Detrás de la máscara

 
Desde que la vi por primera vez me di cuenta de que había en ella algo extraño, nadie puede sonreir de esa manera todo el tiempo.
En el ascensor todo la miramos y nos mantuvimos callados, como hechizados por su sonrisa; entramos a la fábrica, ella se ubicó en la máquina que le indicaron, trabajando toda la mañana sin dejar de sonreir como si viera algo que nosotros no alcanzábamos a percibir. La encargada le advirtió varias veces que cuidara la calidad de su trabajo y ella bajando los ojos mantuvo la sonrisa imperturbable.
Pasaron los días.
A la hora del almuerzo, mientras todas conversábamos en forma animada, ella se mantenía algo apartada y en silencio, mirando a un punto distante y sonriendo.
La Chilena, que es capaz de hacer hablar a las paredes, le preguntó una vez:
- ¿Cómo te llamás?
- Imelda - dijo y su voz sonó tan triste que parecía ajena a ella o por lo menos ajena a su sonrisa.
Notamos que trataba de rehuírnos, prefería llegar temprano para no coincidir en el ascensor y entraba al comedor en los últimos minutos de descanso para no tener que estar con nosotros.
Un día la vi entrar al baño y la seguí, aún corriendo el riesgo de que la encargada se diera cuenta y me observara: cuando entré estaba frente al espejo sonriendo.
- Me gustaría ser como vos -le dije,- poder sonreir siempre, no importa lo que pase.
- Si supieras lo que hay detrás de mi sonrisa me acompañarías en una lágrima. - manifestó y, dando media vuelta, salió.
Su voz era aún más triste que de costumbre y me intrigó de tal modo que deseé descubrir su secreto a cualquier precio. Desde ese momento hice todo lo posible por ganarme su amistad: le traje bombones que mi madre me mandaba del pueblo, dejaba en su lugar parte de mi comida o un libro, y una vez que fuimos al campo le traje flores. A fin de mes, cuando cobramos, la invité a comer churros y tomar chocolate, pero no con las demás compañeras sino sola para que habláramos tranquilas, y contra todo lo esperado aceptó.
Nos sentamos en un rincón y traté de llevar la conversación hacia lo personal para que le fuera más fácil contarme su problema, pero ella contestaba con monosílabos y luego mantenía largos silencios. Al final, cuando yo creía que íbamos a marcharnos, me dijo:
- ¿Querés saber mi secreto de verdad? ¿Te intrigo o te doy lástima?
- No es eso - le dije - Soy curiosa y siempre me meto donde no me llaman porque me gustaría ayudar.
- A mí no vas a poder ayudarme - me dijo.
- No creas - le contesté. - Lo único que no tiene arreglo es la muerte.
Ella lanzó una carcajada feroz que me sorprendió. La gente a nuestro alrededor nos miraba. Su sonrisa permanecía incambiada.
- Calmate, - le dije apoyando mi mano en su brazo
- si querés vamos hasta el baño y te lavás la cara.
Me levanté y ella me siguió como una autómata. Entramos. Imelda abrió la canilla y dejó correr el agua, yo me lavé las manos.
-Mirame. - dijo de pronto.
Yo levanté los ojos y la observé por el espejo.
En las manos tenía su sonrisa congelada; entonces ya no quise saber su secreto, no quería mirar, cerré los ojos.
-Mirame. - insistió. Y tuve que darme vuelta, abrir los ojos y contemplar su cara sin rostro...

La Gilandria
Olga Traba

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