45 x 1 Bergamín, Maneco y Octavio Paz por María Inés Silva Vila
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Eso es una tontería de Bergamín y además no es cierto. Así dijo Octavio Paz en un almuerzo entre pocos, en casa de Angel Kalemberg. durante su reciente visita a Montevideo. Se produjo un silencio incómodo, porque todos menos él sabían de nuestra amistad con Bergamín. Al cabo de unos instantes, que me parecieron demasiado largos, Maggi, a quien había desmentido Paz, dijo lentamente, sin apurarse: —Es imposible hacer una prueba negativa, ¿no cree? No se puede demostrar que algo no sucedió. Maggi acababa de relatar una anécdota que don Pepe nos había contado. sobre Vasconcelos, el escritor mexicano. Octavio Paz dijo: — Bergamín vivió en México gastando dinero del partido comunista —y explicó después, con detalles, otros aspectos de su tremenda vinculación con el partido. Maggi replicó que no era infamante ser comunista, pero que don Pepe había vivido un exilio largo y muy pobre y sin ayuda de nadie. De eso fuimos testigos. Yo recordaba —sin atreverme a intervenir— lo que había contestado Bergamín cuando una señora occidental y cristiana le preguntó: — ¿Ud. es comunista? — No —dijo don Pepe. — No soy comunista, pero sí soy lo que Ud. cree que es un comunista. El siguiente ataque de Octavio Paz —que estaba apasionado con el tema— fue inesperado: — Además, Bergamín volvió a la España de Franco. — ¿Y sabe cómo salió? —preguntó Maggi— Sacado por la Embajada Uruguaya, fugándose de la policía, ayudado por Maneco Flores y con la intervención de Luis Batlle. Conozco esa fuga cinematográfica de primera mano; mi hermana Chacha acompañó a Maneco en casi todo ese episodio, digno de una serial televisiva. Prometí contarlo despacito, por Maneco (que fue el muchacho de la película) y por Bergamín: el episodio aclara que la vuelta de don Pepe a España no fue de complacencia con el régimen sino todo lo contrario. En el momento que comienza esta historia, Maneco y Chacha están en París con tres amigas uruguayas que viajan con ellos en un auto alquilado; seguramente acaban de volver de un museo o de alguna caminata generosa en descubrimientos de placitas y rincones. Hasta es probable que estuvieran preparando piratescamente una cena en alguno de los cuartos del Hotel Saint Michel y planeando al mismo tiempo el itinerario del día siguiente. No se si fue una mucama o el múltiple y misterioso chino (ese raro conserje que ni siquiera Paco Espínla consiguió conmover del todo) el que entregó el telegrama. Pero estoy segura que Maneco lo abrió y gritó:“¡Don Pepe! y atronó el piso entero acordándose de todas y cada una de las madres de Franco y los suyos. El telegrama estaba firmado por Pepi, el hijo de Bergamín y avisaba que su padre estaba en peligro y que necesitaba ayuda inmediata. Sin intentar siquiera averiguar algo más, Maneco capitaneó la retirada, apurando a las mujeres que ya estaban metiendo la ropa en las valijas y se puso en camino, rumbo a Madrid, sin saber a ciencia cierta qué peligro iba a enfrentar. Sé. como todos los que lo conocieron, que le sobraba imaginación para representarse los posibles riesgos; pero se necesitaban más que aprensiones para detener su coraje. Al otro día estaba llamando a la puerta del apartamento de Bergamín. Don Pepe ya no estaba allí, pero estaban los hijos y Pepi, el mayor, se ofreció a llevarlo con su padre. Acosado, prevenido por noticias filtradas y cada vez más alarmantes, Bergamín había tenido que refugiarse en la casa de un amigo (un marqués, conde, o duque, cuyo título mi cabeza hecha a la uruguaya no alcanza a retener), que vivía en Extremadura, Por supuesto, don Pepe había puesto lo suyo para encontrarse en esa situación, trabajando en contra de la dictadura con la muchachada que, no bien llegó a España, lo rodeó, ávida de saber lo que les estaba prohibido saber. Hacia Extremadura se dirigieron, pues, Maneco y Chacha (el resto del grupo quedó en Madrid) en compañía de Pepi y no pararon hasta ver al amigo sano y salvo. La finca donde se ocultaba Bergamín tenía su historia: tiempo atrás habían entrado las milicias y habían matado a los cuidadores, completando el trabajo con el destrozo de muebles y cortinas. Allí pasaron dos o tres días desayunando chocolate con migas y tratados a cuerpo de rey (pese a todo), mientras deliberaban sobre lo que debían hacer y fatigaban los teléfonos. Finalmente resolvieron llevar a Don Pepe a Madrid y asilarlo en la Embajada Uruguaya. Al llegar a Madrid, las noticias eran bastante más tranquilizadoras y don Pepe decidió volver a su casa. Por suerte, como buen criollo desconfiado que era, Maneco prefirió permanecer en Madrid hasta que amainara del todo el temporal. Uno de esos días, repartidos entre la amistad y un turismo demasiado preocupado para ser turismo, Pepi les telefoneó: sabía de buena fuente que esa tarde iban a detener a su padre. Maneco y Chacha corrieron a rescatarlo. Al llegar, mientras Chacha bajaba del auto, ya Maneco estaba adentro del edificio de apartamentos. (Me lo imagino: yo lo vi saltar por encima de dos filas de bancos en una asamblea de la Facultad de Humanidades que estuvo a punto de convertirse en campo de batalla). Me cuenta mi hermana que, cuando ella entró, ya el ascensor se iba y no tuvo más remedio que subir por la escalera. Cuando llegó arriba, Maneco se había llevado a Bergamín y cuando ella bajó, el auto no estaba y se encontró en la vereda, sola y sin saber qué hacer. Por fin decidió regresar al hotel y esperar. Cuando volvió, Maneco le contó que acababa de dejar a don Pepe en la Embajada del Uruguay, donde no tenían muchas ganas de tenerlo. A pedido de Maneco, que le telefoneó, Luis Batlle usó su influencia para asegurar el asilo y la salida de España de Bergamín (que era lo que la dictadura necesitaba, aunque sus amenazas fueran más drásticas). La historia termina cuando el embajador uruguayo y Maneco lo llevan al aeropuerto y ven despegar el avión. Bergamín llega al Uruguay, donde permanece rodeado de sus amigos hasta que Malraux lo manda buscar y lo instala en París, en uno de los muchos apartamentos de un palacio histórico que el gobierno de Francia destinaba a dar alojamiento a grandes artistas extranjeros. Esa fue la estadía de Bergamín en la España de Franco: reuniones disolventes con jóvenes opositores y persecución y por supuesto la satisfacción de pisar con dignidad el suelo de su país. Creo honestamente que a Octavio Paz lo informaron mal. No hubo nada deshonroso en esa vuelta a España. Bergamín viajó tironeado por la nostalgia y por ser auténtico se vio obligado a marcharse otra vez, por hablar y así poner su granito de arena para terminar con la dictadura. En esa misma lucha invirtió el tiempo de su nuevo exilio y también el de su definitivo regreso. Lo sé por mis amigos y me lo confirma un pequeño retrato que poco antes de morir hizo Luis Buñuel y que parece oportuno transcribir, por provenir de alguien que tuvo la suerte de seguir tratándolo en esos últimos años que yo no puedo atestiguar: “José Bergamín, flaco, agudo, malagueño, amigo de Picasso y, después, de Malraux, varios años mayor que yo, ya era un poeta y ensayista de renombre. Estaba casado con una hija de Arniches, el comediógrafo y era un señorito, hijo de un ex ministro. Bergamín cultivaba, con la afición al preciosismo, los juegos de palabras y las paradojas, algunos viejos mitos españoles como el de don Juan o el de la tauromaquia. Durante aquella época nos veíamos poco. Después, durante la guerra civil, nos hicimos muy amigos. Más recientemente, en 1961, a mi regreso a España para el rodaje de Viridiana, me escribió una carta magnífica, en la cual me comparaba con Anteo y decía que, al contacto de la tierra natal, recobraba las fuerzas. Al igual que tantos otros, conoció un exilio muy largo. Durante los últimos años nos hemos visto a menudo. Vive en Madrid. Sigue escribiendo y luchando. Esta noticia de don Pepe aparece en el libro de Buñuel, “Mi último suspiro". Es evidente que cuando Buñuel lo publicó (1982) seguía teniendo esa buena opinión de quien militara en su mismo bando durante la guerra y en los años posteriores. Es evidente que el gran viejo seguía “luchando". Desde que volvió a España por segunda vez, nada supe de don Pepe hasta que me llegó la noticia de su muerte y la sorprendente versión de que lo habían enterrado en San Sebastián, envuelto en la bandera de la ETA. De ser cierto, me gustaría saber qué pudo enojar tanto a mi viejo amigo para terminar sus días con la desesperada pirueta de vincularse a los separatistas vascos, cuando ni siquiera era vasco y mucho menos partidario de la separación o de la violencia. De cualquier manera, en la imposibilidad de averiguar lo que realmente pasó, hago mío un dicho que Bergamín repetía a menudo: “A los enemigos, cuando tienen la razón; a mis amigos, con la razón o sin ella". Sin saber del todo qué pasó, lo sigo defendiendo. Porque sé quién era. |
por María Inés Silva Vila
"Jaque" Revista Semanario - Año II Nº
79
Montevideo, del 21 al 28 de junio de 1985
Digitalizado y editado por el editor de Letras Uruguay el día 19 de mayo de 2017
Ver, además:
Manuel Maneco Flores Mora en Letras Uruguay
José Bergamín en Letras Uruguay
María Inés Silva Vila en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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