La noche impar
Mireya Soriano Lagarmilla

Junito veía subir y bajar el horizonte La noche plena de estrellas sobre el mar, calmo, ondulante, como una oscura pantera a su alrededor.

El seguía sentado, inmóvil sobre la casilla de la barca, abrazado a sus rodillas, aún sin atreverse a bajar.

Los otros tres dormían adentro, vencidos por el cansancio y el alcohol.

Junito sabía que no tenía que sentir miedo, esa era la condición para ser pescador. Así se lo había dicho, pocos días antes, el primero que lo llevó mar adentro. Pensó que esa era la tercer salida y el primer problema, todo número impar, lo que según él era buena cosa. Además no había nada que temer.

Era verano y ni asomo de tormenta. El mar estaba calmo y la nave bien anclada, aunque a más de veinte millas de la costa.

La primer salida había sido mala. No por el trabajo duro, que ya estaba previsto, porque es sabido que en la pesca no se puede llevar peso de sobra y nadie puede darse el lujo de estar allí sólo para mirar.

Cuando le había tocado recoger el trasmayo, sólo él y su fuerza en la punta de la pernacha, demostró ser tan voluntarioso como inexperiente. Todavía no había aprendido lo que supo en la segunda salida: que para hacerlo hay que aprovechar el “bulto”, como ellos le llamaban,  o sea usar a su favor el movimiento del mar que sube y baja para recoger o soltar soga. Ese era el secreto de por qué a los demás les resultaba la tarea más fácil, pero a Junito no se lo habían dicho, y eso a él le dolió más que los cortes de la cuerda en la piel de sus manos.

 

La última madrugada habían salido con la Doida, la más pequeña de las tres embarcaciones de Avelino. Junito se sentía más seguro, porque en las salidas anteriores había aprendido cosas, sobre todo en la segunda, con el Patrón Figueredo, que le explicó hasta cómo cuidarse del Angelito Mozo, un pez que no ahorra mordidas ni siquiera cuando lo están sacando de la red.

El Patrón de la Doida era Aniceto, un hombre de pocas palabras dichas como con enojo. Además iban el Hormiga y el Tatú, hombres rudos y callados a los que él recordaba haber visto sólo una vez en un bar de Punta del Diablo.

Habían llegado de mañana temprano, echaron ancla en el sitio que les indicó el Patrón y se pusieron a tender las vagas, tres en total, cada una con dos trasmayos.

Junito ya conocía cuales eran sus derechos sobre el producto de la pesca: una vaga completa para el patrón, una y media para los otros dos y un trasmayo para él, de todo lo cual Avelino llevaría la mitad como es de norma.

Después de terminado el tendido del modo que indicó Aniceto y de colocadas las banderas, retiraron la barca unos doscientos metros para quedar allí a la espera.

El sol ya estaba fuerte y el mar centelleaba amigable en miles de luces.

El Hormiga y el Tatú prepararon sus aparejos para la pesca individual y el Patrón se echó a dormir dentro de la casilla.

-¿Tú no pescas, gurí?- dijo el Hormiga – Mira que es verano y así como llegamos están esperando de los hoteles para comprar. La pesca blanca se da bien.

El sonrió y negó con la cabeza. Todavía prefería observar y quedó sentado en la cubierta mirando el azul del cielo sobre el  que a veces refulgía un pez como relámpago, sostenido por el hilo que los hombres levantaban alegres.

Al promediar la tarde el Patrón les mandó que se prepararan para recoger el equipo. Junito esperó alguna orden pero se la dieron al Tatú, que corrió presto a darle arranque al motor.

Después de tres o cuatro intentos fallidos el Patrón se acercó y apartando al Tatú de muy mala manera, dio un tirón maestro de la piola como para enseñarle el modo de hacerlo.

Pero el motor no arrancó. Entonces él volvió a insistir dos, tres, cuatro, cinco veces. Junito las iba contando y le pareció mal augurio que se detuviera en la sexta, sólo porque era número par.

El Patrón quedó mirando hacia abajo con un silencio que invitaba a opinar. Junito, observando a cierta distancia, sintió que hablaban de la toma de aire y de la bujía que podía estar empastada.

Probaron a encender dos veces más antes de decidirse a levantar la tapa del motor. Luego de abrirlo lo observaron detenidamente en respetuoso silencio; sacaron la bujía, la rasparon y limpiaron con gas oil. Después que volvieron a colocar todo en su sitio, estuvieron largo rato frotándose las manos con una estopa que se pasaban de uno a otro sin decir palabra. A Junito eso le recordó cierto gesto de los curas en una parte de la misa.

Por fin los hombres quedaron mirando el motor ya tapado, como si estuvieran pensando en quién sería el próximo en pegar el tirón. Finalmente lo  hizo Aniceto. Una, dos, tres veces. Nada.

-Ta ahogado, Patrón. Déjelo que se repose un poco- dijo el Hormiga.

Esperaron un tiempo no demasiado largo y entonces probó el Hormiga. En un momento pareció que arrancaba pero el ímpetu se desvaneció en una tosesita agónica. Entonces la mirada del Patrón le cayó a Junito como un rayo.

-¿Qué haces ahí, abombado de mierda? ¡Súbete arriba de la casilla!

Junito trepó de un salto y desde allí siguió mirando.

Sabía que poco podía esperar una explicación de lo que sucedería más tarde si es que el motor persistía en no arrancar. Intentó adivinar en las caras de los hombres hasta dónde llegaba la gravedad del caso, pero ellos se sentaron sobre unos cajones mirando hacia el poniente y él sólo podía verles las espaldas, cada vez más oscuras sobre el cielo que iba apagando uno a uno sus colores.

La barca comenzó a mecerse un poco más fuerte y se levantó una brisa fresca que desordenaba los plásticos esparcidos sobre el piso de cubierta. Muy de vez en cuando alguno de los tres se levantaba, se acercaba despacio hasta el motor como si no fuera a hacer nada importante y tiraba de golpe la cuerda con un chasquido estéril que no lograba ni siquiera atraer la mirada de los otros.

Unas pocas estrellas empezaban a verse débilmente cuando alguno de ellos habló de remar hasta la costa. Aniceto, que entendía mucho de mar y de distancias, les sacó pronto la idea de la cabeza.

Pescado no va a faltar, pensó Junito, recordando los trasmayos que seguían allá cerca bajo el agua, probablemente repletos de peces.

Cuando ya se hizo noche cerrada los hombres empezaron a beber y sus voces se oían más fuertes y animadas. Junito estuvo tentado de hablarles para escuchar algo que le diera tranquilidad pero no se animó. Tenía el presentimiento de que podían culparlo de la desgracia. No en balde ni lo miraban, como si pensaran que en el nuevo grumete, que tripulaba por primera vez la barca, estaba la razón de ese grave contratiempo.

En un momento dado el patrón se levantó a traer la comida y comenzaron a pasarse el tacho. Junito, sobre la casilla, definitivamente excluido, sintió miedo de lo que ellos pudieran hacer más tarde. Pensó que el agua dulce estaría celosamente guardada en un bidón en el que no le permitirían ni mojar los labios. Imaginó también a los tres, ya borrachos, amenazándolo y el desenlace terrible de que lo tiraran al agua para poder cambiar la suerte. Por eso quiso pasar lo más inadvertido posible, asumiendo una inmovilidad casi total.

En eso el Patrón volvió la cabeza y lo miró con ojos torvos en los que se podía adivinar cierto reproche. En ese minuto eterno, Junito temblando en silencio no sabía ni de qué disculparse, hasta que el gesto del Patrón extendiéndole la porción de comida en una lata le volvió el alma al cuerpo.

Agradeció mientras estiraba el brazo desde arriba de la casilla y se dispuso a comer. Era un arroz frío y viscoso, con algunos trozos de ajo y pescado.

Los tres hombres siguieron conversando tan tranquilos como si estuvieran en tierra. Hablaban de los planes del Hormiga para comprar una barca, de los problemas de la hija del Tatú con su trabajo en Castillos, de las quejas que tenía Aniceto con Avelino. Junito en su somnolencia, confundía las historias y las voces. Ya los tres eran una misma sombra apenas visible en la oscuridad de cubierta.

Una de esas figuras se desprendió de la forma confusa para acercarse a la casilla. Al encender la linterna la luz dio de lleno en la cara de Aniceto.

-Estamos en la ruta de los barcos. Si alguno llega a venir nos parte al medio.

A pesar de ese anuncio inquietante Aniceto fue el primero en bajar a dormir. Los otros dos no tardaron en seguirlo.

-Estate atento, gurí- dijo el Hormiga cuando pasó cerca y esa advertencia fue un alivio para Junito, porque recibir una misión es sentirse aceptado.

Hacía rato que sus compañeros dormían cuando su tranquilidad comenzó a desvanecerse. Mirando alrededor imaginó a lo lejos como un gusano de luces que se iba haciendo cada vez más grande. Después la mole acercándose, los gritos, las señales desesperadas, la zambullida del último instante para una huida imposible, el frío, la sal, la barca hecha pedazos, si aparecía, tal vez entre los abismales vórtices y después el mar, sólo el mar, que todo da pero también todo quita, como lo oyó decir tantas veces en el pueblo.

El miedo le hizo olvidar el horizonte limpio. Con la cabeza entre las rodillas quedó acurrucado pensando en el barco que podía venir, quizá tan grande como el que estaba hacía unos años encallado en una zona solitaria de la costa, hasta donde iban con seis compañeros más a rescatar cosas.

Allí probó su valor subiendo por un cabo suelto del que se prendían como podían después de atravesar peligrosos remolinos.

Ese enorme barco que vio herido de muerte sobre las rocas, era tan impresionante que no pudo olvidarlo, a pesar de que era todo quietud y silencio, tan solo un triste objeto de saqueo. ¿Cómo sería ve uno en movimiento, inmensas murallas corriendo sobre el agua, abriendo su camino con olas mucho más incontroladas que las de las tormentas?

No supo cuánto estuvo con la cabeza escondida, atentos sus oídos al sonido que sabía se debería sentir desde muy lejos, pero sólo el silencio rodeaba su temor. El barco que él esperaba como seguro verdugo demoraba siglos, no llegaba, sin duda desviado su destino por el número impar.

Poco a poco fue levantando la cabeza y abrió su mirada a la noche inmensa.

Una inesperada calma le sobrevino. Más allá de la incertidumbre y del peligro, era un momento hermoso de la vida en el mar.  Allí estaba él como única conciencia alerta en muchas millas a la redonda y podía contemplar las estrellas como nunca lo había hecho desde tierra.

El era el centro del universo; abajo el océano lo mecía muy suavemente mientras su mirada se perdía hacia lo alto dejándose embriagar por el espacio.

En el centro de todo ese infinito estaba su insignificante pero segura conciencia. ¿Qué había más allá de ese cielo? ¿Hasta dónde llegaba el universo?

Pensó en un mar eterno sin orillas que lo estaba rodeando, un espacio inmenso en el que giraban el polvo y los planetas a pavorosa distancia, las incontables estrellas que seguían hasta más allá de lo desconocido y empezó a sentir otro miedo mucho más sordo y profundo. Era un miedo sin consuelo, mucho más grave del que había sentido antes por la posibilidad del barco, que después de todo era uno más de los incontables peligros de la tierra. Mucho más hondo también que el vano temor de ser castigado o aún muerto por los hombres. Un miedo absurdo pero que crecía sin remedio en su interior, sin que existiera razonamiento capaz de apagarlo porque no estaba relacionado con ningún  hecho concreto cuyo efecto pudiera contrarestarse. No era algo que acaso ocurriera o no, de lo que por azar se resultara libre. No era algo concreto y sólido a lo que presentar combate y acaso huir. El Universo estaba ahí  y no había forma de escapar a esa presencia tremenda. Se le hacía insoportable la contemplación solitaria de ese espacio.

Bajó de la casilla y con su movimiento hizo caer la lata que fue rodando hasta la puerta de donde dormían los hombres. Supuso que ellos se despertarían furiosos y eso, sin embargo, lo reconfortó. Pero el ruido no turbó el sueño de sus compañeros.   Junito estuvo tentado de despertarles pero no sabía qué decirles. El oscuro terror era imposible de explicar. Volvió a subir y se echó a un lado cerrando los ojos. El fresco de la noche lo hacía temblar, pero también el insoportable espacio que estaba allí como segura presencia, aunque él no lo estuviera viendo.

Cuando despertó ya era de día. El infinito se había borrado con el sol. Bajó de un salto a cubierta. Los hombres seguían durmiendo.

Caminó un poco para estirar las piernas. Al llegar junto al motor le dio un suave tirón a la piola. El estrépito del encendido lo hizo saltar a un lado. La barca comenzó a girar en círculos. Los hombres salieron gritando. Aniceto intentó dominarlo pero al tratar de moderar la marcha parecía que perdía fuerzas. “¡Corta el ancla!”, gritó Aniceto y la barca, una vez liberada comenzó a correr a toda máquina.

-¿ Y el equipo?- preguntó el Tatú.

-Deja, luego venimos- contestó Aniceto con una amabilidad desconocida.

-Después a Avelino lo vas a aguantar- observó el Hormiga.

Navegaron más de una hora alegremente rumbo a la costa, casi rebotando sobre las olas suaves.

Los hombres algo escrutaban en la amplitud de la mañana diáfana hasta que el Tatú pegó el grito que a todos puso alerta.

-¡Olivera! ¡Allá viene Olivera!

-No, es Figueredo.

-¡Son los dos! ¡Vienen los dos!

-¡Volvemos! – dijo repentinamente Aniceto- A recoger el equipo.

-Dale con fe que nos vieron. Allá vienen, allá vienen los dos.

Junito apenas podía distinguir dos puntos en el horizonte, pero sabía que eran las embarcaciones de Avelino que se acercaban seguras al rescate. Las veleidades del motor de la Doida habían dejado de ser importantes.

Aniceto destapó una botella que pasó de mano en mano hasta llegar a Junito.

El también rió y bebió como los otros.

Después de todo ya era un hombre de mar.

Mireya Soriano Lagarmilla
La rosa de los cuentos

Editorial El Galeón - Montevideo - 2002

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de Soriano Lagarmilla, Mireya

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio