El minotauro

narrativa de Jules Supervielle

Fue un bonito niño de Creta, la frente cornuda y rizosa. Un perfecto lapsus de la naturaleza. De una inteligencia muy superior a su edad, a los dos años era un brillante sujeto y a los tres, adulto, lo cual escandalizó a los padres de los demás educandos, quienes llevaron su intransigencia al extremo de hacerlo expulsar de todas las escuelas.

“¿Por qué me desdeñan como a un salvaje?”, se decía el joven monstruo. “Tengo cabeza de toro, ¿y qué? ¿Acaso el resto del cuerpo no existe? Tengo uñas cuidadas, tanto en las manos como en los pies, y soy capaz de delicadeza’’.

Hasta donde se lo permitía su áspero natural (y su cabeza de toro) tomaba un aire bonachón para atraerse simpatías y hacerse de amigos, pero esa mezcla de cuernos-manos humanas, frente lanuda-talle ceñido, y así sucesivamente, no decía nada bueno a quien lo miraba.

Al verse contemplado en esta forma, el Minotauro concluyó por irritarse contra la parte capital de sí mismo. “Morro: te doy cuatro días para desaparecer de mi rostro”, pensaba. Luego, readquiriendo conciencia de su destino: “¡Ah! ¿Por qué seré el único hombre que exhibe estas narices, en tanto que la humanidad de mi naturaleza no puede ponerse en duda? De votar cada parte de mi individuo, el hombre, en mí, prevalecería por una mayoría aplastante”.

Aunque pocas cosas le gustaban tanto como la hierba sazonada de rocío, pretendía adorar la buena mesa. Su masticación estaba sujeta a una grave lentitud, sin que pudiera decirse, no obstante, que era un rumiante como los otros. Cierto es que terminaba de comer después de todos, pero su afabilidad un poco forzada se hacía perdonar este pequeño retardo, el cual, sin embargo, lastimaba su amor propio. Por eso solía almorzar con centauros. Los convidaba para regodearse con la molestia que a estos monstruos les significaba comer decentemente, con el agravante de que, a la mesa, ellos no sabían qué hacer de sus patas. Y un día, después de comer, cuando las confidencias suben espontáneamente a los labios, el Minotauro tomó la palabra: “A los Dioses, en verdad, se les fué la mano con nosotros. En mi caso, vaya y pase. Puedo entrar a todos lados, la cabeza erguida, y hasta en un salón. Pero vosotros, mis pobres amigos, que no podéis siquiera acostaros en un lecho, al cabo de jornadas muy intensas...”

—Tú eres más digno de lástima que nosotros —dijo el jefe de los Centauros—. Eres monstruoso porque eres único. Y luego, lo que cuenta es la cabeza y el pecho. El resto del cuerpo, es siempre lo animal.

—Lo que cuenta — respondió el Minotauro, herido de la cabeza a los pies— es que puedo cabalgaros como buenos caballos que sois, en tanto que la recíproca sólo lograría cubriros de ridículo. ¡Ensayad.

—He aquí un mal educado —dijo el jefe de los cuadrúpedos—. ¿Es que hay alguien capaz de montar sobre el lomo de un centauro sin que lo inviten? ¿Tendrá el descaro de saltarme encima, cuando mi barba blanca es respetada en diez leguas a la redonda?

Y a un gesto del patriarca, todos los centauros se alejaron en una nube de polvo.

“¿Qué trato será posible tener con estos zafios que se ponen a galopar en medio de una conversación?” pensaba el cabeza de toro. “¿Cómo la amistad no habría de volverse vacilante, y luego vergonzosa, y por último francamente imposible?”.

Y la melancolía minotáurica creció hasta invadir una parte de su vasta cabeza. La cólera ocupaba el resto. Sin embargo tenía, como se dice, motivos de satisfacción. Las mujeres lo consideraban con suma dulzura, la mirada pronta a todas las esclavitudes. Pero el Minotauro no sabía en verdad por qué lado tomarlas, mientras ellas, a fin de no alarmar a sus maridos, pretendían que un remedio excelente para la jaqueca era pisar la sombra de la cabeza monstruosa.

Numerosas vacas seguían también al Minotauro en sus idas y venidas, y con una emoción que no trataban de disimular. Entraba él a una tienda, para una compra cualquiera, y ya algunas rumiantes, más ostensibles que las mujeres, acechaban su salida con aire humilde y pedigüeño.

“¿Por qué me esperáis a la puerta, tropel de vacas?” les dijo un día. “De nada me sirven vuestras aspiraciones y mugidos. No os corresponde inquietaros por mi persona y os prohíbo ¡oh locas, audaces, grotescas! que os crucéis en mi camino. Sabedlo bien: no hay nada, absolutamente nada de común entre nosotros”. Y no sabiendo qué agregar, agregó no obstante: “¡Además, os debería dar vergüenza pasar el día ociosas!”.

A estas reflexiones, las vacas oponían ojos tiernos y un cuero indiferente. Y continuaban mascujando una hierba que venía del exterior, mientras el Minotauro, congestionado por su sangre espesa y mezclada, tomaba el partido de alejarse. No era enteramente insensible al encanto y sobre todo al andar de una becerra, pero, mediante un esfuerzo de su robusta voluntad, había logrado expulsar de golpe estos amores simplistas de su vida sentimental. Sin embargo, su afición a las mujeres de mirada vacía, de ojos negros, grandes y, en la medida de lo posible, separados el uno del otro, no dejaba de inquietarlo. Mas, para no engañarse sobre sus verdaderas inclinaciones, manifestaba una igual frialdad hacia las mujeres y hacia las rumiantes.

Estas vacilaciones no hicieron sino acentuar su mal humor, el cual se trocó pronto en una permanente cólera. Malquería, sobre todo, a un hombre de baja cuna que lo llamaba, desde lejos, “hermano inferior”, y luego se ocultaba en una casa amiga. Habiéndolo encontrado inopinadamente en la calle, al doblar una esquina, lo corneó antes de comprender siquiera lo que hacía... Y pensaba: “Los cuernos sólo se sienten verdaderamente en su casa cuando están en el vientre de otro. En todas las demás partes, viven desterrados”. Y, casi de inmediato, corneó en igual forma a dos o tres amigos del difunto que venían a informarse de lo sucedido.

Las autoridades de la ciudad, acicateadas por las familias, comenzaron a preocuparse ante la actividad del monstruo. Y se decidió enviarle una delegación.

“¿Hay cosa más bella — le dijeron — que una cabeza poderosa sobre un cuerpo perfectamente proporcionado? Hemos sido injustos contigo, cierto es, pero ha llegado el momento de reparar nuestro error y te ofrecemos un palacio en homenaje. Llegar a él es un poco complicado. Sin embargo, gracias a esto, vivirás aún con mayor tranquilidad. Si quieres, yo mismo te serviré de guía”.

Así habló el jefe de la delegación, un individuo llamado Dédalo.

Y, al día siguiente, ambos marcharon en dirección al palacio.

“Verás cuán cómodo habrás de sentirte en este grandioso retiro. Fíjate: doblamos a la derecha, después a la izquierda, después nuevamente a la derecha, y tomamos por este camino transversal. No hay medio de equivocarse. No hemos llegado aún, pero es tan cerca que puede decirse que ya estamos”.

—¡Cuán agudo es este joven! — se decía el cabeza de toro —. Y perfectamente cortés, con lo cual nada se pierde.

“Ya lo ves. Queda detrás del bosquecillo. Seguiremos a lo largo de este edificio sin importancia, luego viene el bosquecillo en cuestión, que no cuenta, puesto que ya nos referimos a él, luego un último y pequeño edificio. Como puedes juzgar por ti mismo, es siempre en línea recta .    ,

En realidad, doblaban continuamente. Pero al Minotauro no se le ocurría poner en duda la buena fe de Dédalo, tan frágil y tan expuesto en su compañía. Además, no quería que lo tomasen por un bruto incomprensivo, pidiendo explicaciones de las cuales prescindiría, a buen seguro, un hombre común.

“Cuando te decía que ya estábamos”, exclamó el guía frente al dintel de un bello palacio en forma de espiral. Espérame en el comedor. Voy a prepararte algo bueno. Se sirve caliente y se come frío. Ya verás si estoy en lo cierto.

El Minotauro confiaba a tal punto en la buena fe de Dédalo, que no se inquietó en modo alguno por el tiempo que tardaba en regresar ese discreto adulador. De pronto, hasta el mismo corazón del laberinto, penetraron las formidables carcajadas de toda la ciudad. Y mil inquietudes, como un pueblo de hormigas gigantes, afluyeron a la frente lenta del hombre-toro.

“Se han burlado de mí. Estoy dando vueltas en el mismo sitio. En vano cambio de lugar: es como si me volviera de espaldas. He caído en una trampa. Y, cuando no me muevo, escucho mis pasos recientes que regresan apresuradamente hacia mí y se agazapan en mi cabeza, convertida en otro laberinto”.

Al cabo de un instante: “¡A mí, cuernos! ¡Aconsejadme! Cuernos, sitial de mi cólera, extremidades de mi inteligencia, últimas curvas de mis desilusiones. Cuernos, ¿qué debo hacer? Sois mi fuerza, mi voluntad. ¡Sois lo que me queda por hacer!”

Y de dos o tres cabezazos desarraigó un árbol, para demostrarse a sí mismo que, aún en pleno laberinto, no dejaba de ser lo que era.

¿Cómo salir de allí? El furor del hombre animal hervía con tanta fuerza en su cabeza que comenzó a esparcir un monstruoso olor a cuerno quemado. Sí; nada iguala en hediondez al cuerno del minotauro cuando se encoleriza y comienza a humear. Era una larga y sorda venganza que al fin podía satisfacerse y se diseminaba por toda la ciudad. A la noche, el resentimiento del cabeza de toro se apaciguaba un poco durante el sueño, pero cobraba mayores bríos después de un descanso reparador.

Y la hediondez llegó a ser tan intensa que ya no le costó trabajo alguno atravesar todo un brazo de mar y alcanzar el continente. No hay que buscar otro origen a la peste que por entonces hizo temblar a Grecia entera y a sus islas.

Ante esa recrudescencia de olores, primeramente se pensó que el Minotauro acababa de morir y que sólo era culpable su cadáver. Un grupo de notables y de sepultureros, con la cabeza cubierta de perfumes puestos suficientemente a prueba, penetraron sin inquietud en el laberinto. Los guiaba Dédalo, quien tuvo apenas tiempo de esquivarse en el momento en que la bestia, sorprendida, volvía la cabeza hacia los recién llegados.

“Grande hombre” — le dijeron —, “excúsanos la molestia, pero hay peste en el país y la gente se pregunta de dónde sale. ¿Cuál es tu opinión al respecto? Será muy pertinente”.

—Si fuese feliz, hedería menos — dijo el cabeza de toro.

—¿Deseas aerear tus ideas abandonando estos lugares, si es que ya no te placen? ¿No te fatiga un poco tu altiva soledad?

El cabeza de toro nada respondió.

“Se te enviarán jóvenes para distraerte”.

Continuó callado el cabeza de toro y la delegación se retiró, adhiriéndose a la argumentación monstruosa, hecha más bien con silencios que con palabras.

Durante dos meses seguidos, remitieron al Minotauro un tributo de catorce jóvenes y niños de ambos sexos. En su hosco pudor y en su miedo al ridículo, a menos que no fuese por un deseo de simplificación, el monstruo se contentó con devorarlos.

Al tercer mes, la opinión pública empezó a agitarse en demasía pollas exigencias minotáuricas, tanto más cuanto que la peste, estimulada por sus propios estragos, siguió haciendo de las suyas sin preocuparse en lo más mínimo de los tácitos compromisos del hombre-animal. El mismo Dédalo acababa de morir, víctima del flagelo, llevando consigo a la tumba el secreto del acceso al laberinto. Y Grecia sólo cifró su esperanza en un joven llamado Teseo, educado por el centauro Quirón, cuyo talento preceptivo le permitió hacer del muchacho un hombre en toda la acepción de la palabra, es decir alguien que no temía a los monstruos.

Teseo, que comenzó ensayándose con diversos gigantes, designóse a sí mismo para combatir al Minotauro. Pero este atolondrado sabía servirse mejor de su maza que de su propio cerebro, y no se había preguntado siquiera cómo habría de arreglarse para penetrar sin guía en el laberinto.

A bordo del velero que lo conducía a Creta, se hablaba sin cesar del improvisado carácter de su aventura, a tal punto que el joven héroe concluyó por tratarse de tonto frente a toda la tripulación. De pronto, en el muelle, divisó una muchacha que agitaba un luminoso ovillo de hilo.

“Mira, he pensado en ti”, dijo Ariadna al recién llegado. “Esta bobina te guiará en el laberinto. Su brillo irá en aumento a medida que te internes por el buen camino”.

—Pero, ¿qué es, exactamente?

—Es un invento mío. O, mejor dicho, mucho me temo no haber intervenido para nada en su creación. Se hizo sola: es el fruto de toda la fábula griega pesando sobre un corazón de muchacha que te amaba antes de conocerte.

Teseo no comprendía las palabras de Ariadna, pero admiraba sin reservas la bobina, que de lejos olía a milagro.

Guiado por el hilo mágico, y seguido por el tributo prometido al Minotauro, el héroe penetró profundamente en el laberinto. El monstruo cayó al primer mazazo. Escupía sangre de toro, espesa como mermelada de grosella. ¡Rápido, otro golpe para ayudar a la muerte en una tarea que se hubiese supuesto más difícil!

A duras penas los niños ocultaban su decepción. Contaban con un espectáculo más largo. Para hacer durar el placer de los niños, y a la vez el suyo, Teseo extrajo del bolsillo una pequeña herramienta con la cual serruchó pacientemente los cuernos minotáuricos, todavía calientes por la lucha y por su propio estupor.

Mientras tanto, cumplida ya la misión del Destino, el hilo de Ariadna se apagaba lentamente en un rincón, o, mejor dicho, apenas conservaba las fuerzas necesarias para ayudar a Teseo y los suyos a salir del laberinto.

Tiempo atrás, un especialista había examinado al monstruo, comprobando que se hallaba en plena juventud y que aún era doncel. Por fin se comprendió, cuando la muerte clarificó de súbito las relaciones entre todos, hasta qué punto se había sido injusto con este engendro bipartito, cuya naturaleza hizo de él un ser sin familia, sin corazón, sin discernimiento.

El cuerpo fue arrastrado a la necrópolis por doce voluntarios, centauros todos, precedidos de su patriarca, hecho tanto más digno de mención cuanto que ningún centauro había consentido hasta entonces en dejarse uncir. Y como el Minotauro no tenía parientes ni amigos declarados, fue Teseo, su asesino, quien condujo el duelo: y a nadie le pareció mal. Los notables de la ciudad acompañaron el convoy, junto con sus mujeres, sus hijas mayores, sus esbeltos mancebos y gran cantidad de niños.

También algunas vacas lo seguían, pero de tan lejos y con tanta discreción que, de formar parte del cortejo, ellas eran verdaderamente las únicas en saberlo.

 

narrativa de Jules Supervielle

 

Publicado, originalmente, en: Sur revista mensual marzo 1939 Año IX

Gentileza de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno de la República Argentina

Link del texto: https://catalogo.bn.gov.ar/F/?func=direct&doc_number=001218322&local_base=GENER#

 

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