El caso de Celestino Videla
Sylvia Simonet

Celestino Videla era un paisano sombrío y reconcentrado. Hacía ya tres o cuatro meses –había llegado a fines del invierno- que trabajaba en “Los Zorzales” y en todo ese tiempo los demás peones no le habían visto reírse ni una sola vez. Nunca se unía a las chanzas con las que sus compañeros matizaban sus labores o sus de otra manera demasiado monótonos ocios. Ni siquiera en aquella ocasión en la cual, cansados de que al ensopado los hubieran hecho varios días seguidos de fideo mostachol, organizaron un concurso en el comedor sobre quién arrojaba más lejos la pasta, colocándola en la concavidad de la cuchara y haciendo palanca con el mango; no, ni siquiera en aquella ocasión se había unido a la jarana general Celestino Videla, y eso que las carcajadas podían escucharse por toda la estancia.

En cuanto a la voz de Celestino Videla, apenas si la oían, ya que hablaba solamente cuando le era muy necesario comunicar algo a alguien. Al principio, tanta falta de participación les había molestado un poco, pero al cabo terminaron por acostumbrarse a esa presencia silenciosa. Además, supieron por boca de un visitante ocasional las desgracias que en otro tiempo habían caído sobre Celestino Videla y ese conocimiento les hizo ser más condescendientes. Supieron que años antes, su actual compañero había tenido familia y una cierta fortuna, pero sucesivos reveses económicos y otros tropiezos de índole más personal habían sido causa de que perdiera a ambas. Desde entonces andaba errante de pago en pago, conchabándose en las estancias, con su melancolía y su hosquedad acuestas.

La mujer del capataz de “Los zorzales”, doña Clelia, no terminaba, sin embargo, de aceptar a un paisano tan hosco y poco sociable.

-“Ese Videla me da escalofríos,” –solía decir.

Pero Juan, su marido, le contestaba que Videla no molestaba a nadie y cumplía a conciencia las labores que se le encomendaban, por lo que era un peón contra el cual no se podía alegar nada. 

** ** ** **

Pasó la primavera y llegó el verano a “Los Zorzales”. ¡Y qué verano! Lluvia, lo que se dice lluvia, no se veía desde el invierno. Las aguadas estaban empobrecidas, el pasto agostado. El aire era tan caliente y seco que, cuando soplaba una brisa, parecía que rondaran bocanadas provenientes de un horno gigantesco. Un sol implacable castigaba de tal forma que amenazaba, al decir de más de uno, derretir el cerebro de los que se aventuraran a recorrer el campo en horas del mediodía. Después de una jornada agotadora, al ponerse el sol, la temperatura disminuía un poco y entonces, hombres, animales y plantas sentían un alivio, como si un peso invisible hubiera dejado de oprimirlos.

El único habitante de “Los Zorzales” que no había comentado a viva voz semejante inclemencia había sido, por supuesto, Celestino Videla. Lo más que sus compañeros habían logrado sacarle por medio de preguntas directas más o menos intencionadas, había sido un lacónico “Y, sí, ‘stá calor…”

Una noche, a fines de enero, todos descansaban en “Los Zorzales”. Una luminosa luna llena derramaba su blancura sobre las silenciosas construcciones de la estancia. La brisa nocturna había amainado y nada se movía, ni siquiera las altas copas de los eucaliptos. De pronto, inesperadamente, una sucesión de extraños maullidos se pudo oír con toda claridad en medio del silencio. En su casa, doña Clelia despertó sobresaltada.

-“¿Oíste esos maullidos, Juan?”

-“Eso, gato no es,” -respondió su marido, cuyo oído avezado le había revelado algo anormal.

Ambos permanecieron sin hablar, inmóviles y expectantes. Al cabo de unos minutos se repitieron los supuestos maullidos, mezclados esta vez con gritos y otros ruidos no identificables. Juan se levantó, se puso el cinto y se terció el cuchillo. Cuando se asomó a la puerta de la casita pudo distinguir claramente a la luz de la luna un extraordinario espectáculo. Celestino Videla corría de aquí para allá en el descampado que se extendía frente a la casa de los peones, mientras hacía los ademanes más desordenados y emitía unos aullidos inhumanos que se convertían por momentos en furiosos gruñidos. Tenía la cara desfigurada por terribles muecas y sus ojos giraban en sus órbitas de un modo espantoso.

Como contaba después el mismo Juan: -“Pegaba unos bufidos que mismamente no eran propios de un cristiano. No parecían de hombre, no, eran más bien como los de un gato montés en celo. Yo creo que aquella luna, tan grande y tan blanca, lo había trastornado, o transformado, mejor dicho.

“Resulta que los primeros bufidos los había pegado en el dormitorio y había despertado a todos los peones que estaban allí. Martín Sosa, el casero, trató de calmarlo, pero Videla se le fue encima hecho una fiera y le tiraba zarpazos. Le dio unos buenos arañazos, no se sabe si con las uñas. Algunos dicen que fue con un tenedor, porque eran muy profundos y de a cuatro juntos. Pero yo eso no lo vi, porque cuando me asomé solamente estaba Videla: los demás habían salido disparando campo afuera y pasaron la noche metidos en una zanja, menos Josecito, que como era un peoncito muy joven y ágil, se había subido a uno de los eucaliptos y allí se quedó hasta el otro día. Es que esos aullidos y bufidos eran capaces de enfriar la sangre al más pintado.

“Yo me vi solo, frente a eso que no se sabía si era hombre o animal. Yo contra un hombre común me animo, pero ahí la cosa era peliaguda. Me acordé que era viernes…Y esa luna, tan grande, tan blanca…Si me llegaba a suceder algo, ¿qué les podía pasar a mi mujer y a mis hijas?”

De manera que el capataz entró de nuevo en su casa, atrancó bien las puertas y ventanas y esperó hasta que fuera de día. Cuando el sol ya iluminaba la estancia y se disponía a salir de la casa, se oyó el ruido de un motor y apareció la camioneta de la policía. Había sido alertada por el casero Sosa, quien acicateado por las heridas recibidas, no se había quedado en la zanja, sino que había caminado los cuatro quilómetros hasta el destacamento más cercano y denunciado que en “Los Zorzales” estaban sucediendo cosas raras y que un ser mitad hombre y mitad lobo había atacado al personal.

El capataz guió a los policías hasta la casa de los peones y se asomaron con precaución. En la cocina pudieron ver a Celestino Videla mateando como si tal cosa. Cuando entraron, él los miró con su habitual indiferencia y contestó con poco interés y menos palabras a sus preguntas.

Pero era de toda evidencia que Celestino Videla no podía quedarse en “Los Zorzales” después de esa noche. La policía se lo llevó en su camioneta junto con todas sus pertenencias y nunca más se lo volvió a ver.

Quedaron los cuentos de su extraordinaria transformación, los que todavía suelen relatarse en las ruedas fogoneros del  pago. Algunos dicen que la policía lo envió a un manicomio en la capital, pero la mayoría se adhiere a la versión que cuenta que cuando lo fueron a subir al ómnibus para llevarlo, se convirtió en un enorme perro negro que se escapó de un salto y se perdió en la distancia…

Sylvia Simonet

"Cuentos de estancias"

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de Simonet, Sylvia

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio