"Una anécdota de Horacio Quiroga"
crónica de Eduardo S. Taborda

Al evocar el noveno aniversario de la muerte de Horacio Quiroga, el más grande y estupendo narrador de América Latina, de vida recia, atormentada y trágica, en homenaje a su perenne recuerdo entre nosotros, os voy a referir una anécdota de su primera juventud, cuando hacia sus estudios en el prestigioso Colegio Irma.

Quiroga desde su niñez, ya era poseedor de un espíritu inquieto, sagaz -atrevido, si se quiere- que le modeló un gran corazón y un cerebro de gran agilidad, que lo hizo temible dentro de la modalidad ambiente de aquella época, por lo recio y sorpresivo de sus facultades y carácter, que lo elevaron a un plano, donde su ya definida personalidad quedó asentada con díscola y descentrada para aquellos que no estaban a su alcance, que no pueden ver lo extraordinario porque sus espíritus son ciegos y sus cerebros pétreos.

Este episodio tiene por escenario el salón del Colegio, el día en que el alumnado rindió sus ultimas pruebas del año, ante una respetable Comisión Examinadora y él es, por así decirlo, la consecuencia de una resolución emanada del seno de la Comisión de la Logia encargada del Colegio.

Un día -a principios del año 1890- esta Comisión reunida en sesión para considerar ciertos asuntos de la Escuela hace comparecer al maestro Director Sr. Anastasio Albisu, y, le expone algunos puntos de vista y conclusiones respecto a la ampliación y refuerzo de ciertas materias en las clases de tercero y cuarto año el Sr. Albisu les contesta, con demostraciones claras y prácticas de como el plan pedagógico de esas clases era razonable y justo, y aboga para que no se les atiborrase el cerebro a los muchachos con conocimientos que el consideraba inútiles.

La Comisión insiste y su Secretario que lo era el escribano don Leonardo Castro, es el más empecinado en que se lleve a efecto esta reforma, que a juicio del Sr. Albisu, sólo sería un suplicio inútil para el alumnado, pero como él no tiene voz ni voto en esta Comisión, tiene que acatar su mandato.

El Sr. Albisu -como buen vasco- no queda conforme con esta resolución, pero emprende su labor con afán y dedicación, para presentar en las pruebas de fin de año, un alumnado capacitado y digno del bien sanear do prestigio que gozaba esta Escuela.

Los alumnos Horacio Quiroga y Juan Catalogne se enteran de lo ocurrido entre el maestro y la Comisión, y hacen causa común con el maestro, no perdiendo tiempo y estudiando con amor y carita

Llega el día de los exámenes, a mediados del mes de diciembre de 1890; el maestro seguro de su alumnado, los hace comparecer ante el tribunal examinador y se retira al patio a fumar un cigarrillo.

La Comisión Examinadora estaba compuesta por el Sr. Inspector de Escuela, don Eduardo Forteza, la notable y abnegada educadora Srta. Alcira Paiva, el Secretario de la Comisión de la Escuela Sr. Leonardo Castro, un teniente de navío y dos profesores del instituto Politécnico.

Las pruebas empezaron dentro de un clima, -al parecer normal-, de pronto el Sr. Albisu siente en el salón una algarabía de voces que discutían y risas disimuladas, observa a su interior y ve a la clase en desorden y a Quiroga y Catalogne que con enérgicos ademanes discutían con los examinadores, mientras el Inspector Sr. Forteza sonreía plácidamente, bonachonamente, alentando a los muchachos. ¿Qué había sucedido? ¿Cuál era el motivo de esta actitud de los muchachos?... Quiroga al contestar a una pregunta de uno de los examinadores lo había hecho con convicción y valentía, y extendiéndola a ésta a un plano superior había iniciado, secundado por Catalogne "un peloteo" con los examinadores, es decir, que estos trocaron los papeles y empezaron a examinar a aquellos.

Albisu sin demostrar su satisfacción por la actitud de los muchachos que lo habían vengado de la incomprensión de la Comisión, penetra en el salón y manda a sentarse a toda la clase.

Cuentan las crónicas que el único miembro de la Comisión Examinadora que se defendía con entusiasmo e íntimo regocijo de la envestida de los muchachos, mientras el Inspector Forteza sonreía, fue Alcira Paiva, la hoy casi olvidada maestra a quien tanto debe la cultura de nuestro pueblo.

Esta actitud, de rasgo valiente de Quiroga, nos muestra un carácter incorruptible, al cual el grande y desdichado escritor ajustó todos sus pasos en la enorme tragedia de su vida.

Un recuerdo de admiración y de amor hace que nuestro pueblo, piense con dolor en el día infausto, para las letras de la América Latina, en el 19 de Febrero de 1937, en que Horacio Quiroga convencido del mal incurable que lo aquejaba se suicida en una habitación del Hospital de Clínicas de Buenos Aires, ingiriendo una dosis mortal de cianuro.

Ver: Quiroga, Horacio - Uruguay  en Letras Uruguay

crónica de Eduardo S. Taborda

Salto de Ayer y de Hoy
Selección de charlas radiales - Salto 1947

Ver, además:

                     Horacio Quiroga en Letras Uruguay

                                                      Eduardo S. Taborda en Letras Uruguay

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