El aljibe y la hiedra

cuento de Víctor H. Silveira

Es curioso lo que sucede cuando intento ensamblar los datos de esta historia, buscar las palabras adecuadas, ir armando una especie de puzzle con todo lo sucedido. Porque es como si mirase a través de cristales deformantes, que me hacen ver en los recuerdos redivivos una abstrusa aporía. Además, los recuerdos parecieran ser tan selectivos y caprichosos como el olvido, esa cara en sombras de los laberintos o repliegues de nuestra memoria… “Pero si es algo de no creer”, hubiese dicho nuestra vecina Ulalume (¿qué fue de ella, me he preguntado, vivirá aún?). Ella continuamente nos espiaba con malsana curiosidad. Algo frecuente, y odiosamente común a todo vecindario -de ayer, de hoy y de siempre-  porque nada nuevo hay bajo el sol, según se cree.  Pero ni siquiera debí mencionar a Ulalume, no es de ella que debía hablar. Es de lo otro. De aquello que fue, sí, algo nuevo bajo el sol de los años setenta. Al menos, para mí. Recuerdo era el domingo 21 de mayo de 1978. Faltaba poco tiempo para mudarnos de nuestra casa, ubicada en una zona casi suburbana. Alicia, mi señora, había llevado a los niños al parque de juegos infantiles, a unas doce cuadras de allí. Exactamente a las tres de la tarde, yo iba atravesando el patio de aquella casona antigua en la que vivíamos desde hacía mucho tiempo. Dirigía mis pasos hacia el fondo, e iba pensando en las tejas que aún podrían rescatarse de entre las piedras y maderas amontonadas junto a un añoso sauce llorón. Antes de llegar ahí, fijé mi atención sobre el brocal del aljibe que estaba ubicado en medio del amplio patio. Era relativamente hondo, de entre quince a veinte metros de profundidad, y muy bien apuntalado en piedra basáltica negra, de apariencia lustrosa, casi metálica. El agua provenía de una vertiente muy honda, era pura y transparente, sumamente fresca en verano, y de notorio sabor salino. En más de algún caluroso verano, nos había salvado de aquellos cortes de agua, tan frecuentes por aquellos años.  Al acercarme, presté atención a los adornos de hierro labrado que coronaban el brocal. Algo colgaba entre los mismos. Me acerqué. No, no colgaba: era como si formara parte de los caprichosos arabescos de hierro forjado y se mimetizara con los mismos. Además, aquello -lo que fuera-  parecía estar latiendo.

Me detuve con la vista clavada allí. Seguía moviéndose a un ritmo acompasado en su silente latido, como un atípico y amorfo corazón, si es que a algo podré compararlo.

Por instantes se esfumaba, para volver a aparecer a los pocos segundos. No podría decir si sentí temor, estupor, o asombro. Tal vez una mezcla de todo eso, porque luego de dudar respecto a qué debía hacer, opté por volver sobre mis pasos y regresar a la casa. No entré, me senté en la escalinata, junto a la puerta trasera. Un remolino de hojas secas cruzó frente a mí, y vi que una rosa se deshojó súbitamente, dispersando sus pétalos entre la hojarasca otoñal. Miré más allá del rosal: de nuevo al brocal. Y seguía aquello. No, no era mi imaginación, ni un espejismo. Los pájaros, que siempre se posaban sobre el balde a mojar sus picos, habían huido lejos, intuyendo un ignoto, ominoso peligro. Oí ruido de pasos, y voces en la cocina. Eran Alicia y los chicos que regresaban del parque. Ya estaba atardeciendo. Al otro día, mientras desayunábamos, estuve a punto de relatarle a Alicia lo ocurrido. Iba a iniciar el diálogo, preguntándole si había visto algo junto al brocal del pozo. “Algo extraño”, me dije mentalmente antes de hablar. Pero ese adjetivo, tenía una carga expresiva que no me pareció oportuna. “Algo.” Sí, con solo decir eso bastaría. Aunque era poco explícito. Porque “algo” podía ser cualquier cosa: denotativamente no tenía una realidad concreta. Connotativamente podía ser, pongamos por caso, desde un puntito negro -un arabesco del hierro- tanto como la espiral de aquello innominado, manifestándose y expandiéndose. No sé. Podía haber dicho lisa y llanamente “algo latiendo” y punto. Opté por permanecer en silencio, bebiendo un café que se estaba enfriando.

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Los niños, por aquel entonces, estaban insoportables. Parecían intuir qué era lo que me molestaba para ir corriendo a hacerlo. (¿No dijo Freud que los niños eran “perversos polimorfos”?).  Por otro lado, yo tenía un sano, paternal temor, de que les sucediera algo, no sé exactamente qué. Un temor comprensible, dado que yo los adoraba. Además, no quería que ellos vieran -de ninguna manera-  lo que yo había visto. Por eso les advertí que jugaran lejos del pozo, porque podría resultar peligroso acercarse al mismo. Demás está decir que pese a ser su agua muy saludable, estaba en desuso, y no había razón alguna para acercarse allí. Alicia había plantado, al costado del brocal, una variedad de hiedra de un color glauco, que rápidamente se fue extendiendo por la estructura circular, y ya estaba llegando al arco labrado en hierro forjado. Incluso una ramita de la hiedra ya se trenzaba audazmente en la cadena que sostenía el herrumbrado balde. Sobre éste, un amigo, (cierta vez, inventando charadas y juegos de palabras) había escrito con un clavo: “Lía Fácil”,   -es un palíndromo-,  y recuerdo vagamente que aludía al destino.  No memoricé el significado exacto. Solo sé que se leía de igual modo del derecho como del revés, cual todo palíndromo.

Cierto día de junio, sorprendí a Gerardito, mi hijo menor, tirando piedras al fondo del pozo.  Ploc, ploc… oí desde mi habitación.  Bajé velozmente hacia el patio. Lo traje de un brazo, reprendiéndolo severamente. Fue entonces que decidí tapiar firmemente la boca del pozo. Gerardito lloraba, y le expliqué el peligro que entrañaban ciertos juegos. Probablemente, lo reconozco, le estaba hablando en un tono de voz algo elevado, pues vi que Alicia asomaba por la puerta trasera. Nos observaba, atenta y extrañada. Me preguntó algo. Pero no alcancé a responderle: en ese instante, por sobre el balde herrumbrado, estaba apareciendo de nuevo la forma. Me estremecí. Pero no sentí miedo ni horror: era otro sentimiento, nunca experimentado antes en la vida. Entonces, ocurrieron dos cosas. Alicia comenzó a acercarse al ver que Gerardito no cesaba de llorar. Y aquello que estaba sobre el brocal, comenzó a deslizarse hacia abajo, por dentro del aljibe. Bajaba como si fuera una serpiente de metal fundido, que de pronto se hubiera puesto al rojo blanco. Parecía estar huyendo, no de mí, sino del contexto humano. Alicia detuvo sus pasos, observándome en silencio. Yo estaba como hipnotizado, frente a lo que he descrito. Aunque, pensándolo bien, era indescriptible, alejado de toda palabra que le hiciera justicia.

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Poco después, comenzaron las discusiones. Alicia cambió de carácter, me regañaba por motivos intrascendentes. Parecía agredirme incluso con sus silencios. Y hasta callada resultaba enervante. Me vigilaba. Fingía estar dormida y se levantaba a altas horas de la noche. Me seguía al patio, o se paraba en los escalones del fondo, como una sonámbula. Me mortificaba en extremo ver la expresión de su rostro, como si me compadeciera de algo. O como si yo estuviera enfermo, o algo parecido. Por lo demás nada de morboso tenía el hecho de que me levantara a ciertas horas nocturnas. Simplemente quería comprobar si de noche también tendrían lugar aquellas manifestaciones. ¿Tal vez con formas nuevas e impensadas? La noche tiene ese toque mágico que todo lo transforma, agregando misterio a lo ya de por sí misterioso y mágico. Me parecía comprender el desconcierto de Alicia, puesto que ella no era capaz de ver lo que yo veía: me miraba con ojos de lástima, cuando la que merecía lástima era ella…

Una agradable noche del veranillo de San Juan, no resistí la tentación: abandoné en puntas de pies el dormitorio y me dirigí al patio. Había una luna llena que esplendía, poniendo una pátina de luz sobre el césped, el sauce y el brocal del aljibe. Yo, que jamás me sentí un poeta, estaba abriendo los ojos a un paisaje que solo los bardos podrían calibrar en su magnitud…  Ahora, cuando miro hacia atrás algo obligado, realmente todo parece una locura, no lo niego. Pero una locura transfigurada y hermosa, si se exceptuaba, claro está, el incómodo resquicio de miedo -a veces terror-  que me avasallaba por aquel tiempo, prendido como garfio. Así y todo, creo que aquella noche de luna llena, toqué el cielo con las manos. Mejor dicho, casi. Fue así: descalzo atravesé el patio, vestido solamente con el pantalón del pijama. El césped recién cortado, húmedo con el rocío de la medianoche, daba al aire un grato olor que se mezclaba con el aroma dulzón de las últimas rosas fucsia de Alicia. Llegué junto al brocal. Todo estaba en orden, todo en su sitio: la hiedra, la cadena, el balde -aún con su grafiti palíndromo-  colgaba en uno de los arabescos de hierro negro. Me sentí decepcionado. Yo esperaba ver lo otro. Agucé los sentidos, esforcé la vista. Acuclillado, reduje al mínimo la respiración, atento al menor sonido. Nada.

Sí, algo. Cierto aroma, un olor distinto. Como una mezcla de algas y menta, más otra cosa desconocida, que provenía del fondo del pozo, o bien de su agua   depurada y cristalina…  Indudablemente que aquello, lo que fuera, tenía su propio aroma. Tal vez su propia exudación. Sin hacer ruido, comencé a destapiar el brocal. No sabía que en ese mismo instante Alicia se estaba levantando al notar mi ausencia.

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“¡Basta! Basta. ¡Basta!”.  Este término se oía dondequiera en nuestra casa, allá por fines de setiembre. “Basta”, decía Alicia. “Basta”, decían los niños, agregando algún portazo (con lo corto de su edad), y “Basta” decía la madre de Alicia, que desgraciadamente había venido a vivir con nosotros: Alicia no pudo haber elegido peor momento para invitarla a pasar “unos pocos días”.  “Basta”, decía yo también, cuando empecé a sentirme víctima inocente de una vigilancia alternada: cuando no era Alicia, era mi suegra, quienes con mirada de águila estaban pendientes de todos mis gestos. Aunque supe ingeniármelas para fingir un total desinterés. Con la indiferencia literalmente “las maté”, usando una metáfora poco feliz, pero solo aludo en este punto al trillado refrán. Aunque, en algún que otro momento, lo confieso, sentí realmente ganas de matarlas. Sobre todo, cuando a mis espaldas, empezaron a cuchichear sobre psiquiatras, psicólogos y neurólogos.  Para mí, era obvio. A sabiendas estimulaban mi indiferencia afectiva hacia ellas, sugiriendo que yo necesitaba médicos, cuando ambas, a ojos vista, demostraban un comportamiento paranoico-esquizoide.  Además, fingían que no me vigilaban. Entonces, yo fingía que no me sentía vigilado. Pero, el temor mío era si ellas fingirían también ignorar que yo fingía. Porque lógicamente podían saberlo. O no saberlo. Entonces me desorientaba: parecía un juego de espionaje y contraespionaje, pero patético, cruel y desgastante. Me enfermaba todo aquello. Y lo que era peor, yo veía que los lazos familiares día a día se iban desintegrando, como las flores del jardín de Alicia, barridas por el viento. Y digo todo esto, con la esperanza de que puedan entenderme, porque en estas situaciones, tarde o temprano, surge el odio, como efectivamente ocurrió. Yo había perdido mi libertad. Ya no podía siquiera mirar hacia aquel maldito pozo. No es que me lo hubiesen prohibido, pero las sabía atentas, aguardando a que dirigiera hacia allá mi mirada y después ir corriendo a contarle a aquel absurdo doctor, quien ya había venido a hacerme sus amables pero capciosas preguntas. Luego aparecían con más pastillas, píldoras y cápsulas de todos los calibres y colores. Estaban logrando separarme de lo más trascendente que me había ocurrido en mi existencia tan chata y gris, que yo había padecido por treinta o más años en una oficina kafkiana. Empecé a sentirme un perdedor. El miedo más grande era que me hicieran recluir: como bien me había alertado “aquello”, cierta noche. En este punto sin retorno intenté rezar. Pero ya no recordaba las viejas oraciones. Entonces, inventaba otras, con nuevas palabras, mirando siempre hacia el aljibe y la hiedra.

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Nuestro patio, las plantas, el sauce, estaban cada día más hermosos. Sería quizás por la inminente primavera. Las glicinas estaban floreciendo y sus racimos azulados endulzaban el aire. La hiedra verde y blanca -creo su nombre era “cubana”-   se había extendido aún más por sobre los hierros sinuosos. Todo ese conjunto semejaba serpientes en lucha con gárgolas medievales. Hubiese sido un deleite visual ver “lo otro” aparecer en medio de ese escenario casi teatral. “Mise en scène”, aunque sin actores, sin bambalinas, ni spots. Yo estaba vigilante -cuando ellas aflojaban la guardia-  tratando de ver los dos o tres colores intensos, que luego cobrarían vida y empezarían a latir en “ralentti”.  A mirarme en silencio. Después a hablarme. Y ya hacia el final de aquel ciclo de acontecimientos, a advertirme cosas sobre ellos, previniéndome con una voz muy nítida pero silenciosa.  La tentación de acercarme y mirar dentro del pozo, iba in crescendo, se hacía cada vez más poderosa…

Cierta noche tuve que desviar la mirada hacia otro lado, al notar que Gerardito y Janice, sentados frente al televisor, me estaban observando. Pobrecitos, mis pequeños niños. Ellos no tenían la edad suficiente para entenderlo. ¿Cómo decirles?  ¿Cómo transmitir a alguien todo eso?  Hubiese sido lo mismo que intentar explicar un cuadro abstracto, una pintura surrealista, como aquel “Nombre Imaginario” -pongo por ejemplo-  de Ives Tanguy, que habíamos visto en la Galería de Arte Moderno.  Asimismo, el Arte parecía algo mucho menos complejo. ¿Pues cómo transmitir lo que figuraba debajo de la realidad conocida y palpada? ¿Y cómo expresar con palabras la belleza que se escondía en ese otro canal, al que ellos todavía no tenían acceso?  Les miré a los ojos. Acaricié la cabeza de Janice, apretándola contra mi pecho. Me sentí compungido, me sentí egoísta, y un mal padre. Busqué en lo más recóndito, la forma en que podría subsanar todo eso. Pero cómo lograr que pudieran comprenderme y justificarme… Pobrecitos. Pobrecitos mis hijos.

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Nuestra mudanza estaba prevista para principios de octubre y ya habíamos empezado a empacar las cosas. Toda mudanza supone un acontecimiento en cierta medida traumático. Más aún en mi situación. Yo no quería mudarme, no quería abandonar aquel sitio. Le había cobrado cariño a esa casa antigua, con sus torreones y vitrales, ubicada en la periferia de la ciudad. Amaba las plantas de Alicia, el sauce añoso,  los rosales con alguna variedad siempre en flor, según fuese la estación… Dos días antes de la proyectada mudanza, dejé de ver a la madre de Alicia. Sus valijas quedaron prontas en el dormitorio. Ni siquiera me inmuté: hubiera sido hipócrita cualquier muestra de interés, dado todo lo que había padecido por su causa. Era un fin de semana, y como era habitual en los días soleados, Alicia había llevado los chicos al parque, y sin saber aún lo de la súbita partida de su madre. Las pastillas que me habían dado con el almuerzo, habían terminado en el inodoro, como siempre. Yo me sentía muy bien, mejor que nunca. Había estado largo rato admirando el cielo luminoso y de un azul como no he vuelto a ver jamás… Crucé la habitación repleta de objetos embalados y cajones conteniendo mis libros, o viejos discos y casettes de música. Me agaché junto a uno de los cajones. Tomé un casette con música de Mahler: “Del Infierno al Paraíso”. Era una de las mejores orquestaciones que yo conocía de dicha obra. A Alicia, en cambio, no le gustaba en absoluto. Decía que su comienzo “era tenebroso y sombrío”. Lo único de Mahler que a mí no me agradaba era “Canciones de niños muertos.” Guardé el casette en el bolsillo de mi pantalón. En ese momento se abrió la puerta del frente. Era Alicia, que entró, caminó hacia mí y me preguntó si sabía en dónde estaban Gerardito y Janice…  Me quedé mirándola en silencio, sumamente extrañado por la pregunta y el tono de miedo que noté en su voz.

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Hubo un trastrocamiento de todo. No solo por el hecho de la mudanza, sino por el desorden en que estábamos viviendo. Hubo como un caos de las cosas. Pero también en los hechos, y en las palabras. Decíamos “patio” y eso parecía significar otra cosa. O decíamos “zaguán” y la palabra adquiría una resonancia diferente. Hasta un vocablo tan inocente como “brocal”, que solo alude al resguardo o antepecho alrededor de un aljibe, adquirió por entonces connotaciones imprevisibles: también se había trastocado o mutado radicalmente.  Al pronunciar esa palabra, adquiría resonancias cavernosas, como el eco de la voz humana rebotando por la oscura boca sin fondo del bendito aljibe aquel.

Gerardito y Janice no aparecieron. No regresaron a casa desde aquel infausto domingo. Les buscamos por todas las habitaciones, por todos los rincones. Volvimos al parque y allí continuamos buscándoles, hasta que anocheció. El hecho de que pudiesen haberse escondido, o se fugaran antes de volver a un hogar como el que les ofrecíamos Alicia y yo, no parecía descabellado. Pero semejante decisión, a la edad de ellos, no parecía normal.

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 Al día siguiente, amanecí solo en la casa. También Alicia había desaparecido. A esta altura de mis padecimientos, ya nada importaba. Nuestro matrimonio había sido lo más absurdo y desacertado de todo. Una relación que había empezado de la forma más prometedora: un paseo por las orillas del lago, cuando aún estudiábamos en la Facultad. Comentábamos un libro de poesías. Y por la noche el concierto en el anfiteatro de verano. Cuántas promesas nos estaba haciendo la vida. Todo, para terminar en ese atroz laberinto donde no había salida.  Ella también me abandonó”, pensé.  Jamás supe a qué hora ocurrió esto: cuando desperté, ya no estaba a mi lado. Parecía como si se hubiese volatilizado en el aire. O como si se la hubiese tragado la tierra. Toda búsqueda fue inútil.  Recorrí de nuevo las habitaciones, ya semivacías. Iba pisando papeles, folios, calendarios viejos, diarios de hojas amarillentas. Recuerdo una fecha, un titular, pues me quedaron grabados: “22 de noviembre de 1963. Magnicidio: Asesinaron a Kennedy”. El complot “de las rosas rojas”. Las interminables cochinadas de los poderosos en este bajo mundo…  Observé la pintura de las paredes, más oscura donde habían estado colgados los cuadros, y nuestros diplomas universitarios. Subí por la escalera hasta llegar al desván, lleno de sillas y muebles desvencijados, que probablemente se quedarían allí para siempre. Juguetes rotos de los niños, maniquíes de la madre de Alicia, de la época en que “vestía a lo más granado de la sociedad”, como acostumbraba a decir. Uno de los maniquíes, con su calva cabeza colgando de forma antinatural, parecía mirar por la ventana hacia el patio, con sus grandes ojos de yeso descascarado. Treinta metros hacia delante volví a ver el balde, suspendido de la cadena, con un gajo de hiedra balanceándose como un brazo verde. Pero, oh sorpresa: también estaba aquel otro brazo. Y en su lenguaje me estaba llamando otra vez.

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Yo estaba muy cansado, sentía sueño. Bajé las escaleras. Me miré en el reflejo oscuro de un cristal de la ventana: iba a un “rendez vous”.  Me peiné.  Palpé en el bolsillo el casette de Mahler. Era como llevar algo muy querido al emprender un viaje.

“¿Viaje?”, me pregunté. Sería absurdo, ilógico pensar en un viaje al fondo del jardín, o del patio. Ni en una idea de muerte. Aquello nada tenía que ver ni con Eros ni con Thanatos. Al contrario. Yo intuía en todo eso, una nueva forma de vida. Distinta a la que conocía, pero prometía algo de insoslayable belleza. Por eso debía dominar aquel temor y el incómodo temblor en las rodillas. Respiré hondo, percibiendo el olor de algas, menta y lo otro inexpresable, como algo de otros mundos. Nadie cree en ellos, claro. Pero que los hay, los hay…  Caminé hacia el aljibe sin mirar hacia atrás. Hice bien, puesto que, por distracción, había dejado abiertas puertas y ventanas del frente de la casa.

Llegué junto al brocal. Ahora podía contemplar de cerca esa nueva maravilla: ascendía como llamarada por los hierros artísticamente labrados. Bailaba en cada uno de ellos. Luego descendía por la hiedra en magnífico y artístico conjunto de colores complementarios.  La delicia para un pintor potencial, pensé. Giró en el círculo interior del brocal y continuó su descenso en forma de espiral, formando un torbellino de tonos rojizos, añiles y ambarinos. Iluminaba formas, rostros, seres que habitaban allá abajo. Yo siempre presentí que allí habría otros habitantes, aunque supe mantenerme bien callado, prudentemente. Incluso me pareció ver sus brazos, sus caras, sus ojos enormes como los del axolotl cortazariano. Me hacían guiños, me llamaban. Ya era el momento de conocernos cara a cara.

El único acorde disonante lo dio aquella sirena de ambulancia rasgando la noche...  Oí pasos apresurados, corridas, fuertes voces, y gritos. Alcancé a arrojar al pozo el casette, como muda ofrenda a lo que había visto…  Después, ellos, me tiraron al suelo, me maniataron. Probablemente nuestra vecina, Ulalume   -otra de las que me vigilaban y a la que yo había descuidado-   fue quien los llamó.

A esa sirena atroz ululando en la noche, la oigo todavía. Me persiguió (y me persigue) hasta a este sitio donde ahora habito: un edificio muy amplio, de modernas líneas, con incontables piezas luminosas, blancas  y  asépticas,  impecablemente limpias. Su director   -es médico, según supe-   se interesó amablemente por mi historia. Me pidió la pusiera por escrito, para anexarla a una ficha. Solo a eso se debe el hecho de este relato, pues no soy ni poeta ni escritor.  Mi nombre es Delmar. “No es necesario que usted ponga su apellido, Delmar”, me dijo el doctor en cuestión. Parecía una orden. Yo obedecí porque siempre mantuve sumisión, y un perfil bajo frente a todas las cosas en la vida.                                            

 

cuento de Víctor H. Silveira

 

Publicado en el diario El Pueblo (Salto, Uruguay) en cuatro entregas.

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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