Hamaca

 
Acabo de llegar a casa, vengo de verte por última vez. Es increíble la fuerza con que se siente tu presencia aquí, en este lugar donde estuviste tan pocas veces... Está la planta que me regalaste y sobrevive a todos mis olvidos y descuidos. Va a resistir, no te aflijas, dijiste, y yo puse mala cara porque no quería nada que significara algún tipo de compromiso o atadura; están los pequeños recuerdos que me hacías llegar después de cada uno de tus viajes por el mundo.
A veces eran cosas simples, caracoles, trocitos de corteza de árboles, hojas secas. El cuadro que pintaste para mí, ese paisaje melancólico que muestra un árbol solo perdido entre colinas verdes grisáceas, bajo un cielo nublado y tus cartas. Esas cartas que escribías porfiada sin esperar respuesta. Son botellas lanzadas al mar, decías cuando yo con palabras trataba de esconder el miedo a comprometerme, el terror que sentía frente a tus avances invadiendo mi vida de solterón solitario más allá de mis años de casado y mis dos hijos.
Conservo todas tus cartas. La primera me sorprendió por su audacia, te conocía superficialmente de nuestras actividades en común como médicos y nunca me pareciste una mujer de hacer un gesto semejante.
"Debería empezar pidiendo disculpas por el atrevimiento, - expresabas - pero no voy a hacerlo, no voy a disculparme por algo que hace mucho tiempo tengo deseos de hacer."
Me confesabas lisa y llanamente tu admiración por mí, habías leído cada uno de mis trabajos y compartías mi punto de vista y lo defendías con pasión, me mostrabas cómo venías observándome desde años atrás, me conocías y me amabas por encima de cualquier convencionalismo; terminabas la carta diciendo con total desparpajo: "Si esta carta lo molesta o le da miedo haga como que no la recibió, que yo simularé no haberla escrito."
Pasaron algunos meses antes del primer encuentro aquí en mi casa. Fueron pocos y espaciados en el tiempo. Siempre llegabas cargada de cosas que mostraban cuánto me recordabas. Disfrutábamos juntos, paseando, yendo al teatro, al cine, en la cama nos pasábamos días enteros desnudos, compartiendo cada minuto. Leíamos, escuchábamos música, bailábamos. Cocinabas para mí las comidas que más me gustaban y escribías, siempre, desde cualquier lugar del mundo me escribías.
¿Cuántos años duró? Realmente no lo sé. Cuando yo corté el contacto físico no te dije por qué y vos no preguntaste, seguiste escribiéndome como siempre, llamando cada tanto, recordando la fecha de nuestros encuentros, contándome tus viajes, tus dudas, tus sueños...
Aquella carta la recuerdo de memoria: "Anoche tuve un sueño, - me decías - me levantaba como todos los días pero sentía en todo el cuerpo un cansancio enorme, un agotamiento que iba más allá de lo físico (a veces tengo días así) y en lugar de ponerme el equipo deportivo para salir a caminar, sacaba de no sé dónde un antiguo vestido blanco todo lleno de volados y puntillas, unos zapatos del mismo color, y salía a la calle, pero en lugar de tomar por el camino habitual mis pasos me llevaban hacia el viejo caserón donde nací. El cansancio era cada vez mayor, pero cuando divisé la casa, cuando vi el patio con aljibe, la quinta de naranjos, recordé el sonido de la máquina de moler maíz, el ladrido de los galgos que salían a encontrarnos, recordé mi costumbre de niña de hacerme colgar dentro de una bolsa bajo la enramada de jazmines y estarme allí horas enteras meciéndome suavemente, aspirando el aroma de las flores. ¡Qué bien me sentía en esos momentos! Tal vez si volviera a repetir ese gesto me sintiera mejor.
Como en una película me vi a mí misma entrar a la casa dispuesta a revivir mi juego de niña... Ya era el atardecer, los azules de la noche se mezclaban a los naranjas del sol, unos pescadores venían por la calle cercana a la chacra y vieron el cuerpo de esa mujer vestida de blanco hamacándose, mecida por el viento colgada de una cuerda."
Nunca podré olvidar esa carta. "Soñé mi propia muerte", me decías.
Por eso, cuando me dijeron que habías muerto no necesité preguntar cómo, ya lo sabía.

La Gilandria
Olga Traba

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