El idiota

Cuento de María Inés Silva Vila

De adentro, desde el aparador oscuro donde latían sin cesar los relojes, se adelantaban las doce campanadas por los patios abiertos, rozaban apenas los escalones blancos de loa zaguanes en penumbra hasta llegar a la puerta y romper fila para escandalizar, con perfecta inocencia, la vereda. Porque aquel era el toque de retirada. El vecindario se decidía entonces a levantar su campamento de sillones de paja, chinchibirre o maridos en mangas de camisa. Se detenía el lento oleaje del aire que corría por toda la calle; nadie se hamacaba ya.

Los zaguanes se veían ahora poblados de gente. La tía Luisa marchaba detrás de Juanita —que llevaba toda la carga a cuestas como una hormiga imperceptible con un único vaso de cristal en sus manos blancas. En el fondo del vaso repiqueteaba un azucarado resto de jugo de naranjas que Juanita daría cuenta de él no bien llegara a la cocina. El coronel Aguirre parecía llevar el mismo sillón que Juanita para adentro, con la casa todavía a oscuras, porque doña Jacinta se demoraba en el patio tanteando la llave de la luz y solo conseguía enredarse con la cuerda del toldo. El juez de Santis, con un pie en el escalón de la puerta, confirmaba la hora en su reloj bolsillo y en un fastidio acostumbrado, balbuceaba "dónde estará ese mocoso". Después marchaba también para adentro con su silla de puja, mientras alguien atrás, su mujer seguramente, clausuraba la casa con un golpe seco que resonaba lejos, en el fondo. De haber estado José hubiera sentido un frío ahora. No le gustaba aquel momento de cerrar la puerta. Era algo definitivo. Cuando no quedaba nadie fuera, echaban también los pasadores y él se sentía dentro de un convento o de una cárcel. Pero José no estaba. Se demoraba en algún lugar, saboreando la media noche, entreteniéndose con el gusto del cigarrillo y el mareo de la tercera caña. El Juez cruzaba ahora el patio. El cielo parecía desplomarse por la claraboya abierta, aclarando el damero de las baldosas, las grandes macetas, la mitad del comedor que luego se perdía en la oscuridad hasta retomar algún temblor y algún brillo en el sitio de la platería y del espejo.

No había un alma en la plaza. La confitería había cerrado también. Y el club. Cuando no hay nadie en una plaza igual parece que alguien camina sobre las hojas secas. Aún en verano hay hojas secas en las plazas. Y más cuando es de noche, y no hay nadie. "Dónde estará ese mocoso, se había preguntado el Juez.

José había salido del café de Gamboa y caminaba hacia el centro con el gordo Aguirre. El gordo andaba inquieto, caminaba ligero, nervioso. José se quedaba rezagado y el otro tenía que esperarlo vuelta a vuelta para seguir juntos. —"Llegamos tarde de nuevo. Hoy el viejo me pesca. Decime, ¿a vos no te oyen? —"Según, a veces sí". —"Y no te dicen nada?" —"Claro. Encienden la luz y me gritan algo desde la cama, para hacer ver que están despiertos y que me reprueban". —“Conmigo son más bravos. Si el viejo anda de mala, me curte. Si está bien, es al revés. Me invita a tomar un trago y roe empieza a hablar de cuando era joven. Por tirarme la lengua. . . Pero nunca se sabe como se le va a encontrar. Cuando voy a abrir la puerta me dan ganas de salir corriendo. Eh, José, en qué pensás? Mire que estás raro de un tiempo a esta parte! Ni siquiera te ves con Isabel últimamente. Estoy seguro de que te traes algo entre manos, pero no decís ni jota. Habla, qué papel juego yo en este asunto. Soy tu amigo, eso lo sabes". —"No es nada, Gordo, no te preocupes". Ya habían llegado a lo de Aguirre. José también podía ver la puerta de su casa. —"Bueno, hasta mañana". —"Hasta mañana, Gordo". Cuando el gordo Aguirre ya entraba en su casa José lo llamó despacito por el apellido, como en el Liceo: —"Eh, Aguirre!" El Gordo se volvió asustado, y entornó la puerta nuevamente, detrás de él.

—"Calláte, que van a oír... Qué querés? Hablá bajito". —"No, que no digas en tu casa. Después se lo cuentan a papá". —"Qué no cuente qué? Si no me has dicho nada... Sacando lo que veo por mi mismo y que cualquiera puede ver... que vas de un lado a otro...". —"Calláte". —"Y que averiguas de los Melgarejo todo lo que podés, como si te fuera la vida en eso", —"Dios mío. No digas ni palabra, Gordo. Basta ya. No sé lo que harían en casa. Lo menos me mandarían a Montevideo".

—"Qué más querés? Pero decíme, que te pasa con esa gente? Querés descubrirles la madriguera? Si hasta vino uno de investigaciones de Montevideo y no dio con ellos.. . Además te has puesto a pensar si se enteran? Te aseguro que no contás el cuento. Y yo tampoco. Sin comerla ni beberla. El otro día soñé que me seguían". En ese momento se encendió una luz adentro de la casa y una voz de hombre, gritó; —"Sos vos, muchacho?" Asustado, el Gordo Aguirre se pegó casi contra el marco de la puerta.

—"Ay Dios, te dije que hoy me pescaban!", balbuceó. De adentro volvió a oírse la voz, que repitió: "Sos vos?" —"Sí señor, soy yo"— contestó el Gordo con la cola entre las piernas. —"Y qué espera para entrar, ¿qué aclare?" —"'Enseguida voy. Un momento nomás". El Gordo se agitaba entre el miedo a su padre y la curiosidad por saber, por conocer el misterio de su amigo de Santis. —"Hasta mañana, Gordo, se va a enojar tu padre... —"Pero decíme, (Aguirre lo había tomado por una manga y lo sacudía un poco). Me muero por saber... Te juro que soy una tumba"". José lo miró y con una voz calma y segura, sin advertir la importancia de la frase, dijo: —"Quiero salvarlos", y dio la espalda al otro que lo miraba como alucinado.

Entró sin que lo oyeran. Cruzó el patio iluminado por la claridad de aquella noche veraniega que caía sin tropiezos por la claraboya abierta. Al pasar por el comedor tanteo sobre la felpa de la carpeta el botellón con agua y loa vasos. Tenía sed. Después salió cuidando aún más de no hacer ruido. Pasó frente al dormitorio de sus padres, atravesó el segundo patio, cercando el aljibe que levantaba en el borde, como pequeños monstruos, las alegres macetas de su madre, y llegó por fin a su cuarto. No encendió la luz. Abrió la ventana que daba al fondo y se dejó caer en la cama cuan largo era. Tenía pereza de desvestirse. ¡Qué verano! Si se levantaba temprano, se creerían que había vuelto antes. No quería más líos. Lo agotaban. Estiró la mano y buscó el despertador. Le fue fácil. Era luminoso. Se quedó así, un rato, con el reloj en la mano, sintiéndolo latir debajo de su caparazón de lata colorada, apoyado sobre un brazo hasta que se le acalambró- ¡Qué pocas ganas de dormir! Como hundido en el calor, así se sentía. Le pesaban los brazos y las piernas. Tiempo malo. Se entreabrió la camisa y descansó la cabeza en la almohada. De pronto sintió que se iba a morir. No enseguida: alguna vez. Él vivía sin advertirlo, vivía con naturalidad, como un animal que no sabe nada de lo que le ha de pasar. Pero había momentos así, que le venían de golpe, momentos en que todo él sentía un bajón, y parecía tocar fondo. Y no había manera de evitarlo. Aunque saliera corriendo se iba a morir. Si se sentaba para siempre en un banco de la plaza, se iba a morir. Si se hacia abogado, como quería su padre, también. Podía casarse con Isabel y tener hijos. Sin embargo, a pesar de lo ocioso que era todo, el prefería que le pasaran cosas, que era lo mismo que salir disparando. No podía estarse quieto. Hubo un tiempo que le gustaba enamorarse. Lo buscaba. A los trece años amaba frenéticamente a María Luz, la que cantaba en el café del Sueco, en el puerto. María Luz vivía en el cuartilo de un conventillo de al lado del café. Se había hecho una puerta y pasaba de un lado a otro sin salir a la calle. Por eso hablaba siempre, con tanto orgullo, de su camarín. A José no le dejaban entrar en el café por la edad, pero ella le permitía mirar desde su cuarto. Cuando él entraba, ella le decía, sonriéndole: —"¿A qué no sabés lo que tengo hoy en el cajón?" Y entonces el se abalanzaba y hundía las manos entre los cosméticos y los pañuelitos hasta que rescataba dos o tres caramelos, o un bombón, o cualquier otra golosina. Pero un día se le ocurrió que aquellas golosinas se las debía regalar algún hombre y no quiso comerlas más. No aclaró nada, se negaba, simplemente. Al principio ella se extrañó y preguntaba: “Pero vaya, estás malo?" Después se acostumbro y no le ofreció más. María Luz no sospechaba lo que Joselito, como le llamaba, sentía por ella. Tenía sobrinos en Montevideo, "de tu edad" agregaba siempre en cualquier conversación. Así explicaba ella el cariño que le había tomado. Un día él había hablado con el negro Urquiza que tenía como tres años más que él. No sabía como se había encontrado contándole su historia —si a lo que había se le podía llamar historia— con María Luz. El Negro se había reído y haciéndose el hombre lo había palmeado en la espalda. "Pero si a esa la arreglas con plata...". Le había parecido repugnante aquello. La frase y la cara de superioridad del otro al pronunciarla. Sin embargo la frase le perseguía todavía una semana después. Ese domingo, aún sin tener nada decidido, no fue al cine. Un mes después, tenía ahorrado un peso cincuenta. El no sabía si con alcanzaba. Trataba de no pensar en el asunto. De haberlo hecho se hubiera asustado de veras. Solamente echaba las moneditas al bolsillo. Una semana seguida había ido a verla sin animarse a nada. Se tocaba el dinero en el fondo del bolsillo y lo hacía sonar un poco. Pero ella no parecía advertirlo. El día de su cumpleaños salió de su casa a las siete de la tarde. Entró por el corredor largo y golpeó en la piecita.

—"Adelante"— contestaron de adentro. María Luz estaba poniéndose las medias. Eran medias negras y transparentes, como las que usan en el cine. —"Ah, ¿sos vos? Qué tal?" María Luz apenas lo había mirado. Seguía en su tarea de vestirse ajena al chiquilín que la miraba hipnotizado. Haciendo todo un esfuerzo, ya sin saber ni para qué lo hacía, se había acercado a una pequeña cómoda que tenía la mujer y había dejado caer allí el dinero con timidez. Eran dos monedas, una de un peso, y otra de cincuenta. Tenía un poco más de cambio en el bolsillo, unos vintenes de la ultima semana, pero no se animó a dejarlo. Le pareció que podía humillarla. María Luz había vuelto la cabeza, atraída por las monedas golpeando en el cristal que cubría la madera, preguntando. —"¿Que haces, Joselito?” Todavía ahora, dos años después, José veía la falda de María Luz cayendo sobre las medias negras, al levantarse, hasta cerca del tobillo. Después se había acercado, solícita: —"Pero querido, se lo pediste a tu papá?" Hosco, molesto de que le nombraran a su padre en aquel momento, había respondido: "no". —"Pero si sos un ángel! Lo que te van a agradecer esos pobrecitos! Porque ellos reconocen la gente que los quiere. Él la había mirado sin comprender. —"Cuando yo vivía en Maldonado tenía uno...". Apenas si había oído la última frase. Estaba mirando un papel pegado en el espejo de la cómoda. Decía: "Colecta a beneficio de la raza canina". En el ángulo izquierdo aparecía la fotografía de un esmerado perrito lulú, blanco y peludo, que asomaba de un cochecito negro, como un niño de meses. Parecía un artículo de tocador. Sentía que todo había sucedido recién. Se le encendían las mejillas como antes, al desprenderse con brusquedad de la mujer que amagaba abrazarlo y que tal vez ya empezaba a comprender. Había dado un portazo al salir; sin darse cuenta, tomó por el lado del café. Estaba lleno de gente. Dos o tres lo miraron y se rieron. El se había detenido un momento y sin ocurrírsele mejor insulto, había dicho: —"Perros!'' Nunca más la había vuelto a ver.

Después de María Luz habían habido naturalmente otras. Pero estaba aburrido. Había terminado por pensar que el amor repetido se agota en sí mismo. Era como decir y decir una palabra hasta el cansancio. Se le pierde el sentido. Se vacía y no permanece más que el sonido, la obsesión, esa tristeza que nos viene cuando no queda nada, nada ya por hacer o por pensar. Plantarse ante el espejo y hacer y repetir una misma mueca con la para, hasta desconocerse, hasta convencerse que enfrente hay un fantoche que mira y mira impertinente, sin saber que busca o qué pretende. Y al fin quedarse solo. Porque nadie entiende ni quiere entender nada. Solo, hasta tener lástima de sí mismo, solo, hasta querer gritarle en la cara a la gente: yo sufro, yo me muero, y todo esto solo, o es que no se dan cuenta? No se dan cuenta que no hay nadie que se muera conmigo? Y aunque alguien lo hiciera, no se dan cuenta que igual me moriría solo? Usted, señor, usted, la del sombrero, que se levantan, toman el té de tarde, van de compras y a Misa los domingos, nunca han tenido ganas de abrazarse y llorar, de intentar de algún modo, terminar de una ves con esta caparazón que nos separa, y acompañarnos aunque más no sea un poco? La angustia crecía y crecía durante el día hasta hacer crisis por las noches, en la cama, cuando buscaba adrede la posición de los muertos, boca arriba, lar manos en cruz sobre el pecho desnudo. (Porque hay un tiempo en que la muerte atrae y espanta en igual grado). No sabia ya como hacer para descansar en paz. Por eso imitaba la inmovilidad, por eso buscaba el frío permaneciendo horas enteras sobre la frazada, sintiendo el calor áspero de la lana debajo de él, imaginando los dibujos que le rozaban las costillas y que parecían adquirir movimiento hasta que no podía soportar más aquel lento reptar que le horadaba la piel y lo escalofriaba. El aire que entraba por la ventana abierta le entumecía la piel de su cuerpo hasta que la sentía como una costra rígida y ajena que lo envolvía todo y amenazaba crecerle para adentro hasta no dejarle lugar. Por un momento el otro ocupaba su lugar en la cama. Hasta que la muerte perdía de pronto, sin razón, su prestigio. Y el horror y la soledad lo volteaban sobre las almohadas intentando acurrucar el llanto y esconder para él solo la angustia. Y sobrevenía de nuevo la desesperación, las ganas de aferrarse a algo con alma y vida. Sumirse. Palparse. Oírse respirar. El corazón late. Estamos vivos. Hay que hacer algo. Sí, por sobre todas las cosas, hay que hacer algo. Para no esperar quietos nomás. Para salvarse aunque no se crea en la inmortalidad. Hay que hacer algo. Como una campana. Hay que hacer algo, hay que hacer algo, algo, algo. Como una campana. El reloj de la Iglesia estaba dando la hora. Se oía muy bien desde la cama. Era triste, como todas las cosas que se repiten. Aún no se desvanecía la primera campanada, cuando ya la segunda intentaba revivirla, y la otra, y el eco de la otra. Sin razón, tal vez para dormirse convencido de algo, se dio vuelta sobre el lado derecho, y pensó ''Tengo que ver a Isabel''.

Se le pasó el día sin ir a verla. Sin advertirlo buscó un pretexto tras otro hasta que ya por la hora, se hizo imposible. No podía ir a casa de Isabel después de las diez de la noche. Aunque no lo sabía tenia puesta toda su voluntad en pasarlo mal. Isabel era demasiado alegre, demasiado joven, llevaba como una culpa —para él— una cinta azul en el pelo y guardaba cuadernos de matemáticas arriba del mármol de su mesita de luz. A veces él se complacía en torturarla, quería hacerle cambiar la cara, que se adelgazara un poco y se le velaran los ojos al mirarlo. Quería hacerle sentir que podía ser infinitamente desgraciado para toda la vida. En general la asustaba un poco. Ponía cara de animalito que se ve venir una paliza. Pero nada más. Al rato se le pasaba, y él se quedaba sin saber que hacer. Se avergonzaba un poco, manipulaba un rato más con su metafísica de todos los días, hasta que al fin, vencido, terminaba por guardársela en el bolsillo junto con el yesquero al que parecía haber estado tomando el peso todo el rato. Un día ella le había dicho: "Ya sé lo que te gustaría: que vistiera de negro, jugara a la ruleta y me declarara al borde del suicidio. Pues bien, búscate una vieja". Y le había dado con la puerta en la cara. Fue la única vez que consiguió sacarle algo que podía ser una respuesta a sus planteamientos trágicos. No había caso, ella no le daba entrada. Era totalmente infantil y sin embargo estaba seguro que se sentía mayor. A veces había creído descubrir una mirada de superioridad, como de estar de vuelta, en ella cuando él le hablaba de todas sus angustias y todos sus problemas. Y sin embargo, estaba seguro que nunca se los había planteado, que solamente se planteaba aquello que era simple, lo que podía resolver. Matemáticas, bah! Sobresaliente en matemáticas. Bah!... Como si eso importara! Por eso, sí, por todo eso no había ido. A pesar de tener ganas de verla. ¿Para qué? 

Había dedicado todo el día a hacer sus planes. Conocía una persona que parecía saber algo. . . Decidió ir esa misma noche. Vivía cerca del río. Eran más de las once cuando abrió la puerta a su último visitante, —"No te esperaba ya. Es medio tarde. Sabés que trabajo temprano, de mañana". —"Si le viene mal, me voy". José se había puesto serio, con cara de ofendido y había detenido la marcha por el corredor largo. —"No, no es eso". La mujer se achicó enseguida. —"'Sólo que me gusta atenderte bien, y estando cansada, no se...". —"No te preocupes. Tengo que hablar contigo. Es cuestión de un rato, nomás". Melchora se acercó al muchacho y le pasó el brazo por los hombros, mientras reanudaban la marcha por el corredorcito; las baldosas estaban levantadas, bamboleantes. Se tropezaba a cada paso con la falta de luz. Allá en el fondo una puerta se abría al baldío, la luna iluminaba las últimas baldosas y prestaba una aureola al marco de la puerta. Parecía que alguien iba a pasar furtivo por allí, por ese rectángulo de claridad; un malhechor o un gato. Por esa puerta entraba también un fuerte olor a tambo.

Qué ganas de tomar un jarro lleno y espumoso de leche! Habían llegado. Melchora abrió la puertita del cuarto y la claridad lunar y el olor y la leche recién ordenada cayeron de golpe tras el portazo, mientras se levantaba, más sucio, más espeso, la cama con el forro azul, de arabescos dorados —cuántas figuras, se veían, se adivinaban, en esos arabescos— y después el armario con un espejo grande hasta el suelo partido en dos como si se le hubiera quedado para siempre un látigo incrustado, como castigo por alguna imagen, por algún pecado capital del espejo. Arriba de una de las mesas de luz había una lamparita, con su forma de viejo calvo, sin sombrero. Sobre la cama, en el medio de la pared, José había reconocido ya la primera vez que visitó a Melchora, la imagen del Corazón de Jesús. Había uno también en el cuarto de sus padres. Advirtió que la mujer le estaba hablando. Se había tendido en la cama y había tirado los zapatos al suelo. Ahora movía los dedos de los pies, con satisfacción. —"Caminé mucho hoy. Sabés que casi no te oigo? Apenas si se oye el llamador desde aquí. Y como ya me iba a acostar. Pero apenas oí los golpes me di cuenta de que eras tu". —"O de qué era para ti? Es un poco distinto, no?" —"'Que cosas tenés!" “Por qué no te ponés cómodo? Hace calor, eh!". La mujer se levantaba el pelo buscando el tacto fresco de las almohadas. José permanecía todavía parado junto a la puerta. Se sentía como cuando era chico y estaba a punto de confesarse los domingos. Se recordaba todavía junto al confesionario, esperando que terminaran los que le precedían, pensando en como empezaría, que diría después, y después, y aún más tarde. Y cuando le llegaba el momento, el padre Andrés decía '"Ave María Purísima" y el contestaba "Sin pecado concebida", y cuando el silencio y la espera se agravaban pedía: "Padre, me pregunta usted?" Tenía ganas de acercarse a la cama y arrodillarse a un lado de Melchora y pedirle que le preguntara. Sentía ganas de hablar, sabía que iba a hacerlo, pero no sabía como empezar, —"¿Qué te pasa, José? Estás pálido. Querés un café. Tengo caña también". —-"No, estoy bien. Pero quería hablar contigo, Lo decidí recién. Tengo que terminar con esto. Melchora, ¿dónde puedo hablar con Pancho Melgarejo!" — "Pero querido, algo de eso me preguntaste ya, y te dije que hace años no lo veo. No sé por dónde andará... Como sabrás nos peleamos y..." —''Sí. Ya conozco esa historia... Pero como pasan los días el único camino que veo sos vos, insisto. Pienso que si todavía tuvieras relación con él, dirías precisamente eso, que no sabés nada. Escúchame Melchora, necesito hablar con ellos...". —"Ellos? Con todos ellos? ¿Para qué? —"Es largo de explicar... y difícil tal vez. Mirá, en resumen, les tengo simpatía, aunque no me lo creas. Ni yo mismo sé por qué. No los conozco y los quiero. ¿Te extraña? Bueno, pero vos me conoces, sabés que yo no miento, Melchora. Yo... yo quiero salvarlos". La cara de la mujer cambió de pronto. —"Salvarlos? ¿De qué? Es que están en peligro? Alguna emboscada? Tu padre tal vez..." —"No, no. Mi padre no tiene nada que ver. Y no están en peligro tampoco, no en ese sentido, por lo menos". —"'Y entonces, qué querés decir? Explicáte". —"No sé si podré, pero. . . nunca pensaste en la vida? Sí, en tu vida y en la vida de lodos los demás?" —“De eso me habló el señor cura; te voy a decir, que me tuvo cavilando unos días". Es decir, no se si te referís... Pero por qué no hablás más claro? Y qué tienen que ver los Melgarejo? Hablaste de salvarlos, que quisiste decir?" Se notaba ansiedad en la voz de Melchora.

José se había dejado caer en la cama. Tenia las manos cruzadas debajo de la nuca y miraba obstinadamente el techo. Sin volverse a la mujer, dijo; —"De repente me parece inútil hablar. Vos no entendés y seguramente ellos tampoco. Pero qué angustia horrible no poder hacer nada! (José hablaba pausadamente, sin hacer caso ya de la mujer). Es extraño, uno siente que hay un destino más alto para el hombre, lo siente mirando vivir a los de casa, a los amigos, a todos los que tenemos más o menos cerca. Todos se encargan de vivir día a día como si en eso, en el simple hecho de vegetar, cumplieran con creces su misión. Ah, sí, porque son todos honrados padres de familia. Gente que se afana y se desgasta realizando las mismas miserables tareas. Gente que vive como digiere, sin darse cuenta. Y no hay nada que se pueda hacer...”

—"Jesús, hablas en un tono. .. Me das miedo, José". —"Jesús, sí, Jesús estaba salvado, y quiso salvar a los demás, Pero solo pensó en el pecado. Sólo le interesaba salvarlos del pecado y no de la idiotez. Y ahora los que no se pierden por malos, se pierden por idiotas. Pero con los idiotas no podemos hacer nada, como nadie los condenó, sienten que siendo como son cumplen con su deber. Los malos pierden el alma y los idiotas la vida. Pero los malos aún son capaces de temblar y perder pie y los otros, en cambio, son invulnerables. Y aún más, se creen con autoridad para juzgar y condenar. No hay pecado que se escape a su censura. Entre oficina y oficina, entre expediente y expediente, entre jornal y jornal, no hay más que un ceño fruncido y una vara de medir. Lo bueno y lo malo están en juego en todas las sobremesas. Pero hay alguien que piense en la cara de imbécil consuetudinario que tiene su vecino? Hay alguien que mire con horror el hecho de calcar un día de otro y festejar el domingo con una imbecilidad diferente que se arrastrara todos los domingos de la vida? Porque es más fácil enseñar a ser bueno. Pero cómo enseñar a respirar, a asombrarse, a vivir a grandes bocanadas, sin desmayar, sin caer en inercia o en costumbre alguna, cómo aprender a festejar día a día la gloria de estar vivo? Claro que a veces estamos tristes de estar vivos, pero eso mismo es maravilloso porque viene a confirmar nuestro contento. Sin saberlo no nos entristece la vida, sino por el contrario, la muerte o el miedo a la muerte o a estar enfermos o solos o desvalidos. Y todo es lo mismo, muerte, pura muerte. Nos sentimos languidecer, extenuar hasta sentir que apenas existimos y es ahí que nos nace una melancolía, un hastío nostálgico que no sabemos a qué atribuir, Y creemos equivocadamente que estamos hartos de vivir cuando lo que tenemos es que estamos cansados de tener que morir. Pero cómo comunicar a los idiotas que es necesario también entristecerse? Que es bueno, sí, que es sano; que es humano, llorar por pura metafísica? No hay modo. Podemos gritar, gritarles las cosas a la cara que igual no oyen. Yo he querido hablar con mi padre. Pero no puedo. Es otro idioma. Su tarea, su imbecilidad cotidiana, diremos, es hacer justicia. Qué lástima, Dios mío, qué dolor... Qué hacer?!"

—"Pero ¿y ellos? La mujer pálida, se había vuelto hacia el muchacho y esperaba ahora, la contestación. —"¿Ellos?" Me crié oyendo cómo los perseguían. A veces soñaba que los acorralaban y me despertaba con angustia. En mis mejores inventos, lograba hacer por ellos algo grande y hermoso y me recompensaban admitiéndome en la banda". —"Ah, ¿querés eso?" —".No, no ahora. Yo era chico entonces. Pero quiero hacer algo. Me pongo de frente a mi padre. Sacó la cara por los Melgarejo!" El muchacho había ido subiendo el tono. Ahora casi gritaba, sentado en la cama, levantando un puño cerrado, amenazante. —"No quiero oír más sermones. Pasó el tiempo de escuchar. Pasó el tiempo de hablar. Es fácil contentarse con la palabra; pero de nada sirve. Allá voy, quiero salir al cruce a los Melgarejo y salvarlos. Porque todavía merecen ser salvados, porque todavía viven y hay sangre que les corre en las venas. Quiero mostrarles que aún están a tiempo de sacudirse el mal de encima, sin perder por eso la vida libre y maravillosa que han llevado hasta ahora. A salto de mata, sí, sin puertas, sin horarios, libres, sí, libres. Ah! Si los malos se hicieran buenos, cuánto mejores que los buenos de ahora, de siempre serían. Porque serían buenos con libertad, buenos con imaginación, buenos con sangre y un poco de locura. Por eso quiero hacer todo para conseguirlo". La mujer lo miraba inmóvil. Había algo en su cara que preparaba el llanto. —"Dios mío... —dijo y hundió la cara entre las manos. El muchacho era absolutamente invulnerable. Nada le importaba la mujer. Nadie la perseguía. Más aún, era amiga de todos los imbéciles. Sin darle importancia, cortó la pausa que había sobrevenido: —"Y cuando podré ver tus amigos?" La respuesta se hizo oír lastimera, entrecortada: "Mis amigos? Si no son mis amigos... Son mis hermanos".

—"Bueno, tus hermanos, lo mismo da, ¿cuándo?"

—Ay, no te entiendo, pero me das miedo—, susurró apenas.

 

El día había amanecido áspero, totalmente ajeno a aquel tiempo de verano. Había salido de la casa sin que lo vieran. La carta escrita la noche antes, ya estaba sobre la mesa escritorio del juez. Allí explicaba, intentaba explicar, lo que iba a hacer. A estas horas ya el juez debía haberla leído. ¿Qué efecto le habría causado? Cada vez que pensaba en ello José se sentía avergonzado. Pero no había tenido mas remedio que escribir. Era una manera de obligarse a cumplir lo que se proponía, de no echarse a correr de vuelta. Pero eran solo momentos de flaqueza. En general tenia fe. Melchora caminaba a su lado, arrastrando las zapatillas sobre el pasto. —"Por acá cortamos camino", había dicho. Tenían varias horas para andar. Ella no había querido llevar caballos, ni conseguir un auto, ni nada. —"Una de las condiciones es de que vayamos caminando, es más disimulado para salir del pueblo y además no se corre el peligro de que nadie reconozca el auto o el caballo y pueda reconstruir el camino. —"Cuantos cuidados", había murmurado José malhumorado por la caminata que amenazaba no tener fin. —"Y bueno, sos la primera persona que va a visitarlos. Yo a este escondite nunca había ido". —"Cambian a menudo". —"Sí, no les conviene quedarse mucho tiempo en un sitio. Ahora, por ejemplo, con esta visita tuya, los obligas a irse. Sea lo que sea lo que venís a decirle, se irán. Por algo no los han pescado nunca".

El frío había ido retrocediendo poco a poco. El cielo se estaba haciendo tormentoso y parecía pesar en el aire y tironear de los brazos y de las piernas para abajo. —"Se está poniendo bravo el día. Parecía que iba a hacer frío...". —"Por qué no te sacás el saco, hombre?'' —'"Me cuesta más llevarlo al brazo. ¿No estás cansada tú? —'"Un poco. Pero vamos, no hay que ser flojos... Un tirón más y llegamos"- —"La vuelta la vamos a hacer caminando, también? Tal vez por la mitad del camino podamos tomar un auto. Traje dinero encima". —"Tan seguro estás de volver? Y sobre todo, tan seguro estás de que te dejen el dinero? —"Tengo confianza". Las zapatillas de Melchora eran coloradas, y el vestido también, pero las zapatillas se notaban más porque se aplastaban contra el pasto verde y brillante. Por otra parte, José iba mirando para abajo, así que poco veía de aquel vestido que lo seguía; apenas un poco más que el ruedo amplio y flotante que acompañaba el movimiento de las zapatillas. A veces José levantaba la vista y veía, después del perfil moreno y enérgico de la mujer, mas lejos en el espacio o en el tiempo, las grandes manchas coloreadas del campo, aquí más amarillo como si una gota de sol se hubiera derretido espesa y lenta sobre la tierra; un poco más allá un verde helado y triste de ciprés; más cerca, a la derecha, una superficie rojiza como si un pueblo de ladrillos se hubiera hecho pedazos para quedarse luego convertido en polvo. Otra vez le pareció que esos lugares más que cosas distantes eran cosas que habían pasado ya. Ahora venían las piedras. Grupos de veinte, treinta, cuarenta piedras blancas en el medio del campo. Parecían tumbas. —"¿En qué pensás? Te está entrando el chucho?" —"No, estaba pensando que esas piedras parecen tumbas". —"A mí más bien me parecen nubes. Hasta se pueden descubrir figuras como en el cielo. No ves un burro allá? —"Si se ve un burro a lo mejor es un espejo. Estamos pasando enfrente". —"Se verían dos." —"Este espejo no sería tan cruel con una dama... Además me siguen pareciendo tumbas", —"No me gusta pensar en eso. Es triste, de mal agüero". —"Si pensás nada más que en lo alegre entonces no pensás en nada". —“No seas tétrico, hombre. Te va a dar mala suerte". José había ido advirtiendo a lo largo de la conversación que la mujer procuraba darle ánimo. Se veía bien claro que no tenía ninguna fe en la entrevista con sus hermanos. Gracias a Dios a él se le había ido totalmente el miedo. De cualquier manera los dados estaban echados. El pensar eso siempre tranquiliza. Hacía mucho ya que caminaba. Apenas si habían descansado dos o tres veces. Y las zapatillas seguían hundiéndose una tras otra sobre el pasto. Tal vez hubieran quedado marcadas, señalando el camino recorrido, tal vez y para siempre, cientos y cientos de manchitas rojas quedaran allí, en el campo, agazapadas, esperando a su dueña que volviera por ella. Pero nadie vuelve por el mismo camino. Y las manchitas quedarían quietas, hasta que pasara mucho tiempo y perdieran el color. Entonces todo el mundo las confundiría con el pasto. De pronto advirtió que estaba pensando cosas sin sentido. Se estaba obsesionando con las zapatillas de tanto mirarlas, de tanto verlas y verlas repetirse. Levantó la cabeza. Melchora se había detenido. —"Ahora tenemos que cruzar el camino", dijo. Ya del otro lado, pasaron junto a otra piedra blanca. —"Acá hay otra". —"Sí, era mi guía para llegar. Ya estamos. Un poco más allá, junto a aquel monte. Si no me equivoco. . . Melchora se adelantó un poco hasta llegar a una loma. José llegó después. —"Corrés cuando querés, ah!" —"no es que corra tanto. Lo que pasa es que vos sos un flojo. Allá es”, Melchora señalaba un rancho que había al lado de una arboleda, en el bajo, —"Vamos ya". Cuando llegaron la puerta estaba abierta. No se oía nada. De pronto, atrás de ellos, como viniendo del montecito, un silbido cruzó el aire y pareció encontrar respuesta en el otro lado, detrás de unos árboles cortados y unos grandes barriles. —"¿Qué es eso?, preguntó José, "oíste". —"Son ellos. No pensaba encontrarlos acá adentro, verdad? Si alguien te seguía los pescaban como a ratas. Deben estar en el monte. Pasá nomás". Tuvo que agacharse un poco para entrar. La puerta era muy baja. Apenas si había luz adentro. Las ventanas eran microscópicas. En el medio del rancho se veía una mesa formada con unos cajones de kerosene. Habían tres o cuatro bancos además y en los rincones unos colchones arrollados. Melchora se sentó en el suelo, sobre unas maderas. —"Ya estamos, ¿querés armar?" La mujer había sacado un paquete de tabaco y unas hojillas. —"No, gracias, tengo armados". José metió la mano en un bolsillo y sacó un paquete de rubios. Estaba bajando uno ya, cuando Melchora les advirtió. —"Hace lo que quieras, pero les vas a impresionar mal. Mejor te armo uno si no sabés". José dudó un momento, pero antes de decidirse, se recortó una sombra en la puerta. Ya no tenía tiempo, pero con todo quiso guardarlos. —"Estése a gusto, mocito. A su edad yo ya fumaba lo que quería. No se va a dejar mandar por las poyeras, ¿verdad?" José no contestó. No podía contestar. Tenía un nudo en la garganta y la cara colorada. Sentía el calor en las mejillas y los ojos inyectados en sangre. Manoteó con el paquete y sin saber ya qué hacer porque de las dos maneras quedaba mal parado, fue a guardarlos y se le cayeron al suelo. Uno a uno salieron de la caja, blancos, sobre el piso de barro. Por un momento titubeó. Después se agachó y los fue recogiendo, primero uno, después otro.

Era lo último que recordaba con claridad. Después todo se le confundía. Saltaba de una imagen a otra sin descanso, sin orden, sin tiempo. Sabía que apenas si había logrado balbucear algo. Él esperaba empezar de otra manera, imponiéndose de entrada. Todavía no lo abandonaba la sensación de ridículo, el papel de payaso triste que había hecho. Ahora estaba en su casa, en su habitación. No quería abrir a nadie. De tanto en tanto, su padre se acercaba a la puerta y llamaba despacio: "José". Permanecía un rato allí, esperando, y se alejaba nuevamente.

Había llegado al pueblo cuando ya atardecía. Nadie había reparaba en él. Melchora había quedado allá, con sus hermanos. Seguramente quería justificarse ante ellos, explicarles de alguna manera.

—"Gurises a mi" había sido la última frase de Francisco Melgarejo. Después lo habían dejado ir. Aún no se explicaba cómo había regresado. Horas y horas caminando. 'Seguramente se había perdido. Y además estaba el cansancio que le trababa las piernas y la humillación y la rabia que lo demoraban en el camino.

Había entrado directamente a su cuarto, esquivando a todo el mundo. Ahora sentía nuevamente cómo se acercaban los pasos de su padre. Pero él no quería abrir. Quería estar solo, se sentía viejo, más viejo que su padre que llamaba como un niño detrás de la puerta. De pronto tuvo lástima. Una ternura que le lagrimeaba en los ojos. Con tristeza, como si estuviera perdiendo algo para siempre y con cada paso lo perdiera más definitivamente, se bajó de la cama y fue a abrir la puerta.

 

Cuento de María Inés Silva Vila
Asir Revista de literatura Nº 25 / 26
Diciembre 1951 / enero 1952

 

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