Un cuadro para El Bosco

cuento de Armonía Somers

No hay nada que divierta más a un pintor como estar de incógnito en la exposición de sus cuadros y oír los comentarios de la gente. Y poder hacerlo sin inmutarse, serena y arteramente desde la sombra. Eso lo había dicho cierta vez a un amigo Regis Bonald, cuyas memorias metafísicas se recogieran mediante la conjunción de dos espectros que lo tenían habitado a causa de su nombre: Regis, jesuita francés, Bonald, vizconde, escritor y filósofo monarquista y religioso, que no eran contemporáneos ni siquiera coterráneos de nuestro Regis Bonald. O el misterio de los nombres que nos endilgan y que suelen comprometernos.

Pues bien: en cierta tarde de lluvia, y quizás esto sí se sepa, que muchos entran a los salones sólo para guarecerse, una pareja joven, luego de entregar su paraguas chorreante al guardián de puerta, se detuvo frente al cuadro que más llamaba la atención: un hombre sentado como se halla el de La piedra de la locura, lo que debió ser hecho a sabiendas por el sucesor, y tan obeso como indefenso el pobre individuo de ambos. Pero la diferencia radicaba en que en éste, el de Bonald, no hubiera médico de bonete tipo embudo tratando de extraerle a alguien quizás lo más valioso, aquella piedra en que se creía radicaba la locura, es decir lo más íntimo e intransferible del ser excepcional. Piedra no, pues. Pero sí que por los siete agujeros de entrada de los sentidos y algo más -y cómo ha abusado Dios con tantas puertas para una sola casa- le salía una pequeña rama, es claro que amarilla por algo que se sabrá luego. Y ello convocando a Regis y a Bonald los Viejos por los medios cada vez más idóneos de los espíritus, aunque esto sea otra historia. Y las ramas manteniendo la divina proporción en que se empeñe un buen pintor mientras decida no echarse a perder, o nacer perdido que es algo peor.

Los ojos, por lo tanto, no existían ya, sino las dos ramitas, dado lo cual el hombre o estaba ciego o sólo vería el color amarillo. Ambas narinas bloqueadas por la xantofila de los otoños, pero a perpetuidad, y que lástima, pensaba, no más ese perfume de las flores que se abren a medianoche en punto como mujeres del mal o el buen vivir, según se considere el bien y el mal. Los oídos ya sin música, aunque también sin ruidos provocados en su nombre. Y de la boca un follaje sustitutivo de palabras de amor, pero liberando del alivio del retruque al insulto, toda una forma del buen callar ¿verdad, Sancho?    .

Estuvo, dicen los espectros, por inventar otro orificio, pero en honor a sus antecesores nominales dejó las cosas como habían venido: siete agujeros de auténtico origen, siete ramas de un amarillo encantador. Algún sabelotodo le dijo mientras pintaba que el amarillo era el color de la traición. Y si es así traicionemos, agregó él, ¿qué se gana con tanta lealtad, un destino de perro seguidor?

Es cierto también que Regis Bonald creía vagamente en Algo que no se puede invocar en vano, y del que sólo recibía las órdenes: un toque aquí, un toque más allá, todos en armonía. Aunque maldito sea, gritó una vez arrojando los pinceles al diablo, después nos abandonan tan solos con las demás aberturas, ya que por algo han sido hechas, y qué más remedio que usar lo que está puesto para tal o cual fin.

La extracción de la piedra de la locura
Óleo sobre tabla de madera de roble, 1501 - 1505
Jheronimus van Aken, el Bosco
Museo del Prado

Entonces, desde aquel rincón en sombras de la sala, pensó: voy a contarles la historia del cuadro a estos dos papanatas, entiendan o no, que más da. Y “Señores”, dijo con voz engolada de político o de rematador. Pero nadie lo oyó. Volvió a repetirlo en tono más alto, y otra vez ninguna reacción. Y fue cuando lo supo: quizás él mismo no existiera ya, y sólo el cuadro firmado con su nombre tan bien compuesto habría sobrevivido. Alguien lo tendrá comprado y total para qué, sin entenderlo, sin conocer su larga historia contenida sólo en las mentes de dos grandes archimuertos, Regis y Bonald. Porque del tramo de suelo adonde cayera del tren ni siquiera su sombra, ni su dibujo, ni el último latido del corazón. Hay una organización de levantar cadáveres sin consultarlos, cuando a lo que a él refería a lo mejor le hubiera gustado estarse allí como un hierbajo desconocido, agarrado a sus pedazos y a sus recuerdos, ya que el cuadro había sido la última obra casi póstuma, y el mirarlo su inconfesa razón de sobrevivir.

Y aquí empieza la historia, porque Regis y Bonald al fin nos pusimos de acuerdo y decidimos contar. Y que no se trate de explicar nada.por las vías racionales. Porque él era un hombre que sabía oler narcisos extrayendo el aroma inexistente del mero color. Y en el verano, cuando ya no los hay, husmeaba el rastro de otras flores doradas, por más insignificante que fuese la planta en las clasificaciones del sueco Linneo y de su hijo, paciencia de ambos, válganos Dios.

... Y luego Regis Bonald murió como diremos. Pero se las arreglaría para mirar cierto rayo de sol entrando a través de una fisura de su no ser, que el Hacedor sea loado por esa licencia tan especial. Y vamos a dejar por un momento nuestros hábitos y nuestras togas para decir que él oye también el asedio de mujeres de sexo rubio en el que entrara antes a su placer, porque el sexo oscuro le provocaba pavor hacia la noche sin salida dentro de las pequeñas muertes finales que, para peor, pueden repetirse en cada vez.

... Entonces, y no diremos como fuera en sus detalles del pasado, el amigo de la adolescencia sacó del portafolios un montón de postales y fotografías venidas de todas partes del mundo por obra y gracia de una abuela rica. Iba a quemarlas, le dijo, estos chismes llenan las gavetas que uno necesita para otros fines...De pronto, nuestro muchacho de aquellos tiempos que se detiene en una postal bellísima. Forét de (...) se leía en la parte impresa del envés, donde la escritura temblona de la ancianidad que firmaba Mamama diría cualquier cosa. Su corazón dio un vuelco que nosotros percibimos en el nuestro, que no bombea ya pero siente, mientras las otras postales caían al suelo. Países que hoy ni se llamarán así. Fotografías: la intrépida vieja montada en un camello, y el animal que reía a carcajadas, se lo veía en sus belfos. Pero una postal seguía rutilando en las manos de Regis. Luego los movimientos fueron en el brazo derecho, y al fin en todo el cuerpo. ¿Y ahora qué te ocurre, pescaste el mal de San Vito?, le pregunta el amigo. Y la nada por respuesta. Nuestro homónimo dejó la postal aparte. No tires ésta, te lo ruego, me la quedaré. Su semblante daba la impresión de habitar fuera del minuto presente, tal si estuviera entreviendo algo que no pudiese definir, pero que lo involucraba en un futuro provocativo y sin explicación.

...Y pasaron los años. De otro modo no se puede decir que los años han transcurrido, si lo hubiera seríamos más literarios en esta historia, principalmente en la parte a cargo del escritor Bonald, dijo Regis con cierta perfidia monjil. Uno de los muchachos desapareció en el anonimato de las profesiones. Regis Bonald prefirió los pinceles, y hasta ganó dinero, ese dinero ambiguo de los que compran cuadros como inversión, y ya veis que estamos agarrando el léxico de estos tiempos. Olvidó, es claro, el nombre de la Forét, y un día la postal se extravió. ¿Se extravió.7 Un mal tipo llamado Freud con el cual, quiérase o no, hoy compartimos el diccionario, y que habla de otro agujero denominado subconsciente, dijo que no habría tal cosa, que la postal de la Forét quedó dentro de Regis como en un tarjetero enterrado por un sismo o un alud. Y nosotros sabemos que en medio de la selva de un verde profundo existía un árbol adelantado al otoño reverberando en insólita amarillez. Dios, qué talento el tuyo, encenderías quizás esa lámpara para buscar algún alma que se te cayera del redil.

... Y el caso es que nuestro Regis, con buen dinero en la mochila, su pantalón manchado de todos los tonos del amarillo, y un blusón de los que dicen usaba un poeta ruso llamado Maiakovski, pero sin la cuchara de madera en el bolsillo superior para, según él, espantar a los burgueses, decidió salir del cascarón en que había vivido y hacer inundo. El cuadro, que ya estaba pintado, quedó en manos ajenas. Porque el libro se escribe para que lo lean, dijo Regis un día, y el cuadro se pinta para que lo miren y hasta lo compren. Y con estas verdades de Perogrullo en la cabeza donde quedaban aún pelos rubios y entrecanos, tomó los medios de locomoción de su época, la vuestra, esta época insulsa y no la nuestra, vamos a aclararlo, y salió en busca no sabía de qué, quizás lo experimental, una fuerte y secreta pasión. Algo que eluda las reglas, pues por qué han sido hechas sino para transgredir era su más corriente aforismo de tipo sin código moral.

... Y conste, dijo Regis el Viejo, que yo fui un pobre fraile jesuíta llevado a la santidad. Y conste, dijo Bonald el Viejo, que yo sólo un filósofo cristiano y un escritor. De modo que perdón por las incongruencias, las apneas de todo lo mal que relatamos. Hay gentes con la pluma o la voz que sólo son un gran estilo, pero las polillas se alimentan también con eso, de modo que cuidado, por precaución, con el estilo.

... Y hete aquí que nuestro Regis Bonald, ya de mediana edad, tirando a madura pero aún competente, subió a un tren en un lugar muy transitado por la literatura de folletos para viajeros, precisamente en el país donde nosotros nacimos, y éste sí que no cambia de nombre. No puso atención en el destino, cualquiera dijo al expendedor de billetes. Esa era también su gracia, salir al azar en pos de imprevistos maravillosos. El Siam? de las postales no se llamaría más Siam, la anciana montada en el camello de Arabia se habría convertido en un nombre de lápida, sus millones, en manos de los nietos, en baba del diablo. Pero Regis Bonald estaba vivo y con su sangre aún caliente. Frente a él se había sentado un viejo de buen vestir que escribía en una libreta muy bien encuadernada, esas de toma, abuelo, para tus memorias, y así se deshacen del hombre y sus relatos repetitivos. Quizás garrapateará, pensó Regis: “Se ha ubicado frente a mí un mal encarado sujeto, pero puede decirse que todavía sirva. Yo ya no, qué pena. Ni rubias, ni morenas, aunque me les restregue de costado como antes, mi forma de prologar el amor, pues con el solo recuerdo de lo que fuimos ninguna mujer se gozará”. Y un tren, qué cosa mágica, pensaba de su lado el irreductible artista, y créase o no que queden todavía en este mundo esquilmado restos fósiles así, tan sugestivos. Quilómetros y quilómetros de árboles, casas, postes en sentido contrario, silbos, campanas, insólitos saltos a los puentes. Pero no dormiré ni con todo ese propicio arrullo. El anciano estará probando mi resistencia para anotar en su diario que el tipo se ha aletargado y ronca como cualquiera. En fin, yo siempre pienso mal de los demás, así lo bueno que tengan me parecerá mejor.

... Entonces, muchachos mojados que ahora han empezado a besarse, porque en realidad de pintura no entienden nada, percibimos meditar a Regis Bonald que estaba acurrucado por allí en su invisibilidad. Y el pensamiento era un tren pasando frente a un bosque que parecía no iba a terminar. Arboles y más árboles para su entera felicidad, y que el empecinado memorialista de enfrente ni miraba, atrapado por sus zonceras seniles. ¿Y qué será esto, pensó Regis, la versión adelantada de mi propio e inmenso cuadro celestial? Porque yo no imaginaría un más allá sin árboles, sería una estafa sin parangón (Y cuidado, Regis Bonald, estáis para nosotros involucrando en terrenidades los misterios inefables de la Santísima Trinidad). El ruido, o música del tren seguía siendo, entretanto, para una duermevela, pero él estaba más que despierto. Despierto hasta donde los huesos vibran como cuerdas de un arpa -sí, aunque muy socorrida imagen Vizconde Bonald- despierto hasta la enajenación de la vigilia -ahora mejor- y que nadie viniera a quitarle su piedra, despierto hasta rabiar. Cuando de pronto ve la muestra, grande, de contrastante blancura sobre el fondo negro: FORET DE FONTAINEBLEAU. Rayos y centellas, pensó, era la de la postal de antaño, tenías al fin razón taimado zorro Sigmund. Y allí, sin que nadie quiera creerlo, recordó el árbol lumínimo de la postal perdida que le había inspirado, desde el fondo del gran olvido, el famoso cuadro. Y anota, viejo prostático, masculló en el breve minuto volatinero sin alambre ni cordel, anota que el del blusón amarillo abrió la ventana y saltó en cierto lugar. Y también lo que no sospecharás nunca, que se hizo añicos en su propio holocausto subliminal. Hasta que ya no supo más de sí. Habrían tirado del cordón de alarma, luego los pedazos que se recogen en mejor oportunidad, un tren no puede detenerse, apenas si para enviar por aire la noticia sensacionalista del Extra del atardecer. Pero Regis Bonald no era un suicida más como se dijo, sino alguien que había redondeado su vida con su muerte. La muerte que uno mismo se busca en la botella de la alegría no la que viene de mal talante a decidir (perdónanos, Señor) la muerte propia de cada cual.

...Y ese día de lluvia volvió por el cuadro. En realidad era suyo según autoría impresa por su mano. Lo descolgó sin sobresaltos y marchó museo afuera. Y aquellos ignorantes creyendo, al no ver ya el cuadro, que habían descubierto algo vulgar, y convencidos de que con gritar i atajen, atajen, al ladrón, al ladrón! iban a recuperarlo. Y hasta ¡balas! mortales arrojaron. Pero el cuerpo de Regis Bonald, pensaban que por la densa lluvia, no se veía, ni menos aún el cuadro, hecho una unidad inseparable con su ser inmaterial.

... Esa tarde misma, la prensa que por algo que nunca supimos se llama amarillista, distintivo que nos entona muy bien con esta sinfonía del color, dio la noticia en grandes titulares, el mejor cuadro del salón había desaparecido. Lo llamaban Un Bonald, y la sinécdoque los hacía aparecer, aun en su ignorancia supina, casi doctos. La verdadera gracia, esa en la que Dios pone la mano, estaba en los niños pregoneros del suceso. Tenían aún la voz inmadura, y su Un Bonald los convertía en ángeles mensajeros analfabetos.

El fin

... Regis Bonald, nuestro a veces blasfemo pero indultado Regis, había vuelto ya, sin embargo, el cuadro a su lugar. La puerta estaba cerrada y con guardias. Pero más extraño que esto fue la leyenda que quedó allí. Un día de su vida real él había visto una pared recién enjabelgada en que se leía:

Tengo que escribir algo aquí, según me lo han ordenado, pero no sé qué poner. Regis sí lo supo, porque no obedecía a consignas, sino a razones profundas, y lo hizo, desde luego que con pincel mojado en azafrán: “Pero a mí no me quitarán lo mejor que tengo, mis siete ramas de la locura. Desde mi muerte, con solo tocarme, puedo matar. El que está y no está, Regis Bonald”.

... Nosotros sabemos que esto que hemos contado es un hueso duro de roer por la lógica, y también por nuestra religiosa dignidad. Pero más difícil fue la operación metafísica: descerrajarnos desde siglos de olvido a buscar nuestros nombres diferentes encarnados en uno, y volvernos ahora a la solemne eternidad. También nos llegaron ecos del poeta ruso y sus versos heréticos: “como si una mujer esperara un hijo y el Dios le tirara un idiota tuerto”. El suicidio consciente fue su trágico final. Pero el jubón amarillo-rabia se sigue dirigiendo sin quemarse, como un cometa, hacia el sol. El Dios, tal él lo llamaba en forma peyorativa, sabrá hasta el cuándo y el porqué, Señor.

¡SALVE REGINA!

Por esta historia profana, quizás dirán que un documento apócrifo, PERDON...

Regis y Bonald los Viejos.

Histórica: Regis, San Francisco, 1597, 1640. Luis de Bonald, Vizconde, 1754,1840. Conjunción de nombres: una madrina, bibliotecaria de parroquia y lectora de biografías perdidas.

 

Armonía Somers
del libro "El hacedor de girasoles", de Armonía Somers

Edit. Librería Linardi y Risso 

Imprenta Copygraf

Montevideo, Agosto de 1994.

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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