El milagrito
Mireya Soriano Lagarmilla

Ocurrió en un taller de la calle Cebollatí donde trabajaban dos de mis hermanos y yo también había empezado de peón.

Allí todos le dábamos duro porque así era el régimen.

Entrábamos a las siete de la mañana y no teníamos mucha conversación entre nosotros.

A mí siempre me había dado como un rechazo aquel ambiente tan grande que por más que estuviera limpio parecía siempre sucio porque el piso era de portland y engrasado y las paredes estaban ennegrecidas  y con mucha cosa colgada que las oscurecía todavía más.

Los ruidos y sobre todo los golpes de los fierros, retumbaban como truenos o repiqueteaban en estridencias que al principio me ponían loco aunque por supuesto no se notaba, porque yo iba y venía haciendo puntos, duro en mi overall, llevando cosas de un lado a otro según me mandaran, atendiendo a veces el teléfono, que era de esos pesados, de vaquelita negra, prendido a la pared sobre un entrevero de números y de nombres escritos a lápiz, donde minas, clientes y proveedores se enredaban en una lucha feroz.

Por la mañana, cuando recién entraba, me parecía llegar a la Siberia.   

Recorría con los ojos todavía pegados de sueño aquel espacio helado y vacío, porque después de la noche quedaba una especie de orden que hacía desaparecer todo lo que habitualmente estaba boyando por el medio y siempre tenía el mismo pensamiento: “lo que es hoy no me banco, a las diez invento algo y me voy”

Ese era el momento más fulero: el de llegar; venir de la oscuridad de la calle y decir “Buenos días” para todos lados, mientras uno pensaba dónde carajo estaba el día en medio de esa noche.

Después, poco a poco, la cosa mejoraba, a medida que se iban aclarando las ventanas que estaban muy altas sobre la pared y con el mismo laburo uno se entretenía hasta que al reloj le daba por ir a trancos, tanto más rápido cuanto menos se lo mirara.

Al mediodía salíamos a la vereda y nos sentábamos todos contra la pared a comer lo que hubiéramos llevado.

Ese era el rato mejor y cuando me reconciliaba con todo.

Lagarteaba comiendo refuerzos y si por ahí venía a recordar la noche de los “Buenos días”, me parecía lejana y como parte de un sueño.

En esa hora viejos y jóvenes compartíamos un poco de vida. Nos metíamos con las minas del barrio que pasaban para el almacén, nos contábamos mentiras y verdades y después jugábamos al fóbal en medio de la calle, que en ese entonces estaba muy tranquila.

Yo creo que cuando empecé pasaron varios días antes de descubrir lo mejor que tenía ese taller. No demasiado visible para el que entrara o saliera, sobre un ángulo del galpón al que se llegaba por un camino un poco quebrado entre pilas de tanques vacíos, estaba el cuartito. Allí iban los que precisaban algo que no fuera herramienta, como ser curitas, agua caliente, un poco de tabaco o de yerba prestada. Allí estaba también, la vida.

Un brasero prendido en el invierno, el catre bien tendido, la mesita forrada de hule casi cubierta por latas, frascos, platos, pocillos trepando sobre la radio y rodeando a un calentador de rulo, hacían de todo eso un pequeño hogar.

El cuartito era de Don Celio, el moreno cuidador que sentado en su silla de paja, pasaba las horas escuchando al Mago. Daba lástima tener que importunarlo a veces, pero él no parecía molestarse. Nos sonreía, repetía una sola vez el nombre de lo que pedíamos con un acento brasileño no demasiado marcado, se levantaba con cierta dificultad y empezaba a revolver entre las cajas. Mientras tanto yo me entretenía mirando las paredes.

Había varias fotos muy amarillas y de distintos tamaños, estampitas, medallas, banderines, chirimbolos raros, recortes de diarios pegados con chinches a la orilla de almanaques viejos y en medio de todo, clavada con cuatro tachones que parecían de bronce, aquella imagen célebre del Mago sonriente, mirando de costado bajo el ala del gacho.

Las primeras veces que estuve en el cuartito sólo sentía curiosidad y un bienestar que era bien lógico por el contraste que ofrecía el zucucho a la frialdad del taller. Supongo que a los demás les pasaba lo mismo.

Pronto supe que uno de los más veteranos, al que le decían el Gringo, iba mucho por allí para hacerle confidencias al viejo.

Yo era muy chiquilín e iba a pasos agigantados descubriendo cosas de la vida, por eso, al poco tiempo empecé a valorar distinto a Don Celio, como alguien sabedor de muchos misterios, que reinaba tranquilo en su  humildad, ya un poco de vuelta de todo.

El nunca iniciaba una conversación, eso sí, me miraba sonriente como esperando que le dijera algo porque se daba cuenta de que yo tenía ganas de hablar.

Al principio siempre era lo mismo, yo iba a pedir algo, disfrutaba algún trozo de tango en el rato que me quedaba esperando, después de las gracias me iba.

Por fin un día él me dio pie. Fue una mañana en que me quedé un poco más de la cuenta distraído mirando la foto del Mago. Entonces él me dijo:

-Yo veo que siempre se queda escuchando. Se ve que le gusta, ¿no?

-Si, claro, me gusta y por lo que veo a usted también- le contesté un poco nervioso de que entrara en mi intimidad.

Allí el moreno me salió con otra cosa que resultó una perturbación inesperada en un diálogo que parecía un poco obvio. Sin perder la sonrisa pero un poco desafiante me preguntó.

-Pero usted....¿vivió los tangos?  

Recuerdo el énfasis con que pronunció la palabra “vivió”, con un silbido en la consonante que la hacía sonar como una “f”.

No supe qué contestar y él, poniéndose serio como en un acto solemne que resumía toda su vida me dijo:

-Yo sí, los viví todos- y empezó a nombrar tangos y canciones mientras su dedo tembloroso recorría la pared indicando uno a uno los recuerdos.

Desde ese día esa pared me hablaba. Yo sabía que la mujer de la foto amarillenta bien sobre el borde era la que volvió una noche en que él no la esperaba, después de muchos años de soledad y me parecía poder verla irse vencida, sin un reproche con una mirada triste y piadosa.

Los recortes de turf me llevaban a tribunas vociferantes en finales reñidos por una cabeza.

La foto de la morenita que apenas se distinguía entre borrones de humedad era tal vez la que cerró sus ojos para siempre, poniendo fin a la esperanza febril que él alentaba. Era su honda herida en medio de tantos otros recuerdos de un mundo que a pesar de todo siguió andando.

La calle empedrada del trozo de diario había sido la de su viejo barrio y el grupo que lo rodeaba en una antigua instantánea de boliche era el de los muchachos compañeros de su vida, a los que tuvo que decir adiós cuando el destino lo llevó lejos.

La cinta de terciopelo colgada junto al crucifijo, tal vez su dolor más antiguo, delantal y trenzas negras, soledad del camposanto.

Meses más tarde ocurrió algo que sacudió muy fuerte mi vida adolescente. La jodita liviana comenzada con una de las pibas que pasaba para el almacén se me había convertido en un metejón terrible que me hacía pasar fácilmente de la euforia a la amargura.

Al principio el moreno había diagnosticado “Amores de estudiante”, por más de que yo no lo fuera, pero creo que con el tiempo pude demostrarle que mis sentimientos eran merecedores de una referencia a otros tangos.

“Era, para mí la vida entera como un sol de primavera mi esperanza y mi pasión. Sabía, que en el mundo no cabía toda la humilde alegría de mi pobre corazón”....

¡Qué bien que podía decir el Mago lo que yo estaba viviendo! Era como si se me hubiera metido dentro, como si cantara exactamente lo que yo hubiera querido expresar y entonces pude comprender lo que quería decir aquello de “vivir los tangos”.

También en la mala, muchas de las letras eran capaces de expresarme totalmente, lo que además de consuelo me daba mucha fuerza: “Mi noche triste”, “ Tomo y obligo”, estaban hechos para mí cuando me resultaba insoportable el fracaso, aunque yo fuera casi un pibe todavía incapaz de agarrarme una curda.

Don Celio solía escucharme sin prisa y hacía pocos comentarios, los que no siempre eran bien recibidos por mí, por más que reconociera a la larga sus razones.

Otras veces era yo mismo el que buscaba anhelante las respuestas en sus ojos tranquilos, de los que recuerdo como un ligero halo azulado bordeando el iris.

Hubo días en que encontré su silencio, cuando él entendía que estaba todo dicho. Yo temía llegar a ese último extremo que me obligaba a enfrentar una realidad siempre dura de reconocer y también tuve mis callados enojos, mis protestas, en jornadas enteras en que no iba ni a saludarlo para demostrar independencia. Tampoco era cosa de dejarse engrupir con tanta cosa del viejo.

Fue una mañana de primavera pero tan fría que parecía invierno. Yo estaba barriendo las pelusas de los plátanos que el viento había metido hasta la mitad del galpón. Sentí que corrían por el fondo. Varias voces gritaron algo de “Don Celio”. Corrí al cuartito y me topé con el Gringo que salía y dijo casi llorando que iba a buscar a un médico.

Estaba tirado en el piso. Me preocupé de ver si respiraba. Parecía que no.

Tenía los ojos ligeramente abiertos, busqué su mirada y me pareció distinguir una última luz de entendimiento hasta que aquella conocida sombra azulada alrededor de su iris se fue agrandando.

Por primera vez, desde que lo conocía, el cuartito estaba frío y en silencio.

Después que se llevaron a Don Celio, el lugar se cerró y así quedó varios días. A la pérdida de nuestro amigo se sumó la de aquel recinto de amparo,  que supusimos sería pronto desmantelado para ganar espacio en el taller.

Un día apareció la puerta abierta y creo que esa mínima diferencia, que nada podía significar, nos hizo sentir una especie de alivio.

Adentro había gente trabajando. A media mañana se sintió que golpeaban pero no sabíamos lo que estaban haciendo.

Yo estaba con el patrón mostrándole unos repuestos cuando dos hombres grandotes que venían del cuartito se acercaron al patrón con cara de querer comunicar algo importante.

El patrón se apartó unos pasos para atenderlos y sentí cuando dijeron serios y categóricos :

-La foto de Gardel no sale.

-¿Cómo que no sale?- contestó él y tomando un marrón y un cortafierro se fue casi corriendo hasta el cuartito.

Fuimos varios los que oímos los golpes. Eran tremendos y con una resonancia metálica que hacía vibrar hasta las paredes del galpón grande.

No quisimos acercarnos por respeto. El patrón estaba de muy malas pulgas. No supimos que les dijo pero los hombres se fueron.

El cuartito quedó abierto y con la luz prendida.

Al mediodía, como bobeando, nos asomamos.

Estaba vacío.

Había unas pocas cajas arrimadas junto a la puerta. Al frente, la pared desnuda mostraba por primera vez sus cascarones verdosos sobre un fondo rosa pálido y pensé en el maquillaje de una loca vieja que va llorando en la crueldad de la mañana.

En el centro, la foto del Mago, seguía como si tal cosa; sólo que desde los cuatro clavos de los vértices, unas tenues rajaduras se extendían ramificadas dolorosamente como raíces que buscaran aferrarse.

Eso lo vimos el Gringo, los tres mecánicos y yo.

A la mañana siguiente la puerta volvió a estar cerrada y así quedó durante los meses en que yo seguí trabajando en el taller.

Después dejé de ver a mis compañeros porque me fui a trabajar de administrativo a una Mutualista. Sólo al Gringo veía de tanto en tanto, porque él tenía una novia por mi barrio. Por él supe que el cuartito se estaba usando como depósito y que la foto de Gardel había quedado allí, medio tapada por tarros de aceite. A esa altura ya eran varios los que sabían del asunto y se hablaba del “Milagrito de la calle Cebollatí”.

El Gringo puso una gomería en Sarandí Grande y tampoco lo vi más. Sé de muchos que fueron hasta allí para pedir más detalles de la historia.

No hace mucho volví a pasar por esa cuadra. Donde era el taller debe haber un depósito, porque estaba muy cerrado pero sin aspecto de abandono.

El portón era el mismo de antes pero pintado de otro color. Las dos casas de al lado no habían cambiado en nada y tampoco el almacén, que únicamente tenía otro nombre.

Parado en la esquina saqué cuenta que de todo aquello habían pasado veinte años y casi me encontré tarareando :”Veinte años no es nada y febril la mirada errante en la sombra te busca y te nombra...”

Hubiera querido preguntarle a Don Celio si eso habrá sido “vivir” un tango.

Mireya Soriano Lagarmilla
La rosa de los cuentos

Editorial El Galeón - Montevideo - 2002

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