Santos  

cuento de Serafín J. García 

-¿Ya'stás aplastado, haragán? ¡Caminá'garrar la baya vieja pa dir a echar los terneros!

 

Al oir la voz autoritaria y bronca de don Valerio, Santos se levantó humildemente del banquito de ceibo en que estaba acurrucado, y salió del galpón con la cabeza gacha.

 

-¡Y movéte! -agregó el patrón-. Mirá que dispués tenés que acarriar agua, cortar paja pa la quincha'e troja y darles de comer a los chanchos!

 

Callado y presto, con su habitual resignación y su ciega obediencia de perro fiel, el infeliz se encaminó al piquete.

 

Algunos peones se le cruzaron, silbando o tarareando alegremente, mofándose de él como de costumbre. Varias pullas groseras salieron a su encuentro. Pero no pronunció una palabra. ¡Estaba tan habituado a servir de befa y de escarnio a los demás!"...

 

-¡Adiós bicho feo!- gritó a su espalda una voz femenina de armonioso timbre.

 

Se volvió temblando, como un niño miedoso cogido en falta. Era Angelita la que le hablaba así, mientras emergía por una ventana su busto airoso, de líneas estatuarias.

 

Santos aceleró el paso. Sonaba detrás suyo la risa musical de la muchacha, y él la sentía corazón adentro, zumbona y acariciante a la vez; dulce como una esperanza y atroz como una quemadura.

 

¡Angelita! ¡Música y cruz de su vida! Por ella solamente, por verla y sentirla próxima, era que soportaba tantos martirios.

 

¡Martirios, si!. Porque él era una bestia de carga en la estancia. Trabajaba más que un buey. Echaba un pedazo de su juventud disuelto en el sudor de cada día. Se reventaba en el yugo desde que mostraba el alba su primeros sonrojos, hasta que la noche se acostaba a dormir sobre la tierra. Y si algún instante tendíase agobiado y exhausto en la penumbra de su rincón favorito, iba el patrón a levantarlo con soeces improperios, o lo "escurrasaban" sus compañeros con despiadadas burlas. Sin embargo, él lo soportaba todo por aquella Angelita, cuya sola presencia trasmutábale en paraíso su infierno.

 

¡Cosa rara! Deseaba verla siempre a su lado, y cuando en verdad lo estaba huía de su presencia, turbado, huraño, sin saber qué decir...

 

Bueno, ¿y qué le iba a hacer? Se sentía ridículo, insignificante frente a la muchacha. ¿Qué podía importarle a ella su figura desgarbada, torpe, grotesca; su cara hundida y terrosa; sus ojos turbios como la pena?

 

Si la hiciera entrever tan sólo sus sentimientos, se le reiría en la cara. Y en las vacaciones, cuando fuera el novio a pasar su temporadita en la estancia, se lo contaría para que él también pudiera divertirse.

 

¿Y los peones cuando lo supieran? Más valía ni pensarlo. Nunca diría una palabra. Se dejaría consumir por la maldita llama que le estaba quemando el corazón.

 

-¡Mové las pesuñas, sotreta!

 

Estas palabras bruscas y airadas volviéronle de golpe a la realidad. Desde la puerta del galpón, don Valerio se desataba en rezongos contra él.

 

Y apresuró aún más el paso, sintiendo recién el frío que le acuchillaba el rostro, y los recios aletazos con que el pampero castigaba su cuerpo flaco y dolorido.

 

En "Los Mimbres" se notaba ese día un ajetreo poco común. Todo el mundo iba y venía ejecutando diversos menesteres. Los peones engrasaban sus lazos silbando o cambiando chanzas. Las sirvientas y agregadas, negras y mulatas en su mayoría, con sus vestidos de percal flamantes y sus lustrosas motas oliendo a "pachuli", andaban de un lado a otro, limpiando trastos las unas, cebando mate dulce las otras, y retrucando todas con malicia a los zafados piropos que les dirigían los paisanos más "quiebras".

 

Adentro, Angelita y Carlos "hacían sala" a las numerosas relaciones, invitadas especialmente al doble festejo -cumpleaños de la moza y petición de su mano-, mientras que bajo el añoso y retorcido parral que sombreaba el patio, don Valerio y su media docena de compadres escupían y carajeaban animadamente, entre una espesa nube de humo y un picante olor a chala quemada. Un cimarrón "curuyero" pasaba de boca en boca su sabroso amargor. Y una botella de caña servía de "apretadora".

 

Del horno salía un tibio y agradable vaho de pan caliente. La grasa chillaba en las sartenes donde se freían los tradicionales pasteles. Un poco más lejos, cerca del galpón grande, dos carneadores expertos cortaban los "con pelo" de una vaquillona recién sacrificada.

 

Sobre un corpulento ombú metía bulla una alegre bandada de chingolos, que habiendo olfateado el festín esperaba darse un hartazgo con los desperdicios.

 

Aprovechando la confusión y la algarabía reinantes, Santos se había refugiado en su rincón predilecto, y allí, ajeno al bullicio de una fiesta que no disfrutaría, barajaba sin descanso, como si fueran naipes, sus pensamientos de siempre, aquellos que le lastimaban el cerebro a todas horas.

 

Estaba harto de semejante vida. ¡Harto si! No podía ni debía soportarla más. Le daban poca comida y mucho trabajo. Pagaban sus fatigas con insultos y con humillaciones. A pesar de aguantar sobre su lomo todo el solazo aplastador de los veranos, temblaba de frío por las noches. Tenía el invierno adentro, escondido en los huesos. Ni un mate le dejaban saborear en paz cuando volvía del campo, con la boca amarga y reseca por la sed. Jamás se había puesto una pilcha nueva sobre el cuerpo, ni había podido sorprender su cinto con la presencia de un triste peso. Lo único que le sobraba eran los motes hirientes y las "judiadas" de sus compañeros.

 

Y para colmo de males, todavía ese amor sin esperanzas, torturador, absurdo, que era como un cilicio que el destino le ciñera al corazón...

 

Se iría. Tal vez a golpes por el mundo, conociendo paisajes y hombres nuevos, podría renovarse él también, hallar algo de qué asirse, algo capaz de infundirle sentido a su borrosa existencia...

 

Se iría, si. En la estancia nadie iba a lamentar su partida. Se notaría únicamente la falta de la pobre bestia silenciosa y dócil, dispuesta siempre a la brega. Si le echaban de menos, sería tan solo por el valor de sus servicios, como se echa de menos un buey bueno o un caballo de confianza. Pero ninguno le recordaría con afecto, ni siquiera con lástima.

 

Era solo en el mundo, guacho, paria. De su infancia conservaba apenas la cerrazón de recuerdos vagos, tristes, que al despertarse le subían a los ojos convertidos en llanto. Sabíase fruto de un amor "pecaminoso", de esos que comienzan con un beso y acaban con un hijo. Su madre, sirvienta, hija de sirvienta, nieta de sirvienta, había "caído" boleada por los tristes y las vidalitas de un payador errante. Lo parió a lo bicho, sobre una tapera compartida con el gaterío. Huérfano a los tres años, fue creciendo en la estancia como puedo. Primero chupando un biberón con más tierra que leche. Después peleando por las sobras con la perrada. Y finalmente despellejándose el paladar con los pirones grasudos y quemadores. Al pisar los catorce años ya tenía cara de hombre. Los empellones y los golpes apuran a la madurez. El trabajo brazal endurece, a la vez que los músculos, la mirada y el gesto...

 

¡Guacho! ¡Paria! ¡Cuántas veces se habían reído los peones de su origen, con esa agresividad inconsciente de los ignorantes hacia todos los que consideran inferiores!

 

-¡Vos debés ser hijo'e Naides -le decían entre risotadas-. Tenés talmente su facha...

 

Santos callaba, infelizote como era, incapaz de una reacción que lo plantara cuchillo en mano frente a sus ofensores. Y allá en su fuero íntimo, hacíale cueva un pensamiento descorazonador:

 

-El cristiano, mesmo que la víbora, sólo es güeno mientras no encuentra a quien morder.

 

Cuando listó el oriente la cinta anaranjada de la aurora, hacía ya buen rato que la peonada mateaba junto al fogón, bromeando y haciendo cálculos sobre la ardua y peligrosa faena que la esperaba ese día.

 

El resplandor rojizo de los tizones daba un tinte de cobre a los rostros varoniles, de rasgos acentuados y firmes, que parecían tallados en granito. Humeaban los puchos de tabaco brasilero, saturando el ambiente con su tufo áspero, y las manos callosas apretaban con ganas el cimarrón.

 

-Hoy vamo'a tener que meterle duro y parejo, indiada .dijo uno de ellos, mientras arrimaba a las brasas un "sargento" húmedo y renegrido-. Ese animalaje chúcaro nos va'tráir a los saltos.

 

-Como no levanten alguno en las guampas... -agregó otro, guiñando un ojo para defenderlo del humo-. L'digo porque va'dir un maturrango al rodeo.

 

-¿El pueblero, ché?

 

-Sí. No hay quien le saque de la moyera esa idea. Ya le alvirtió el patrón que la cosa no es pa cahmbones. Përo él s'emperró en dir nomás.

 

Siguieron mateando y charlando hasta que, desde afuera, llegó la voz de don Valerio que gritaba:

 

-¡Vamos, que se nos hace tarde!.

 

Salen todos al trote, perdiéndose en la inmensidad del campo, que empieza ya a despertar cruzado de mugidos. Carlos, jinete en brioso alazán, marcha adelante, apareado a don Valerio.

 

Poco después empieza la faena. Los hombres se separan y galopan hacia distintos rumbos, formando una especie de semicírculo, que luego se va apretando poco a poco en torno del ganado hasta cerrarse del todo.

 

Los animales, chúcaros, bufadores, corren desesperadamente tratando de romper el cerco que los aprisiona. Puéblase el aire de sonoros gritos y de sordo tropel de cascos y pezuñas que estremece la tierra.

 

Silban los lazos al partir raudos hacia los cuernos afilados. Los rebenques restallan sobre las sudorosas ancas de las cabalgaduras, y las nazarenas chirrian quejumbrosas, dibujando arabescos de sangre en los ijares. Una nube de tierra cada vez más densa va emborronando poco a poco aquel cuadro magnífico, aquella puja de la fuerza diestra contra la fuerza instintiva.

 

Don Valerio, pegado al lomo de su nervioso pangaré, va de un sitio a otro impartiendo órdenes con su vozarrón imperativo y potente, manejando el lazo con la maestría que le han dado cincuenta años de labor campera. Su tórax amplio y velludo hínchase a intervalos regulares en la agitación producida por la brega, y sus ojos vivos y penetrantes, hechos a dominar de un solo golpe la más peligrosa de las situaciones, se encienden con relampagueante brillo bajo la intrincada maraña de las cejas.

 

Carlos, entusiasmado y temeroso al mismo tiempo, contempla con asombro ese espectáculo nunca visto, y del cual habíase formado una idea que la realidad empalidece. Esos hombres musculosos, esos centauros bronceados que corren de manera fantástica en un círculo erizado decuernos, como riéndose del riesgo y de la muerte, le parecen, más que criaturas de carne, figuras de  granito animadas por oscuro e impenetrable designio de la naturaleza.

 

Por lógica asociación se remonta su pensamiento a los tiempos de las gestas heroicas, a la génesis montoneril y tremenda de la libertad, por la que se desangraran los abuelos de esos mismos hombres que ahora bregan con reserío chúcaro, sudorosos y jadeantes, bajo la gran caricia exultadora del sol...
 

-¡Cuidado el toro! ¡Ladése ligero, don! ¡Cuidao! ¡Cuidao!
 

Esos gritos de alarma interrumpen bruscamente el curso de sus reflexiones. Vuélvese con rapidez, y la sangre se le hiela en las venas. Un torazo guampón, enfurecido, rojizos los ojos, lleno de babas el belfo, avanza como un bólido hacia él.
 

Ante la inminencia del peligro trata de desviar el caballo, pero su poca pericia le impide hacerlo con la premura debida. Los cuernos del toro alcanzan así el anca de su alazán, abriendo en ella amplio y profundo surco que la sangre empurpura de inmediato. El animal, enloquecido por el choque y el dolor de la herida, se encabrita y comienza a dar grandes saltos, para emprender luego desenfrenada carrera.
Un grito de espanto brota de todas las bocas. Carlos, despedido violentamente de la silla, queda con un pie metido en el estribo. Y el alazán, huyendo siempre, ciego de pavor, arrastra su cuerpo hacia la sierra próxima, donde irremediablemente será destrozado contra las agudas piedras.
 

Todo ocurre en un segundo inolvidable de angustia, de indescriptible pánico. Aquellos hombres paralizados por la sorpresa, ven de súbito a alguien que parte a la carrera tras la bestia fugitiva. Unas boleadoras, lanzadas con maestría casi prodigiosa, van a enroscarse en los remos delanteros del animal, cortando su frenética disparada. En un abrir y cerrar de ojos, Carlos ha sido salvado de una muerte cierta.
 

Y cuando los otros, repuestos ya del miedo y del asombro, llegan al sitio donde el maturrango yace sin sentido, ven a Santos inclinado sobre él, procurando reanimarle...
 

La noche, gigantesca rosa negra, ha abierto hace rato cu corola de sombras. Sobre el campo se cierne un silencio hondo, inquietante, sólo interrumpido a intervalos por el alerta teruteril o el agorero graznar de las lechuzas.
 

Santos ensilla su matungo flaco y sale al tranco. No sabe adónde irá. Pero va contento. Un solo pensamiento da vueltas sin cesar en su magín rudimentario.
 

-Aura, aunque no quiera, eya va'tener que acordarse de mí el resto'e su vida...

 

Altas y frías tiemblan las estrellas. Santos se sorprende de sí mismo al darse cuenta de que se ha puesto a silbar. Desde gurí no lo hacía...

 

¿Será por la certeza de permanecer -huella indeleble- en la memoria de Angelita? ¿Será que ya comienza a tomarle gusto a la libertad?

 

¡Quién sabe! Pero lo cierto es que se va silbando. La noche quiere atajarlo con su negra soledad sin caminos. Pero él está dispuesto a abrirle uno a pecho de caballo. Y a instinto. Y a voluntad.

 

Espolea el mancarrón y galopa. Firme. Sin el amago de duda. Llégale desde la estancia, donde los hombres duermen indiferentes, el aullido melancólico de un perro. Acaso el único que, por sentirlo, llora a su manera.

 

Después, el horizonte engulle la despedida y el galope liberador. Queda sola la noche en la llanura inmensa. Una noche que parece escuchar voces sin dueño...

Serafín J. García 
"Barro y sol" Cuentos - Editado en 1941.

Editado por el editor de Letras Uruguay

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