El Miserere de los cocodrilos, Estuario Editora - Cosecha Roja, junio 2016, Montevideo, Uruguay, pp. 226

 

Los (nuevos) miserables

(Acerca de una novela de Mercedes Rosende)

 

por Sergio Schvarz

sergiosamschvarz@gmail.com

 

Sileant zephyri,

rigeant prata

unda amata,

frondes, flores non satientur.

Morto flumine,

proprio lumine

luna et sol etiam priventur.

Sed tenebris diffusis

obscurantus est sol,

scinditur quoque velum,

ipsa saxa franguntur

et cor nostrum non frangit vis doloris?

At dum satis non possumus dolere

tu nostri, bone Jesu, miserere.

 

El Miserere de los cocodrilos, de Mercedes Rosende, es una novela policial publicada en junio de 2016. Atendiendo a la palabra “miserere”, salmo que refiere al canto solemne para pedir perdón por los pecados, es evidente que nos pedirá, subrepticiamente, que nos apiademos de los pecados de los otros, es decir, los de todos los personajes principales y secundarios que pululan por la novela. Todos somos pecadores, parece decirnos Mercedes Rosende, aunque no todos seamos asesinos, por supuesto. Todos somos pecadores, y no nos basta con escuchar el Miserere de Vivaldi, durante la cuaresma, para expiar nuestros pecados. Estos personajes, asimismo, son muy particulares, yo diría “enfermos”. Mario Delgado Aparaín hacía hincapié en la construcción de personajes asquerosos, y creo que algo de eso hay. Pero no sólo son, en cierta medida, repugnantes, sino que están enfermos, con varios trastornos, como el de la ingesta compulsiva de Ursula López, los ataques de pánico de Germán y algo así como la meticulosidad aséptica y la preferencia por los artículos de cuero del abogado Antinucci. Hay también, y vamos a señalarlo debidamente, un comportamiento sexual “errático” y una escala dudosa de valores, siempre cambiantes.

Lágrimas que lloráis por un pasado que ya no volverá.- Todo comienza, en tiempo presente, con la presentación del abogado Antinucci y su caracterización: “pelo peinado a la gomina, corbata bordó y lentes Ray-Ban”, que “tiene una pequeña cicatriz sobre la ceja derecha”, y enseguida irá hacia un pasado no demasiado determinado, un tiempo anterior a éste de la cárcel de Santiago Vázquez, ya que nos dirá que esa cicatriz “se la debe haber hecho un puño, pero eso seguro fue hace mucho tiempo porque, alrededor de la marca, una línea equidistante entre la nariz y el cabello, la piel parece tirante y brillosa, cicatrizada hace años”, lo que nos da una pista sobre el carácter de ese abogado y algún hecho oscuro, no revelado, que lo delimita. La aparición de ese abogado, en fecha de visita carcelaria, será en un lugar que es un enorme galpón de 50 por 20 metros, techo de chapa acanalada “que se llueve cada vez que caen cuatro gotas”, piso sin revestir, paredes escritas…, todo lo cual nos da la medida de algo improvisado y provisorio, pero que sin embargo perduró en el tiempo y quedó de esa manera (las paredes escritas, con inscripciones groseras, nos da la medida de que ha pasado ya mucho tiempo de la construcción de ese galpón). Además, la dura vida carcelaria, y los códigos reinantes, quedan expuestos sin concesiones y con meridiana precisión. Y ya desde el comienzo nos muestra una realidad, la rígida realidad de la cárcel y de los carceleros y la relación entre presos y abogados, al mostrarnos a un policía, indolente, parado a la puerta de ese galpón, que se escarba los dientes, “que escupe madera o comida o ambas cosas”, anestesiado de todo dolor. Allí está el asco, instalado, y la pérdida de toda referencia y esperanza: “la noche de la cárcel se te mete adentro y no hay luz del día ni buenas noticias”. “En la cárcel todo es denso, todo provoca una mezcla de taquicardia y claustrofobia” (pág. 13), y además uno tiene que acostumbrarse al infierno carcelario, del que la autora nos da una breve pero intensa panorámica de las relaciones humanas en su seno: “—Te lo dije, él es el que transa con la plata, se la das toda a él, él es el que cobra el alquiler del rancho, el que compra la frula y la distribuye” (pág. 24), o bien “Ricardo el Roto tiembla como un perro rabioso a punto de ser atacado, sus ojos, rojos como salidos de una mala fotografía, se clavan en la mirada huidiza de Germán. Su lengua es un animal encerrado que se revuelve contra los dientes” (pág. 25). Y claro, el miedo de Germán es “una esquizofrenia de sucesos aislados” (pág. 26). Allí están “los guachos (que) se ríen con sus dientes amarillos, ennegrecidos, verdosos, se ríen con la boca abierta y agujereada, con los labios cuarteados y el aliento espeso, se ríen con la risa inexacta y asimétrica de la miseria” (pág. 27). Y además el clima juega un papel esencial, y que va pautando la obra: “a esta altura del año empieza a anochecer con rapidez, como en el trópico, como en un eclipse, como una muerte súbita” (pág. 29).

La autora nos va dando pistas, cada tanto, para ir matizando el relato. [Nos enteraremos→] Que se trata de Germán quien está preso por el secuestro de Santiago Losada y que su cómplice, Sergio, está libre y se fue con la plata del rescate, y, también, que éste saldrá libre en poco tiempo porque la víctima relativiza o minimiza su participación en el secuestro (porque él era un “perejil”, aunque sospecharemos que nada es lo que parece). Lo que nos llama la atención, en esta presentación del asunto, es el silencio de Germán, como si no pudiera hablar o si considerara mejor no decir nada que pueda poner en peligro su inminente libertad. Esta introducción, digamos dubitativa, parece mostrarnos una certeza extraña, en la que “hay culpables e inocentes que no coinciden con los culpables e inocentes verdaderos”, y donde —lo comprobaremos a medida de inmiscuirnos en el relato— los buenos no son tan buenos y los malos no son tan malos, e incluso hasta el paroxismo de darnos cuenta que los buenos en realidad son malos, y que los malos en realidad son buenos. Pero no nos adelantemos.

El primer capítulo es la introducción, entonces, donde nos muestra las cartas. Luego nos dará el respectivo valor de las mismas, como si fuera una partida de truco, por ejemplo. Pero en el segundo capítulo va hacia el pasado y nos introduce en el verdadero personaje de esta novela y en el origen de su mal. Se trata de Úrsula López, el castigo recibido y la justificación del castigo (“es por tu bien”), la oscuridad de la penitencia (y su hermana Luz) y la calidad negadora del mismo: el ayuno. Y el miedo, por supuesto: “tiembla y se revuelve, el miedo y la rabia le agrian la saliva, la queman, la disuelven” (pág. 22). Porque Úrsula López sufre del trastorno de ingesta compulsiva, aumentado por la ansiedad que le provoca las consideraciones paternas en cuanto a su gordura y a su no poder controlarse, y sufre porque todo lo buena que es su hermana se realza con lo supuestamente mala que es ella. Y allí está el origen de su mal, aunque nos demos cuenta de ello más adelante, cuando empecemos a atar cabos y a reunir la información dispersa que nos da la autora, información a cuentagotas que conformará la personalidad descompuesta de Úrsula. Por eso después, años después, “todos los días desde hace algo más de un mes, Úrsula López se impone una rutina militar: dormir, levantarse a las seis, bañarse, desayunar, salir de su casa, llegar al sitio donde vive la mujer, la otra Úrsula, y montar guardia hasta verla salir a correr. A veces la sigue, a veces solo la mira alejarse, a veces espera hasta verla regresar. Todo en un cronograma exacto que lleva a cabo día a día, sin falta. Es el cronograma de su venganza” (pág. 33). [Nos enteraremos→] Hay otra Úrsula López, que la engañó a ella y que supuestamente no pagó el rescate por su marido secuestrado, y junto con la venganza está el odio, que es el verdadero motor de la historia.

La estructura de la novela se hace en tres partes bien definidas y los capítulos son cortos, alternados tanto en el tiempo como en cuanto a los personajes que hablan o a las situaciones que cuenta. Cada personaje tiene su pareja (eso lo iremos viendo un poco más adelante), como si cada uno tuviera dos caras, su anverso y su reverso. Tenemos la impresión que todos los personajes (los que ya aparecieron y los que aparecerán) son como fieras enjauladas de sí mismas, que no se soportan y buscan, ansiosamente, alguna válvula de escape. El abogado Antinucci, por ejemplo, es un falso devoto (como si fuera para curar sus pecados): “él no lo sabe, no puede verlo, pero su imagen, que era multicolor hasta hace unos instantes, es ahora casi dorada por el efecto del sol en los vidrios amarillos. Si algún fiel lo notara —algo difícil, cada uno va ocupado en sus propios pecados— tal vez pensaría que el doctor es un arcángel o un profeta o al menos un santo, o que su estado de gracia es excepcional a un humano corriente. Pero lo dicho, nadie parece percibir el juego cambiante de la luz que ahora arroja un aura sobrenatural en la persona del doctor Antinucci y que, como tantos milagros diarios, sucede sin que nadie lo advierta” (pág. 38). En este párrafo se nota la mano de un narrador externo que ve las cosas desde afuera (y desde arriba). O en este otro, por ejemplo: “…en la Parroquia de las Esclavas del Sagrado Corazón (la hostia) se la dará el mismo sacerdote y en la boca, para que no haya mácula posible en el Santísimo Sacramento” (pág. 39). [Nos enteraremos→] De la delincuosidad (o sea: de la calidad delincuencial) y de la meticulosidad piadosa del abogado, expresada en ese suspiro de alivio: “Hurga con la lengua, revisa el paladar, las encías, los intersticios entre las muelas. Ni un rastro del cuerpo de Cristo. Suspira confortado” (pág. 40).

La zona, el territorio principal de la novela, es la Ciudad Vieja de Montevideo, con sus habitantes usuales e inusuales, donde el personaje principal (Úrsula López) vive y se entremezcla, ella misma pasará inadvertida entre “artesanos y turistas, yuppies con ropas que gritan abogado, contador, ejecutivo, entre mendigos con sacos enormes y gorros deformes, entre parejas de gays tomados de la mano, secretarias diligentes y maquilladas y bilingües, entre mandaderos de delivery, prostitutas friolentas, (y) adolescentes de uniforme” (pág. 33). Allí es donde tiene su “guarida” nuestro personaje y donde se resolverán sus tramas y sus traumas (las del pasado extrapoladas al presente), territorio casi mítico, contenido y continente, cerrado pero abierto (delimitado por el puerto y por la puerta de la Ciudadela, por lo que queda de los “cubos” que fueron sitios de emplazamiento para los cañones anti escuadras marítimas, y por el horizonte del río como mar y por el cielo donde se descargará el frío del invierno o la lluvia que borrará las huellas para que los sabuesos no den con ellas), con su historia a cuestas (o mejor dicho bajo suelo) desde Zavala y los lusitanos para acá. En esa zona, y en lo transversal de la novela, estará la muerte, como reina mayor, esa muerte que es “un vaho a transpiración desconocido”, esa muerte que es el no ajustarse a los códigos (carceleros, por ejemplo), el traicionar o el ser traicionado que lleva a la muerte, como “la sombra chinesca de una mano asiendo un puñal” (pág. 44) y que, entre otras cosas, dará paso a otro personaje que, como el principal, será su sombra (la comisaria Leonilda Lima). [Hay algo particular en los nombres: Úrsula y Leonilda, que no son nombres demasiado corrientes. Después veremos los demás nombres. ¿Habrá una correspondencia entre personajes masculinos y femeninos?]

Plaza Matriz y al fondo la Catedral de Montevideo (Ciudad Vieja)

La comisaria Lima —y aquí anotaremos lo original que el detective, en esta novela policial, sea mujer, y el hecho, por un lado, que quizá Mercedes Rosende sea la primera mujer uruguaya en escribir novelas policiales (ya desde la anterior a ésta, Mujer equivocada, de 2011, donde también aparece Úrsula López), y por otro que el personaje principal sean femenino—, es una policía desilusionada en lo que creyó sus firmes propósitos: “No era esto lo que esperaba la comisaria Leonilda Lima cuando ingresó a la Policía, esta no era la vida que quería, pero ya se sabe, nunca es la vida que queríamos. Al principio hubo unos deseos, esperanzas, unas ilusiones que fueron quedando por el camino, planes que nunca se concretaron, proyectos que no se realizaron, pero nunca es la vida que imaginamos y la comisaria, con algo más de cuarenta años, ya lo sabe desde hace rato, aunque no deje de añorar lo que nunca tuvo. No es una mujer hermosa, su mirada bizquea un poco y su pelo ondeado no parece estar nunca en el sitio que debiera” (pág. 47), o bien su dedicación laboral: “le gusta avanzar en el papeleo erizado de tecnicismos, de acrónimos, en esa burocracia conocida y familiar se siente la heroína deslucida pero honesta de un cuento con moraleja, la mujer mediocre que ha de abrirse camino por un laberinto hasta llegar a la torre del gran hechicero del mal y conducirlo ante la justicia. Porque Leonilda Lima podrá sentirse desengañada, habrá visto y seguramente verá actos y actitudes que la decepcionan de la vida y hasta de su profesión, pero ella cree en la Justicia” (pág. 48). [De paso, la autora se da el (pequeño) lujo de advertirnos que la comisaria “…ama la rutina de su trabajo pero pone todas sus facultades en lo que hace, y hasta cierta independencia de criterio, dato que en esta historia no será menor para la futura comprensión del lector” (nos habla a nosotros, para que tomemos nota y abramos bien los ojos, interpelándonos en medio del relato), es su manera de decirnos que tengamos en cuenta hasta los mínimos detalles para poder comprender la historia. Incluso hasta hay otro guiño al sobrevolar una historia real, que sucedió (la de los supuestos enfermeros asesinos del hospital Maciel —que nos ubica en el marco temporal real de esta historia—).] Esa comisaria es la que va a investigar el asesinato de “el Caramelero” (por haber traicionado la confianza depositada en él): “…ese es su trabajo, descubrir al verdadero culpable detrás de la hojarasca” (pág. 50). Los motivos de este asesinato —que están bien descriptos en la novela y que muestran el sigilo y el silencio de los que, involuntariamente, son cómplices pasivos de ese hecho—, que están ocultos para la comisaria, están bien presentes para nosotros (lo cual es una manera de narrar historias detectivescas).

El personaje de Úrsula va atrapando nuestra atención, comienza a crecer poco a poco, saliendo de las sombras de su apartamento en la Ciudad Vieja, intentándolo al menos. Como no sabe cómo hacerlo, espía. “El hecho de espiar a sus vecinos atraviesa tres fases: primero, el malhumor que le provoca esta situación poco práctica, cerrar la persiana y apagar las luces (temor a la oscuridad de la penitencia infantil), armar el catalejo que sacó de su sitio y que después tendrá que desarmar y volver a guardar; segundo, el sentimiento que se apodera de ella cuando se asoma a las vidas ajenas, la excitación sin control; y por último, la culpa por hacer algo impropio, el arrepentimiento que llega al final, la certeza de que ese fue el límite que ya no deberá volver a trasponer” (pág. 51), pero “su arrepentimiento no es más que lágrimas de cocodrilo, que ella volverá, que siempre volverá a espiar y a arrepentirse y a volver a espiar” (pág. 52). [Lo que la rodea→] “Esta sala sombría de muebles obsoletos, la vitrina con las estatuillas japonesas, los manteles bordados de colores desvaídos, las alfombras persas un poco raídas, la mesa llena de medicamentos, las fotos familiares amarillentas sobre las tapas de mármol de las cómodas, las paredes oscurecidas por paso del tiempo” (pág. 52), donde los medicamentos, se intuye, ocupan un papel importante (es aquí cuando descubrimos que la enfermedad en Úrsula sigue presente), y el contraste decisivo entre la oscuridad y la luz con lo que ve: “una habitación iluminada que ya conoce: en ese espacio todo es limpio, claro, despojado, todo es moderno y definitivo, la habitación está pintada de blanco, hay un par de lámparas de metal opaco con luces dicroicas, unos cuadros en blanco y negro, un par de sillones de diseño, y en el centro la cama, enorme, cuadrada. Blanca” (pág. 52). Úrsula tiene una calidad de voyeur, quizá como una necesidad de entender su propio comportamiento, o la posibilidad del mismo, en el de los demás y, aparentemente, una sexualidad reprimida, negada, ausente.

Aventureros y colonizadores.- La Novena Sinfonía del Nuevo Mundo, de Dvorak, sinfonía que trata de los aventureros y los colonizadores del Nuevo Mundo, explica la personalidad del abogado doctor Antinucci, sentado en su auto de alta gama y traído directamente desde Alemania, tapizado en cuero y que incluye el pequeño altar, algo discreto, que ha confeccionado sobre el tablero del vehículo: dos imágenes de la Virgen María, un San Cristóbal “que le regaló la madre” y un rosario de cuentas de nácar “que cuelga del espejo retrovisor”. Y, por supuesto, la música a todo volumen que opera como un liberador de tensiones en este sujeto que tiene “prolijidad en el vestir y aire marcial algo pasado de moda” y que es, sin duda, pieza fundamental del andamiaje delictivo a alta escala que permea en la obra citada. Este abogado defensor de maleantes, y que por su defensa, como manera de cobrar los “favores”, los recluta para actos delictivos, tiene una adicción al tabaco muy fuerte. Quiere dejar el hábito de fumar, pero no puede, mostrándonos su afán compulsivo irrefrenable, más allá del “inmundo color amarillo que lo obliga a visitar al dentista una vez al mes a pesar del miedo que le provoca” (pág. 56). En su caso podemos decir, con claridad, que toda la seguridad exterior que nos muestra, trasluce la enorme inseguridad interior, y por eso se rodea del lujo, para sentirse parte del poder económico, como un gran señor. De pronto, ofuscado porque no puede fumar dentro del auto, “putea y enseguida se arrepiente, debe recordar no usar ese lenguaje sucio que utilizan sus defendidos y socios ocasionales, porque Dios es Ubicuo y Omnipresente, y todo lo escucha” (pág. 57), y aquí está presente el temor de Dios, quien es, en definitiva, el único que puede absolverlo por intermedio del sacerdote que escuchará su arrepentimiento y le dará la hostia como prueba de la magnanimidad del Supremo. “La idea de guardar algo sucio en su casa lo pone de malhumor, lo irrita, y la irritación le provoca ardor de estómago, el ardor de estómago le hace repetir la comida del mediodía, sentir la acidez del vino y el regusto a ajo y a cebolla. El garaje, que hizo encerar la semana pasada, limpio y ordenado como un quirófano, va a alojar por una noche kilos de lodo y pasto y, quién sabe, hasta bosta” (pág. 57), porque ha debido ir a una chacra a cargar unas armas especiales que tendrán importancia decisiva en esta historia. Esa asepsia inmaculada no puede alterarse, jamás. [Nos enteramos→] Que el doctor Antinucci sólo es un engranaje más de la maquinaria del delito, sólo que se cree muy afortunado y a salvo de todo y de todos (pero tiene un jefe que está por encima de él). Y si bien por un momento creímos que pudiera ser un jefe mafioso, esta revelación nos los ubica varios escalones por debajo: sospecharemos que por encima de él hay varios más que dan las órdenes, y tendremos tiempo para confirmar esa sospecha.

Y es a instancias de este abogado que Germán dejará la prisión e irá al juzgado, escoltado por dos policías: “con los ojos cerrados seguramente quiera escapar del encierro del auto, del paso fronterizo entre la cárcel y el mundo, y tal vez por eso recién los abre cuando el auto arranca y deja atrás los edificios de la prisión” (pág. 64) [“No queremos ser demasiado duros con él, después de todo es nuestro personaje, pero sabemos que Germán nunca ha tenido talento para lidiar con la realidad, y este momento no es una excepción” (pág. 64), nos dice la autora, intercalándose.] Hay un resto de tristeza marginal “desde que se despertó esa mañana oscila entre el desánimo y la depresión”. [Nos enteraremos→] Que “piensa en el tiempo de su vuelta al país desde España, en los planes que hizo con Sergio para secuestrar a Santiago, en el día en que lo hicieron, en el aguantadero, en el pedido de rescate a Úrsula, la esposa, y en la traición final de su socio. La historia le parece lejana, ajena, algo sucedido en otro tiempo, salvo la extraña relación que estableció con la mujer del secuestrado. Se pregunta si es cierto que ella alguna vez le propuso ser socios o si él lo imaginó” (pág. 65), es decir que nos habla, nuevamente, del pasado, dándonos ciertos datos que componen el principio de la historia y aún algo anterior, y que también nos demuestra su timidez congénita, diríamos, junto a esa propensión al silencio y a la elucubración mental. La imagen que tiene Germán en el auto, yendo hacia el juzgado que quedará, por supuesto, en el territorio de la Ciudad Vieja, esa una imagen un poco preconcebida, como de cinemascope.

Y es claro que puestos a recordar, Úrsula también vaya hacia atrás en su historia, hacia el recuerdo pobre de su madre y el hedor (insoportable) a enfermedad, que tapó para siempre el tenue aroma del jabón Heno de Pravia, de hierbas silvestres. “Se ve parada al costado de una cama en una habitación enorme que su padre cerró y que hoy continúa bajo llave, recuerda el techo alto y la araña de caireles de cristal, las molduras imitando hiedras blancas, las cortinas solemnes, las imágenes barrocas de santas y de vírgenes, el olor a antipolillas de los sillones de terciopelo, a jabón de lavar de la colcha blanca, a tintorería de las alfombras, y el de los antibióticos mezclado con el del Heno de Pravia que manaba del cuerpo de su madre” (pág. 69). Esa será la imagen final de una madre muerta tempranamente. [Nos enteraremos→] Con cierto estupor, que “antes  de empezar a matar creyó que sus víctimas olerían a lavanda y almidón, que la mirarían a los ojos midiendo su miedo, y en esas noches no logró dormir a pesar del Somnium, extendida boca arriba, atormentada de sudores” (pág. 71); la muerte había tomado el mismo color de su madre, casi como si fuera una venganza por todo lo que sucedió a raíz de su muerte.

Y en el mismo sendero de la muerte, pero del otro lado, del lado de Germán en la sala de espera del juzgado, hay “un olor que hace pensar en encierro, en jaulas de animales” (pág. 72), y el punto de unión viene dado por el olor, o los olores. “El lugar  hiede a humedad y cuerpos mal lavados, es ese olor que esconden los supermercados en su parte trasera con entrada prohibida, es ese olor de las casas en ruinas” (pág. 72). Y más aún, no hay escapatoria posible en este encierro que prolonga el de la cárcel (y el de Úrsula en la casa de su padre, y el del doctor Antinucci en su auto de lujo, o el del secuestrado en una finca de la periferia o el de la falsa Úrsula en su apartamento de Villa Biarritz —o el de la novela en sí misma—): “No hay ventanas, no hay claraboyas, no hay banderolas, ninguna referencia a la luz del exterior, ningún contacto con la calle salvo el frío oscuro y prepotente que sube por el hueco de la escalera” (pág. 73). Y en la misma sala de espera aparecerá Ricardo el Roto, y esto le recordará que “le hizo una promesa que cumplirá cueste la vida que cueste, incluida la suya” (pág. 73) y, otra vez esa voz narrativa, externa, nos dice: “Tengamos cuidado, no miremos demasiado a Ricardo, el Roto, si despertara no nos gustaría enfrentar esos ojos, podría mirarnos con una furia capaz de causar  pesadillas…” (pág. 74). Pasará, finalmente, al despacho del juez, donde lo esperará el doctor Antinucci a sus anchas, va por un pasillo “iluminado con bombitas de bajo consumo frías, una luz triste de baño público o de carnicería (el olor a baño y el de la carnicería para separar lo malo de lo bueno, lo digerible-indigerible) (pág. 75). Y como casi al pasar, nos dará un dato sumamente importante: “Germán siempre obedece” (pág. 75), porque es esa obediencia la que lo metió en el asunto y es la única que puede salvarlo. Y la suya no es una obediencia ciega, irrazonable, sino que es un modo de actuar que intenta aplicar un principio zen que dice, más o menos, “que lo que tiene que suceder va a suceder de todos modos, y que más vale no presentarle resistencia”, pero él sabrá de qué lado está el bien y el mal, sólo que por ahora, mientras aún está preso, aunque con un pie afuera y combinado en un robo futuro que lo puede llevar otra vez a prisión, no le preste demasiada atención moral.

El “entrecejo huraño del juez” que tiene “los rasgos duros y rotundos, unos ojos inteligentes y abiertos” (pág. 75), nos muestra, más que una descripción una caricatura un poco estereotipada sobre la rigidez del impartidor de justicia, e incluso el anuncio de la fuga sorpresiva de Ricardo el Roto, y su reacción, no nos la creemos (cualquier juez ha de pensar en las fugas posibles en la situación del careo o antes o después). Y si bien la fuga de este reo parece, a primera vista, un acto de ilusionismo, nos enteraremos segundos después que uno de los guardias “confesó haber facilitado la fuga a cambio de diez mil pesos” (pág. 80); ya sabemos que por la plata baila el mono, y la mona.

Las dos historias que cierran el cerco.- En el origen de la novela, y es importante esto porque de allí viene todo lo subsiguiente, hay dos historias. Una es la referente a la de Úrsula López, y que tiene que ver con la muerte de su madre, la de su padre y la tía Irene (aunque todavía no sabemos cómo ocurrió) y el cobro de la herencia por ella y su hermana Luz, y la otra es el secuestro de Santiago Losada, cuya esposa parece ser la misma Úrsula López, realizado por Germán y su cómplice, Sergio. Quien habrá de desentrañar la maraña es la comisaria Lima, que busca informaciones entre ex presos o soplones, pichis y sujetos de poca monta, para lo que dispone de recompensas monetarias o amenazas apenas veladas. Como toda novela policial no nos habrá de llamar la atención el lenguaje que se utiliza por parte de los delincuentes, como por ejemplo: embagayada, encanutar, garpar, yuta, ñato, naifa (corte carcelario), quilombo, la vieja o la mina, y otras más cercanas en el tiempo como ñeri; pero sí advertimos el uso de ciertas expresiones coloquiales y algunas nuevas, poco trilladas: “te me hacés el lagarto”, vagancia (por vago), “vos estás del moño, pibe” (variantes de “estás de la cabeza” o “estar de la croqueta”) y el infaltable “todo joya, valor”.

Aparece en escena Mirta, ex sirvienta de la tía Irene (es quien la encuentra muerta) y que tuvo alguna historia vieja con Ricardo el Roto. Este, justamente, aparece en su casa y tras amenazas la viola (la rapidez de la violación —al menos en la descripción de la escena— nos da lugar a pensar en la eyaculación precoz del sujeto, a pesar de la prolongada abstinencia de la cárcel, lo que confirma nuestra teoría de que todos los personajes principales están enfermos, aunque cada uno de una enfermedad distinta). La denuncia hecha en su oportunidad, le dará otras pistas más a la comisaria Lima. Y es aquí (capítulo XVI) cuando descubrimos que hay dos Úrsula López, y que una observa a la otra (desde un parque, con unos prismáticos que habían sido de su padre): observará “…la casa de una mujer casi rica que ahora vive sola porque su marido la dejó por otra pero aún la mantiene y cuida su estatus, su condición social y económica que incluye apartamento con portero y personal de servicio, aunque ya no sea la casa de Carrasco con jardín y piscina” (pág. 94), esa es la Úrsula esposa de Santiago Losada, “el hombre que fue secuestrado por ese delincuente, tu amigo Germán”. La confusión de las dos Úrsula, confusión patente en Germán casi hasta el final de la novela, nos da pie para decir que ambas son gemelas en el sufrimiento, más allá que éste sea de distinto origen (adulterio en una, la muerte de la madre en la otra) pero que se resumen en el abandono, en haber sido abandonadas. [Nos enteramos→] Que “la mujer que te iba a pagar el rescate, Úrsula, terminó engañándote” (pág. 94-95) (Úrsula engaña a Úrsula, que es una manera de decir que ella se engaña a sí misma), y, además, que Irene es la tía de Úrsula López (la mala), cuyo asesinato se le ha atribuido a Ricardo el Roto. Y allí está, entonces, este prófugo, mirando hacia el mismo apartamento que mira Úrsula. Y ella piensa: “¿Qué hace allí? ¿Y por qué está fuera de la cárcel? El caso judicial del asesinato terminó con la condena de Ricardo, no recuerda qué condena, pero eran muchos años adentro. ¿Qué hace en el parque este hombre, que fue condenado por haber matado a su tía Irene? Se pregunta, creemos que con inquietud, si habrá demostrado su inocencia” (pág. 96). Ella se oculta “en un matorral de tres arbustos” (“Nosotros lo sabemos muy bien: nadie como ella para espiar sin ser vista” —otra vez la voz en off—). Ricardo intercambia palabras con la otra Úrsula, “parecería una conversación trivial”, y luego “el tipo la ve alejarse, la sigue con la mirada, y después camina detrás…” (pág. 97). También el prófugo parece darse cuenta que entonces hay algo que está mal, que no cierra, sospechando lo mismo que nosotros ya sabemos, que hay dos Úrsula López aunque pronto sólo habrá una, porque no hay lugar en el mundo para dos iguales, ya Demócrito nos advertía el teorema del río y que no hay dos cosas iguales.

Todo va cerrando, de a poco, sin apuro, estamos en la mitad de la novela y se pone proa hacia el desenlace. Pero antes debemos dejar libre a Germán, que lo primero que hace es comprarse ropa nueva: “pantalones abrigados —el invierno en que estamos, ya se sabe, es muy cruel—, dos camisas a cuadros y un saco de lana, un par de zapatos de buena calidad…” (pág. 98) —la calidad del calzado, que es sinónimo de durabilidad, nos induce a pensar que el hombre tendrá que dar muchos pasos para recuperar totalmente su libertad—. “Afuera el ambiente es húmedo, la niebla amarilla sale de las bocas de tormenta y se enrosca en los focos de luz…” (pág. 98), ese enroscar da una linda imagen, poética, muy a propósito del otoño en esta parte del mundo. Va a su apartamento, en un octavo piso de un edificio céntrico (muy cerca de la Ciudad Vieja, por cierto), “escucha el eco de sus pisadas en el silencio del corredor, camina en la penumbra mortuoria, siente ráfagas heladas y cambiantes, apenas ve las paredes descascaradas a la luz de las bombitas, la sucesión de puertas cerradas, enigmáticas puertas que pueden dar paso a apartamentos decrépitos, a tenebrosas habitaciones” (pág. 99), y la voz nos previene, nuevamente: “Mejor no pensemos en lo que esconden esas vidas que hay detrás de las puertas”. O esto otro, para una descripción de la añeja decrepitud: “La dejadez que desgasta el edificio sigue y se prolonga en el interior”, y, también: “las habitaciones son grandes, desiguales, mal distribuidas y rodeadas de corredores imposibles. Nadie construye de esa forma, hoy” (pág. 99-100), que nos da la medida de la antigüedad de las cosas, de un tiempo lejano que alguna vez fue hermoso en donde se pudo ser libre de verdad.

[Nos enteramos→] (en la retrospectiva) Que Germán “se disfrazó de policía para engañar a Santiago y llevarlo, desmayado, al aguantadero en las afueras de la ciudad” (pág. 100). [“Germán siempre imagina lo peor, ya lo sabemos” —nos dice la voz externa, por si no lo sabíamos—.] Y a pesar de todo, en Germán hay una cierta sagacidad: “sólo dejó algunos teléfonos anotados en clave, números entreverados con la lista de las compras como si fueran precios, y que, por supuesto, ahí siguen, pegados a la heladera con un imán”, para borrar pistas. Y acá hay un párrafo fundamental y explicativo: “Va al baño, al único espejo de la casa; se mira, ve la barba crecida, ve las arrugas de la frente, las ojeras como un antifaz alrededor de los ojos, y sacude la cabeza, niega algo que no podemos saber qué es. Mira el saco que le cuelga de los hombros, la camisa desinflada sobre el pecho, observa los pantalones llenos de pliegues y frunces en torno al cinturón, los zapatos vencidos; es la misma ropa que llevaba en la casa de Punta Yeguas donde tenía secuestrado a Santiago, la misma ropa que había usado día tras día en aquella casa mientras esperaba inútilmente a Sergio, la que tenía en el último encuentro con Úrsula, la esposa del secuestrado, la misma ropa con la que se quedó inexplicablemente dormido en el aguantadero —circunstancia que aprovechó Santiago para llamar a la policía, piensa con amargura—, la misma con la que despertó cuando ya estaban allí los patrulleros, rodeando el rancho” (pág. 100-101). Se baña con meticulosidad, para sacar todo resto de la suciedad de la que se ha impregnado, y luego: “Sale del baño al corredor vestido con las nuevas prendas, las que usará para iniciar una nueva vida, la ropa que compró para ser un hombre nuevo y dejar los fracasos olvidados. Sale, decíamos, pero ya frente a la puerta se pregunta si no se juega demasiado, si merecerá la pena lo que va a hacer para volver a empezar. Germán, ya lo sabemos, se hace demasiadas preguntas. Y se responde que sí, que vale la pena, y logra un alivio mezquino y tibio, un sosiego que se irá disolviendo con la noche, y del que no quedarán rastros en la mañana” (pág. 101-102). Ha vuelto a nacer.

Pero la comisaria Lima, que recién nos enteramos que se llama Leonilda (y que decimos que es como la contracara de Úrsula López, puesto que lo que una hace la otra lo deshace, o al menos lo intentará), no cejará en unir los puntos y en atajar los pronósticos y señales que se van esparciendo por su vida. Aparece en su oficina una mujer, Úrsula, que denuncia el seguimiento de “un hombre y una mujer” (aunque no parecen ir juntos), y les muestra una foto de cada uno. La comisaria reconocerá al hombre como Ricardo el Roto pero se preguntará por la otra mujer, la del “bolso rosado”, y sin embargo no puede, o no quiere, unir los eslabones que se le muestran y entonces, ya lo dijimos, lo que va a suceder, sucederá, sin compasión. Y es en una iglesia, como si nos quisiera decir que ha llegado el momento en que no hay nada que respetar, o que la muerte, la indigna, no respeta nada. Es en el final del otoño, y, sobre todo, “en un mundo asolado por guerras, asesinatos en serie, masacres, terremotos y genocidios, dar muerte a un solo ser humano tiene algo de artesanal, que no atenúa el crimen, no, pero le resta sordidez” (pág. 108). Allí está la justificación del crimen, la naturalización del hecho de quitarle la vida a alguien, y fundamentalmente nos clarifica la mentalidad de la asesina, del hecho frío por el que Úrsula López asesina a Úrsula López. [Entre paréntesis, hay una expresión que parece estar un poco fuera de lugar, dice “tan mal aspectado” y se refiere a la conjunción astral, por tener mal aspecto ¡el planeta Saturno! —un planeta ¿puede tener mal aspecto? —]

La comisaria Lima (ya anotamos que el investigador policial acá es una investigadora —¿y por qué no se puede?—), recibe la notificación de esa muerte en su domingo libre (“más que un descanso, es un puente largo entre su trabajo y su trabajo”, pág. 112). [El comentario, un poco inservible, irrelevante: “En fin, tenemos aquí un enorme lugar común de la literatura y de la vida, una mujer solitaria que solo espera que termine su día libre para volver a la vida activa” (pág. 112).] También la autora nos habla de la circulación del chi, base de la teoría taoísta, donde hay un flujo de la armonía para el aporte del equilibrio, lo cual me induce a pensar que la novela está estructurada en una dialéctica del ying-yang, bueno-malo, de personajes y escenarios positivos-negativos a la busca del equilibrio, así como que a toda acción va a suceder una reacción. [Nos enteraremos→] Oficialmente, del asesinato de Úrsula López (la buena), y que éste ocurrió, exactamente, a las dieciocho horas p.m. (Es raro, o curioso,  que, a esta altura del texto, la autora juegue, no con nosotros, que ya sabemos, y lo que no sabemos lo podemos ir intuyendo, sino con los personajes, ya que algunos parecen saber más de lo que nos dicen, y otros mucho menos que nosotros, que estamos del otro lado. Pero, y eso también es cierto, los escritores suelen jugar con sus textos, como medio de introducir otro ingrediente a la hora de la factura.) También es el momento en que Mirta Téllez, la ex sirvienta de la tía Irene, denuncia a Ricardo Prieto, el Roto, por violencia, golpes, amenazas (pero oculta en primera instancia la supuesta violación, y luego dice que no puede denunciarlo por eso porque ha pasado ya hace algún tiempo y no tiene pruebas —y sea esto ejemplo de todo el movimiento actual en contra de los abusos que hay a todo nivel, y, sobre todo, de las cifras escalofriantes de abusos sexuales a escala mundial, y de la concientización del tema y de la necesidad de una lucha más activa en contra de este verdadero flagelo que tiene como víctima, principalmente, a la mujer, y de la dificultad de la misma para hacerse oír—). Tras el asesinato de Úrsula, se le devuelve el caso a la comisaria Lima (tres veces fue y vino la investigación entre ella y el comisario Borda, que lo sospecharemos de estar involucrado con la mafia delictiva), y se hace de los servicios de “el Roña” como informante: “Mordisquea unas rodajas de pepino que sacó de la heladera, lee algunos diarios, revisa la noticia que le interesa, recorre las páginas de internet una a una y toma un par de notas. Dos sombras cruzan sus pensamientos: el perfil negativo de Capricornio para toda esta semana que se inicia y la insistencia de Clemen (su jefe) por devolverle el caso de Ricardo Prieto, asunto que ya fue y vino tres veces entre ella y Borda. Se bebe el yogur, dos vasos. Termina de vestirse, se echa un toque de perfume natural de pomelo y coco, toca la imagen de la virgen Desatanudos, le pide protección, recuerda que el Roña no ha vuelto a llamarla, y sale a la calle casi corriendo”. La acción la llama y ella acude, presta, contenta casi.

Los muertos buscan a los vivos.- Si bien es cierto que Úrsula López busca a los muertos, y sobre todo a su padre, quien le habla y la importuna con dudas y cuestionamientos, en realidad son los muertos quienes buscan a Úrsula. Porque los muertos viven en función del recuerdo de los vivos. Y los muertos son extraños, son extranjeros “celestiales y satinados” y no son: “mujeres de segunda clase (¿como ella?), de las que comen y engordan” (otra vez la gordura y la culpa), y son, también: gente hermosa en dos dimensiones: “piel resplandeciente y lisa, gente sin pasado (son mero presente y luego el olvido más pronto) …gente que nunca envejecería” (detenidas como en el preciso momento “en que alguien los fotografió”). [En ese sentido ella, Úrsula, busca las fotos de su presente, pero ya no las puede encontrar.]

El personaje principal, ya lo hemos dicho, es Úrsula, a veces desplazado por Ricardo el Roto o por el doctor Antinucci, y hasta por la comisaria Lima (ya hemos anotado que es una especie de reverso de Úrsula la mala). Es así que los personajes transitan en parejas: Úrsula-Leonilda, Ricardo-Antinucci, más el otro par de cómplices: Germán-Sergio (este último quedará por el resto de la eternidad en las sombras). Ella, Úrsula López (ya la única después de la muerte de la otra), entonces, para expiar sus pecados, va a la Capilla Maciel “y entra en el ambiente crepuscular, helado y quieto”, donde “el aire rancio y enlutado del templo forma un corredor hacia algo perverso e irreversible” (pág. 117). Es inevitable, por supuesto, la fijación, enfermiza, con el padre: “Papá en el catafalco, un cajón elevado sobre una tarima forrada de raso, cubierto de flores, y debajo de las rosas, claveles y jazmines, el cadáver, lo que queda de su padre, la forma de su padre, el continente, el envoltorio, una piel que se ha vuelto cerúlea, una boca azul y apretada que no volverá a abrirse, de la que ya no saldrán palabras como disparos, unas manos que nunca volverán a cerrar con llave la puerta de su cuarto, nunca” (pág. 117). [Nos enteraremos que hubo algo así como una sobredosis de Somnium —un antidepresivo, Benadryl (Diphenhydramina), que es un antihistamínico— y que Úrsula, la niña castigada por ingesta compulsiva, es la autora de esa sobredosis, la asesina. Y allí está el origen de todo, la ansiedad irrefrenable, la baja autoestima, el sentimiento de culpa por no poder evitar la gula insaciable y repentina y la preocupación excesiva por el sobrepeso y su imagen corporal y la depresión consiguiente, el enojo, la soledad, la irritabilidad o la desesperación a que la lleva todo eso.] También hay una referencia a lo que es hoy el hogar, dulce hogar: “Tuvo ganas  de volver al hogar, pero no a su casa, no a un lugar vacío donde ya nunca habría nadie más que ella misma. ¿Qué es el hogar, entonces?, ¿el sitio en el que uno nació? ¿O es ese lugar al que no se puede dejar de volver aunque el aire sea irrespirable y no haya futuro? Quizás sea apenas el sitio al que uno sabe llegar de memoria, aunque te espere lo oscuro e irreversible, aunque sea para naufragar en una soledad gris” (pág. 119). Porque, en definitiva, Úrsula flota en un ambiente donde no hay luz ni esperanza.

Nada es lo que parece a primera vista, todo se trastoca a poco de ir rascando la piel, la ex sirvienta tiene aires de señora y la comisaria Lima “se siente atraída por ese tipo de mujeres” (es una “belleza artificiosa”, “el pelo larguísimo, el maquillaje, las cejas sibilinas —o sea que encierran un misterio o que puede tener significados ocultos—), y allí quizá haya visos de lesbianismo. Es obvio que la comisaria Lima descubrirá que hay dos Úrsula López (¿no podría haber más, aunque el nombre no sea muy común?), y dicho así parece muy fácil (y una virtud de la autora es que, a pesar de que tanto nosotros como los personajes parecen saber ese hecho, no se ve, todavía, dónde estará la vuelta de tuerca que nos muestre por entero la trama, aunque la podemos ir imaginando —pero eso debe ser posible si tenemos bastante imaginación—). La comisaria es metódica y un poco temerosa cuando la interpretación de las señales cósmicas es negativa, por eso “toma la estampita de San Judas Tadeo, la toca con la punta del dedo índice, le pide mentalmente protección contra los ángeles del mal, contra el ejército de las tinieblas. Ellos se abren paso entre la masa humana, entristecen, despojan, matan. Y ella no siempre se siente capaz de hacerles frente. A veces piensa que está sola” (pág. 125). Aunque nosotros ya sabemos que Úrsula, la que ahora queda viva, es la asesina de todos los que han muerto hasta ahora en la novela (menos el Caramelero, por supuesto) y la comisaria aún no lo sabe, aunque lo intuye, ésta se enterará por “el Roña” del dato de un lugar y una hora determinada en que se va a hacer el asalto al transporte de caudales, aunque nosotros no sepamos ese dato, porque en el juego de las informaciones se juega de la misma manera que con todo el resto, de manera dual, ocultando y mostrando (como esas sábanas demasiado cortas que cuando tapan una parte del cuerpo destapan otra).

[Nos enteramos→] Que Úrsula (la viva) vive de hacer traducciones. Y dice, no con mucha exactitud pero sí con aire poético: “Hace horas que llueve sobre Montevideo y la Ciudad Vieja se va sumergiendo en un sopor acuoso, es una jornada desértica alumbrada por faroles que no alumbran. La ciudad de luces amarillas parece salida de una neblinosa película. Afuera, la temperatura tiene la contundencia de un témpano, adentro, no es mucho mejor. Los tapones de los oídos tapian su interior contra las amenazas” (pág. 127). [Hay aquí una serie de binomios especiales: llueve-sopor acuoso = jornada desértica —de gente—/ alumbrada por faroles que no alumbran/ luces amarillas-neblinosa película/ los tapones-tapian.] “En su vida, cree ella, siempre es el mismo día”, y “su presente… es infinito, una línea regular y monótona que apenas varía” (pág. 128). Es manifiesta la autocompasión como único método de sobrevivencia.

“Cosas que Úrsula  no hace jamás: bajar escaleras de dos en dos, arrepentirse, correr, invitar hombres a su casa, dormir sin tomar Somnium, robar mucho dinero, escapar de la policía, huir por los techos. Pero en estas próximas horas las hará todas” (pág. 130), donde es evidente que la tensión está llegando al límite. [Nos enteramos→] Que vive en la casa de su padre y que limpia, todos los domingos, las trescientas veintidós estatuillas japonesas que eran el hobby de él (¿fetichismo?). Cada tanto la autora nos da una panorámica del escenario en el que suceden los hechos, el cual es un escenario cambiante y que va del otoño al invierno: “La ciudad se ha ido iluminando en las ventanas. Adentro de la casa apenas hay luz encendida, y la penumbra instalada alrededor hace más lejano el rumor del tráfico que llega desde la calle. El silencio interno se ha vuelto más silencio, y en la quietud puede oírse tanto el suave golpeteo de las tazas como el sonido de las gargantas en un carraspeo” (pág. 132), en este caso es el encuentro entre el recién liberado Germán y la siempre encerrada Úrsula. Esta última vacila, porque todo su ser vacila entre la verdad y la mentira, entre decir la verdad ante el mundo y el mentirse a sí misma y dar falsas pruebas de redención, “vacila, el alma se le llena de malezas heladas”, está a punto de revelarle algo fundamental que ha estado oculto (y a punto de revelárnoslo a nosotros, por supuesto). El equívoco queda al descubierto, Germán llamó a la Úrsula López equivocada para pedir rescate por su marido (y Sergio, su cómplice, es el amante de la esposa de Santiago Losada). Ahora, ¿por qué todo esto? ¿Por qué el engaño de Úrsula López haciéndose pasar por la otra Úrsula López? [La confesión→] “Fui a su encuentro y actué como si fuera ella. Quise ser ella por un rato, nada más que por un rato, y después me gustó ser otra mujer” (pág. 134). Y quizá aquí esté la clave de este asunto, dual, como siempre. Porque si bien Úrsula López (la mala) sueña con vivir en una casa con piscina, criadas y buen pasar, la otra Úrsula quizá sueña con vivir la vida libre de aquella, en la que puede hacer lo que quiera, incluso asesinar a quien le ha hecho mal y entonces sí la posibilidad de vengar el adulterio de su marido, la traición y todo lo demás. Porque si bien Úrsula (la buena) tiene un buen pasar, gracias a que su marido le puso el apartamento de Villa Biarritz y le dio todas las comodidades económicas, su vida es vacía, sin sentido, y lo único que hace para llenarla es salir a correr para mantenerse en forma e ir a la iglesia cada tanto, para comulgar en Cristo. Pero, y eso salta a la vista, no tanto por presencia sino más bien por ausencia, no hay nada más. Y Úrsula (la mala) llamará a la verdadera Úrsula y en nombre del otro le pide rescate por su marido, sólo que la Úrsula buena lo engaña (y entonces no es tan buena, después de todo) y envía a la policía al lugar donde su marido Santiago estaba secuestrado. Es por eso que muere Úrsula, por haberla engañado, como todos los que mueren es por el mismo motivo, la han engañado, con cuentos o con cuentas, con el castigo que ha sufrido o con el castigo que hará sufrir. El, Germán, no sabrá nada de esto, “mejor no decirle sobre sus negociaciones fallidas. Ni que esa noche ella lo drogó en el bar donde se encontraron y lo siguió hasta el aguantadero, que lo vio dormido por los hipnóticos, y que cuando escuchó llegar a la policía atinó a huir con el arma que él tenía en la mesa de luz” (pág. 134-135), y tampoco sabrá de la buena acción de la Úrsula asesina de haber desaparecido el arma incriminatoria que lo hubiera depositado en la ominosa cárcel por mucho más tiempo que un terrible y largo mes.

La realidad está por encima de los gestos teatrales.- Ser otra, esa es toda su aspiración. Ser una mujer entera de acuerdo a sus verdaderos intereses, ser una mujer sin culpas, sin un pasado oscuro para arrastrar o ser arrastrado por él, ser una mujer libre, viajar, sentir y sentirse viva, o como ella misma lo dice; “alejarme del hastío de saber que todos los días son el mismo día” (pág. 135), el mismo día de la muerte de su madre, el mismo de la muerte —por su mano— del padre, y luego todas las otras muertes, incluso la suya misma, que no se libera al matar sino que se hunde cada vez más en la fosa abierta de su tumba, porque con cada muerte muere una parte de sí misma y para liberarse de eso sólo ve en su propia muerte el único camino, más no puede ver. Y en la otra punta de la historia, la comisaria Lima cae en la sucesión de sospechas, “la suspicacia crece, se desarrolla poco a poco como una novela, capítulo tras capítulo va reuniendo información en su cabeza, y la realidad va cambiando” (pág. 137). Quedarán detenidos a espera de lo que sucederá.

Para una descripción de la madrugada, que es la hora en que comienza todo: “es la hora que sigue al amanecer, cuando los bosques lucen un verde recién nacido, las montañas parecen incandescentes, y el agua de los regadores se esparce sembrando plata pura” (pág. 139). Es la hora de la verdad. Por ello Úrsula, la única, juega con el arma, que no es un arma cualquiera, es un .38 Special (en realidad el .38 Special es un tipo de cartucho capaz de detener de un disparo a un objetivo, sin que el retroceso del disparo sea muy molesto. De ahí que sea tan popular en pequeños revólveres para defensa personal. En realidad sería un revólver Smith & Wesson Special, y que a decir verdad es el arma de Germán y que no sabemos cómo lo ha conseguido), ensaya posturas, posiciones, hace como que dispara a enemigos invisibles. Y en medio de eso, porque la tensión es alta, vuelve el hambre y su no saciedad. [Es un punto fundamental: “Tiene hambre, el hambre que le viene cuando está ansiosa, deseosa, nerviosa, cuando se siente sola, deprimida, con nostalgia, enojada, es el hambre de los recuerdos y el hambre del  vacío” (pág. 141), porque “la sensación de saciedad y la culpa llegan casi de la mano” (misma página). Es por eso que “se promete que no volverá a hacerlo, pero sabe o sospecha que la carne es débil, que su carne es débil. La perturba vivir en un cuerpo tan frágil”, y entonces se deshace de la comida como si con eso pudiera superar su trauma, lo que daría paso al término de “hecatombe alimenticia”, una especie de ira descontrolada que expulsará sus miedos.]

Arribamos a la segunda parte de la novela, que incluye los preparativos de la acción y la acción misma, que resultará vertiginosa y brutal, explosiva. [Nos enteramos→] De los pormenores de cómo Úrsula mató a la tía Irene (aunque no sabemos exactamente la razón, pero ha de ser por la complicidad pasiva con su padre y el castigo que éste le administra) y de qué manera acomodó las cosas para que Ricardo el Roto, quien era su amante o algo similar, pagara el pato. La acción es cinematográfica (no del todo creíble aunque tiene tensión narrativa) y los capítulos se hacen en una cuenta de minutos en los que sucede cada etapa. La lluvia, que serviría como manto para lavar culpas, en realidad aquí pone un velo de furia, como si las fuerzas desatadas no fueran humanas. Todos están en sus puestos, y cada uno realiza su parte. La comisaria Lima, llegada casi al mismo tiempo que termina toda la acción, empieza a atar los últimos cabos y dispone el seguimiento al doctor Antinucci, porque intuye que hay algo más —y alguien más del otro lado del mostrador—. Siempre hay algo más de lo que parece. Es por eso que la comisaria se pregunta sobre los restos de los cuerpos esparcidos, quienes son o quienes fueron. [“Eso se pregunta la comisaria Leonilda Lima frente a esta masacre, ante lo que parecen ser ya no uno sino varios cadáveres, casi todos destrozados —en pedazos, sería mejor decir, aunque pueda haber quienes tuerzan el gesto por una supuesta falta de respeto a la solemnidad de la muerte—”.] Cree que el doctor Antinucci “debe ser uno de los hombres que asaltó al camión blindado: no lleva el uniforme de la empresa de transporte de caudales” (pág. 185), y esa será la sospecha más firme, aunque también sospecha por el tono que emplea con ella y su aparición insólita. Deberá revisar —piensa— las declaraciones de los testigos, las pruebas, los objetos que serán analizados por la policía científica, hasta que aparece un sobreviviente que, por supuesto, es clave, o debería serlo. Pero es relevada, nuevamente, del caso, que vuelve a manos del comisario Borda. “Ella se aleja (de la escena) como si la empujaran, corre al auto, sus manos golpean con violencia una contra la otra, la mirada baja esconde unos ojos encendidos, líquidos” (pág. 193-194). “El destino es extraño, la hace volver a ese lugar donde pasó su infancia, un barrio tan pobre” (pág. 194), y allí una mujer la reconoce: “La mujer parece encuadrada por el portal descascarado, una de esas aberturas sin puerta ni portón, apenas un vano por el que se accede a pasajes interiores y estrechos, bordeados de viviendas de madera y chapas, corazones de manzana donde viven los más pobres de los pobres, donde se aloja la miseria de verdad. Es vieja, lleva un delantal sucio, grasiento, se seca una y otra vez las manos de uñas largas, desparejas, mugrientas. Arrastra unas pantuflas grises y sin forma hasta quedar frente a Leonilda, que tiene que controlarse para no retroceder frente al golpe de olor a guiso, a orines, a suciedad sin nombre” (pág. 194-195), y acá está todo lo que ella no quiere ser, la pobreza, la miseria, el olor de la muerte que la persigue. Es una amiga de su madre, Mara. Y sin embargo, “Leonilda recuerda una habitación pequeña con dos catres al fondo de un almacén, una pileta de lavar la cabeza, un secador de pelo de pie, peines y cepillos entre ropa y toallas, cables cruzados, ruleros de colores. No recuerda ninguna cara, ninguna Mara” (pero ella vio “al hombre que disparó esas bombas que hicieron saltar el camión de la guita”, suena un poco extraña esa frase como para ser dicha, pero ahí está escrita, y es importante porque entonces establece el nexo con el abogado).

[Nos enteramos→] Que “anoche nos apretaron, a los vecinos, nos dijeron que hoy de mañana iba a haber quilombo, que iba a explotar algo, que no saliéramos de las casas ni habláramos con nadie” (pág. 196) y les dieron plata (para que no hablen). La presencia de Mara en esta historia, funciona como un símil de coro griego, la voz del pueblo, testigo oculto, y víctima, de todas las tropelías de los poderosos.

Germán y Úrsula combinaron la estrategia para hacerse del dinero, y lo que resalta aquí es la frialdad de Úrsula (ya lo habíamos visto pero en esta ocasión se muestra en toda su desnudez), que a pesar de desconfiar que la estén siguiendo tiene la suficiente sangre fría para pensar en algún modo de escape. Mientras, Germán está paralizado por lo que nos enteramos que sufre: un verdadero ataque de pánico que casi no lo deja respirar y que, en última instancia, lo salva. “Germán siente una asfixia creciente, el mundo se aleja y él queda sumergido en un líquido amniótico, le cuesta hacer el menor movimiento” (pág. 199). Es la angustia, el pánico total y paralizante. “Siempre que  llega este momento siente el fracaso y el dolor, desea la muerte” (pág. 200).

A los tibios los escupe Dios.- Germán deberá sobreponerse a su fobia, deberá respirar hondo, focalizarse en un punto, olvidarse de la presión que siente en la garganta. “Mira a la gente que circula, los ve normales, sin miedos, sin angustia, se pregunta a dónde llevan ellos sus fracasos, cómo los manejan, y siente la humedad de la bahía en sus mejillas, entre lágrimas ve el paisaje de la calle que desemboca en la rambla sur, respira, ya casi no siente el mareo” (pág. 201). ¿A dónde lleva la gente sus fracasos? Pues carga con ellos y los distribuye por el cuerpo de la mejor manera posible para que no le alteren el equilibrio. Úrsula, por ejemplo, charla mentalmente con su padre, lo increpa del modo que en vida no se animó, lo escupe cuando le importuna, lo ignora cuando la molesta. Y de pronto comprendemos que Úrsula ha adquirido una estatura de gigante, que puede con todo y con todos, incluso hasta con el doctor Antinucci, que la sigue porque quiere recuperar “su” plata (la del robo) y esta lo desafía: “la cara de Antinucci se ha arrebolado, tiene las mejillas rojas sobre el habitual color ceniciento de su rostro, y hasta parece un poco menos marcial que de costumbre, quizás debido a que su labio inferior tiembla ligeramente” (pág. 206), que en la escritura de Mercedes Rosende significará que el abogado ya no tiene todas las cartas en su manga, derrotado ¡por una mujer! Logrará un arreglo con ella, y que él pretenderá traicionar (ya sabemos que la traición es el alimento vital del doctor), pero es cuando la comisaria Leonilda Lima, nuestra segunda heroína de la tarde, también los sigue a ambos, ha reconocido a Úrsula, ha cerrado el círculo.

En el último instante, Germán ha encontrado una pastilla que lo devuelve a la tranquilidad y al raciocinio: “Cuando empieza a retroceder el pánico se siente como un sobreviviente en una catástrofe atómica. Ahora, además, siente la responsabilidad sobre sus hombros, y pesa como un obelisco de granito” (pág. 211), porque es él quien debe esconder el dinero. Es cierto que en dicho lugar (el garaje donde según Úrsula es un buen escondite) hay un penetrante olor a encierro, “un hálito a vejez” que le hace vomitar: “El olor le queda clavado en las narinas, no ve nada pero huele la muerte” (pág. 211). Huye despavorido, “siente una desintegración entre el cuerpo, que todavía se mueve, y la inmovilidad absoluta de su mente” (pág. 211-212). Esta huida es lo que le salva, finalmente.

La tercera parte, que es la que hace cerrar la novela, aunque en propiedad su final es relativamente abierto, y con esto quiero decir que no se explicita todo lo que sucederá, y que queda a nuestro cargo, es muy corta, e incluye un extracto de noticia aparecido en un periódico que nos resume toda la acción del robo (como recurso literario y guiño a John Dos Passos, en Manhattan transfer). Es a modo de puntillazo terminal, como quien hace el nudo después de haber hilado fino. En dicha parte habla el padre de Úrsula (desde la tumba), como si comprobara, una vez más, la inutilidad de la vida de su hija, como si desaprobara el método seguido por ella y que, nosotros podremos adivinarlo, tanta responsabilidad tiene él mismo al haber aplicado la represión (sicológica y fáctica) que terminó por adueñarse de todos los pensamientos. La oscuridad a la que obligó a su hija, es la misma que ella “obligó”, mediante el homicidio, a todos quienes consideró culpables de su situación emocional. “Me pregunto cuándo empezó a nacer esta cosa sin nombre, grosera y diabólica que crece dentro de ti, te lo pregunto, no te tapes los oídos, no me mandes a callar porque es inútil. Y no, no me digas que fue por los encierros, porque yo te castigaba confinada en tu cuarto y a oscuras, porque yo sé que fue mucho antes, que fue cuando descubriste brutalmente que tu hermana Luz era —es— más bella y delgada, cuando supiste que, además, era —es— mejor persona que vos” (pág. 215). Y pronto habrá un cambio de tono y de modo verbal: “Yo te observo y te quiero, Úrsula, provenís de mí, sos mi obra construida durante años, somos la misma escoria y yo, tu padre, lo sé desde que mi cuerpo se pudre en esta tumba a la que vos me mandaste” (pág. 218). Es que, en definitiva, ella no podría existir si su padre no hubiera hecho, tanto de forma activa como pasiva, lo que ella es. Dios no quiere a los hombres (y a las mujeres) tibios, vacilantes, dudosos, los prefiere determinados a ser lo que son, para bien o para mal, pero que sean y sientan lo que son. Por eso le dirá a Germán, después de que la calma ha vuelto: “sepa que me pone muy feliz que haya llamado porque detesto a la gente pusilánime.” (pág. 223).

Y así, por fin, nosotros estamos convencidos que Úrsula será otra, se convertirá en esa otra que tanto ansía y que es la única que puede convencerla, a ella, de ser alguien en la vida, así como Leonilda también, finalmente, se encontrará consigo misma: “no puedo dejar de reconocer una señal, de sentir ese dardo directo en medio de mi propio pecho, me duele pero trato de relajarme y me acodo en el escritorio, apoyo la cabeza en las manos y cierro los ojos, me concentro en mí misma, en mi vida profesional, en mi vida privada, en esa espiral sin bordes donde se confunden la comisaria y la mujer, y me digo que es muy cierto lo que dijo ella, Úrsula, al hombre que la llamó por teléfono: a los tibios los escupe Dios”.

(El Miserere de los cocodrilos, Estuario Editora - Cosecha Roja, junio 2016, Montevideo, Uruguay, pp. 226)

 

Sergio Schvarz
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