El desvío

Armonía Somers

Se trata de una historia vulgar. Pero yo la narro a toda esta gente que está tirada conmigo sobre la hierba donde se produjo el desvío y nos dejaron abandonados. En realidad, no parecen oír ni desear nada. Yo insisto, sin embargo, porque no puedo concebir que alguien no se levante y grite lo que yo al caer. A pesar de lo que me preguntaron en lugar de responderme. Algo tan brutalmente definitivo como este aterrizaje sin tiempo.

Lo conocí una mañana cualquiera en una estación de ferrocarriles, mientras la muchedumbre se agolpaba como siempre para confirmar su ego. Recuerdo que había un niño de pocos años en el andén, con un montón de globos sostenidos por hilos. Algunos que le habían visto llorar por la falta de viento, soplaban al paso desde abajo a fin de fabricárselo. El que viajó luego en mi cabina y yo nos habíamos sumado a aquel asunto, cuando al levantar ambos la cabeza nos vimos entre los globos y la risa del chico.

Yo no sé si a causa de las circunstancias, mirarse a través de tantos colores elevados a fuerza de ilusión, que me pareció tan hermoso, y que quizás él tuviera respecto a mi una sensación más o menos pareja. Lo cierto fue que hasta hace unos segundos no cesamos de mirarnos, y eso es mucho.

El desconocido tomó mi maleta del suelo, se puso al hombro un morral en el que se notaban las formas turgentes de las frutas y me colocó en el asiento, tratando de colmar todos los deseos que uno expresa pataleando a cierta edad y luego defiende con mejor educación al llegar a grande: la ventanilla y el lugar que avanza en el sentido de la máquina.

Había, recuerdo, otra plaza frente a la nuestra, y la ocuparon dos individuos con grandes canastos, tapando con sus cabezotas de palurdos el espejo en que hubiéramos podido mirarnos. Aunque, para decir la verdad, poco tardamos en descubrir las ventajas del método directo.

De pronto, mi compañero, tan joven como yo pero mucho más iniciado en ciertas técnicas, tomó mi mano y la retuvo entre las suyas. Su contacto cálido y seco me había sumido de golpe en un vértigo comparativo en el que iban desfilando todas las blandas, húmedas, o demasiado asépticas que uno debe soportar con asco o sin ganas, cuando él aprovechó aquella especie de otorgamiento para levantar mis dedos hasta sus labios y besarlos uno por uno, en forma prolija y entregada, sin tomar en cuenta en lo más mínimo a los testigos miopes de enfrente.

A todo esto, el tren había empezado a andar con su famoso chuku-chuku que hace las delicias de todo el mundo. Yo estiré las piernas hasta los cestos de los vecinos, y entorné los ojos en medio de la felicidad máxima. Entonces el hombre joven me preguntó en un tono tierno y cómplice:

—De modo que te gusta a ti también ese ruidito ¿no es cierto?

—Que sí me gusta —dije yo al borde del éxtasis— sería capaz de cualquier locura cuando empieza a escucharse.

—¿Hasta de quererme?

Qué pregunta, pensé sin responder. Si le había dejado progresar en tal forma, desde la búsqueda de mi cara por detrás de los globos hasta aquellos besos disparados tan directamente hacia la sangre, era que algún mecanismo frenador se me había descontrolado repentinamente, y entonces sobraban las explicaciones.

El tren iba cobrando velocidad, entrando en el lugar común de los silbidos. Se nos entreveraban ya las cosas a través del vidrio (pájaro con árbol, casa con jardín y gente, cielo con humo y nada). Tuve por breves instantes la impresión de un rapto fuera de lo natural, casi de desprendimiento. Él pareció sorprender mis ideas al trasluz y como quien saca un caramelo del bolsillo me ofreció una sonrisa también especial, de la marca que usaba para todo. Yo traté de retribuírsela.

—Me gustan mucho tus dientes —me dijo— son del tipo que yo andaba buscando, esos que brillan cuando chocan con la luz y parecen romperla... Qué difícil es todo, y al mismo tiempo qué sencillo cuando sucede...

Y comenzó a besarme con una impetuosidad como de despedida, pero de esa que suele ponerse, asimismo, cuando uno se convence de que todo el ejercido anterior del besar ha sido pura chatarra, o un simple desperdicio de calorías.

—¿Qué lleva en ese bolso? —pregunté al fin del aliento que me quedaba, por desviar aquella intimidad demasiado vertiginosa.

—Alguna ropa y los implementos de afeitar —dijo— Bueno —añadió después con cierta malicia— y manzanas. ¿Comerías?

—¡Manzanas! —exclamé, entrando en su sistema— mi segundo capricho después del ruido del tren. Sólo que en este caso me gustaría compartir una a mordisco limpio. Más que nada por demostrar que son naturales —agregué exhibiendo mis dos hileras de dientes.

Luego del episodio un tanto brumoso de aquella primera comida, de la que nunca recordaré si habrá sido almuerzo o cena, vi con cierta decepción que él empezaba a mirar su reloj pulsera.

—Rayos —dijo de pronto— siete días ya, qué infalible matemática en todo esto.

—¿Cómo, qué es eso de siete días, si acabamos de subir a este desbocado tren expreso?

Fue en ese momento cuando debí empezar a salir de mi penumbra mental, a causa de sus palabras.

—Mira —aclaró— los tipos del canasto cambiaron de vagón el primer día. Ellos y muchos más, parece que a causa de divergencias con nosotros. Y vino en varias oportunidades, el hombre de los billetes, que yo iba renovando cada mañana.

—¿Aquel individuo sin cara, vestido de gris, que creo haber visto no sé si sobre el piso o prendido del techo a lo mosca?

Mi compañero inauguró algo que no le conocía, una carcajada que hizo girar todos los cuellos hacia nosotros.

—Si —contestó al fin— alguien que casi no acusaría más relieve que el de los botones de su chaqueta. Pero que miró nuestras manos con tan feroz insistencia de campesino casamentero, que tuve que ponerte ese anillo mientras dormías.

—Voy a echarme esta vez bastante agua sobre la cabeza— dije al cabo de su última palabra— porque eso de dormir yo así como así ya no cuela. Parecería un relato con el personaje equivocado —añadí incorporándome.

—Digamos que primero fue lo de la manzana entre dos, y que luego te dormiste a mi lado —explicó él como quitándole importancia a los hechos—. Es lo que sucede normalmente cuando ya ha transcurrido cierto tiempo. Y que luego deberá repetirse hasta tocar fondo —agregó aún, mirando hacia su misteriosa provisión de manzanas.

Todo aquello me estaba pareciendo algo demasiado fuera de lo habitual, como un desafío por el enigma. Pero andaban mezclados al delirio elementos objetivos de tal validez que eran capaces de obligar a creer en el conjunto, contra cualquier protesta.

Nos hallábamos, entretanto, asimilando de lleno el ritmo del tren. Y hasta la medida de la velocidad, que en un principio se nos mostraba por las cosas externas huyendo a contramano, se había hecho moneda corriente. Yo iba individualizando ya los días de las noches, los pasajeros molestos del otro asiento y los que eran capaces de cerrar los ojos aun sin sueño.

Un día mi hombre sacó un pantalón de invierno de su bolso. Aquello fue como el fin de mi dulce tránsito en la idiotez, una especie de golpe de gracia que no provenía de toparse con el nuevo viento frío colado por las rendijas.

—¿Lo has visto? —me dijo en tono de reproche tratando de estirar la prenda— estaba bien doblado por mi madre y tú has hecho este lío.

Yo lo miré con cierto aire bobalicón que se quedó colgado en el espejo de enfrente.

—Es que nunca doblé los pantalones de nadie —gemí— pero eso debería ser cualquier cosa menos un motivo para el agravio.

Ya iba a poner en juego el recurso casi olvidado de llorar cuando él, atajándome las lágrimas con la mano, trató de arreglar la cosa.

—Observa —me explicó— un desgraciado pantalón se maneja así, tomándolo por los bajos y haciendo coincidir las rayas de las piernas. Luego ya podrá doblarse en dos, o en cuantas partes se quiera.

Cielos, qué descubrimiento. Pero yo seguía con la humedad en la nariz, esa pequeña gota que viene de la ofensa, por detrás de la línea de loa resfríos comunes. El incidente se evaporó saliendo a caminar de la mano por los pasillos, a cenar fuera del camarote mirando la noche estrellada que corría a la inversa del tiempo. (Confieso ahora aquella sensación de ir en sentido contrario de algo que se nos llevaba pedazos entre los dientes, pero cuyo dolor no era lo que debía ser de acuerdo con la importancia del despojo).

—¡Preferirías fumar aquí o comer de nuestras manzanas en el compartimiento? —me dijo él de pronto con una voz madura que se le iba asordinando en forma progresiva.

Los dejamos a todos boquiabiertos, agarrados al nombre real de las cosas con la cohesión de un banco de ostras. Comer manzanas era para nosotros la significación total del amor, y nos capitalizábamos en su desgaste como si hubiésemos descubierto las trojes del verano.

Hasta que un día ocurrió, sencillamente como voy a contarlo y tal le habrá sucedido a tantos. Nadie anota el momento, es claro. Luego todo cae de golpe, y los escombros se enseñorean del último rastro.

—Es que voy a decírtelo de una vez por todas —declaró él cierta noche al regreso de una comentada exhibición de cine— a mí sólo me entusiasman las documentales, esas que en las gentes y las cosas de verdad envían un mensaje directo. Y las novelas de aventuras, porque en tal caso soy yo quien lo vive todo.

Bostezó, tiró los zapatos lejos, apagó la luz y quedó aletargado.

Pero la verdad es que uno no va a asistir despierto al sueño de nadie, por más a oscuras que lo dejen. Era, pues, la de aprovechar la lumbre que resta encendida dentro para empezar a revisar las pequeñas diferencias, hacer el inventario con tiempo por si apuraban el balance. Los hombres sucios del asiento de enfrente, recordé, que él elige para conversar porque, según sus paradojas, conservan las manos limpias. Aquello que opinó sobre mi asco a las moscas o a los estornudos de la gente en las panaderías: siempre pequeñas cosas entrando en el juego inicial como saltamontes por la ventana abierta. Pero que al fin desembocaban en planteamientos por colisión, en guerra de principios. Fidelidad eterna de las moscas contra mi repugnancia. Humanidad que se comunica al pan, versus las cargas microbianas del estornudo. Y todos los etcéteras que puede conjugar un etcétera solitario no bien se le deje suelto. "Has dicho se acabó la guerra como si pasaras en limpio una carta de adiós escrita por otro con las entrañas", me reprochó cierta vez en tal temperatura emocional que me valdría para no volver a repetir jamás aquellas cuatro palabras. Sí, pero lo de dormitar sobre mi hombro con un leve ronquido y cierto hilillo de baba desentendida, mientras una película con varios premios había congregado al pasaje, eso era algo más que definitivo.

Cuando el tipo sin rostro vino al día siguiente por la renovación del billete, yo le hablé sin mirarle:

—Espere a que éste despierte. Después veremos quién sigue en el tren o quién se baja. No será cuestión de continuar aquí toda la vida.

Al pronunciar aquella última palabra sentí algo sospechoso en el plexo solar, pero la seguí repitiendo sordamente —vida, vida— en cierto plan de sospechas sobre la especie de trampa en que pudiera haber caído. Y eso ya sin control, pues el estrafalario reloj me había embrollado las cuentas con el tiempo.

Comenzó así otro día sin marca conocida, con afeitada matinal y cepillo de dientes. Entonces yo quise anunciar mi decisión quitándome el anillo en forma, provocativa. Pero no me salía del dedo. Él dejó de rasurarse y empezó a reír como el niño de los globos cuando los viera subir de nuevo en la lejana estación inicial donde nos habíamos conocido.

—Es que has engordado —dijo al fin— eso que no le pasa a mis moscas, por ejemplo, que viven en el aire prestado y andan siempre en un eterno alerta, hasta para sus festines más inocentes.

—Y que hay también filos verbales mejores que el de esa navaja —mascullé apretando las mandíbulas—. Pero llega el momento en que uno puede estallar, querer largarse a pensar de por sí, a discutir con su cerebro propio. Si, ese cerebro que alguna vez habrá funcionado.

—Dramas —comentó él retornando a su menester— nadie vería tanto pecado en que hasta las más caras neurosis gusten también del exquisito café con crema...

—A ver —continué aún, cuerpeando las estocadas— a ver ese reloj infernal. ¿Cuánto tiempo hará que viajamos en este maldito tren, que debe ir por lo menos a Marte, a la Luna, según tus novelas de cabecera?

Él limpió la navaja, la guardó con una paciencia sin limites. Luego consultó el reloj, me miró en los ojos hasta calarme y volvió con la antigua fórmula:

—Siete años ya. El tiempo justo para lo que esta ocurriendo. Qué infalible y medida precisión. Dios y sus encantadores acertijos ...

Me irritó esta vez su petulancia respecto a los plazos. Tenía ganas de deshacerlo con algo contundente, un juicio ilevantable que nos dejase mano a mano como en un empate a golpes bajos.

—Y bien -le espeté sordamente— no creas que no lo he visto, que me es ajeno. Nuestras manzanas, aquellas que parecían ser sólo para nosotros dos cuando lamías el jugo de mis comisuras, yo te he sorprendido dándolas a mis espaldas tras algunas puertas mal cerradas del convoy. Y hasta te he escuchado comentar después en sueños la escapatoria, decir nombres que no eran el mío. Y muchas cosa; más que no quiero traer a cuento para que el mundo no comience a husmear en nuestras miserias. De modo que yo arreglo mi maleta y me voy a otro vagón. Eso es lo limpio, creo, ese es el juego honesto, hayan pasado o no los famosos años clave.

Él me dejó hacer- ¿Oyen o no?, eh, ustedes, los desparramados por la hierba. Pero ocurrió que al llegar la noche el ruido del ferrocarril, principalmente ese de la suprema soledad con que salta los puentes, me impidió dormir. Además, empecé a sentir sed y no encontraba el vaso de agua, a tener trío y no hallar ni las mantas ni la llave de la luz. Porque todo había cambiado de disposición a mi alrededor, como en la primera noche en tierra extraña de un inmigrante. Cuando lo sentí golpear suavemente en la puerta me incorporé dando gracias al cielo, que pasaba como un cepillo negro tras el vidrio. Y que después dejó de existir. Aunque quizás lo habrá seguido haciendo para otros que tendrían solo eso, un pobre y vago cielo para la tan grande soledad.

—¿Has visto? —me dijo finalmente, ayudando a reemprender la mudanza—. Así uno despilfarre un poco tras una puerta a medio cerrar, las cosas se hallan tan bien dispuestas como para que las frutas del morral alcancen para todo.

Yo aprendí desde entonces, a burlarme de mi misma. Además, durante aquellos tiempos de frenesí, inventamos el juego de tirar objetos por la ventana. Habíamos espiado a la gente sobrecargada de cosas. Tenían que dormir arrollando las piernas. Y otros hasta dejaron de abrazarse por falta de sitio. Esa nueva concepción del espacio terminó por reacomodar el caos. Y yo supongo ahora que un día memorable él olvidó también de dar cuerda al relojito a causa de mis aprensiones. "Si vive, su tiempo está en nosotros", me dijo cierta vez en que insinuó la idea, calcular cuántos años de hombre tendría ya el chiquillo a través de cuyos globos nos habíamos conocido. Luego del frío que me recorrió la espalda a causa de sus palabras, nunca más se buscaron señales metafísicas al pasar por esquinas peligrosas.

Hasta que llegó esta noche. Qué extraño, jamás había dado en pensarlo, la gran familia de desconocidos entre si que se descerrajan en el misino minuto, sea cualquiera el origen del acontecimiento. Yo tenía los pies helados. Me pareció, además, que el tren había empezado a marchar a menor velocidad. Aunque nada de eso pude expresar con una lengua medio rígida. Él me puso una manta sobre las piernas, me tomó la mano, me besó dedo por dedo como la primera vez y quedó dormido.

Entonces fue cuando sucedió. El hombre sin cara se plantó en el asiento contrario, en medio de ¡a oscuridad absoluta a que nos obligaban a esa hora. Percibí, sin embargo, que le iban surgiendo al fin los rasgos desconocidos, o que yo nunca había tenido tiempo de descubrirle- Algunos fogonazos de la máquina me permitían verlo en forma intermitente, como a una casa de campo bajo los relámpagos.

—Usted —le dije al fin dando diente contra diente— tanto tiempo alcanzándonos cosas. Gracias por todo. ¿Pero qué quiere?

El individuo me miró con una lástima y una crueldad tan entreveradas que hubiera sido imposible deshacer la mezcla. Parecía tener algo inmenso que comunicarme. Pero sin oportunidad ya, al igual de alguien que recuerda el nombre olvidado de una calle justamente cuando ve, al pasar, que han demolido la casa que venía buscando.

Mantuve todo lo posible ese pensamiento en el cerebro, tratando de que su embarazo poemático y triste me separara del hombre. (El que vivía en la casa habrá llamado alguna vez al otro vaya a saberse con qué secreta urgencia. Su amigo no acudió por tener olvidados la calle, el número). El hombre, entretanto, no había soltado palabra, tironeando quizás de los detalles de un quehacer que parecía inminente. (Entonces —pensé aún— un día, de súbito, lo recuerda todo, número, nombre. Pero sólo cuando pasa por allí y ve que han quitado la casa). — Bueno —dijo al fin, tal si hubiera asistido al desenlace de la anécdota— nos acercamos al desvío. Y creo que es a usted, no a él aún a quien debo empujar por esa puerta. Trate de no despertarlo, seria un gesto estúpido, una escena vulgar indigna de su parte.

—Pero es que yo no puedo cancelar esto sin aviso, y así, en la noche. Usted ha visto bien lo nuestro, lo conoció desde un principio...

No me dejó ni agonizar. Percibí claramente el ruido de cerrojo de la aguja al hacerse el desvío, trasmitido de los rieles a mi corazón como un latido distinto. Y luego mi caída violenta sobre la maleza, al empuje del hombre sin cara.

—¡Eh, dónde está la estación, dónde venden los pasajes de regreso! ¡El número, si, aquí está en mi memoria, el número de aquella casa demolida!

Entonces fue cuando lo oí, a la grupa del convoy que se alejaba sin mí y sin estos otros:

¿Que estación, qué regreso, qué casa...?

 

Armonía Somers

De La calle del viento norte
Todos los cuentos 1953 - 1967
Colección Narradores de Arca - Mayo 1967

 

Armonía Somers en Letras Uruguay

 

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