Calle Corrientes Pequeño ensayo de Eduardo Silveyra, sobre la porteña calle Corrientes y su aniquilamiento histórico y cultural. |
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En algún momento la calle Corrientes
fue el eje de la vida nocturna de una Buenos Aires donde los
teatros, el cabaret y el dancing, la convertían casi en una réplica
de un Broadway, extendido sobre la llanura porteña. En esta calle,
ensanchada en 1931 para ser convertida en avenida, recaló el tango
cuando “piantó” de los arrabales hacía el centro. El locutor Roberto
Gil en un programa de radio, donde describía las vivencias de las
rutinas en ella vividas, la bautizó como: La calle que nunca duerme.
Razones no le faltaban para darle tal denominación, bares como el
Suárez, Ramos, La Giralda y otros de nombres hoy olvidados,
permanecían abiertos las 24 horas, en ellos, se podía encontrar a
las artistas encumbradas del teatro de revista, a poetas como Homero
Manzi, Discepolo y Enrique Cadicamo, junto a una variopinta horda de
insomnes trasnochados, entregados a quimeras imposible y a las
vaguedades otorgadas por los vinos entristecidos. Aunque el
ensanche, la convirtió en una avenida nacida en el bajo y concluida
en el cementerio de la Chacarita, las cuadras que iban desde el Luna
Park hasta Callao, seguían en el imaginario nominándose como calle,
porque la huella de la calle aun permanecía, no solo en las
actividades humanas, sino también en las paredes ocultadas por las
marquesinas de los teatros y comercios. |
Si París tenía lo suyo con Les Deux
Magots, el Café de la Paix o El Flore, la Buenos Aires del fin del
mundo, no se quedaba atrás con sus cafés como focos de gestación
cultural. Georges Steiner en su ensayo La idea de Europa, le da esa
categorización irradiante y en la misma, encontramos a Pessoa en un
bar de Lisboa escribiendo la poética de sus heterónimos, de haberse
extendido sobre la importancia de los cafés en el mundo, no hubiera
obviado al polaco Gombrowicz en el bar La Fragata, rodeado por
Miguel Grinberg y Jorge “Dipy” Di Paola, como atentos oyentes y
traductores de su sarcasmo y cinismo. Esa llama, pensada como eterna
y renovada en cada nueva generación, sin embargo, comenzó a anunciar
su ocaso en los años 70, incluso se puede una arriesgar la precisión
de una fecha, con el acontecer siniestro, encarnado en el golpe de
estado del 24 de marzo de 1976, cuando eran comunes las razzias con
sus desapariciones, las bombas con sus espanto y las ausencias por
los exilios obligados para escapar de la muerte. No mucho después de
ese acontecimiento, frente a la aun no privatizada Entel, se instaló
uno de los primeros locales de la cadena de hamburguesas Pumper Nic,
después del tiempo transcurrido, uno puede situarlo como el primer
enclave de una nueva colonización gastronómica. Ese tiempo marcado
por lo atroz, despobló a su modo los encuentros y sus sucedáneos y
hubo que esperar a la caída de la dictadura en el 83 y la avenida de
la democracia, para que el clima pasado volviera a bullir con
destellos de aquel pasado, aunque las cosas cambiaron para no volver
quedar igual y el ocaso volviera a preanunciarse con la llegada del
SIDA y trajera otra demolición humana y generacional a una calle
poblada espectros consumidos por la enfermedad, hasta que esa
extinción se hizo latente. |
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Ensayo de Eduardo Silveyra
Editado por el editor de Letras Uruguay
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