La marcha
Mireya Soriano Lagarmilla

A la puesta del sol se encontraron en el sitio señalado.

Venían exhaustos, con ropas desgarradas, pero sintieron un leve alivio al verse desde lejos después de la larga e infructuosa jornada en la  que cada uno debió luchar por sí mismo en la tremenda soledad del cerro.

-¡Nada!

-¡Nada!

Los dos gritos se repitieron en el anochecer del monte, extraños al coro confuso que crecía desde todas partes, como si el suelo, las piedras, el fango y la maraña de arbustos espinosos que se extendía por leguas, hubieran cobrado miles de voces al verlos por fin rendidos y amenazaran entonces en el zumbido sordo de invisibles insectos y rieran una y otra vez con la carcajada sarcástica de pájaros tardíos.

-Habrá que ir al pueblo a avisar- dijo el tuerto, limpiándose la cara surcada de arañazos todavía sangrantes y al decirlo supo que había cometido el error que no quería,  porque varias horas antes, mientras iba abriéndose paso a duras penas entre los pajonales, se había prometido no ser el primero en proponer el cese de la búsqueda. Pero así sucedió, como podría esperarse, porque después de todo era el mayor y ese mocoso lloroso que llegó a su encuentro debería comprender que la noche se venía encima y  que no tenía sentido continuar buscando, aunque esa mañana hubieran oído el disparo y los gritos lejanos y  tuvieran por momento la certeza de que el Flaco todavía estaba en algún rincón perdido desangrándose. Y esa certeza era como una llama vacilante que surgía y se apagaba tan pronto en el tuerto como en el mocoso y era a la vez esperanza y desesperanza,  porque a cada secreta ilusión de suponerlo vivo seguía la vergüenza de estar abandonándolo, pero la llama iba y venía en cada uno sin que el otro supiera y los dos iban caminando callados, ya llegando al puente bajo el que cientos de ranas croaban como en una letanía de oración, mientras la luna asomaba redonda y amarilla tras los cerros. Después, los pies doloridos encontraron la firmeza de la ruta y aunque la marcha se hizo mucho más fácil, ellos comenzaron a presentir una prueba mayor que esa sola jornada de hambre y de fatiga.

-Podíamos decir que andábamos cazando- dijo el más joven con un temblor de jadeo.

El otro no contestó. Caminaban muy juntos mirando el suelo.

-Ni tienen que preguntar. Vamos y pedimos ayuda. Nada más.

-¿No les decimos lo que pasó? ¿Y de la banda del Cuervo?

-Ni que estuviera loco.

-Patrón... fueron del Cuervo los que vinieron a atacar.

-Pero no decimos. Sólo se pide ayuda.

-Que buscamos todo el día.

-Que puede estar vivo en el monte.

El tuerto se detuvo en seco. Su compañero lo miró anhelante

-Capaz que sea mejor volver. Yo sé que van a venir, si vienen, y van a registrar el cerro. Y si encuentran las cosas en las cuevas no van a seguir buscando. Se dan cuenta de lo que somos y ya no les importa el muerto. A nosotros sí nos van a preguntar, nos van a hacer bailar en la cuerda floja.

Quedaron mirándose con un poco de asombro y como si cada uno esperara del otro la decisión final. Sobre el horizonte rojo se alargaban signos negros y cambiantes y el monte todavía guardaba en su maraña oscura una claridad de cielo atrapada en las charcas.

-No es por las cosas...- agregó el tuerto mirando otra vez al suelo.

-¡No, que se las guarden! ¿Y si esperamos a mañana y seguimos buscando?

-Somos dos y el monte es grande.

-Mire, Patrón como tengo este pie.

-¡Madre querida!

El mocoso se agachó para examinar la herida. El tuerto lo miraba con la gorra calada hasta los ojos como si no quisiera ver las estrellas que aparecían derramándose lentas y sin pausa.

   

El Flaco conocía los nombres de algunas; le servían de guía en las travesías nocturnas, cuando caminaban los tres en fila india llevando cada uno su carga.

-¿ Y qué les decimos, Patrón? No les podemos decir que hubo pelea.

-Alcanza con que vengan, si vienen, y encuentren al Flaco vivo.

 

Debían elegir las noches más oscuras, atravesaban el monte paso a paso, llevando bultos sobre sus cabezas, avanzando cautelosos pero a ciegas por un atajo conocido pero siempre insondable, lleno de nuevos misterios. Cada pisada un crujido tanteando el peligro y después el alivio fugaz de no sentir el chasquido de la víbora y seguir un poco más adelante, ladeando el cuerpo, penetrando la negrura de las zarzas en una penosa marcha bajo el cielo escondido.

No hablaban para no aumentar la fatiga, sólo de vez en cuando un silbidito, una palabra suelta que iba de uno a otro como la cuerda de los alpinistas. Uno de ellos la pronunciaba con el tono distraído de quien habla solo y los otros dos repetían la sílaba final como en un eco, según un código tácito que habían ido inventando noche a noche y dónde no importaba la palabra, porque fuera cual fuera siempre quería expresar el miedo o el cansancio, el mutuo conforto y la señal de ánimo, todo en el nombre simple de algún animalito del campo.- ¡Topito! To...To, ¡Curuja! Ja... Ja.

-¿Cuánto falta para llegar al pueblo?

-Unas dos leguas.

-Si pasa algún camión a lo mejor nos lleva.

 

En las noches de travesía, caminaban hasta el momento anhelado en que adivinaban el tenue resplandor del río como a través de muchos encajes y corrían tambaleando cuesta abajo hasta el bote que los esperaba en silenciosa placidez.

Entonces acomodaban los bultos, se agazapaban sobre la superficie vacilante y húmeda y salían remando despacio a cielo abierto meciéndose suavemente bajo las estrellas.

Sabían que esa paz era engañosa, porque mucho antes de la mitad del cruce añoraban la espesura que aunque hostil, los protegía y preferían la amenaza de las serpientes al acecho posible de patrullas cercanas.

Cruzaban en silencio majestuoso, sigilosos y desamparados, sobre un vasto ondular de aguas oscuras.

El tuerto cayó al borde de la cuneta y quedó ensimismado mirando las piedras. El mocoso se agachó a un costado sin acercársele mucho.

-Patrón, Patrón, dígame qué le pasa.

-Hay que parar un poco- contestó con voz ronca.

Descansaron largo rato sin hablar. 

Un rumor lejano que venía creciendo los hizo mirar a lo alto de la ruta todavía desierta. Por fin vieron aparecer los focos sobre la cuesta.

El poderoso monstruo trepidante se acercaba arrojando luz y viento. Pasó velozmente al lado de ellos en un relumbrar de la caja metálica que se fue achicando hasta perderse como un brillante rectángulo pequeño.

La noche recobró sus voces.

-Parecía una luz allá arriba- dijo el tuerto mirando al cerro.

Quedaron un tiempo con los ojos fijos en el macizo negro, impenetrable.

-¿Sabe, Patrón? Después de ésta se me fueron un poco las ganas de volver a la vida del monte.

-Capaz que no vale la pena.

-No se ve más nada, Patrón. ¿Sería una luz mala?

-O el alma del finado.

-¡Cállese!

-¿Y qué vas a hacer entonces?

-De algo hay que vivir...

 

Muchas veces se lo habían oído decir al Flaco en charlas lentas alrededor del fuego. “ De algo hay que vivir; por algo hay que vivir”, de mano en mano la caña brasilera y las miradas juntas en la lumbre.

-¿Se sigue?- preguntó el tuerto con una mueca que parecía sonrisa.

-Se sigue-  contestó el otro y volvieron a caminar rengueando pero firmes en el rumbo y decididos, intuyendo de algún modo que no era precisamente la vida lo que más importaba, sino ese avanzar con pies y manos lastimados para tratar de socorrer al compañero, acercándose cada vez más a las luces del pueblo dónde esperaban las puertas, los muros, los rostros, las preguntas.

Mireya Soriano Lagarmilla
La rosa de los cuentos

Editorial El Galeón - Montevideo - 2002

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