Leyenda del caserón de la muerta

por Fernán Silva Valdés

 

Confieso que me interesan, que "me tiran" las brujerías, y quisiera creer en ellas más de lo que creo. El vulgo, en general, cree en estas cosas por ignorancia candorosa, y muchas gentes ilustradas creen — o quieren creer — en un sentido superior, de vuelta, por respeto a lo desconocido y más que nada, por la atracción del misterio. Es una manera de sentir la poesía del más allá.

Y bien. Estamos en un establecimiento ganadero, o mejor, en una estancia. Somos un grupo de gente civilizada. Hemos venido a pasar unos días de descanso. A despeinarnos el espíritu, levantándonos temprano, aspirando el gran aire de las cuchillas orientales al galope elástico de nuestros caballos cuarterones . . . "al galopón por los campos sonoros", como dije una vez en una frase concebida sin quererlo, tan de acaballo, que me salió con el ritmo del propio galope del potro.

Esa noche, después de comer, pasamos a la sala a tomar el café y jugar a la baraja. Dios nos cría y nosotros nos juntamos; por eso se forman dos grupos: uno de bridge y otro de truco. Naturalmente que yo estoy en éste. Me he dado el gusto de enseñar el juego del truco a tres amigas.

El partido era de seis. Confieso que jugar a este juego entre hombres, es interesante pero jugarlo con intervención de damas, es encantador. Desde luego que cada chambonada de la compañera, lejos de ser motivo de crítica o de enojo, es motivo de comentarios graciosos y amables.

Bueno, Dieron las doce. Alguien recordó que era la hora clásica de los fantasmas y de las brujas; y como en aquellos pagos queda aún flotando en la noche la cola blanca del misterio, salimos a tomar la luna antes de acostarnos, y entonces yo propuse ir a tomar un poco de misterio. Y fuimos; pero no todos. Nos decidimos cinco solamente. Montamos en un auto y nos dirigimos hacia "El caserón de la muerta".

Quedaba cerca. Era una ruina de piedra. Antiguamente había sido una pulpería clásica. Aún quedaba el arco de entrada y las huellas de la reja de fierro, por donde se atendía desconfiadamente a la brava clientela del vaso de caña o de ginebra.

"El caserón de la muerta" o la "Azotea de piedra", como se le llamó en otro tiempo, tenía su leyenda, que era la siguiente: el pulpero había sido un vasco honrado y laborioso. Su mujer le había dado varias hijas, casi todas rubias, rosadas, y lindas. Una sobre todo (que siempre entre las lindas hay una más linda). Era "la flor del pago". Por ella había siempre una fila de pingos en el palenque jugando a los grillos con las coscojas del freno, mientras sus dueños, en el interior de la pulpería, junto a la reja, se empinaban copas y copas, para matar el tiempo orejeando con los ojos y la mente, el momento de ver a la moza cruzar la trastienda en sus quehaceres domésticos: casera, linda y hacendosa.

Era bravo y duro el vasco, que sino, esa paloma no hubiera estado mucho en el palomar. La grupa de muchos fletes se lustraba sola al influjo del pensamiento de más de un gaucho que amansaba el viril deseo de llevarla en ancas. Pero la cosa no pasaba de ahí ... Hasta que pasó. Muerto el vasco viejo, la familia perdió su guía; las muchachas se volvieron muy alegres; a dos por tres estaban de baile; y en uno de esos bailecitos la paloma voló.

A raíz del episodio, en el pago sacaron estos versos que le oí cantar a un gaucho viejo en una cocina negra, entre el humo de la leña y el sonar del aguacero:

La cortejaba un mozo
Cantor y guitarrero,
Y una noche de luna
Se la llevó en las ancas
—Vidalitay—
De su caballo negro.
La paseó por los campos;
La paseó por las sendas;
De lo felices que eran
—Vidalitay—
Todos se hacían lenguas.
Cuando la vio dormida,
La miró un largo rato
Y se fue y no volvió . ..
Después la hallaron muerta,
Con los ojos abiertos
—Vidalitay—
Y la cara hacia Dios.
Del tal manera el pago
La supo bien llorar,
Que hasta los pajaritos
—Vidalitay—
Dejaron de cantar.
Hoy por allí en la noche
No pasan los viajeros,
Porque anda una "luz mala"
Que se posa en las ancas
—Vidalitay—
De los caballos negros.

Con la desgracia y la vergüenza, aquello siguió barranca abajo. Las otras palomas, como excitadas por el ejemplo, siguieron volando. La casa se hizo célebre, no solo por la alegría de sus moradores sino también por las voces que se empezaron a correr. Se decía que en cada baile, a la media noche aparecía la muchacha muerta bailando con alguno de los concurrentes. Varios afirmaban haberla visto. Y cuando esto sucedía, el que con ella bailaba lo hacía sin darse cuenta, como atontado, tal cual si fuera guiado por las riendas de una fuerza misteriosa. Bailaba como un sonámbulo, y luego, al tiempo, por haber sido, sin saberlo, compañero de la muerta, se moría misteriosamente.

El sebo del misterio y del asombro fue sobando los caireles de las fiestas. Por esta causa los bailes empezaron a ralear sus mozos y las mujeres se quedaron solas, se quedaron solas hasta que se las llevó el Demonio, una a una, como a la hermana aquella, sentadas sobre el poncho de verano puesto sobre las ancas del flete, que el diablo siempre anda bien montado.

Tal era la leyenda respecto al caserón de la muerta. Pues bien: hacia el sitio donde yacía la tapera aludida íbamos esa noche de luna, sedientos de embrujo, silenciosos, andando sobre el ruido suave del auto entre los pastos.

Y nos fuimos acercando. Raúl iba en el volante; a su lado Rosina Caraba, la muchacha más simpática del mundo, alegre, dispuesta, cantora y guitarrera; y atrás mi prima Reina, su marido y yo. Instintivamente, como todo hombre que se aboca a un peligro, llevé la mano al revólver. Entonces Reina, con esa firmeza y ese encanto que le son peculiares, me dijo con tono casi maternal: no seas ridículo, deja el revólver quieto, que si hay fantasmas o algo del otro mundo, no le vas a hacer nada con las balas. Al misterio hay que ir desnudo y valiente pero con respeto. Si tenés miedo reza, pero deja las armas para los fantasmas vivos, que a los muertos ya no hay que matarlos. Las reflexiones de mi prima fueron como un mandato. Ni siquiera me dieron vergüenza. Ella, como siempre, era la más dulce y era la más fuerte.

Raúl detuvo el auto a cincuenta metros, e interrogó:

—Bajamos?

—Acércate más, le respondimos, inquietos y corajudos.

Llegamos a veinte, a diez metros . . . Bajamos del auto. La noche era como de día, o mejor: la noche era como el fantasma del día. El silencio se rayaba de grillos ... Una paloma arrulló su sueño entre las piedras semi caídas de la tapera, entre esas piedras esculpidas de verdín y brotadas de la peculiar "yerba de la piedra". Sentimos sobre nuestras cabezas el abarraco de una lechuza. ¡Jamás hubo abanico que produjera tanto chucho!

Nos acercamos más. Yo, con mi conciencia de hombre, tomé la punta. Tiraba del terror como de un cabo. Mi amor propio masculino le daba silenciosos latigazos al miedo. Y el miedo lerdeaba. Reina me alcanzó como queriéndome amadrinar. Pero en eso, detuvimos !n marcha al unísono, y quedamos arrolladitos de terror, agarrados unos con otros de los brazos como en mutua protección: Una música, oímos una música desentonada, cual desgarrando su melodía entre las piedras ásperas. Una música desflecada como producida por instrumentos desconocidos. Música de "salamanca" o de laguna, cual si llegara a nosotros a través del agua honda de un lago.

Sin cambiar su tono, nos fue envolviendo los sen¡idos con sus serpentinas negras de carnaval de la muerte, y dio vueltas alrededor de nuestras cabezas, y se alejó y vino nuevamente ensordeciéndonos con sus notas secas y amarillas de danza macabra.

—Dios mío, dijo Rosina Caraba tapándose la cara con las manos.

—Dios mío, dijo Reina haciendo la señal de la Cruz; perdónanos Señor si hemos pecado al venir. El miedo había puesto viboritas en todas las nucas.

Y así fuimos reculando, tomados de los brazos, hasta llegar al auto, sin animarnos a darle la espalda al caserón. Entramos al coche y antes de partir miramos otra vez, sin quererlo, como tironeados por algo que nos dominaba. Y sobre una de las paredes sin techo de la ruina, tal cual vestida de neblinas largas y movientes a través de las cuales se veía un cuerpo con luces fosfóricas que se escurrían entre las túnicas, se alzaba la muerta, con la cabeza volcada sobre el pecho y los brazos caídos; pero tan caídos como chorros de agua! Toda ella era como un chorro de agua. Parecía colgada. Parecía una novia ahorcada colgando de la luna.

 

por Fernán Silva Valdés
Del libro "Leyenda (Tradiciones y costumbres uruguayas)
Montevideo 1936 - Imprenta Nacional.

Texto digitalizado, y editado, con el agregado de, por el editor de Letras Uruguay

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