Cerro Cementerio
Mireya Soriano Lagarmilla

El campo a la hora de la siesta tiene una potencia contenida, una majestad impresionante. Vibra en los yuyos, calienta las piedras, despliega todo su silencio y aridez.

Me gusta contagiarme de esa fuerza. Por eso, abandono despacio la fresca penumbra de los ranchos y salgo a caminar cuando todos duermen.

El cerro parecía cerca desde el borde del camino, sin embargo, tuve que andar un buen trecho antes de llegar a la base de esa especie de cono que constituye el viejo Cementerio Indio. Allí, en cuevas semi derruidas, empezaban a verse restos de lápidas, huesos, tablas y más lejos había que empezar a subir.

Me detuve a sentir el silencio poblado de cortos zumbidos y chasquidos desde el pasto.

Un lejanísimo ruido de motor, mirar a la ruta y nada!

Se pierde, se va, ya no se oye. Me dejo abrasar por el sol.

Camino un poco más circundando las curvas. Veo algunos nombres que me son familiares. Conozco historias. Me siento tontamente a salvo, como si yo fuera inmortal y esa especie de superioridad me hace seguir trepando piedras como si me estuviera pavoneando delante de los muertos.

Pienso que a los del pueblo no les gustaría verme aquí en esta actitud vagabunda y ociosa y que después tejerían historias acerca de mí. Desde ya quiero preparar alguna excusa por si me ven pero es difícil. No tengo aquí ningún pariente enterrado. Pero nadie viene al campo a la hora de la siesta y descanso entonces sobre una piedra con la tranquilidad de saber que no tendré que darle cuentas a los vivos.

Ni un árbol ni aquí ni lejos. El campo se extiende verde y ancho. Me dejo invadir por la pereza pero al rato me levanto. No me gusta estar quieto entre tantos quietos desperdiciando la ventaja de poder andar.

Voy leyendo nombres. Muchos hay que no conozco y entre ellos aparece alguno al que mi paso errante vuelve por unos instantes la vida en el confuso mundo del recuerdo.

Don Diego Anzó, rico comerciante solitario y severo. Nunca me acerqué a pedirle del miedo que me daba, pero igual me unía un poco en la periferia, al enjambre de niños harapientos que lo rodeaba cada vez que con cronométrica puntualidad salía de la casa de canceles verdes. Vestido de oscuro, seco y callado, subía al carruaje que lo esperaba y se iba rumbo a lo que a mí se me antojaban misteriosas solemnidades, porque nunca llevaba expresión de ir de paseo.

Así fue su entierro. Nadie estaba. El reloj de la iglesia tocó la última de las tres campanadas y los caballos se pusieron en marcha haciendo sonar sus cascos sobre el empedrado. Nadie pudo haber preparado esa coincidencia. Salió así porque de él se trataba y su cadáver partía también puntualmente, tan serio y callado como en un día cualquiera de negocios y fue como si Diego Anzó hubiera ensayado cotidianamente ese funeral.

Miro su tumba cubierta de yuyos, con la verja todavía entera, y sin pena ni gloria sigo hacia delante.

El pasto está inquieto de maripositas blancas, brilla el verde cerca de mis pies y voy andando.

Otra losa me despertó la imagen de Doña Dorotea. Bullanguera y sonriente llenaba con su volumen de carnes blandas el estrecho zaguán donde soportes, adornos y macetas con plantas, luchaban por el espacio con varias jaulas de pajaritos.

-¡Por aquí! ¡Por aquí!- repetía ella incansablemente y su vocecita aguda, penetrante, parecida al canto de alguna de esas aves, no cesaba de indicarme el camino que yo sabía de memoria hasta el rincón en el galpón del fondo donde depositaba con alivio mi carga de leña. Pero esa explicación innecesaria formaba parte de su bienvenida amable, como después el mate, las galletas, el fresco del comedor con mantel de hule y paredes exuberantes de coloridos cromos.

Entrelazadas en la cruz de hierro, varias flores de plástico adornan la tumba de Doña Dorotea, descoloridas algunas pero graciosas, llamativas, firmemente sujetas contra el viento, envolventes, sinuosas, obsesivas, como si ella misma las hubiera puesto. Me quedo un rato allí como saboreando todo lo que ella podría decirme en ese momento, tan fácil de predecir como su sonrisa en la cara fresca y sonrosada enmarcada por el trémulo agitar de los pendientes.

-¡Por aquí! ¡Por aquí!- pero yo sigo.

Doy una larga vuelta trepando peñas. Otra vez escucho el lejanísimo zumbido sordo de un motor que se diluye lentamente en el silencio.

Ni una nube sobre el cielo intensamente azul.

Busco alguna referencia y no la encuentro. Vuelvo a pasar dos veces por el mismo lugar. Yo estuve en ese entierro y no hace tanto, pero apenas puse atención en dónde estaba la piedra. Era bien al borde, cerca de una roca alta rodeada de matas, pero a cada paso encuentro una que me parece la misma y todas miran al este como aquella y están al mismo lado del cerro. Es como sentir la carcajada amiga del viejo Pedro festejando que no puedo encontrar su propia tumba.

Se murió sin avisar, dijeron algunos, y eso fue como una broma más de las suyas. Por la tarde su figura en el boliche, el truco, la grapa, las anécdotas, y al día siguiente todos a su entierro, serios, doloridos, asombrados. En el velorio parecía que esperábamos que saltara de pronto a las risas del cajón festejando la broma. Así era él , generoso, compinche y con algo de diablo. Pero no sé por qué quiero encontrar la lápida. Por allí quedó él, gaucho matrero, más que escondido, libre entre las hierbas, sin verja, sin muro, sin nada que lo atrape, hecho mata, cardo, flor de yuyo, viento...

Sigo el camino, nostálgico y con miedo. Quiero atajar el tiempo. Ya le he dado la vuelta a todo el cerro. Llego al sitio inicial y allá a lo lejos, desde ese rancho que es un punto sobre el valle, el débil llanto de un niño rompe el silencio.

Mireya Soriano Lagarmilla
La rosa de los cuentos

Editorial El Galeón - Montevideo - 2002

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