Pleamar
Sylvia Simonet

El cielo nocturno lucía tormentoso. Las ventanas enmarcaban un resplandor blanquecino que se derrumba sobre la habitación en penumbra. El hombre que yacía en la cama despertó de pronto y su mente se puso alerta.

Hacía ya cierto tiempo -¿corto, largo?- que trataba de comprender y la comprensión lo eludía, como una meta que se cree ya alcanzada y no lo está. Una vaga incomodidad lo molestaba a causa de ello, vaga, sí, pero persistente. Dormía, se despertaba, se volvía a dormir y siempre estaba allí esa espina de no comprender. Debido a eso, y también al hecho de que en el mundo existía poca cosa digna de ser vista, rara vez abría los ojos.

Pero ahora, en medio de la noche que lo rodeaba,, había mirado ern torno suyo y al contemplar por las ventanas abiertas ese cielo de opaca, lechosa luminosidad, comprendió. Y la luminosidad del cielo se convertía en la luminosidad de las olas de comprensión que, como una pleamar, una más lejo que la anterior, lamían su mente. Así, en oleadas que se superponían unas a otras, llegaba el conocimiento que le había estado esquivando tan insidiosamente: él era Aquél a quien se debe todo respeto, aquél que debe ser obedecido. ¿Cómo pudo haberlo olvidado?

Ya llegaba la mañana y las figuras blancas y silenciosas de los obsequiosos sacerdotes se acercaban lentamente. Con infinito cuidado llevaron a cabo las rituales abluciones y después le cambiaron una a una las vestiduras. Él, con la inmovilidad y la displicencia que convenía a un ser divino, los dejaba hacer. De vez en cuando se dignaba abrir los ojos y entonces notaba cómo sus delgados y pàlidos miembros contrastaban con la rubicunda robustez de los oficiantes.

Luego ellos, con toda la ceremonia debida, lo colocaron en su trono y entonces llegó el turno de las libaciones y las ofrendas: pequeños cuencos y brillantes vasos con líquidos de distintos colores y consistencias. Él debía aceptar todo. Por una vez pensó que era excesivo, incluso molesto para él pasar por todo eso, pero entendió que no podia, no debía negarse a recibir lo que con tan humilde vehemencia le ofrecían. Él tenía una responsabilidad. Aquél que debe ser obedecido tiene a su vez una obligación para con sus súbditos: aceptar graciosamente sus muestras de respeto y obediencia y hacerles manifiesta su aceptación.

Levantó una mano. Inmediatamente los sacerdotes detuvieron sus ritos y le reverenciaron. Pronunció unas palabras, que salieron roncas y sibilantes de entre sus labios. La expectación subió de punto a su alrededor y un acólito se prosternó a sus pies.

Él cerró los ojos, agotado, y volvió a caer en la inmovilidad, mientras los sacerdotes escribían el registro de lo sucedido en los códices sagrados.

Entonces, súbitamente, se produjo la bajamar. Las olas de entendimiento se retiraron rápidas. Su mente tuvo un extraño blanco y cayó en un profundo sopor.

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-Me gustaría saber qué quiso decir…

 

-¿Quién puede saberlo? Pero, fíjese. El paciente se ha vuelto a dormir. Acuéstenlo en la cama otra vez.

 

-Enseguida, nurse.

Sylvia Simonet

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