Una tarde en el Tupí Namba

Amables lectores, los invito a tomar un cafe en el TUPI NAMBA.

Hagamos de cuenta que estamos en el Montevideo de 1910 y hemos caminado por la calle Sarandi desde la catedral hasta la Plaza Independencia. Al llegar a la plaza tomamos la calle Juncal en dirección al sur. Es la caída de la tarde de una jornada de enero, las 6 p.m. como se decía por entonces. Llegamos al número 211 de Juncal y nos encontramos con el café Tupí Nambá, el más concurrido de la ciudad. Bastante mérito porque la Montevideo de entonces tenía varios cafés de este tipo, todos plenos de clientela. La entrada más importante y espaciosa era por la calle Buenos Aires y hacia allá nos dirigimos. Dentro el salón hierve de gente. Grandes mesas albergan grandes grupos.

Los mozos avanzan con las bandejas en alto recordando exactamente en cada caso el pedido diferente de tantos parroquianos que conversan en silencio o vociferan con gestos y gritos estentóreos. Mil temas se hablan como en una babel de gente que trata de temas diferentes. Este abigarrado multicolor movimiento, colmena llena de vida, ideales e intereses tiene, además, miles de posibilidades para elegir en el menú. El dicho de que hay para todos los  gustos se cumplía fielmente. 

La cartilla forrada en fino cuero ostentaba elegantes firuletes con especialidades y precios tan dispares como acomodados. La reina del pedido era, no podía ser de otra manera, el humeante café del Brasil. Pero también, producto de una época de bonanza, se importaba el café Moka directamente desde Arabia. Ambas clases de aromáticas bebidas se servían acompañadas de un azucarero de fino metal, higiénico invento de la casa. La propaganda ofrecía bebidas para todos los paladares, desde la clásica manzanilla Solera, de puro cuño español hasta el Jerez Tres Cortados, de procedencia Sevillana. Los que deseaban algo más espirituoso, acorde con veleidades artísticas o literarias, podían pedir un cognac Virgen o una bebida tan dulce como estimulante: un aguardiente anisado de Casalla. Aquellos que optaran tan solo por una bebida refrescante para combatir el calor de la tarde debían solicitar un sifón de soda y extracto de granadina de Kalifa, poderoso jugo con reminiscencias árabes. El whisky escocés Dun Spey era importado directamente por la casa, pero también se ofrecía una selecta nómina de marcas importadas. (Casualmente ninguna de ellas podemos encontrar hoy en día en los comercios, sin que podamos explicarnos la razón). Las damas y los estómagos flojos preferían el Jerez Quina, amargo licoroso y reconstituyente.

Los más golosos, que siempre los hubo, para culminar el aroma del café que refrendaban con el humo de habanos importados de Cuba, podían solazarse con estupendas barras de chocolates MENIER, que los hermanos San Román, los propietarios del café y del imperio comercial que lo circundaba, importaban directamente de Francia. Dios mío, que tiempos aquellos.

Lamentablemente, querido lector, no podemos hacer realidad la invitación, pero igualmente se nos hará agua la boca.

Hasta la próxima.

Juan Antonio Varese
Revista Raíces - Los barrios y su gente - Nº 41
Marzo 2004

 

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