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Entrevista a Alejandro Michelena sobre Viejo Cafe Tortoni

por Silvana Silveira

El escritor uruguayo Alejandro Michelena, autor de Gran café del Centro: crónica del Sorocabana, entre otros títulos que repasan la vida cultural y social de la capital, publicó recientemente en Argentina Viejo Café Tortoni: historia de las horas (Editorial Corregidor). Se trata de un ensayo que evoca los 150 años del clásico recinto, donde reviven fermentales tertulias que fueron legendarias.

 

-Para quienes no lo conocen ¿qué es el Café Tortoni y qué representa en y para la cultura y la sociedad argentina y del Río de la Plata?

 

El Tortoni es el café literario más antiguo del Río de la Plata. Nunca ha cerrado sus puertas, y eso que ya ha superado los 150 años. Conserva –en su decoración y mobiliario- la estética del siglo XIX, sin transformaciones inadecuadas, constituyéndose en valioso testimonio de toda una época y una forma de vida. Pero además: en ningún momento de su historia decayó la vitalidad de sus tertulias, vinculadas tanto a la política como a lo social y lo cultural. 

Para la ciudad de Buenos Aires es algo más que un café: una seña de la identidad porteña. Un lugar que ha latido al compás de sus cambios históricos y sociales desde 1858. Y el refugio de peñas culturales que fueron emblemáticas, en diferentes épocas.   

                                                               

Pero la proyección del Tortoni atraviesa el Río de la Plata. Para los uruguayos concretamente, ha sido lugar de encuentro y refugio, desde los tiempos en que Bartolito Mitre fundaba en una de sus mesas el Club Oriental, a fines del siglo XIX, hasta la recordada mesa de Wilson Ferreira Aldunate cuando comenzó la Dictadura en nuestro país, en 1973.

-¿Cómo definiría el ambiente del Café Tortoni de principios del siglo pasado y cómo fue cambiando a través de las décadas?

 

En los comienzos del siglo XX el Tortoni era uno más entre los grandes cafés de tertulias de una ciudad que había dejado ya de ser la “gran aldea” y crecía vertiginosamente. Era la época en que brillaban lugares como el Café de los Inmortales y el Politeama, en la calle Corrientes, escenarios de reunión de figuras brillantes de la cultura como el poeta Rubén Darío, el dramaturgo Florencio Sánchez, el pensador José Ingenieros y el escritor Ricardo Rojas. En aquellos tiempos la parroquia del Tortoni resultaba algo más modesta, menos rutilante diríamos; habría que esperar a la década del veinte para que se constituyera en el subsuelo -en la había sido la bodega del café- la legendaria Peña que durante quince años fue uno de los motores de la vida cultural de Buenos Aires. En cuanto a su ambiente: en el 900 era el típico café frecuentado por los entonces llamados bohemios; jóvenes con ambiciones literarias y poco dinero en los bolsillos. Pero veinte años después sus habitués ya eran más variados: escritores, periodistas, actores y músicos; pero también políticos, empresarios, profesionales y simples empleados. Fue a partir de ese momento un café cosmopolita, donde convivían el potentado y el desempleado, el culto y el analfabeto, y donde todas las ideas y posturas ante la vida se confrontaban y armonizaban. 

-Por allí desfilaron personajes clave de la cultura y la sociedad argentina, uruguaya y europea, ¿quienes eran sus habitués?

 

La lista de quienes frecuentaron el café es interminable, por lo que vamos a mencionar sólo algunas de las personalidades más conocidas. A la Peña –fundada el 24 de mayo de 1926 por el gran pintor de La Boca, Benito Quinquela Martín y el músico Juan de Dios Filiberto- asistieron con regularidad los hermanos Raúl y Enrique González Tuñón (ambos poetas), el narrador Roberto Arlt, el extraño pintor Xul Solar, el poeta sencillista Baldomero Fernández Moreno, la actriz Milagros de la Vega y la gran poeta Alfonsina Storni. Y también figuras menos clasificables como el Malevo Muñoz (Carlos de la Púa); el múltiple escritor Ulises Petit de Murat; el autor de Don Segundo Sombra , Ricardo Güiraldes; el gran cuentista uruguayo Horacio Quiroga. Pero además participaba de esas reuniones Jorge Luis Borges, cuando todavía era apenas un joven poeta. Lo hacían por su parte el crítico teatral Nicolás Coronado, el músico de vanguardia Juan Carlos Paz, el actor Elías Alippi, el autor de la famosa La pulpera de Santa Lucía, Héctor Pedro Blomberg, el escritor Leopoldo Marechal y el poeta nativista uruguayo Fernán Silva Valdés. Tuvo su mesa en el café, y actuó dos veces en la Peña, nada menos que Carlos Gardel, cuando su carrera como cantor comenzaba a brillar con fuerza.

 

Años más tarde se pudo ver en las mesas del café a dos intelectuales preocupados por el destino argentino y latinoamericano: Arturo Jauretche y Raúl Scalabrini Ortiz. Y en la misma época a una de las figuras políticas más limpias y coherentes: Lisandro de la Torre. Y a Juan Domingo Perón, cuando todavía estaba lejos del lugar central que ocuparía después en la política argentina.

Entre los extranjeros famosos que llegaron al Tortoni vale destacar al dramaturgo italiano Luigi Pirandello y al gran poeta español Federico García Lorca (a quien le gustó tanto el lugar que lo frecuentaba a diario). Pero también a la cantante lírica Lilí Pons, a los tenores Beniamino Gigli y Tito Schipa, al gran director de orquesta Arturo Toscanini. Allí llegaron el pensador hispánico José Ortega y Gasset, y el dramaturgo de la misma nacionalidad Jacinto Benavente.

Y en años más cercanos, ya en los setenta, tuvieron su mesa en el Tortoni queridas figuras de la cultura uruguaya como el escritor Mario Benedetti, la actriz China Zorrilla, el poeta Horacio Arturo Ferrer y el actor Santiago Gomez Cou. Y a la mesa de Wilson iban con frecuencia Zelmar Michelini y Héctor Gutierrez Ruiz; pero además se acercaban allí algunas tardes el cantor Alfredo Zitarrosa y el poeta Rolando Faget.                                                                                                                                                                                                                          

-De todas las anécdotas y conversaciones que reseña en su libro, ¿cuáles le resultaron más entrañables como para compartir con los lectores de la diaria?

 

Me pedís algo realmente difícil... Pero vamos a ver si podemos satisfacer a los lectores con una anécdota, inédita hasta la publicación de este libro, que involucra a tres uruguayos. Cierta mágica noche –de esas en que el café vibraba en clave de tango- el gran letrista Enrique Cadícamo le dice a Enrique Estrázulas: Venga. Le quiero mostrar la mesa de Carlitos. Y lo lleva al fondo, al costado de la entrada por Rivadavia, hacia una mesa escondida. Allí se reunía Carlos Gardel con sus amigos, a salvo de las miradas y la excesiva admiración; allí podía tener un poco de intimidad cuando ya era un artista famoso.

Esto, que le contó Cadícamo, me lo contó a su vez Enrique, sentados justamente en la que fuera la mesa de Gardel...

 

-¿A qué se debe su interés por el antiguo Café Tortoni?

 

A que me deslumbró desde que llegué a vivir a Buenos Aires, en el año 1974. Yo era habitué –en Montevideo- del viejo Sorocabana de la plaza Cagancha. Pero el Tortoni me atrapó, y me interesé por su historia que me pareció extraordinaria.

A estos dos cafés, los únicos que en realidad he frecuentado alguna vez como parroquiano, les dediqué sendos libros: Gran Café del Centro, crónica del Sorocabana , publicado por Cal y Canto en el; y éste, editado por Corregidor.

 

-¿Qué va a encontrar el lector en Viejo Café Tortoni. Historia de las Horas?

 

En primer lugar una historia muy interesante, apasionante por momentos, que en realidad encierra muchas pequeñas historias. Pero también podrá seguir –a través de la peripecia de ese micricosmos que es el café- fragmentos de los  avatares políticos, sociales y culturales del Río de la Plata.

 

-El libro recoge varias anécdotas y testimonios contenidos en Cuadernos del Tortoni, ¿a qué otras fuentes, materiales y documentos recurrió para contar su historia?

 

Los Cuadernos del Tortoni  fueron una de mis fuentes. También tuve en cuenta diversas notas aparecidas en la prensa porteña (sobre todo los informes periodísticos publicados cuando el café cumplió 140 años, en 1998), que me aportaron datos complementarios y significativos. Y un número especial de la revista Todo es Historia dedicado a Buenos Aires, donde apareció una larga crónica sobre el papel de los cafés en su historia social y cultural. Y naturalmente: tuve muy en cuenta el libro anterior, que escribiera años atrás el poeta Alberto Mosquera Montaña.

Pero lo realmente sustancial, lo novedoso de este libro, fueron los testimonios de varias decenas de habitués del Tortoni de variadas épocas: desde Ben Molar, el legendario representante de artistas y autor de tangos y boleros inolvidables, a los excelentes narradores que conformaron el grupo de la revista El Escarabajo de Oro –que se reunieron allí durante más de una década- como Liliana Heker, Vicente Battista y Abelardo Castillo.

 

-¿Qué tanto registro hay del viejo Café, en qué estado se encuentra y si es de fácil acceso?

 

No hay mucho más de lo consignado en mi libro, en la bibliografía y en la citas en el texto. Parece raro, pero esto se explica porque el interés por rescatar la historia y la peripecia de este lugar comenzó recién en los años setenta. En parte fue iniciativa del propio gerente del Tortoni, de ayer y de hoy, Roberto Fanego, y de personalidades como el historiador José María Peña, pionero en la revaloración de la Avenida de Mayo y su contexto desde aquellos años.

 

-Un fragmento que usted cita en su libro: "sobre las sillas se apilaban revistas literarias latinoamericanas, libros de Borges, de Sartre, de Camus, de Kafka. Teníamos alrededor de veinte años y éramos pedantes" (de Horacio Salas) retrata perfectamente la atmósfera del lugar, qué otras frases pronunciadas en esa época nos dan una idea de cómo era el ambiente?

 

Ese testimonio pertenece al poeta y ensayista Horacio Salas, uno de los integrantes de la peña de El Escarabajo de Oro , y corresponde a la etapa sesentista del café. Pero hay otras frases significativas, que hacen el retrato del recinto en épocas más antiguas, como cuando Ulises Petit de Murat confiesa a la revista Gente: La Peña del Tortoni fue el anticambalache. En ella, al revés de lo que sucede en el tango de Discepolín, la mezcolanza fue estupenda (en una evocación del escritor en el 73, que rescatamos en el libro).                                                   

 

-¿Qué tan vigente está el espíritu del Tortoni, qué queda de toda aquella movida?

 

A mi ver, el espíritu del Tortoni mantiene su vigencia. Aunque ya ha pasado la época de aquellas peñas y tertulias. Las últimas tuvieron lugar antes de la Dictadura de Videla, y cesaron a causa del riesgo que significaba desde 1976 reunirse en un lugar público...

Ese espíritu sigue vivo en la relación siempre intensa del lugar con el tango, a través de espectáculos pero también mediante los encuentros en sus mesas de la Academia del Lunfardo y hasta no hace mucho de la Academia del Tango. Y durante algunos años, hasta no hace tanto, las trasmisiones de Alejandro Dolina desde la vieja bodega atrajeron a las nuevas generaciones y renovaron la vida social y cultural al Tortoni.

 

Pero el milagro de este café prosigue. A pesar de que ahora es muy visitado por turistas de todo el mundo, y que mucha gente que lo percibe casi como un museo, a ciertas horas –a la mañana y a la media tarde- es posible ver a los parroquianos de siempre, conversando sobre política y sobre fútbol, sobre tango y literatura. Y se renuevan sus fieles, aparecen los jóvenes: dos estudiantes de filosofía discuten en un rincón, y allá una estudiante de Letras lee muy concentrada.

Silvana Silveira
Reportaje publicado en La Diaria, el 7 de abril de 2009.

Aportado, a Letras-Uruguay, por Alejandro Michelena

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