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El retrato del abuelo
Pablo Silva Olazábal
xilbar@gmail.com 

-Mirá -dijo la tía Lucrecia- esa arañita salió del cuadro.

Volteé la vista hacia el retrato de nuestro bisabuelo, que desde el óvalo de yeso nos contemplaba con las mismas patillas largas, los mismos ojos asombrados y la misma estolidez de siempre, y vi que, en efecto, una araña había surgido en la pared. Delgadísima y joven en extremo, no la oscurecían los pelitos en las extremidades propios de su especie, sino que era dable intuirle una pelusilla invisible, casi negra. Estiró sus patas largas y, casi con pereza, inició pasos poco definidos que hablaban de una voluntad cauta de exploración.

Conteniéndome para no saltar de la silla, tiré con un gesto distraído los naipes sobre el mantel de flores rojas, sonreí con sorna a la tía Lucrecia -que sostenía los suyos apretados contra el pecho- y, luego de quitarme con parsimonia el zapato izquierdo, me levanté sin prisas.

Aproveché el movimiento y la posición para demorarme en sus ojos negros, bordeados por finas ojeras azules, de manera de poder abrevar sin cuidado ni medida en esas sus pupilas redondas, negrísimas que, hipnotizadas por el desplazamiento de la araña, por esta vez no parpadeaban.

Una vez satisfecha mi sed, le di la espalda y, con una resolución burdamente fingida, caminé hacia el cuadro. Mientras lo hacía sentí cómo se mezclaban dentro de mí cierta furia que me conozco desde siempre -y a la que sólo puedo calificar como mansa- con unas nuevas, exultantes e impetuosas ganas de matar (particularmente sentí el hormigueo en la mano que estrujaba el zapato). Lo apreté con fuerza, adelantándome al instante del aplastamiento, y chasqueé los labios resecos, a fin de remojarlos en la abundante saliva que me inundaba la boca. Sentía, punzándome en el bajo vientre, la presencia de Lucrecia, o mejor, de su cuerpo palpitando con vehemencia unos metros atrás. Imaginé sus pechos expandiéndose a consecuencia de la respiración sofocada, las delicadas puntas de los pezones hendiendo sutilmente el vestido negro sin mangas que, con el pretexto del calor, usaba cuando los demás dormían la siesta y en cuyo holgado escote hoy -merced a un movimiento inesperado- me había parecido entrever la ausencia escandalosa del sostén.

La arañita se había detenido por completo; ya no había dudas de que había percibido mi presencia. El zumbido de las aspas del ventilador sólo era interrumpido por el taconeo sincopado de mi único zapato: comprobé que la habitación subía y bajaba con cada nuevo paso y cierta felicidad me solazó en ese rengueo sin consecuencias.

Sin resistirme en absoluto, dejé que ese nuevo y desbordado sentimiento se abriera paso entre las vaharadas del aire caliente y húmedo de la casa.

A esa hora la sala hervía, pero la alegría de matar la araña me producía un frescor extraño, como un frío que, intercalado entre sucesivas olas de calor, recorriera mi cuerpo algo similar -cerré los ojos- al que infundirían las portentosas nalgas gélidas de la tía Lucrecia chocando contra mis ingles (llegué a oír hasta el plosh, plosh de los cuerpos al separarse).

Saboreé cada paso arrastrando innecesariamente la planta del pie, feliz a pesar de los calcetines de media caña que uso desde niño. El aire húmedo también impregnaba el saco, el pantalón y la corbata que la costumbre familiar imponía a los varones de la casa.

"Es curioso", reflexioné, "no sé porqué nunca se me forman en las axilas esos redondeles oscuros que se ven en tanta gente que usa saco y corbata, como los viajantes de comercio". Con algún titubeo, la arañita ensayó un paso hacia el cuadro y luego, como si hubiera descubierto una amenaza, dio varios más. Apreté el zapato y lo levanté como un puñal. Los ojos del bisabuelo parecieron agrandarse ante la violencia inminente.

"Debe ser", concluí con cierto orgullo, "porque nos han educado desde chicos para no sudar".

Me sorprendió el pensamiento -y esa sorpresa logró paralizarme unos segundos- de que jamás había visto transpirar a mi tía Lucrecia, pese a que no es delgada sino más bien rellena, de curvas poco clásicas pero concretas. Desperté del asombro, y moví el brazo y los pies en forma inarticulada: la pared se hallaba tan cerca que ya no era necesario caminar. A la arañita le faltaban unos centímetros para llegar al cuadro y refugiarse tras él. Tomé un impulso exagerado, como si fuera a aplastar a un cangrejo, aunque lo único que deseaba era impresionar a la tía.

La tía Lucrecia, aguardando a mis espaldas a ver cómo aplasto esta araña. La imagino expectante, con sus dedos finos rozándole la boca, lista para ahogar el quejido involuntario que le inspira la visión de la muerte, como si la inminencia del momento le originara un espasmo que recorriese su carne prieta y estallara justo allí, en la punta de los dedos. Lucrecia, condenada por su viudez prematura al limbo inalcanzable de la "pobre mujer, tan joven", a vestir de oscuro y a peinarse como una anciana. (Aunque siempre he sospechado que eso constituye para ella un gozo y no una penitencia ya que, poseedora de ese finísimo tacto que aflora cuando somos permanentemente controlados, ha desarrollado una, por así decirlo, habilidad sutil para combinar los colores oscuros del medio luto, las faldas largas que usan las mujeres de mi familia y el uso milimétrico del escote para confeccionar un vestuario -significativamente hecho por su mano, en la máquina de coser- que, siguiendo las normas más adustas del protocolo religioso, sólo insinúa y destaca cada una de sus macizas rotundeces. Todos sus vestidos, ya sea los acampanados que al caminar y agacharse exageran sus nalgas hasta lo inverosímil como los otros, los cerrados al cuello, estrictos en el talle, que presentan el busto tan duro y erguido que la misma Lucrecia, al usarlos, tiende a encorvarse ligeramente -detalle que indica la conciencia que posee de su cuerpo o, lo que es lo mismo, su sensualidad- todos, repito, demuestran este tópico).

Así, ese vestuario fracasa en su misión de ocultamiento y sólo sirve para destacar la prominencia de los atributos que laten bajo esas telas de colores apagados. Y lo más llamativo es que todo este poderosísimo y sutil erotismo no desarmoniza en nada con su voz baja, suave como todos sus gestos, su nariz recta, sus labios pálidos y carnosos y su cara redonda, de piel blanquísima que, observada de cerca, transparenta venillas azules que surcan y pulsan su delicado cuello distraído, por no hablar de los ojos, esos ojazos negros, que, huidizos y semicerrados, casi siempre miran al suelo por designio de timidez y por ello mismo acentúan el tintineo de sus pestañas formidables, negras y curvadas, que contradicen -llenas de alevosía para quien lo sepa entender- todo aquello que su propietaria expresa modosamente cuando habla y actúa.

Esa apariencia contradictoria de mujer sumisa y ardorosa (o mejor, de hembra largamente insatisfecha) hace que la hora bochornosa de la siesta -en la que estamos a solas y la derroto a los naipes- sea la única que vale la pena.

La araña ya rozaba el marco cuando comprendí que si no actuaba rápido debería descolgar el cuadro (operación trabajosa y arriesgada: en casa no se toca nunca nada que no corresponda y, a juzgar por el polvo que oscurecía el perímetro, hacía meses que la empleada no incluía esa limpieza en sus deberes). Giré y miré a Lucrecia a los ojos. Sin parpadear, ella bajó leve la cabeza, autorizando la muerte como si fuera un césar en el circo. Volteé justo a tiempo para ver cómo la araña desaparecía tras el bisabuelo. Tratando de disimular el percance, apoyé el dedo índice en la pared y le imprimí un movimiento circular para apartar el cuadro, sin descolgarlo, unos centímetros. Una marca oscura y ovalada, algunas telarañas y gran cantidad de mugre acumulada durante años quedaron al descubierto.

La arañita reaccionó asustada y corrió a esconderse en el sentido del retrato. Pero antes de que pudiera llegar golpeé con todas mis fuerzas. Por desgracia el cuadro cayó con un estrépito de estantería sobre mi pie descalzo, concretamente sobre el dedo gordo. Un fulgor blanco sembró lo visible de lucecitas bailarinas: lancé un aullido de dolor al mismo tiempo que, saltando sobre mi único zapato, estiraba las manos hacia el centro del dolor.

La habitación comenzó a moverse para todos lados; el dedo ardía como el demonio y -al igual que las sienes- punzaba cada vez más. Vi la araña aplastada a la pared -lo que me recordó vagamente a un sol dibujado por un niño-, vi al bisabuelo doblándose sobre sí mismo, despegado del marco, con una nota centenaria oculta en el reverso. Vi el marco de yeso roto en su parte inferior, la que me cayó en el pie, y el suelo de la sala enharinado de polvo de yeso. Vi el asiento vacío de Lucrecia y los naipes sobre la mesa. La descubrí agachada a mi lado, sosteniendo el pie entre sus manos y sacando el calcetín con exquisitez; vi cómo examinaba el dedo gordo enrojecido, me oí chillar cuando lo apretó y sentí las lágrimas que, para mi vergüenza, rodaron por mi cara. Aprecié su mohín de disgusto, la mirada de auténtica tristeza pidiendo perdón desde allá abajo y luego la vi acercar el rostro hacia mi pie cerrando apenas los ojos, con los labios apretados, en un gesto que hizo aumentar la holgura del escote, lo que permitió ver gran parte de sus pechos formidables entrechocándose sutilmente, variando la línea que los separaba en las profundidades del vestido y dejando por un momento ver -como nunca había visto antes- la claridad sonrosada de un pezón (el izquierdo). Sentí el beso de sus labios, sorprendentemente fríos, sobre el dedo lastimado y luego la caricia de sus dedos finos aliviando un dolor que a esa altura ya se iba convirtiendo en otra cosa... Oí que le hablaba al pie como a un recién nacido, acurrucándolo en el regazo y cubriéndolo de caricias, caricias que ocasionaban cosquillas y escalofríos que ascendían por los muslos, erizaban la espalda y terminaban quemándome la nuca. Una erección sorprendió mi entrepierna. Noté con alarma cómo la bragueta se hinchaba más y más; recordé con pánico que uso pantalones muy justos (otra costumbre familiar). Intenté ignorar la visión de los senos -su delicado bamboleo acariciante- pero al cerrar los ojos los seguía viendo con más detalle y mayor perfección. Opté por abrirlos pero la imagen real -si bien más oscura e imperfecta que la de mi imaginación- hizo que el miembro aumentara más rápido de tamaño, en proporción directa a la opresión de la tela y las costuras del pantalón. Pronto el dolor se hizo difícil de soportar. Contra toda mis intenciones -yo, a pesar del tormento, quería eternizar ese instante, quería que nos quedáramos así, todo el tiempo, ajenos al mundo, solos los dos- se me escapó un suave quejido de dolor. Lucrecia salió de su ensimismamiento y, sin alzar la mirada, en el gesto apaciguador que calma a los niños, quiso palmotear la cintura para tranquilizarme. Sin que yo pudiera evitarlo, sus dedos finos tropezaron con el bulto insoslayable, lo rozaron incrédulos y, después de un titubeo, se apuñaron contrariados. Sorprendida, irguió la vista y pude ver cómo su rostro interrogante pasaba del asombro al desagrado para luego ser ganado por un rubor de incendio. Sus ojos, sin decidir dónde posarse, saltaban sorprendidos de mi cara a la bragueta.

-Yo... no sabía... -musitó desorientada- ...que eras... tan... grande.

Cerré los ojos, tan avergonzado de mi erección como del avistamiento clandestino de los senos o de lo estúpido de mi acción.

Sentí cómo el calor iba abandonando la entrepierna -que seguía doliéndome como el demonio- y comenzaba arder en las mejillas.

Ella, todavía perpleja, continuaba con el brazo semieextendido. Por un instante jugué con el delirio de que podría extender la mano por el aire, posarla sobre la suya y obligarla a aterrizar con todo cuidado sobre mi bulto... Luego el volcán...

Abrí los ojos. Bajé la mirada y contemplé, como si la escena transcurriese muy lejos, cómo mi mano rozaba apenas el dorso de la de ella, y cómo ella la esquivaba con decisión y volaba sin guías, directo hacia la bragueta.

Se posó allí con delicadeza, ahuecando la mano, casi sin tocar, como si acariciara un pajarillo recién caído del nido. Lo apretó un poco y una sensación de fuego me recorrió hasta el pecho. Luego lo zarandeó hacia los lados, maltratándolo buenamente, con ese cariño rabioso de las madres que no pueden contener su sentimiento por el bebé. Observé que sus labios compartían el brillo de sus pupilas. El volcán adquirió alturas inesperadas: esta vez se quejaron las costuras del pantalón.

-Pobrecito... -murmuraba acariciando el bulto. Tuve la impresión de que se dirigía a él- ...pobrecito...

Los labios se unieron en un mohín que sus dientes matizaron de lujuria. El chasquido del resorte de una cerradura nos sobresaltó. En el otro lado de la sala, en el umbral de la puerta amarilla, recortada en el resplandor, apareció la silueta de mi abuela.

-¿Qué pasó? -preguntó con un tono cascado por el semisueño.

Yo me retraje por instinto, pero Lucrecia alargó la mano, ubicó a la perfección el miembro entre la tela del pantalón y volvió a zarandearlo con nuevo ímpetu.

-Pobrecito...-repitió en un susurro. Luego, compasiva y firmemente, meneó la cabeza como si se hallara frente a un enfermo sin esperanzas, y empujó. El pie descalzo cayó al suelo, por efecto de la separación, y yo arqueé las piernas para alivianar en algo la presión del pantalón.

Huí avergonzado hacia mi dormitorio, acosado por la certeza abrumadora de que ninguna siesta volvería a ser igual a las anteriores.

-Soy yo, mamá -la oí decir con cierto fastidio en la voz- Nada, que se cayó el cuadro del abuelo.

 

Pablo Silva Olazábal
xilbar@gmail.com 

De "La revolución postergada y otras infamias", Ediciones de la Balanza, 2005

 

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