prosaísmo conceptual poco logrados artísticamente, que afean su "Oíd potentados. ..", donde incurre en audacias versiculares de trivialidad propagandística como las siguientes:

¿Qué la suave "evolución"
la forjan los más audaces?
¿Qué las clases mas tenaces
se apoderan del timón,
y marcan la orientación
al agregado social?...
¿Qué en el mundo Occidental
siempre ha pasado lo mismo?
¿Qué a las clases del Abismo
les basta con lo Ideal?
Nuestra. Especie es razonable?
Tiene sensibilidad?
O es pura animalidad,
Inconsciencia, pueril, instable?
¿Es acaso irrealizable
la sociedad libertaria,
sin canalla tributaria
sin miseria, ni abyección?
¿La plena Humanización,
científica, solidaria?

Entre otras muchas bellas pruebas de su romanticismo espontáneo y auténtico, destacamos, casi al azar, en ese mismo libro la siguiente moderna, más que "modernista", becqueriana:

Feliz, oh mar del Plata! que has logrado
lo que nunca pudieron mis anhelos:
verla acudir a la primera cita
y desnudarse al borde de tu lecho.
Yo sé de un mar interno y solitario
más grande que el más grande de los, piélagos,
más puro, más azul y más profundo
donde Ella nunca mecerá sus sueños!

y todavía esta exclamación inexorable y desesperada, con un toque de Heine, (podrían ser cien más):

Allá en la torrentera
donde forcé el Destino
una Sombra me grita:
"¡Sálvame o te maldigo!"
Es la voz de la Casta
que exige el sacrificio;
¡qué hacer?
Miro hacia abajo y veo
sonreír al Destino...
Suda sudor de sangre
mi corazón maldito;
pero de pronto arranco
y sigo... sigo... sigo...

Por lo demás, dicho sea como acotación al margen de este rastreo en la filiación tonal de su temperamento poético: en Cantos Augurales, en Cantos del Nuevo Mundo y en Cantos del Penitente, es donde se muestra la amplia y sostenida proyección de su estro genial hacia los horizontes de la historia y de la vida colectiva, por lo general a través de alegorías evocadoras de honduras subjetivas en que surge y palpita, poco o mucho, el estremecimiento de una apelación solidaria a los dolores y clamores humanos.

Entre los polos de su egocentrismo individualista de tipo nietzcheano —con su egolátrica superstición del "superhombre"— y de su doctrinaria convicción socialista, se mueven su pensamiento y su sensibilidad. Su yo gira, pues, en la órbita de una contradicción que tan pronto lo eleva a la cumbre de la cima —también romántica y nietzcheana— del orgullo satánico ("Glorificado eternamente seas"), como lo desciende a la preocupación multitudinaria de las desigualdades sociales.

Eso da a su lirismo una caudalosa orquestación trascendente por encima de los resortes de la emoción íntima y singular, que asimismo toca con certeza cuando canta en el plano de la confesión o de la confidencia. Y así resulta forzoso enfrentarlo en nuestro medio, con su contemporáneo Julio Herrera y Reissig, con quién rivalizó.

Debían rivalizar por fuerza. Vasseur, un tanto obsesionado por las emulaciones y juzgándose precursor no alcanzado en los caminos por donde intentaba aventajarlo su afortunado rival, negaba al glorioso autor de "Los Peregrinos de Piedra" los honores de la primacía. En uno de sus libros le disputa derechos de invención de algunas imágenes. Y como él no podía perdonar al hechicero de la Torre de los Panoramas, gran ilusionista del verbo, su deslumbrante florecer lírico, ajeno a todo latido del corazón social, su poesía casi siempre deshumanizada en el juego de una "nueva frivolidad" que precedió en deshumanización y preceptuado frivolismo a los poetas de la "nueva sensibilidad", estudiada en su hora por Ortega y Gasset, le fue literariamente hostil.

Mientras Herrera y Reissig, en efecto, hacía de su Torre de los Panoramas un paradigma renovado de la torre de marfil parnasiana, Vasseur aconsejaba a los soñadores en el Sursum de sus Cantos Augurales abandonar la torre en que suelen encastillar su egoísta indiferencia ante los clamores humanos.

También Herrera y Reissig estaba emparentado, como todos los modernistas, con el romanticismo francés. Pero descendía de Teodoro de Banville y de Teófilo Gautier, si hemos de buscarle antepasados

más allá de Verlaine, Laforgue, Samain, sin olvidar Rimbaud y Baudelaire, los cuales —"simbolistas" o "decadentes" o "delicuescentes"— ocuparon altares en el templo del modernismo desde que Darío lo erigió bajo los cielos de Hispanoamérica, dando también cabida en él, como lejanos númenes precursores, a los españoles Góngora, Quevedo, Santa Teresa de Jesús, Sor Juana de la Cruz, San Juan de la Cruz, y al mismo inconmensurable Lope, junto a los cuales entraban asimismo el persa Omar Kayam, los ingleses Shelley, Keats, Dante Daniel Rossetti, Oscar Wilde y el yanqui Edgard Poe.

Vasseur no está emparentado, en la cumbre de la genealogía romántica, con Teodoro de Banville ni con Gauder, sino con el gran padre Hugo, como lo estuvo Lugones, cuya influencia sobre cierta parte de la obra de Herrera y Reissig (influir no significa superar) no puede negarse. Y es asimismo innegable que también se nota el recuerdo de Lugones en el paralelismo entre los Cantos del Nuevo Mundo y las Odas Seculares.

Acaso junto a la de Hugo, deba ponerse en su linaje poético la ascendencia de Alfredo de Vigny, y fuera del romanticismo francés debe considerársele de la estirpe de Wait Whitman, a quien indirectamente tradujo del italiano con verdadera maestría.

En cuanto a la correlación con el divino ruiseñor de Nicaragua, Herrera y Reissig guarda siempre contacto, en lo atinente a la índole de la sustancia poética y de los asuntos de su obra, con el Darío anterior a Cantos de Vida y Esperanza, en tanto que Vasseur sólo puede sentirse hermano del Darío que supo interponer su lira de oro al paso de los vientos de la historia en el ámbito del mundo para detener en la trascendental aventura humana la atención de su egregio lirismo, después de haberlo consagrado a inmortalizar los intrascendentes episodios de amor de la princesa Eulalia o la armoniosa visión de los cisnes que se deslizan silenciosamente en el lago...

Mientras el uno crea bajo el signo de la gracia en el incesante chisporroteo de las imágenes inéditas, de las más fantásticas figuras de ensueño y de la más "inusitada" adjetivación, que asombraron a Darío, el otro canta bajo el signo de la pasión fecunda con que da al mundo una prole de belleza engendrada en el abrazo de la fantasía dramática del sentimiento con la angustia obsesionante de la razón.

Y esa disparidad y aquella rivalidad no impidieron y sin duda decidieron, que Vasseur escribiera a la muerte de Herrera y Reissig aquella Lápida de sus Cantos del Penitente.

A julio
……………………………………………………………………………………..

Hete ahora mudo,
mudo del gran silencio de lo inerte,
¡oyes como suenan a gloria, en tu escudo
yacente, los golpes hasta ayer contrarios de la muerte!
¡Anteayer andante, hoy subterráneo!
Hoy, emporio de larvas y vibriones.
¿Oyes aun, a la sordina de tu cráneo,
-cual los que te inmortalizaran-, maravillosos sones?
………………………………………………………………………..

¡Oh alma, en la angustia y en el sonar, hermana!
¿Cordaje roto, sin plañir adiases!
¿Soñarás aún, con tu lira, domar la bestia humana,
y un instante, a los hombres convertirlos en dioses?

Por lo demás, y en lo que respecta a Vasseur — aedo de su tiempo, liróforo seglar, bardo civil, trovero rebelde y trovador angustiado, si queréis agonista y antagonista (como diría Unamuno de sí mismo)— su definición sintética nos la ha dado él mismo. (Siempre son los poetas quienes mejor dicen de lo que son).

No recordaré las explosiones de un lirismo desorbitado y megalómano de sus décimas contra su admirado y al par impugnado Almafuerte, donde ha cantado lo que soñaba ser en la vida y sólo pudo serlo en cierto sentido —y a causa de la vida, precisamente— en la literatura.

Menos "teatro" y más belleza hay en aquellos versos de sus Cantos del Nuevo Mundo (1907), donde dice:

Memorial
……………………………………………………………………………………..

A pensar aprendí y a comprenderme,
sufrir con goce, y a crear con fiebre;
sentirme estoico aunque estuviera inerme,
lírico siempre, sonador y orfebre.
………………………………………………………
Hoy canto en los clarines de mi estilo
las Marsellesas de la nueva hazaña:
mientras escalo, fúlgido y tranquilo,
el vértice interior de mi montaña.
Hoy como ayer me asiste la pobreza,
ayer como hoy maravillado vivo
de mas en más por la inmortalidad belleza;
de vez en cuando trovador cautivo...

Eso decía cincuenta años ha. Y en el presente volumen no está todo el poeta, uno de los mayores del Uruguay y de América. Su estampa de ahora, en esta compilación, no abarca, pues, en toda su magnitud cósmica, las dimensiones de su poesía, definitivamente magistral.

Emilio Frugoni.

Emilio Frugoni
Álvaro Armando Vaseur - Todos los cantos
Bibiloteca Artigas- Colección de clásicos uruguayos - Vol. 16

Ministerio de Instrucción Pública y Previsión Social - 1955

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