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Alabama debe morir
Pablo Silva Olazábal
xilbar@gmail.com 

Vi la nuca gorda y distraída de Víctor Alabama y supe que esta vez iba a matarlo. La idea, en forma de corriente eléctrica, hormigueó por todo mi cuerpo y se me resumió en la yema de los dedos, al extremo de que casi suelto la bandeja que cargaba entre manos.

Algo mareado, me apoyé en el marco de la puerta y dejé pasar unos segundos hasta que todo se normalizó.

Ignorante de los estragos que su mera presencia ocasionaba, Alabama continuó sin levantar cabeza, doblado sobre la máquina de escribir, absorto en la creación de una novela que, también lo supe, en esta ocasión no conocería el saludo unánime de la crítica ni del público masivo.

"Pobre mortal –filosofé más calmado– creer que lo único que importa es escribir endemoniadamente bien..."

Ingresé con decisión al pequeño estudio, donde sólo se oía el tecleo lento y esporádico de la máquina de escribir y, si se afinaba el oído, un sutilísimo temblor de las cucharitas contra los pocillos que llevaba en la bandeja. Esta vez nada saldría mal. En un intento por acallar el tintineo, deposité la carga en la esquina más alejada del escritorio, pero el cuidado fue innecesario: como de costumbre, Víctor Alabama me ignoraba por completo.

Pronto todo esto iba a cambiar: con el mismo cuidado inútil tomé una piedra lisa que oficiaba de pisapapeles. La estudié: redondeada, del tamaño de una boleadora, poseía ese aspecto inofensivo que tienen las armas prehistóricas en los museos. Reconocí con mis dedos la superficie porosa, antigua. Confirmé que la corrosión del tiempo no había afectado su peso, el necesario para ser mortal.

El tecleo continuó y la nuca, arrugada y gorda, dejó ver unos brillos de sudor –probablemente originado por algún pasaje obsceno y violento de la historia–. Admiré todo el parietal derecho como unblanco pleno de oportunidades. Maravillado por la indefensión de esa calva distraída, pensé: "vive como si no se fuera a morir nunca".

Sopesé la piedra de nuevo y la alcé sobre mi cabeza. Repetí varias veces el gesto de golpearlo como si fuera un ejercicio gimnástico; lo hice cada vez con más ganas, con más fuerza. Calculé que bastaría con un solo piedrazo bien dado; el tabique del cráneo no podía ser tan resistente (además, si no es para partir huesos ¿para qué se hicieron las boleadoras?).

Por un motivo inexplicable, esperé que Alabama completara la línea que lo absorbía y efectuara el retorno manual del carro de la máquina. Ese ruido me llenó de satisfacción –sonó como si cayera una barrera, como si se anunciara una victoria, un paso decisivo, el último–. Antes de que iniciara el tecleo nuevamente hundí el brazo con todas mis fuerzas.

La piedra impactó con violencia la sien derecha. Con el mismo sonido seco que haría una bolsa de papas al caer, la cabeza desapareció de mi vista. Sentí el impacto en carne propia: un fulgor blanco me arrancó un gemido indescifrable y me hizo morder los labios. Noté los dedos calientes, húmedos. La piedra palpitaba con vida propia.

Pensé sin mucho fundamento que el acto de matar debería tener alguna repercusión física en el asesino, algo así como una molestia ocasionada –quizá transmitida genéticamente– por el instinto deconservación de la especie, pero deseché esto por ridículo. Aunque parezca inapropiado, ignoré el cuerpo yacente y examiné con atención la mano, porque a esa altura me dolía con una intensidad que no tenía nada de sicológica.

Miré la piedra que, al igual que los dedos, se hallaba manchada por oscuras gotitas de sangre; el dolor me hacía verla palpitar, pero esto no me sorprendió tanto como ver incorporarse a Víctor Alabama, sin sus lentes de alta graduación, sosteniéndose la cabeza con la mano y reprochándome:

—¿Estás loco?Se señaló con el índice la sien. Movía la cabeza como si le doliera mucho, palpándose suavemente el lugar con las yemas de los dedos en busca de una herida y tanteando el chichón azul que comenzaba a expandirse. Lo más asombroso de todo fue comprobar que no había rastros de sangre en la calva magullada.

No supe qué hacer. Miré de nuevo los dedos ensangrentados y, rabioso, comprendí que me los había golpeado con la piedra. La sangre era mía. Casi ciego sin los lentes, el escritor bajó la cabeza, aproximó su estúpida bóveda craneal y la señaló gritando:

—¿Qué hiciste, anormal?Quedé mudo. No quería ni pensar en la perorata de siempre cuando vi la tacita de café brillando sobre la bandeja con un fulgor asesino. No lo pensé dos veces. La tomé con la mano izquierda y, sin apuntar, se la vacié de un golpe en los ojos. La cabeza de Alabama se retrajo instintivamente y alcancé a ver sus párpados arrugadísimos, contraídos por el ataque, con unas gotas negras cayéndole por las mejillas. Furioso, lo oí gritar una sarta de maldiciones procaces.

Dejé la taza y me dirigí hacia la escalera con toda la serenidad del mundo. Había que aplicar el "plan B". Mientras me examinaba la mano, que ardía como el demonio, una garra atenazó el codo y me zarandeó con violencia contra el marco de la puerta. No necesité mirar atrás para imaginar los ojos quemados de Víctor Alabama, quien por azar e impulsado por una inmensa sed de venganza, había acertado a dar un último manotazo de ciego. Sin embargo, otro golpe, esta vez demasiado certero, me empujó con una violencia sorpresiva contra la rugosa pared de la escalera. No atiné a protegerme y el revoque me dio en pleno rostro. Indignado, giré para darle lo que se merecía cuando inexplicablemente recordé que a Víctor Alabama el café le gusta casi frío. Y frío también hubiera quedado quien lo viera avanzar: poseía un aspecto desaforado, delirante; su cara eran dos pupilas blancas, resaltadas y enmarcadas bajo un rimmel negro aplicado con pulso parkinsoniano. Previsiblemente, reiteró la pregunta: —¿Estás loco? ¿Estás loco, no? Sin darle más tiempo, me lancé escaleras abajo. Atravesé el comedor a toda velocidad pero en la penumbra de la sala tropecé con algo y resbalé hundiéndome en la oscuridad. Algo grave debió ocurrir, porque la rodilla comenzó a dolerme como si me hubieran clavado un punzón en ella. Probablemente había resentido una antigua lesión en el ligamento. La palpé con cuidado y confirmé el bulto que ya se insinuaba. Hice de tripas corazón y, con gran esfuerzo, me sujeté al bargueño de los premios y medallas. Sirviéndome de ambas manos, logré incorporarme. Apoyé la pierna en el suelo sin poder reprimir un grito de dolor. En eso estaba cuando oí, cada vez más cerca, pasos a mi espalda.

Mientras intentaba huir lo más rápido posible dando módicos saltitos, recordé que el plan B incluía veneno. Por desgracia, lo había vertido en el café. Un sonido de astillas pisoteadas –de la silla con laque yo había chocado y que se había roto al caer– y un quejido meobligaron a voltear. Lo que vi fue atemorizante. Como un búfalo salido del mismo infierno –las pupilas enrojecidas por el odio, los brazos extendidos como un zombie– bufando una rabia que imponíaa sus movimientos una torpeza mayor a la habitual, Alabama clamaba venganza. Estimé que las chances de huir eran nulas. No se me ocurría qué hacer; tal vez sólo necesitaba tiempo para que el veneno actuara por vía ocular.

Lo estaba descartando cuando el escritor se abalanzó sobre mis ropas. En un intento por zafar, revolví el cuerpo con violencia. La camisa se desgarró con sonoridad y Alabama cayó, pero con una agilidad insospechada para su tamaño, trepó por mis piernas.

Aproximó la cara a escasos centímetros y noté en su aliento una fetidez mayor a la habitual. Sin perder la calma, sosteniendo a duras penas el peso de su cuerpo, alargué con cuidado la mano sana y arrebaté el pesado teléfono negro del mueble de roble donde guardamos la vajilla dominical. Sin mucha dilación, se lo estrellé contra la sien izquierda. Alabama detuvo su paso y me soltó; la cabeza osciló varias veces a la derecha, trastabilleó hacia atrás con paso de borracho y luego me aplicó un directo a la mandíbula. Por fortuna conocía sus veleidades de boxeador: el golpe no llegó a darme de lleno porque me lancé hacia atrás. Como si estuviéramos en el fondo de una piscina, caímos lenta e inexorablemente.

Inmovilizado con toda esa masa humana encima, comencé a respirar con dificultades. Noté que tanto su camisa como la calva estaban mojadas por completo. Un dolor insoportable me quemaba la mitad de la pierna: la rodilla se resentía del peso aplastante del escritor. Los poros de la papada –brillantes por la grasa, y el sudorque se incrementaba por momentos–, se agigantaron al punto deperder su carácter de piel. La oscuridad del cuerpo, su volumen y sobre todo su olor evocaron en mí la imagen de un burro muerto.

Las cosas no estaban saliendo según lo previsto. Inmovilizado por completo, observé con horror cómo Víctor apoyaba su codo grasiento en mi cara –el olor de su axila me mareó– y después,hacía lo propio con la rodilla, flexionándola en el suelo. Con cuidado –yo diría que con alevosía–, echó sobre mí todo el peso de suinmensidad y se incorporó lentamente, liberándome apenas un segundo antes de que me asfixiara. Quedé boqueando, tendido e incapaz de hacer otra cosa que advertir con horror cómo el granuja se dirigía hacia la puerta principal.

En un gesto desesperado, y sobreponiéndome al estado de aturdimiento, alargué la mano hacia él. Por ventura sujeté su tobillo en el momento justo en que iniciaba su segundo paso: tanta era su decisión de huir que me arrastró en vilo unos centímetros y luego se precipitó de cara contra la pared. Rebotó dos veces en el revoque californiano amarillo, rugoso y lleno de asperezas, y siguió directo hacia el suelo, desde donde emitió un sonido sofocado. Ahí debe haberse fracturado algo, porque el fárrago de insultos se convirtió en un torrente húmedo de balbuceos incomprensibles, vociferados, eso sí, con la misma vehemencia de siempre.

Intenté levantarme, pero los músculos, con una consistencia similar a la del vidrio molido, se negaron a obedecer. La rodilla palpitaba con un ardor casi inaguantable; el resto del cuerpo simplemente no respondía. Comprendí que había sido derrotado; si no podía incorporarme, menos podría ultimarlo. Sólo restaba observar cómo, luego de un penosísimo esfuerzo, Alabama cubría su cara con la mano y se ponía nuevamente en pie.

Tras breves y agónicos tambaleos, logró recuperar el equilibrio y, como un boxeador a punto de caer knockout, descolgó las llaves que colgaban de la pared e intentó insertar una en el agujero de la cerradura. Su cuerpo y su mente no le permitieron una operación tan delicada y las llaves cayeron con un tintineo metálico. Se agachó a recogerlas y al hacerlo se golpeó la cabeza contra la puerta. Dejó escapar un sonido sordo y hueco, pero no se inmutó. Permaneció así, agachado, durante unos segundos hasta que de pronto, con una precisión difícil de creer, capturó las llaves como si fueran peces fuera del agua. De un modo aún más inesperado, introdujo la correcta en la cerradura, la giró y abrió la puerta.

Miró hacia la debilitada luz del crepúsculo, que le iluminó el rostro tumefacto, y se le dibujó el rictus de quien avizora la Libertad. Con elegancia, giró y me dedicó una sonrisa de triunfo que, dado lo ruinoso de su aspecto, pareció más una mueca terrorífica que otra cosa. No obstante ello, le noté una duda, un aura de miedo inexplicable. Luego, como para infundirse ánimos, contempló detenidamente el cielo azul y limpio y enseguida desapareció sin cerrar la puerta del todo. Intenté resignarme al hecho de que otra vez se había salido con la suya, pero fue imposible aceptar esta idea.

Entonces se oyó un sonido apagado y un quejido simultáneo y seco. Me arrastré hacia la puerta, reptando con los codos y la pierna sana. La luz del exterior formaba un fino triángulo rosado sobre la alfombra indígena que recibía a los visitantes. Alargué el brazo y abrí totalmente la puerta. Achiqué los ojos agredido por el sol de una calle que, aunque con poco tránsito, pertenecía a otro mundo, a otro universo donde todo parecía funcionar en paz. Instintivamente bajé los ojos y pude contemplar el semicírculo calvo, recortado en el horizonte del primer escalón, de la cabeza magullada de Víctor Alabama. Con la emoción previa de quien, en una exposición, se asoma a ver una gema célebre, me acerqué al bulto y vi, por efecto de la perspectiva, los zapatos negros señalando allá abajo las diez y diez. El cuerpo, tendido a lo largo de la escalera en una posición artificiosa, confirmaba que el resbalón había sido mortal. El cadáver aceleraba su rigor mortis.

Con cautela, volví a observar la calle. A nadie parecía llamarle la atención. Pensé que su postura era igual a la de esos borrachos que amanecen acostados sobre los escalones de la entrada ... como fuera, no había tiempo que perder. Urgido por la necesidad, volví sobre mis pasos y cerré la puerta. Después me aferré al marco.

Tras un minuto de concentración intenté, en medio de un aullido de dolor, incorporarme. Lo logré. Mareado por la altura, rengueé hasta el teléfono. No había espacio para la demora: en cualquier momento alguien podía darse cuenta de que ese señor no estaba ebrio y de inmediato se armaría el gran escándalo.

Disqué el número de la Comisaría mientras ensayaba mentalmente la confesión. No sería difícil simular el pánico, el tartamudeo, la respiración agitada por los nervios, el efecto de la violencia. El asesinato de Víctor Alabama no quedaría impune, no señor; incluso aunque hubiese ocurrido por accidente. No señor, esta vez el maldito no se saldría con la suya.

 

Pablo Silva Olazábal
xilbar@gmail.com
25 de setiembre de 2000

De "La revolución postergada y otras infamias", Ediciones de la Balanza, 2005

 

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