Filosofía

Estilos del silencio


por Mario A. Silva García

 

“El lenguaje hace que el hombre se destaque sobre el bruto, desde luego con tal que sea capaz de callarse.”

La historia de Occidente ha sido una constante exaltación del Homo loquax. Desde su inicio, el anthropos fue el' ser que poseía el Logos. Los filósofos oscilaron mucho sobre qué primacía admitir: ¿Palabra, Razón, Medida? Es difícil resolver la duda, pero si los griegos se consideraron a sí mismos hombres, en el grado en que podían hablar, y llamaron a los demás pueblos bárbaros, porque al no poseer el lenguaje, no podían sino balbucear, parecería que el primer sentido fue el predominante.

A partir de ese momento comenzó la exaltación del lenguaje; su posesión era lo propio del hombre. Pero ¿qué pasó con el Silencio? ¿Cuál es su relación con la Palabra?

Existe un cierto tipo de pinturas a las cuales se les llama Naturalezas muertas. Me pregunto si esa denominación no altera su sentido; ¿están realmente muertas? Los alemanes les llaman Stilleleben, vida silenciosa, vida que reposa. Parece un intento de sorprender a la naturaleza en un instante, como si estuviera dormida. Un intento por configurar lo que los mitos y el pensamiento poético han buscado expresar: el momento en que la naturaleza abandona su inquietud, su movilidad, su crecimiento y se recoge en sí misma. Pero, insisto: no puede aquí hablarse de muerte, sino de quietud, de sosiego y de paz. Y también de silencio. Silencio cuya relación con la palabra es menester elucidar. Es otra cosa que lo opuesto a la Palabra.

Alusión a Sócrates y a las divinidades nuevas

Al leer los Diálogos, especialmente los del primer período, aquellos en que se trata realmente de Sócrates, se tiene la impresión de un silencio reflexivo que envuelve su final, que en realidad no es tal, sino punto de apoyo para nuevas reflexiones. Aparentemente no se llegó a ninguna conclusión, pero se vislumbra un cierto silencio aquiescente. Se incitó a la palabra, surgió el diálogo, pero todo parece tender a un silencio, que será el ámbito de la Phrónesis, del acto de intelección profunda. Y frente a la locuacidad de los retóricos, Sócrates se calla y se envuelve en su ignorancia. Cuando se discute qué cosa es la Belleza, se manejan diversos criterios, hasta que al final se llega al proverbio: “Difíciles son las bellas cosas”. Surge entonces una homo - logia, un cierto acuerdo, que sugiere que la verdad no estaba donde se la había buscado al principio y qué había que buscarla en otra parte.

Como es sabido, Sócrates no escribió nada. Lo que sabemos sobre él es por otros. Y entre estos otros se encuentra Aristófanes, que había pretendido ridiculizar a Sócrates en su comedia Las Nubes. Así se consideró su testimonio, hasta Hegel, hasta Kierkegaard. Surge una nueva actitud, porque tal vez Aristófanes, en su mala intención, había acertado. Sócrates, de acuerdo con la famosa acusación, había intentado introducir dioses nuevos y las nubes eran el símbolo más adecuado del pensamiento socrático; siempre en movimiento, sin detenerse en una conclusión; en un deslizamiento algodonoso, por momentos informe, por momentos con contornos definidos, “forma sin cesar deformada y plástica provisoria de un instante”. Los interlocutores creían en su posible definición, como siglos después la cortesía servil de Polonio se plegará a las sugerencias burlonas de Hamlet, burlonas, o más bien irónicas, respecto al inveterado parlanchín; Hamlet, que desconfiaba de las palabras, y que llega a aquel resto misterioso hecho de silencio.

Algunas conclusiones

A veces se tiene la impresión de que las palabras se dieran como flotando en el silencio. Hay discontinuidad entre las palabras proferidas y hay continuidad en el silencio del cual nacen. Diría que es casi un milagro materno, que hay una positividad en el silencio, algo que posiblemente nuestra época ha olvidado, Dominada por el ruido, dejó de sentir el poder regenerador del silencio. Ha desatendido aquel enlace profundo con las cosas, el realce de lo nimio que el silencio permite. Desarraigadas las palabras, semejan bloques helados, erráticos, cuyo sentido no se advierte. La Palabra se hace así solitaria. El silencio es padre de la palabra, y la Palabra es madre del silencio; círculo de generación y regeneración, que suele olvidarse cuando la palabra no mana del silencio, sino de otra palabra y a su vez se dirige a otra y no hacia el silencio.

Y lo que más aísla son los lugares comunes, aquellos a los cuales recurrimos cuando la individualidad se borra, o no queremos ponerla en juego. A veces se tiene la impresión de que alguien que ha hablado, ha agotado al máximo su alma, que se ha desangrado y otras que, más allá de lo que han dicho, dejaban mucho por decir... Se trata de una riqueza cuyo valor depende del coeficiente de silencio que posee.

Estilos del silencio (II)

El mundo copernicano escondió la faz divina al hombre moderno y desplomó sobre él un silencio aterrador.

Creo que es casi inevitable asociar el nombre de Pitágoras a las matemáticas. Es posible que también, pero con menos frecuencia, se piense en la música. Sin embargo, esta última relación fue profunda; los pitagóricos descubrieron que existía una conexión entre la longitud de la cuerda y la altura del sonido. El optimismo que eso despertó los llevó a pensar que todo podía reducirse a puntos y números. En cierto modo, descubrieron la posibilidad de matematizar el universo. Para ellos el Logos fue esencialmente medida...

Sobre la base de su concepción musical impulsaron una idea que atravesó los siglos. Fue aquella según la cual, siendo los astros cuerpos en movimiento, o, como se diría después, puesto que las esferas en las cuales reposaban estaban dotadas de movimiento perfectamente armónico, de allí debía surgir el sonido más bello. La belleza era consecuencia de la regularidad, de la armonía. Una comparación célebre ilustra esta convicción: hay hombres que son como aquellos que viven cerca de las cataratas del Nilo y a quienes el ruido de las aguas ha ensordecido. Han ensordecido por preocupaciones mezquinas y son incapaces de sentir la armonía de las esferas, demasiado fina y sutil para sus oídos groseros.

Significado de la música en la Edad Media

Fue el medioevo una época en que se admiró la música de la naturaleza, especialmente aquella que se llamó celeste, anterior y superior a toda música producto del arte. Como música natural se descubre y no se inventa. Dado el culto por el orden y la jerarquía propio de esa época, se comprende que cada estrato de la realidad tuviera su propia música, pero la más pura era la producida por las esferas celestes; luego la que se daba en los organismos humanos y, luego, la de las cosas y los animales.

Cuando el hombre hacía música tendía a imitar los coros angélicos; en eso consistía su homenaje a la divinidad. Llegó a distinguirse un Cielo visible en el cual se observaba un concierto admirable, pero más allá había otro invisible, metafísico en sentido literal, muy superior al sensible. Indudablemente todo esto resulta difícil de formular. Agrego que se insistía en que se trataba de una armonía espiritual muy pura, un acorde de sustancias bienaventuradas, objeto de contemplación y no de audición.

Los cambios en el Mundo Moderno

Los cambios ulteriores fueron grandes. Debemos recordar que en esas épocas (aludo a las transiciones) no se distinguía claramente cielo en sentido teológico de cielo en sentido astronómico.

Las nuevas concepciones científicas resultaron así muy perturbadoras. Había surgido un Universo descentralizado e infinito; la Tierra había perdido su posición privilegiada y el abandono del geocentrismo trajo consigo el abandono del antropocentrismo. Pasada la euforia de la libertad, el hombre se sintió perdido en la infinitud, a la cual no podía comprender. Cuando el hombre perdió el gran concierto cósmico, se sintió perdido a sí mismo. El Mundo, aquellas Esferas que cantaban la Gloria de su Creador, enmudecieron; el espado, los espacios, quedaron silenciosos. El mundo se transformó en una inmensa máquina cuyo funcionamiento era inadvertido y cuyo sentido se ignoraba. Deja de hablar al corazón, se pierde aquella enseñanza, aquella comunicación con Dios en que el hombre medieval había creído.

En ese silencio se engendró una gran angustia. Pascal señalaba la ceguera, la miseria del hombre que se enfrentaba a asombrosas contradicciones en su propia naturaleza, que observaba el universo mudo, y el hombre sin ley, abandonado a sí mismo y como perdido en este recodo del universo, sin saber quién lo había puesto en él, ni qué había venido a hacer, ni lo que le pasaría cuando muriese. Todo sucedía como si el hombre se hubiera dormido en una isla desierta y espantosa y luego se despertara sin saber dónde estaba y sin medios para salir. Toda su reflexión se condensa en la célebre frase que nace del enfrentamiento del hombre moderno con el mundo nuevo que descubría: “El silencio eterno de esos espacios infinitos me aterra”. Acaso este terror pueda explicarse atendiendo a una dualidad de almas. Hubo en Pascal un hombre de ciencia y como tal siguió atentamente el proceso de la época, en el que intervino con descubrimientos y aportes teóricos importantes. Pero también hubo en él un cristiano que sentía cómo el nuevo universo velaba su Dios y lo transformaba en un Dios escondido, un deus absconditus...

Más tarde se dará una nueva dualidad: la visión científica por un lado, que avanzaba rápidamente, y el romanticismo que resistía ese mundo descalificado, en ciego movimiento. Estrellas que siguen un curso ciego, velo que se extiende a través del cielo, lugares desiertos y vanos de donde asciende un clamor, un gemido, según Tennyson.

Pero entre medio un nuevo tipo de pensamiento que descubre dos formas de belleza: “el Cielo estrellado sobre mí; la Ley moral en mí”. Esas son las grandes Bellezas kantianas.

Estilos del silencio (III)

Es posible que alguien haya podido, como Ulises, escapar al canto de las sirenas, pero no a su silencio.

Hace ya muchos años, cuando me iniciaba en lo que yo creía que eran mis estudios filosóficos, cayó en mis manos una obra de M. Maeterlinck que se llamaba El tesoro de los Humildes. Tal vez se ha sido injusto con él; es posible que no haya sido un filósofo, pero reconozco que me hizo entrar en una problemática que ignoraba. Más tarde, el conocimiento de su obra teatral, especialmente de su exquisita Pelleas et Melisande, a la cual llegué a través de Debussy, me forzó a respetar su valor. El libro mencionado comenzaba con una consideración sobre el silencio, inspirada en gran parte en la obra de Carlyle. Así aprendí a valorar a Carlyle, como luego a Emerson y a Burckhardt. a todos aquellos que destacaron la significación de los grandes hombres, de los héroes en la historia.

Frente a lo ruidoso del mundo, frente a las palabras muchas veces sin sentido, Carlyle se complacía en exaltar el Gran Imperio del Silencio. Muchas veces me vino a la mente una conexión con el concepto de Vaz Ferreira sobre los Cristos oscuros. Acaso son seres a los cuales se les puede considerar las raíces de un mundo. A diferencia de Pascal, a Carlyle no le asustaba el silencio cósmico. “Más alto que las estrellas, más profundo que los reinos de la Muerte. Sólo Él es grande; todo el resto es pequeño.” No creo que haya que pensar aquí en Vigny, porque no se trata de un silencio que el ser humano engendra, reprimiendo el dolor, sino de un silencio trascendente que lo envuelve.

Formas distintas del silencio

Creo que Carlyle generaliza demasiado. Sin duda, a veces, el Silencio es el elemento en el cual las grandes cosas se forman y combinan para surgir a la vida. El silencio y la soledad pueden trabajar juntos. Pero el silencio puede ser no sólo superación de la palabra, sino carencia. Puede ser signo de esterilidad o de maduración. A veces es cierto: Cada átomo de silencio es la oportunidad de un fruto maduro. Pero puede conducir a una invencible acalmia. Pienso en la impresión de silencio que se experimenta al penetrar en un ámbito que estuvo poblado de voces, de cantos, tal vez de llantos... y pienso en silencios de soledad absoluta, donde ni en la percepción ni en el recuerdo quedan huellas. Lugares donde se tiene la impresión de ser un intruso.

Poe distinguía un doble silencio. Uno habitaba en los lugares solitarios, que la hierba había recubierto con reminiscencias humanas y ciencias de lágrimas. Allí estaba el cuerpo del silencio que no debía ser temido. Pero junto a él su sombra, aquella que transita donde nunca llegó el pie del hombre. Allí está lo temible, allí se incurre en la profanación. Es la Sombra que tiene la voz silenciosa no de un solo ser, sino de una multitud de seres, y, variando en sus cadencias de una silaba a otra, penetra oscuramente en nuestros oídos con los cantos familiares y harto recordados de mil y mil amigos muertos.

                                                                                                                                                                                                                                                 (Sombra).

Hay experiencias raras —yo diría sobrecogedoras, angustiantes—, en que un ámbito se nos revela tan cargado de silencio, que la palabra no aflora, aquella palabra que estaría destinada a ejercer una protección distanciante Palabra que es conjuro, exorcismo. Hay situaciones en que el silencio se hace sustancia y al hacerse sustancia se hace también alimento; como si en esos momentos se produjera una sumersión en lo telúrico. Me acuerdo de momentos de distracción profunda, a veces interrumpiendo una profunda desesperación, un profundo dolor, en que la palabra se extingue, la queja se suspende, y el silencio recep-ciona lo nimio. Pero esa facticidad pura es casi insoportable. La palabra aleja, y al alejar libera, rompe el hechizo, nos devuelve a nosotros mismos.

En cierto sentido todo lenguaje es metáfora, un traslado más allá. El dolor, el asombro, la admiración se organizan en oración. Pero no toda expresión es palabra. Hay un hablar corporal con el signo del ascenso y el descenso. Hay un tiempo silencioso, cuyas campanadas no se escuchan. Se marca en los arranques, en los apagamientos de la mirada, en la disipación de la fuerza del cuerpo y el entusiasmo del alma. Sufrimientos inadvertidos son, que resuenan interiormente, que nadie sospecha.

Un recuerdo de Kafka

Alterando la saga. Kafka imaginaba que Ulises se había obturado también los oídos. No fue así. Los filósofos antiguos hicieron de él el héroe de la sabiduría adherido al mástil de la razón y capaz de resistir el encanto pérfido de la belleza tentadora y temible. Pero sigamos con la fábula, que nadie supo cómo fue en verdad. Ulises habría buscado ensordecerse frente al tumulto de la vida. Y las Sirenas se vengaron. Ellas tenían un arma más temible que su canto: su silencio. Es posible que alguien haya escapado a su canto, pero no a su silencio. Acaso Ulises haya pensado que cantaban; no escuchó su silencio. O tal vez simuló creer que cantaban: sabemos que era fértil en recursos. O tal vez ese enfrentamiento con el silencio le hizo pensar en el enfrentamiento con el silencio definitivo, aquel en que el mundo sensible se apaga por completo. No engendra, sino que es eternamente estéril. Al fin de cuentas, se trata del silencio del cual se viene y al cual se va.

 

Ensayo de Mario A. Silva García

"Jaque" Revista Semanario - Año II Nº 62, 65 y 66

Montevideo, 15 al 22 de febrero, 8 al 15 de marzo  y 15  al 22 de marzo de 1985

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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