Un paseo a la luz de la lluvia

Cuento de María Inés Silva Vila

Del fondo de un pozo, sin traer nada más que una mirada de estupor vacía y fija como la mirada de los muertos; desde un lugar ajeno a ella y que sabía sin embargo propio, volvió a percibir el filo helado de las cosas, el doblez de la sábana, el oleaje detenido que las tablas del piso repetían una a una.

Sin saber por qué sintió frente a los viejos muebles de su cuarto una vaga sensación de miedo, como si por primera vez advirtiera sus superficies lisas, esa dureza que de pronto pareció golpearla.

La cortina oscura no conseguía velar del todo el rectángulo de luz de la ventana. Debía ser tarde ya. Vio a su lado el lugar vacío, la almohada hundida, el pijama desplegado como una bandera sobre los pies de la cama.

Adriana imaginó a su marido preparándose solo el desayuno y hasta llegó a entrever el gesto cansado de todos los días, junto a la frágil pompa de hacer café. La pequeña llama del mechero tembló por un momento hasta desaparecer.

Salió de la cama con desgano, como si todavía conservara la pesadez del sueño y tuviera que abrirse paso en el aire.

Desechó la bata gris que cubría el respaldo de la silla. Prefería vestirse.

Fue en ese momento, cuando introdujo las manos entre las perchas y sintió el roce de la ropa, mientras buscaba el vestido negro de hacer las compras, que la asaltó una sensación de perder pie y caer y volver al estupor del principio, fuera del cauce que va uniendo los días. Corrió las perchas una a una, con apuro, como si necesitara agotar el desconocimiento y encontrarse de nuevo en tierra firme, echar el ancla en un momento preciso del tiempo, continuarse de alguna manera. ..

Aquellos trajes pendientes, sin vida, se perfilaban como ahorcados en la penumbra. Sintió que estaba profanando algo más serio y privado que una tumba y retiró las manos.

El cuarto pareció agrandarse indefinidamente: fue una plaza, un parque, tomó el aspecto de muchas habitaciones olvidadas.

Cuando todas las cosas volvieron a su sitio no supo explicarse dónde estaba.

El ropero seguía abierto frente a ella: tanteó el aire, adentro, y los trapos vacíos. Se encontró de pronto buscando el uniforme del colegio. El mundo se armaba de nuevo en aquella búsqueda minuciosa, un mundo adolescente, con padres, trajines estudiantiles y tardes de domingo.

Pero no pudo encontrar el uniforme y no le importó. Se sentía feliz, como si fuera dueña de un milagro. Tenía que apurarse para llegar a clase. Se resignó: una falda tableada y un pulóver celeste que descubrió en una caja grande, en el piso del ropero.

Pasó una mano por la cabeza y extrañó el pelo recogido en ese moño medio desecho. Lo soltó y se peinó sin mirarse. No tenía ninguna cinta para sujetarlo y salió del cuarto pensando que compraría una en la primera tienda que encontrara.

En el corredor se cruzó con un hombre en mangas de camisa que la retuvo por un brazo. La cara, en cierto modo, le resultó familiar, pero consiguió librarse y salió corriendo.

No se preocupó de cerrar la puerta del apartamento y bajó casi sin pisar los escalones. Algo, tal vez los pasos del hombre que la perseguían, sonó detrás de ella como un eco.

Esperó el tranvía largo rato en aquella esquina hasta advertir que faltaban los rieles. Seguramente pasaba por otra calle.

Estaba fatigada y ahora caminó despacio por los alrededores buscando la vía: sólo encontró algunos rastros gastados, interrumpidos, que existían apenas como para sostener un recuerdo.

Detuvo un ómnibus y lo tomó. La ciudad se deslizaba por las ventanillas, mostraba calles nuevas, la sorprendía con edificios que no había visto nunca, con autos estirados como flechas.

Eran las ocho de la mañana. Tenía tiempo de ir a buscar a Claudia. Preguntó al guarda por la calle Ejido. Tenía miedo de no reconocerla. Se bajó en la esquina frente a una luz amarilla. Mientras cruzaba, la luz saltó y se volvió roja y una fila de autos avanzó sobre ella con los motores bramando.

Corrió hasta alcanzar la vereda y atravesó una explanada. Se internó por Ejido en dirección al mar y respiró aliviada al ver la casa de su amiga —había temido que se hubiera esfumado en una sola noche, como los tranvías— reparó por primera vez en la grieta que bajaba por el frente y en el color grisáceo de la pared, como cubierta de una costra desconocida. Arriba, el pretil de la azotea parecía comido, rascado, golpeado por algo sin forma, pero implacable. El cielo estaba encapotado. La lluvia colgaba silenciosa, sin caer. Fijó la mirada en el escalón de la entrada y recorrió una larga señal donde el mármol empezaba a separarse.

La atendió por fin una señora, inverosímil de tan triste.

—Adriana —la oyó decir— no te esperaba hoy.

—Busco a Claudia.

—Qué te pasa? —preguntó la mujer y pretendió tocarla en el hombro. Adriana miraba por encima de ella, hacia la cancel, esperando ver el rostro de su amiga.

—Busco a Claudia: si no, llegamos tarde.

Bajó la mirada hasta encontrar los ojos acobardados de la otra; después de un instante retrocedió sin dejar de vigilar ese rostro en ruinas, ese apacible rostro que significaba sin embargo una amenaza.

Súbitamente empezó a correr hasta haber dejado aquello muy atrás: había visto la máscara de la vejez en aquella cara, una máscara para Claudia, o tal vez para ella misma.

No quería pensar más. Se angustiaba.

Antes de llegar al colegio acompañó durante un trecho la larga vidriera de una tienda. Entró y compró una cinta azul. Le molestaban las miradas curiosas de las vendedoras y terminó de atársela en la calle.

Caminó detrás de otras muchachas con libros bajo el brazo. “Son mayores” —pensó— deben de ser de cuarto año”.

En la puerta del convento encontró al chocolatinero pero no era el de siempre. El patio estaba lleno de alumnas que charlaban en grupos, todas con el uniforme azul.

Adriana se detenía y buscaba de una en otra —cada vez más ansiosamente— a su amiga Claudia.

Una monja salió a la puerta de la Dirección. En ese momento sonó el timbre de entrada. Las muchachas fueron desplazándose hacia los salones entre risas y medias palabras. El patio quedó desierto. Sólo Adriana permanecía en medio de tanto espacio, desguarnecida. Pero no tardó en decidirse. Fue hacia su clase y espió desde la ventana. En su banco estaba sentada una rubia pecosa. No conocía a nadie. Esto le causó un desasosiego extraño.

Se dirigió a la calle y se detuvo un momento en el zaguán.

De repente, como si de verdad lo estuviera sintiendo, la asaltó el olor de la cocoa que le preparaba su madre por las mañanas. Era un olor fuerte, dulzón, que guardaba dentro de sí un mantel a cuadros y el ruido que hacía el aparador cuando se abría, y el centro de la mesa con fruta fresca y al alcance de la mano.

La calle estaba lustrosa y negra. Llovía. Avanzó entre los paraguas abiertos, contenta, chapoteando por los charcos. Entró en una panadería y compró bizcochos de anís y unas plantillas. Después la calle de nuevo y la lluvia, calándole las ropas y la piel, y aún más adentro, no los huesos, una incierta memoria, el último resguardo de su nombre. De repente la lluvia se había vuelto triste; o a lo mejor era ella que ya no encontraba charcos para saltar. Tal vez el otoño no estaba en parte alguna y era nada más que invento de la sangre.

Un bote de papel bajaba a toda velocidad un torrente de agua al borde de la calle. El papel que envolvía los bizcochos estaba empapado. Le faltaba menos de una cuadra para llegar.

Desde la esquina vio un edificio en construcción a mitad de la cuadra y un temor repentino la impulsó a apurar el paso para salir de dudas. Los balcones de mármol, las celosías cerradas, el llamador de bronce a un lado de la puerta le devolvieron intacta la fachada de su casa. Estaba. Empujó la puerta, contenta, comiendo una plantilla humedecida. El pasto empezaba allí mismo, donde antes había estado el zaguán. El baldío se continuaba hacia el fondo; amontonaba diarios, escombros, fracasos. Inexplicablemente, hacia un costado, se levantaba todavía una de las paredes con el agujero de la puerta en el medio. A través de él podía verse la sala y el empapelado colgando a tiras y cubriendo el piso, varillas herrumbrosas y vidrios rotos; frente al lugar de los sillones, al descubierto, el lamparón negro del hogar.

Adriana dejó caer el paquete con los bizcochos; quedó en el barro, desecho, bajo la lluvia. Se dirigió hacia la sala y entró. Contempló el marco sin ventana y más allá, conservada de milagro, la celosía cerrada que había visto de afuera, con dos tablas en cruz, sosteniéndola.

Fue allí, al volverse, aun antes de enfrentar el brillo transparente del vidrio, que recobró su lugar en el mundo. Y en ese reflejo de su propia cara, en esa imagen inmóvil, de un solo golpe, le fue devuelto el tiempo, que se abatió implacable sobre ella hasta hacer manar, desde no se sabe dónde, un llanto suave, manso, silencioso como la lluvia, pero interminable desde entonces para ella.

 

Cuento de María Inés Silva Vila
De "Felicidad y otras tristezas"

Biblioteca Artigas Colección de Clásicos Uruguayos Volumen 187

Biblioteca Nacional de Uruguay Montevideo 2011

 

Ver, además:

 

                      María Inés Silva Vila en Letras Uruguay

 

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