Palo Salvarrey
Sylvia Simonet

Hoy vuelvo a "las Totoras". Entro por la antigua portera y miro a mi alrededor. ¿Es posible que el tiempo, aún sin detenerse, se haya congelado en un punto? Este es el paisaje que siempre guardé en algún rincón de mi memoria: los mismos árboles, los mismos senderos, las mismas construcciones… Algunos pequeños cambios son compensados por mínimas imperfecciones de los recuerdos. Y dentro de la casa… el mismo reloj de pared retumbando sus campanadas, la misma vieja porcelana luciendo sobre los aparadores, las mismas camas de hierro y bronce… Y todo inmóvil pero expectante, pronto a relatar una historia que en este momento no puedo descifrar.

Pienso en los tiempos pasados. Recuerdo cómo en los años entre la niñez y la adolescencia pasé una temporada en "Las totoras". Una serie de enfermedades invernales me habían dejado pálido y delgado, al decir de mis padres, que pensaron que una temporada en el campo me pondría saludable nuevamente y me enviaron a "Las Totoras", la estancia de unos buenos amigos que me recibieron con gran cordialidad.

Tenía yo entre 11 y 12 años y un nuevo mundo se abría para mí en "Las Totoras". Ya al llegar me gustó la vieja casona de planta cuadrada, con las habitaciones construidas alrededor de un gran patio con un aljibe en el centro y toda ella poblada de antiguos y curiosos objetos. Más aún me fascinó el parque, de enormes árboles y lozanas matas de achiras y agapantos con flores de brillantes colores. Fue para mí una fuente de sorpresas y descubrimientos: las ramas eran emplazamiento de nidos y refugio de pájaros diversos y en el brillante pasto verde se ocultaban innumerables animales silvestres: lagartos, ranas tatúes, culebras y una increíble gama de insectos. Y también allí descubrí la belleza pura de cosas simples como el olor de los pinos al mediodía o el vuelo luminosos de los cocuyos en el anochecer.

Pero, sin duda, lo más interesante para mí era el galpón de los peones. Allí me pude mezclar al mundo de los paisanos y su vida hermosa y ruda. Y allí conocí a Palo Salvarrey. Fue un ídolo para mi mirada de chiquillo. Se llamaba en realidad Ramón Mabel, en un ejemplo de esa mezcla de nombres femeninos y masculinos que no es tan excepcional en la campaña. Pero todos le decían Palo, tal vez porque era muy alto y eso se notaba, desde que los paisanos son en general de estatura mediana, cuando no decididamente bajos. No sólo por su estatura se destacaba Palo, sino también por su estampa. Tenía el cabello muy negro, lacio y espeso y lo llevaba más bien largo, casi como una melena, a la usanza campesina; los ojos eran negros y brillantes, de mirada viva e inteligente. La boca generosa se abría a menudo con una sonrisa que mostraba una dentadura blanca y sana.

La vestimenta de Palo era similar a la de los demás paisanos, pero siempre tenía un toque distintivo que revelaba el cuidado que ponía en ella, ya fuera un cinto adornado, un ponchillo de colores vivos, un sombrero llamativo… Tenía además un modo garbosos de caminar, lo que también lo distinguía de sus congéneres, que parecen caminar como extrañados de andar a pie en vez de estar montados a caballo. Esta característica de Palo se debía sencillamente a la seguridad de su propia valía: el era siempre el mismo paisano firme y decidido, ya estuviera a pie o a caballo.

Y era, por cierto, un consumado jinete, así como también era hábil para todas las tareas del campo: diestro en el lazo y el cuchillo, muy entendido en animales y plantas y también capaz de realizar útiles manualidades en cuero, madera y otros materiales rústicos.

Deslumbrado por todas sus habilidades yo lo admiraba sobremanera, Salía con él cuando iba a recorrer el campo a caballo y trataba de sentarme cerca de él cuando, después de las tareas, todos los peones se reunían bajo los paraísos junto a la cocina y se sentaban en banquitos a tomar mate y charlar. Palo era un poco menos lacónico que sus compañeros y tenía agudas ocurrencias; por otra parte, al hablar unía expresiones campesinas con palabras técnicas y otras de sabor arcaico lo que volvía su discurso interesante y pintoresco. Palo me enseñó con sus refranes y consejos una sencilla filosofía que en aquel entonces me había impresionado y me había hecho tenerle mayor respeto.

Al cabo de unos meses, cuando mis padres consideraron que yo ya me encontraba repuesto, abandoné "Las Totoras" y volví a la ciudad, donde por un tiempo mantuve el recuerdo de todo lo vivido allí y las enseñanzas de Palo.

Y ahora estoy de nuevo en "las Totoras". Vuelvo sin buscarlo; me trae un hecho fortuito. Y vuelvo distinto, viejo, desilusionado… Pero, ¿por qué viejo, después de todo? No tengo tantos años y estoy sano. Creo que la vejez la siento más en el espíritu que en el físico. He perdido el entusiasmo, el deseo de emprender cosas nuevas. Es un estar hastiado antes de empezar, un estar cansado antes de luchar. ¡Luchar! Eso es la vida, y más la vida de la ciudad: una lucha continua, árida, cruel. Las buenas intenciones se desmoronan frente a la mala voluntad y la maledicencia, la falta de solidaridad… Sí, todo está igual en "Las Totoras", pero yo ya no soy el mismo.

Recuerdo a Palo al llegar, pero no pregunto por él; sólo hubiera sido por curiosidad. Ahora yo soy un hombre con toda la experiencia de muchos años de vida, un hombre que ha recorrido el mundo. No encontraría en un simple paisano poco instruido un ídolo, ni siquiera un interlocutor aceptable. Por otra parte, no es de esperar que se tengan noticias suyas; la más probable es que, como llevado por la tradición de la vida errante de los gauchos, se hay ido y nadie sepa dónde.

El clima invernal que reina en "Las Totoras" no ayuda a mejorar mi disposición de ánimo. A poco de llegar, el frío se acentúa y el cielo se cubre de pesadas nubes grises que dejan caer una llovizna intermitente. Dentro de la casa, yo me debato entre el fastidio y la resignación, mientras hojeo los libros de la biblioteca que afortunadamente existen en la estancia y espero que el tiempo mejore. El segundo día amanece más frío y desapacible aún; ráfagas continuas sacuden los árboles sin piedad, produciendo ruidos discordantes. Recién a la tarde hay una mejoría: no llueve y las nubes muestran una promisoria tendencia a desaparecer.

Salgo de la casa y camino por los alrededores. Una humedad gélida sube de la tierra atravesando el calzado, pero prosigo mi paseo y, cerca del galpón, encuentro al capataz. Me detengo a charlar con él y, después de los consabidos comentarios sobre el tiempo, me hace una relación de los acontecimientos de la víspera. Sucede que han tenido que ir a buscar una tropa de animales a una estancia distante y han debido hacer noche en el camino. Eran tales el frío y la humedad, me cuenta, que no se pudo pensar en dormir. Los hombres tuvieron que pasar las horas en la oscuridad acurrucados en tono a una fogata, tomando mate para ingerir algo caliente que los reanimara.

-"Y fíjese",-añade,- "que iba con nosotros Palo Salvarrery, que tiene una punta de años. Yo tenía miedo que se muriera de frío. Bueno, para empezar, yo ni siquiera quería que fuera con nosotros a tropear, pero él insistió y negarse hubiera sido ofenderlo, así que tuve que aceptar que fuera. Pero yo no estaba tranquilo, no…"

-"Palo Salvarrey…"- murmuro. Mi voz no tiene inflexiones y el capataz no puede inferir la razón de mi exclamación. Tal vez piensa que me llama la atención el nombre poco común.

-"Sí,"- prosigue mientras señala el cercano palenque.- "Es justamente aquél que está montando el tubiano. Ahora se va para el puesto."

Alcanzo a ver un paisano alto y flaco, de cabellos grises que, después de montar, hace un sobrio gesto de despedida y enfila para el campo. Estimulado por mi actitud receptiva, el capataz me cuenta en pocas palabras la historia de la vida de Palo Salvarrey. Casado y con hijos, había quedado de puestero en "Las Totoras"; con el paso del tiempo perdió a su mujer y los hijos levantaron vuelo. El también se fue y por un tiempo no se supo de él, hasta que un día volvió al pago y al puesto. Y ahí estaba todavía: viejo y solo, pero sin aflojar. –"¡Es de ñandubay ese Palo!"- termina.

Entro en la casa y me siento en un sillón. Todo el asunto me ha llegado más hondo que lo que hubiera creído y necesito meditar. En el ejemplo de Palo hay una enseñanza mayor que en cien libros. Y esta vez ni siquiera ha sido necesario hablar con él para aprender algo, y algo muy valioso. Con su ejemplo he ha dicho que no puede uno dejarse vencer por el desánimo, que no se deber caer en la inacción y el hastío. Aún frente a las condiciones más adversas hay que mantenerse firme y decidido.

Miro a mi alrededor y lo veo todo con ojos nuevos. Los viejos objetos de la casa parecen decirme todos un mismo mensaje:-"Mira, aquí estamos, todos en nuestros lugares, a pesar de los años y las distintas circunstancia. Tú también debes hacer lo mismo, mantenerte en tu puesto, sin renunciar a la lucha, sin darte por vencido."

Llega a mis oídos el chirriar de la roldada del aljibe y después, el lejano tañido de la campana llamando para la comida. Los sonidos familiares me resultan reconfortantes, como una señal de que todo está bien en el universo, que debo abandonar mi pesimismo y confiar en que la vida vale la pena y que vale la pena luchar.-"Gracias, Palo Salvarrey"- murmuro, y sonrío.

Sylvia Simonet
Cuentos de estancias

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