El perro

Armonía Somers

Y ya no más que temer. Al fin, las propiedades que se pierden solas son las mejores, porque al menos expresaron su deslealtad natural, no anduvieron con rodeos. Así lo estaba razonando todo junto al cerco de la casilla, cuando, no por la sensibilidad plantar de la mujer, sino por las orejas del perro, supo que venía el tren. Como siempre el animal empezó a ensayar un avance con las patas de atrás, limándolas contra las piedras, a bien de estar en buenas condiciones para correr junto al convoy algunos metros ladrando a todo volumen. Las cosas habían principiado, pues, como siempre. De pronto, y tal el que asiste a las situaciones fulminantes de los sueños, pareció meterse por los ojos del hombre aquella imagen, el cocinero del tren arrojando ciertos comestibles por la ventanilla. El perro, con el hambre pudorosa que era el orden del día en la casa, dio sin embargo un vuelco moral en el orgullo y agarró por los aires lo que se le venía. Pero el tipo, al cual se habrían echado a perder por alguna razón las provisiones, empezó a tirar más y más cosas por la borda, y así el animal largó lo que portaba en la boca para ir por las siguientes, sin comerse ninguna y sin abandonar tampoco las otras. A todo lo que alcanzaron sus ojos, el tren seguía descargando su vientre descompuesto y el maldito perro agarra y deja las presas. Luego, ya no se vio más nada.

Aguardó toda la tarde. No, un perro es el último ser viviente que puede esperarse que nos traicione por el vislumbre de una nueva abundancia. Sin embargo fue así, aunque no estuviera escrito. Es que en materia de infidelidad puede sucedernos todo, dijo en la tarde vacía de resonancias, hasta que el perro abandone también el lugar donde ni la mujer ni el gallo se animaron a seguir tirando.

Era un final de jornada con anuncios visibles de tormenta. Y fue agarrándose a aquella pequeñez de orden meteorológico que logró el primer escape de la primera noche sin mujer, en base a los pensamientos de escasa importancia que revoloteaban en su aire. Cuando caían ya las primeras gotas, y se vio por el color del cielo que aquello iba a ser cosa de agua y viento, ató el caballo a la cerca lo más fuerte que pudo y penetró en la casilla, dispuesto a saborear a plena conciencia su refinada soledad de hombre que ya no tendrá a nadie para quien sacrificar las propias decisiones, aun la de abandonarlo todo para los que se arrojan sobre bienes mostrencos.
-Maldita esclavitud -dijo encendiendo la lámpara- malditos trastos acumulados. Uno pasa la mitad de la vida junta que junta. Y luego, un día que quiere montar aunque sea en pelo y largarse no puede. A veces sólo porque le dará cierto asco pensar que en el colchón donde se ha dormido vaya a instalarse un pueblo de lagartijas.

Armonía Somers
Historia en cinco tiempos

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