María Eugenia Vaz Ferreira

Memoria

Susana Soca

 

Objetivamente no debería hablar de su poesía sino separándola de su persona, dado que los elementos subjetivos forman alrededor del tema de María Eugenia un clima para mí inevitable. Pensando hoy insistentemente en ella, he comprendido que nunca había cesado de pensar. Numerosas veces escribí acerca de esa figura que venía persiguiéndome desde el principio y muchas otras veces ella aparecía de manera imprevista entrando en casas que yo quería describir o hablando con personas imprescindibles en mis relatos autobiográficos.

Para liberarme del escrúpulo objetivo le daba otros nombres o ninguno, pero ella aparecía concretamente y he comprendido que hoy sería igualmente vano evitar la subjetividad.

Una vez me regaló un libro de A. de Yigny y al dármelo escribió unas líneas y firmó "M. E. Vaz”; yo abrevio, díjome, pero aprende mi nombre, como un largo verso. Y recitó una sucesión de nombres de los cuales recuerdo los de María Eugenia Sofía Yaz Ferreira Ribeiro Freire de An-drade y Navia Cienfuegos. Ella me dijo preferir el último por algo relacionado con cien puntas de fuego. Y en mis memorias la he llamado por el nombre un tanto claudeliano de doña Cienfuegos.

No sé cuándo oí hablar de ella por primera vez. Fué para mí como esas ciudades desconocidas y familiares en las que sabemos haber estado en nuestra infancia alguna vez pero no sabemos de qué manera ni cuándo.

Pero recuerdo firmemente el día en que pensé en ella por vez primera. Recuerdo una tarde, en un teatro, durante el largo entreacto de una larga representación. Y en un momento en que todo parecía ser opaco e interminable, se abrió la puerta de un antepalco y en el claroscuro, apareció diciendo algo gracioso y singular, interrumpido, o mejor dicho, seguido por una risa frecuente, baja e inimitable.

Sé que experimenté entonces una sensación imprevista: la de una ardiente curiosidad surgiendo del centro mismo de la monotonía. Y una especie de asombrada gratitud ante el objeto de mi curiosidad. Era la sensación de una presencia particular y agradable rompiendo el círculo indefinido de la general ausencia. Y ahora sé que esa presencia era la del mundo poético y aquélla que involuntariamente habitaba, pensaba y se movía dentro de ese mundo, hacía participar de él a sus interlocutores fortuitos. Ellos sin procurar entenderla la seguían bajo la influencia de un poder de comunicación con todos los elementos mágicos del juego.

Algo centelleante y vivo surgía de ese personaje que precoz y deliberadamente se había visto a sí mismo como crepuscular. Aquel día, puedo decir que la encontré; me fascinó la destreza con que se caricaturizaba a sí misma continuamente diciendo de modo risueño cosas bastante lúgubres. Hablaba alegremente de la melancolía; su ingenio aparecía protegido de la angustia por una especie de frivolidad genial. Entre la imagen de sí misma que daban sus palabras y la imagen vista por nuestros ojos había una relación parecida a la que existe entre las telas de ciertos pintores actuales y sus modelos; es decir relación pero no semejanza directa.

Y ninguna de sus frases lograban menoscabar la secretamente evidente majestad de su persona.

De aquel primer contacto consciente con ella, guardo una imagen única en la que lo espiritual y lo físico son inseparables y ahora creo que la grande humorista quiso satirizar de diversas maneras la propia figura. Pero era imposible no pasar a través del espejo de lo absurdo que con una sonrisa ella extendía, y seguirla por un camino desconocido.

Desde el día del teatro, cada vez que oía pronunciar su nombre, silenciosamente escuchaba. Vagamente sé que brillaba en un círculo interminable de conversaciones pero los que hablaban de ella, no hablaban de su poesía. Dos años más tarde, alguien dijo: en este diario hay un verso de María Eugenia: y yo que no leía diarios, unos minutos después, tímidamente lo tenía para buscar un verso que debía ser Barcarola. Ese día tuve una doble revelación. La primera fué que la persona que había escrito esas líneas podía ser un gran poeta; la segunda fué de orden personal. Consistió en saber que para mí la poesía era cosa indispensable porque supe que todo aquello que yo sentía, balbuceaba, debía expresar de cierta manera, estaba dentro del dominio de la poesía aunque concretamente no le hubiere dado ese nombre.

Algo más tarde recuerdo una habitación con un piano. Era en un crepúsculo ya próximo a la noche, con una lentitud propia del verano porque recuerdo que las hojas golpeaban contra los cristales queriendo prolongarse hacia adentro. Ella tocaba en la semioscuridad. Sus manos formaban parte del paisaje de las hojas que en un juego de sombras y de reflejos, se agitaban sobre el teclado con un temblor parecido al que tienen sobre el agua. Sus manos parecían demasiado pequeñas para el - largo camino de la música que ellas recorrían. Sensibles, perfectas, eran junto con su voz y sus ojos las tres gracias naturales que la propia voluntad de destrucción no había logrado aniquilar. Ella salía del piano como de una parte de sí misma en la que hubiera debido sumergirse, y sin terminar la pieza, decía un poema a la noche, y era imposible no ver que un imperioso mensaje, apenas transformado, continuaba. Su voz era más bien baja, y de tonos uniformes; decía los poemas con algo de melopea que lógicamente debió dar una impresión de monotonía a pesar de la calidez de su acento. E inexplicablemente sucedía lo opuesto; tenía el patetismo interior que no puede ser descrito, imitado ni olvidado. Decía su verso con todos los acentos correspondientes al secreto trance que cada una de sus partes le representaba, con las diversidades más sutilmente individuales. Era la identificación renovada con la cosa poética vivida y ésta estaba presente, apenas oculta en el estético plano de la discreción. Conservo en mi memoria el eco de la palabra "desesperanza” que yo retenía por primera vez. Aparentemente pronunciada con el mismo tono de las otras, para mí sigue saliendo de su verso con una lentitud siempre imprevista.

Si hubiese vivido en el centro radiante de una civilización y una lengua determinada, o en un momento futuro de América en que los centros equivalentes de ella comunicaran ampliamente entre sí y con el resto del mundo, sus frases hubieran sido, como ella misma, internacionalmente célebres. Pero hasta la forma de su rebeldía está ligada a la tradición que ella a veces combate y otras deliberadamente representa. Y la forma peculiar de unir la libertad más excéntrica a la severidad personal más estricta en lo que a diversos principios religiosos y humanos se refiere.

Y a todos ellos aplicaba una máxima transformada en fatalidad poética. "Sin poder claudicar jamás, jamás”.

Esta solitaria no puede ser desligada de ciertos grupos sociales, los de la generación anterior a la suya, la que contribuye a su más arbitraria formación. Ella, en la primera hora de su destino poético, realiza intuitivamente los propios descubrimientos a través de algunas lecturas, de mucha música y de interminables conversaciones.

Aquellos grupos pequeños, viviendo como en una isla entre los dos continentes, al borde de ciudades no identificadas todavía con sus propios países, sin embargo nos recuerdan ciertas viejas sociedades de Europa entonces en todo su esplendor. Pocos y personales intercambios, una información escrupulosa pero en sentido único los unían a una civilización que ellos espiritualmente representaban. Ella vivía y se transmitía por ellos. Algunos objetos la recordaban pero entre ellos pocos cuadros, pocos monumentos. Simplemente se reunían y conversaban en sus frías casas de la breve península llamada "ciudad vieja” y en sus calientes casas de verano habitadas por la presencia de algunos jardines estupendos. Por la sola dignidad de las personas, una civilización que no pensaba en ellas se mantenía e invisiblemente participaban de un mundo que no los conocía.

Y en esos grupos aparecían un momento individualidades que en el plano de la equivalencia humana en cualquier centro del mundo hubieran sido las primeras. Todos lo sabían pero el natural apego a su país, la acción que él reclamaba, servían de compensación profunda a su aislamiento.

La generación siguiente olvidó los secretos del arte de conversar pero se podía todavía encantar o ser encantado por la palabra (y existen relaciones sutiles entre estas dos formas del encantamiento). Si sus contemporáneos no hubieran sido sensibles a la poesía oral de María Eugenia, ésta no sólo no hubiera sido transmitida sino que tampoco hubiese podido existir. Hubiera escrito pero no hubiera hablado.

Vemos en ella la imagen de una civilización transplantada, más que la de una cultura propiamente dicha. Quizá debido a la aversión que esa persona estética tuvo para la pedantería o a la indiferencia que demostró hacia todo lo que no fuese creación o invención. Como Ernily Dickinson a un editor humanista, ella hubiese podido escribir orgullosamente: “Yo no poseo cultura alguna en el sentido en que Ud. ciertamente ha de entender esa palabra”. . . Las analogías entre la enclaustrada “bostonian” y nuestra vagabunda son por lo demás misteriosamente frecuentes y a veces irritantes.

El tiempo no es el mismo; las características del ambiente, lengua, formación, confesión, son otros. Pero existe entre ellas una semejanza indudable. Es en uno y otro caso la época en que Europa predomina exclusivamente sobre América, en un medio cerrado, entregado a sí mismo, dominado por una misma cultura recibida. Las une una idéntica disconformidad con el mundo, una idéntica imposibilidad de aceptarlo y aceptarse llevada a lo absoluto. La misma decisión de no jugar "dans un monde ou Fon tri-che”. Y un modo parecido de participar espiritualmente del mundo universal, en la aventura particular.

En la anglosajona, el humorismo secreto que caracteriza a los mejores escritores de su raza se singulariza con punzante agudeza a través de todos sus escritos; se identifica con el poeta mismo. Quiebra a menudo su verso con el rechinar de dientes que tiene la inteligencia para aquello que a la mujer ha parecido intolerable, y luego sigue reconstruyendo los más sutiles juegos de la sugerencia poética, con una peculiar reserva, rica en alusiones inagotables.

El ingenio de la iberoamericana aparece y desaparece furtivamente en sus versos. Pero los contemporáneos lo encontraron integralmente en su lenguaje hablado.

Esa criatura esencialmente torturada, divirtiéndose, divertía. Se situaba sin transición en el plano de lo grave y en el de lo jocoso. Barajaba ligereza y seriedad con la rapidez de un jugador ejemplar.

Su afán consistía en lograr un equilibrio entre la destreza del juego y el poder de la angustia cuyos alternados signos nos parecen en la existencia total, la que comprende su vida y su obra. En el contacto con los hombres predominaba el juego, en la soledad reinaba la angustia. Ella brinda por. . .

Por todo lo que es liviano, j veloz, mudable y finito; i por las volutas del humo, \ por las rosas de los tirsos, \ por la espuma de las olas \ y las brumas del olvido... | por lo que les carga poco \ a los pobres peregrinos i de esta trashumante tierra j grave y lunática, brindo | con palabras transitorias \ y con vaporosos vinos i de burbujas centelleantes ; en cristales quebradÁzos. . .

Y ese verso la representa tan auténticamente como una de las más secretas frases de sus poemas a la noche. . . Yo no sé lo que dice tu boca abierta y muda ; al que doró su tienda con oro de esperanzas, j pero yo sé que sabes con amorosa ciencia ' tenderte suavemente sobre el alma cansada!

El equilibrio entre el juego y la angustia es obtenido con tan permanente esfuerzo que produce en ella el deseo de aniquilamiento inseparable de su poesía.

El "perpetuo afán contradictorio” reveló en el lenguaje hablado de María Eugenia, todos los contrastes de la fantasía poética llevada a la estilización de lo cómico. Podrían hacerse curiosos estudios lingüísticos acerca del idioma real y posible del Río de la Plata en el primer cuarto de este siglo, buscando y comparando las frases que ella decía. Para expresarse parecía recurrir a palabras usadas en épocas diversas. Se precipitaba con rapidez de prestidigitador sobre la más justa frase, la anécdota o el juego de palabras que la representaba. Su expresión tenía una especie de fluir imprevisto e inagotable que hace pensar en la prosa de Joyce. Si hubiera escrito con la libertad con que hablaba hubiera sido uno de los más modernos poetas de nuestra lengua.

Las palabras justas surgían desde las profundidades cervantinas del idioma en una arbitraria alianza con expresiones populares antiguas y olvidadas y otras de carácter local y accidental aplicadas con una oportunidad que vinculaba lo raro a lo cotidiano. Su propiedad de lenguaje salía del poder de reunir expresiones y modismos que nunca se habían visto juntos y darles una vida nueva. Una vida que parecía surgir de su sonrisa misma y no poder terminar con ella.

Ese lenguaje estaba basado en el de ciertos grupos del Río de la Plata, con todas las limitaciones que en los grupos pequeños llevan a un cierto lenguaje de clave. Esa lengua intermediaria entre la de España propiamente dicha y la que se iba haciendo en América con sentidos y expresiones particulares a cada pueblo, en este caso era un camino estrecho y recto en el que había que andar entre los dos tabús. Lo incorrecto y lo rebuscado. Ordenaba evitar palabras más que explorarlas de nuevo, volviendo al ejemplo viejo y trillado. Había que decir lindo por bello y por hermoso; quedaba el recurso de decirlo con tres tonalidades distintas. Había que recurrir a la argucia continua con la propia lengua para hablarla. Así con la pronunciación. Entre la 11 y la y había que hacer una especie de salto feliz para que la palabra "llama”, por ejemplo, pasara inadvertida en una frase. Mejor dicho, fuera objeto de una hábil transacción entre la pronunciación original y la que se alejaba de ella con inmotivado exceso.

Estábamos lejos de las raíces del idioma y tocábamos las nuestras todavía dentro de la tierra; y de sus limitaciones mismas saldrían la improvisación verbal y la inventiva.

De todas las inhibiciones salió triunfante el lenguaje de María Eugenia. Los tabús multiplicados, hicieron que infatigablemente los evitara sustituyéndolos por otras expresiones semi dichas, casi simbólicas y sin embargo evidentes, referentes a cosas inmediatas y familiares o a otras olvidadas en el tiempo y que hacían sonreír a personas ya ancianas. Lo ultra literario dicho con tono de burla, y lo grave corregido con una expresión popular de gracia imprevista.

Lo circunstancial, lo que pertenece al momento solo de una sola ciudad, colaboraba con arcaísmos y neologismos y éstos bruscamente aparecían insustituibles e inseparables. Al idioma que nos ofrece como primera regla una difícil simplicidad, ella aplicó una terrible fuerza de invención. Parecía desarmarlo y armarlo de nuevo en una revisión de palabras que era revisión de conceptos y salía de la profunda memoria y del contacto vivo con todos los ambientes.

La vagabunda de una sola ciudad, caminaba en la noche, llevada por el insomnio, y a través de sus relatos la ciudad menos nocturna del mundo aparecía súbitamente cargada de secretos. Ella salía de las fiestas o no se decidía a entrar y se sentaba en las plazas a conversar largamente con otros vagabundos. "Era una gran bohemia pero una gran señora y nos encantaba su conversación”, decía hace poco tiempo uno de ellos, que tampoco la había olvidado.

Ese recuerdo me vuelve a otro que me ha sido referido ahora, pero lo escuché hace mucho tiempo y ya tenía para mí el mismo aire de fábula. Alguien la describe, en un baile, vestida de blanco, con muchos diamantes, rodeada por un grupo de bailarines; como ella no bailaba, ellos tampoco lo hacían y la escuchaban. Ella reía y aspiraba tenazmente una rosa de terciopelo negro. En uno y otro caso vemos que lo que podía aparentarse al monólogo interior, fundamentalmente era diálogo porque surgía de un contacto vivo y se hacía comunicación, misteriosamente.

Al internarnos en su poesía, comprobamos nuevamente que en cierto sentido nuestro poeta podría haber nacido mañana y en otro, recibió la influencia de la generación anterior a la suya, cuyos gustos literarios no aparecen como antiguos ni como actuales.

Esa wagneriana se revistió con frecuencia de la armadura retórica que no comprendemos y acaso fué ésta una de las formas del pudor universal que extrañamente la caracterizaba. Las frases venían a su ser profundo como labradas de antemano y ella se escondía en el tumulto por ella arbitrariamente guiado hacia una zona de silencio específicamente suya. Le era imposible tratar directamente de ciertos temas. Hablando de su padre muerto en otro país, refería que pensando continuamente en él nunca había podido escribir una línea referente a su persona. Lo mismo le sucedía con los temas religiosos. Ella definía esa actitud como imposibilidad de penetrar en lo sagrado.

La mujer que abrumada de insomnios, e hipnóticos, se levantaba durante ia semana para llegar a la última misa, sólo una vez en una página de circunstancia habló de "Cristo, rey de los piélagos y los astros”.

A través de su poesía no encontramos directamente a nadie. Percibimos la intención, la alusión, como por ejemplo en la Oda a la Belleza, pero ella nunca nombra a nadie. Predomina en su poesía, el deseo de no sobrevivir que es la acabada voluntad de morir, la forma viva del aniquilamiento. Salía de él por la palabra y luego volvía. . . Fué forma extrema de su fatiga el ver en la supervivencia algo de infatigable. Y de todas sus luchas esa fué la más desgarradora. Ella oraba y decía. "No me hagas vivir” o decía "Perdóname de no desear vivir”. Mi temor es el de que no haya reposo, decía a una joven religiosa que le respondía con la más tranquila de las sonrisas. Déjelo; Él sabe mejor que Ud. Dígale que me ayude. Sí, pero Ud. debe ayudarle a Él. Dígaselo de todos modos. Las dos mujeres debían salir muy pronto de esta vida pero el diálogo fortuito y último entre ellas, me ha acompañado desde el principio, junto con la sonrisa de la una y la mirada de la otra. Ha seguido viviendo en el tiempo, pasando indefinidamente de lo ultra individual al plano de la más amplia existencia. . .

La reserva de nuestro poeta no se limitaba a los temas que no se decidía a tratar, sino que se extendía a los que trataba frecuentemente. Se complacía en escribir y volver a escribir sobre temas de amor. En ciertas ocasiones hace su verso en una forma intermediaria entre la rima cortesana y la copla popular, una forma singularmente flúida y eficaz, que se identifica con el juego; y el juego la aleja de la angustia. Se complacía estéticamente en ese perpetuo embarque para Citerea, sin nunca desembarcar. La forma poética empleada tiene afinidades directas con Heine. Pero se trata más que de una influencia del lenguaje propiamente dicho, de su sensibilidad personal hacia diversos aspectos de la poesía alemana (tan diversos como Goethe y Uhland) y ella percibía esos aspectos en lo musical y en lo mental, con una intuición particular para las cosas del mundo germánico.

Hay en sus versos de amor, gracia irónica, melancólica o alegre. Pero el elemento trágico está ausente del sujeto que la inspira. Y por el contrario predomina cuando habla consigo misma, a la noche, a la poesía, a todas las formas que tome la soledad. Ella proclamaba humorísticamente que el último de los hombres era preferible a la primera de las mujeres; le gustaba encontrar en ellas las cosas exteriores a las que había renunciado para sí misma, y también discutir largamente acerca de los amigos comunes.

En cuanto a los hombres, demasiados aspectos la seducían y la rechazaban con igual fuerza en muchos de ellos para no encontrar y dejar de encontrar en sujetos diferentes, su inspiración. Un detalle, un gesto, una sonrisa la atraían o le eran intolerables. En su poesía no vemos seres para ella fundamentales sino en función de una catarsis poética.

Si algún ser predomina sobre otro, ella exaltada y reticente a la vez no lo deja adivinar. Sabemos que para seguirla había que entrar en la órbita de su fascinación. Ella quizá pensaba que los que hubiera preferido no habían dejado todo para seguirla. Y a los otros, a los tenaces, ella de mil maneras procuraba desencantarles. Pero esencialmente la contradicción estaba en su interior. De la tragedia que lleva ese nombre, ella moría y escribía; un momento por la palabra que es fuego y ritmo ella volvía a vivir y luego nuevamente moría, hasta el final.

"Yo también soy ambigua por eso yo te siento” dice en uno de los más extraños sonetos de nuestra literatura a alguien a quien también extrañamente llama "señor”. La belleza de un semblante fugitivo la ha sumergido en una especie de marea de amor que la arrastra hacia una belleza más grande y duradera. Ella jugaba con todas las máscaras, pero en lo oscuro del poema se nos aparece con una secreta claridad. No sabemos lo que ella quiso decir pero sabemos lo que dijo; y en esa ambigüedad de la que habla, nos aparece su vieja contradicción llevada al plano de lo humano y lo divino. Así el verso va pasando sensiblemente del uno al otro clima. Esta vez ella nos habla con sus propias figuras, con la alianza imprevista de las palabras necesarias, se mueve con toda libertad en el verso y no necesitamos pasar a través de ningún espejo para poder encontrarla.

Algún tiempo más tarde, cuando me fascinaba la anémona de que habla Walter Pater, la flor que tiene sus raíces en tierra santa y en tierra pagana a la vez, comprendí que yo había visto antes la anémona profana y mística. Y ésta había tomado para mí la anticipada forma de una magnolia. Y esa magnolia tenía la forma de un verso que aguardaba tenazmente en lo oscuro para hacernos oír de nuevo su llanto.

"Señor, te diré que la sabrosa belleza / de esa tu carne pálida, me hace llorar de amor; / lloro por la magnolia de tu cara, por esa / cara que está desmida sobre su tallo en flor. . No sabíamos en qué instante la cara era una flor, en qué instante la flor era una cara humana y luego divina, pero sabíamos que la amorosa contemplación había realizado la unidad entre las formas y los instantes sucesivos.

Generalmente, es en la ausencia de todo amor, que habla el lenguaje del amor. Cuando avanza tranquilamente hacia el límite del despoja-miento y se detiene un instante en busca del canto para hablar a la noche, al sueño, al silencio, su idioma es el de la pasión. Al acercarse a lo absoluto de la negatividad que ella reclama, las cosas visibles e invisibles la acompañan; la total ausencia que ella desea está integrada por fuerzas ausentes cuyos poderes bastan para crear una presencia ineludible. Y sus sombras resplandecen y viven, en medio de una negación que hace pensar en la plenitud de la afirmación; la noche invocada aparece como el reverso de una grande llama.

Llegamos a las frases indispensables de sus poemas, en las que expresa su soledad. Fue destino de esta mujer llevar sobre sus solos hombros la cruz de la fatiga, una fatiga sin proporción con las circunstancias de una vida arbitrariamente individual. Su cansancio llevaba en sí el peso de vidas numerosas y diferentes. Por el contrario y como a pesar suyo, una aventura terrena particularmente solitaria, adquiere la grandeza de la soledad del hombre consigo mismo sea cual fuere su estilo de vida y la suma de vidas a su alrededor. Esa soledad que en el caso presente se muestra constante y cruelmente lúcida pero que en lo profundo, pertenece a todos los hombres. "Más allá del propio mal”, la vemos. Encontramos a nuestra amiga en el instante en que lo abrumador de su propia experiencia se transforma en experiencia común. Y la reconocemos por la semejanza que existe entre su presencia en el tiempo y su presencia fuera del tiempo. El primer encuentro del teatro producía la sensación de algo imprevisto en un mundo en el que todo estaba previsto. Y el mismo elemento de sorpresa persiste ante su presencia espiritual. Sólo podemos decir que nos asombra todavía.

 

por Susana Soca
Revista "Entregas de La Licorne"

Montevideo, 3 de mayo de 1954

Editado por el editor de Letras Uruguay

 

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