Los misterios de “El Retamar”
Sylvia Simonet

-“Hay muchos misterios en “El Retamar”” – nos confió en voz más baja de lo normal el dueño del almacén adonde nos detuvimos a tomar un refresco y averiguar si estábamos en el camino correcto. No dijo más nada, ni nosotros le pedimos que aclarara sus palabras. En el campo conviene ser discretos y más en nuestra posición.

Mi marido había sido contratado como capataz de “El Retamar”, estancia que todavía no conocíamos y a la que nos dirigíamos ahora por esa polvorienta y desolada ruta en nuestra pequeña camioneta.

Pronto la estancia se mostró ante nuestra vista como un espeso monte de eucaliptos. Allí fuimos recibidos por el patrón, que nos indicó nuestro alojamiento, una linda casita de techo a dos aguas pintada de blanco y nos presentó al casero, Delmiro y a su mujer Jacinta, que oficiaba de cocinera de la estancia.

Nuestra vida comenzó paulatinamente a encarrilarse en una rutina normal de trabajo. Es cierto que “El Retamar” estaba bastante apartado de toda población y era una estancia más bien solitaria, pero eso estaba dentro de lo previsto. Nuestra compañía se reducía en la práctica al matrimonio formado por Delmiro y Jacinta, que vivían en una casita no muy lejos de la nuestra.

Jacinta era una mujer poco comunicativa, siempre ocupada con su trabajo de cocinera y el cuidado de sus hijos pequeños. Era muy amante de los gatos –que abundaban sobremanera en la estancia- y siempre se veían varios felinos alrededor de su casa o entrando y saliendo de su cocina. Los había de todo tamaño y pelaje: amarillos, negros, grises, barcinos y también se encontraban entre ellos dos gatitas blancas, que después descubrí que eran albinas. Eso se notaba sobre todo por sus ojos de color rojo, que mantenían cerrados durante el día, para recién abrirlos totalmente después de ponerse el sol.

Por su parte, Delmiro era, al contrario de su mujer, una persona comunicativa y locuaz, y cuando ocasionalmente  nos reuníamos en la cocina a tomar mate después de las tareas, solía entretenernos haciendo chistes y relatando anécdotas. Entre éstas no podían faltar, por cierto, las relativas a ciertos hechos fuera de lo común que al parecer sucedían en “El Retamar”. Uno de ellos era la nunca aclarada aparición en los alrededores de unas raras huellas que no correspondían a las de ningún animal conocido y que por aparecer en la noche de los viernes, bien podrían tratarse de las de un lobisón. También se refería Delmiro a un extraño rayo de luz roja que en ocasiones se veía por las noches y que parecía provenir de lo alto. Aseguró haberlo visto él mismo, una vez en el prado, cerca del corral de los caballos y otro incluso entre los árboles del parque.

Yo escuchaba todo y pensaba que la leyenda del lobisón era algo harto conocido, carente incluso de originalidad, y en cuanto al caso de la luz roja, me sonaba a mera imaginación.

Por mi parte, yo había descubierto en “El Retamar” algo que sí me parecía un auténtico misterio. En un rincón del depósito de comestibles, entre la estantería donde se apilaban las bolsas de gallera y de fideo y la  tarima de las verduras, había una enorme caja fuerte. Apoyada sobre un grueso tronco que le servía de pedestal, sobresalía en la semipenumbra del lugar, un artefacto tan fuera de ambiente como es posible imaginar. De los que vivían en la estancia, ninguno había visto cuando la trajeron y sólo de oídas sabían o creían saber su origen y tampoco había unanimidad al respecto. Algunos decían que no hacía muchos años que la habían traído a “El Retamar”, y otros sostenían que estaba allí desde los tiempos de los primeros patrones, a quienes por supuesto nadie del actual personal había llegado a conocer. Tampoco estaban todos de acuerdo en la razón de su abandono, aunque la versión más aceptada era que un administrador había perdido la llave en el campo y nadie se había preocupado en hacerla abrir. No faltaba, por lo demás, algún imaginativo que suponía que había allí guardadas monedas de oro.

Fuera como fuera, yo le tenía cierto respeto a la caja. Siempre, al entrar a la despensa a buscar vituallas, la miraba con curiosidad y un poco de expectación, esperando que algo hubiera cambiado en su apariencia.

Mientras tanto, la vida en la estancia se deslizaba normalmente. La primavera se anunciaba templada y la parición de los animales se desarrollaba sin tropiezos. Corderos y terneritos alegraban las praderas; asimismo habían nacido algunos potrillos, entre ellos -¡oh, casualidad!- una potranquita albina, cuyo color blanco contrastaba en la manada de criollos gateados.

En esos días hubo una gran novedad en “El Retamar”: en uno de sus viajes al pueblo el patrón había traído un cerrajero para abrir la caja fuerte. Todos, y yo entre ellos, estábamos muy curiosos y un tanto emocionados con la perspectiva que apareciese algo verdaderamente fuera de lo común, pero tuvimos una desilusión. Según se pudo comprobar, no había allí dentro más que  viejos papeles y unos pocos billetes ya fuera de circulación.

Eso sí, una vez abierta la caja y confeccionada una lleve, el patrón quiso ponerla en uso y la hizo trasladar (con grandísimo trabajo, es de remarcar) a su escritorio, donde quedó como un mueble más, ya despojada del aura de misterio que la había rodeado. Así se desvanecen las leyendas, pensé yo.

Noches más tarde, estábamos por irnos a la cama, cuando recordé que no había recogido la ropa puesta a secar. Como amenazaba lluvia fui hasta el tendedero y me dispuse a descolgar la ropa. Entonces sucedió que, al ir a sacar los palillos que la sujetaban, vi mis manos de un tono rojizo como si las iluminaran con una linterna roja. Me volví para ver si por alguna inesperada razón mi marido me estaba iluminando (aunque yo sabía que no tenía ninguna linterna roja), pero no lo vi ni a él ni a nadie.

Recordé entonces los cuentos de Delmiro sobre el rayo rojo, y aunque no creía en ellos, abandoné sin más la tarea y me apresuré a volver a la casa. Al contarle a mi marido lo sucedido, él me contestó que se trataría de una ilusión óptica o bien que yo estaba sugestionada por los relatos del paisano. En realidad el asunto era tan extraño que preferí aceptar sus razonamientos y acabé pensando que todo había sido un error de mis sentidos.

Dos meses más tarde, por razones que no vienen al caso, mi marido renunció a su empleo y abandonamos “El Retamar”. Como para ese entonces yo había descubierto que estaba embarazada, decidimos afincarnos – al menos en forma temporal – en la ciudad.

El cambio de ambiente, mi nuevo estado, distintas actividades, todo contribuyó a alejar de mi pensamiento lo sucedido en “El Retamar” y a sus verdaderos o fingidos misterios. Si alguna vez me acordé de ellos se me aparecían como algo perdido en el pasado y completamente ajeno a mí.

Hasta ayer. Ayer nació mi hijita y cuando me la mostraron y vi sus cabellos blancos y sus ojos rojos, supe que ya formábamos parte, de un modo irreversible, de los misterios de “El Retamar”.

Sylvia Simonet

"Cuentos de estancias"

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