La respuesta de DON PANCHO  

cuento de Serafín J. García 

TODAS las mañanas, apenas se abrían las puertas del café que había en la esquina de la plaza, iba Francisco Mieres a ocupar su lugarcito de costumbre, próximo a una de las vidrieras que daban a la calle principal.

De tal manera se habían habituado a su presencia los mozos, que al final llegaron a considerarle algo así como una parte integrante del establecimiento, como una mesa o una silla más. Y por eso, al verlo entrar y sentarse, con el infaltable palillo entre los dientes, ya ni siquiera se molestaban en acercársele para preguntarle de qué se iba a servir. Sabían de sobra que la pregunta era inútil, pues don Pancho -como le decían todos en el pueblo- jamás se servía allí de otra cosa que de la silla en que desparramaba su cuerpo fofo y lánguido y de la mesa en la cual, a fuerza de apoyarse cada día durante horas y horas, habían concluido por dejar visibles huellas sus codos de holgazán.

Salvo, claro está, que algún amigo o conocido se dignase invitarle, puesto que Mieres, en tales ocasiones, no sabía decir que no. Y lo mismo aceptaba un whisky que una tufienta caña de barril, una gaseosa o un café con leche. Esto, según algunos, hacíalo de puro complaciente que era. Según otros, de puro vividor.

-Qué tal, don Pancho? ¿Cómo va la cosa? -limitábanse a preguntarle los mozos al advertir su presencia en el comercio, y sin descuidar la limpieza o el barrido que generalmente estaban efectuando.

-Y... lindo no más. Yo creo que a más tardar esta semana me nombran -respondía invariablemente Mieres, haciendo tamborilear sus gordos dedos sobre la mesa o sobre el ventanal.

Y se quedaba sonriendo, muy orondo, sin importársele un ardíte del polvo espeso que flotaba en el aire, agitado por escobas y plumeros, y que iba después superponiendo nuevas capas grisáceas a las que ya cubrían totalmente, y desde vieja data, las alas de su sombrero y las solapas de su grasiento saco.

Tampoco le importaban, desde luego, los maliciosos guiños que sus interlocutores cambiaban entre sí, y de los cuales resolvía no darse por enterado.

El estaba absolutamente convencido de que tarde o temprano habría de obtener el tan ansiado puesto de comisario de la policía local, a cuyo usufructo aspiraba desde hacía largos años. No podía ser de otro modo, ya que para eso había hecho el sacrificio de ir a votar tantas veces como elecciones hubieron desde su mayoría de edad -y conste que por aquel entonces era don Pancho un hombre cincuentón-, cuidando siempre de hacerlo dentro de la fracción de su partido político que mayores probabilidades tuviera de triunfar.

Cuando se aproximaba la época de los comicios y empezaban a abrirse aquí y allá los infaltables clubes partidarios, Mieres tomaba ubicación en el suyo, abandonando provisoriamente su mesa del café. Porque en el club no faltaban correligionarios obsequiosos, que lo hacían partícipe de buenos copetines y excelentes cigarrillos, y que hasta solían sacarlo de apuros en algunas de sus tantas apreturas económicas. Además, la cercanía del caudillo que comandaba al grupo infundía un más firme calor a su esperanza.

Pero lo cierto es que el tiempo trancurría, sucediéndose los presidentes, los ministros y los jefes políticos, disolviéndose unas fracciones y constituyéndose otras, según lo iban determinando las alternativas y los azares del juego electoral, y él continuaba siempre al margen de los nombramientos, en su perenne e inmutable situación de postulante frustrado.

Los vecinos del pueblo, propensos en su mayoría a la humorada, como buenos criollos que eran, divertianse de lo lindo a sus expensas, gastándole bromas de diverso calibre que don Pancho recibía sin inmutarse jamás, entreabriendo los labios en una mansa sonrisa y contestando siempre:

-Ya lo verán ustedes. No se apuren. Como Francisco Mieres que me llamo, les garantizo que algún día me tendrán de comisario. ¡Y entonces sí que el pueblo marchará derecho!

Efectivamente, vio colmado al final su terco anhelo. Una mañana lo mandó llamar el caudillo de la fracción en que estaba militando y lo condujo personalmente hasta el despacho del Jefe de Policía, que, por supuesto, era correligionario, y al cual, además de las vinculaciones políticas, ligábanlo antiguos lazos de amistad.

-Aquí te traigo a don Pancho Mieres -le dijo-. Tenés que acomodármelo en seguida, de cualquier manera, porque es un buen compañero que se encuentra sin trabajo y necesita puesto.

-Hay una vacante de escribiente en la sexta, casualmente -contestó el jefe tras breve reflexión. Podemos destinársela. Le va a convenir, porque en campaña es más barata la vida y uno con cualquier trapo se arregla. ¿No te parece?

-Pero es que don Pancho es hombre de muy pocas luces -objetó el caudillo. Tal vez ni sepa redactar un parte.

-¿Y si lo nombramos sub-comisario en la cuarta?

-Tampoco va a resultar. Es casi analfabeto el pobre.

El jefe permaneció unos instantes en silencio, rascándose el mentón con aire de perplejidad, y finalmente dijo:

-Entonces no tendremos otro recurso que designarle comisario del pueblo a tu recomendado. Trataré de hacer un movimiento para darle cabida.

-¡Superior!- asintió el caudillo con un gesto de satisfacción. Creo que ese puesto le viene como anillo al dedo.

Y así fue como pocos días más tarde, ante el asombro general, se vio a don Pancho Mieras atravesar la plaza eúfundado en un flamante uniforme y trabando a cada paso sus piernas en el largo y curvo-sable, que casi no lo dejaba caminar.

-Andá a ocupar tu puesto no más y déjate de rendibuses inútiles -le dijo al guardia civil que estaba de guardia en la esquina, cuando lo vio acercarse haciéndole la venia.

Y penetrando al café, sentóse muy campante en el sitio de costumbre, seguido por la mirada atónita de los mozos, que no querían creer lo que veían sus ojos.

Poco rato más tarde, colmado ya de parroquianos el establecimiento y habiendo circulado con profusión las copas, suscitóse una violenta disputa entre los integrantes de una rueda de truco. Palabra va, insulto viene, se fueron acalorando de tal manera los ánimos, que a la postre acabaron por relucir los cuchillos. Y como saldo de aquella reyerta, que había tenido origen en la insignificancia de una flor mal cantada, quedó un hombre desangrándose en el piso, mientras el heridor, puñal en mano, se abría paso hacia la puerta para emprender la fuga.

Entonces fue cuando algunos de los presentes, advirtió al flamante comisario que, con el palillo en la boca, había presenciado el hecho desde su mesa habitual sin cambiar ni siquiera de postura, se le acercaron preguntándole:

-¿Y ahora qué se hace, don Pancho? Diga, ¿qué se hace?

Pregunta a la que el muy cachazudo de Mieres, luego de apoyar las dos manos sobre el pomo de la espada para estar más cómodo, respondió tranquilamente:

-¿Cómo qué se hace? ;Pues habrá que llamar la policía!

cuento de Serafín J. García
Almanaques del Banco de Seguros del Estado - año 1977

Ver, además:

            Serafín J. (José) García en Letras Uruguay

Editor de Letras Uruguay: 

Email: echinope@gmail.com

Twitter: https://twitter.com/echinope

Facebook: https://www.facebook.com/carlos.echinopearce

instagram: https://www.instagram.com/cechinope/

Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/ 

 

Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de  Serafín J. García

Ir a página inicio

Ir a índice de autores