La calle de la desolación

Acerca de Los días del agua, de Miguel Motta
por Sergio Schvarz

sergiosamschvarz@gmail.com

…sí, sé que están completamente lisiados,

tuve que rehacer sus caras

y darles otro nombre a todos

ahora mismo no puedo leer muy bien

no me envíes más cartas, no,

no, a menos que lo envíes desde

la calle de la desolación.

 

Desolation row, Bob Dylan

 

Debo confesar que nunca había leído nada de este escritor, nacido en Salto pero que reside en Montevideo. En 1993 aparece su primera novela, Breviario de un mediocampista, a la que siguen Código para una muerte (1995), Los días del agua (2002) y Hasta la línea de llegada (2011). Ha recibido varios premios, entre ellos el Premio Nacional de Literatura y el de Ediciones de Banda Oriental. Debo confesar también que apenas empecé a leer esta novela, ya no pude sacármela de la cabeza. La iba leyendo de a tirones e incluso antes de dormir, acostado y con los ojos cerrados, seguía pensando en ella. Fue inevitable que pensara en Bob Dylan y su canción Desolation row, y luego en Felisberto Hernández y el cuento La casa inundada, sobre todo por el ambiente irreal que logran ambos (Felisberto Hernández y Miguel Motta) al situar la acción rodeados por el agua, y por la parsimoniosa humedad que penetra cada uno de los poros de los personajes.

“Quisiera que usted estuviera tranquilo en esta casa; es mi invitado; sólo le pediré que reme en mi bote y que soporte algo que tengo que decirle…”, se dice en la obra de Felisberto Hernández, y encontraremos que el personaje principal de Los días del agua, Vicente Janto, deberá remar durante tres largos meses para realizar las acciones necesarias que refuerzan el aislamiento de un grupo determinado de gente. Hay, en La casa inundada "la avenida de agua" (y aquí calles de agua) y también "se deslizaban en el silencio del agua", dando una calidad silenciosa al paso del agua, cosa que comparten ambas obras; también allí se dice que “lo que más quería (Margarita, la protagonista) era comprender el agua”, cosa que también el personaje de esta novela busca, afanosamente. Si bien La casa inundada es un cuento y Los días del agua una novela, hay suficientes puntos en común. Por ejemplo, se dice, en determinado momento: “Entraron a las calles de agua y dieron con el hondo silencio que salía de las casas desiertas, de las aberturas vacías”, que es lo que referíamos sobre las avenidas de agua y sobre el silencio.

 

En el principio fue el agua.- Debemos hacer notar que lo principal en esta novela, ya desde el título, es el agua. Porque para la continuidad de la vida es evidente lo necesario de este elemento, del agua dulce, pero un exceso de la misma puede significar la pérdida de las cosechas, la inundación de pueblos y ciudades, los deslaves, la incomunicación de poblados por la intransitabilidad de los caminos, el aislamiento, la muerte. Es decir,  del agua como elemento vital hasta que puede llegar a ser un medio (y un modo) de tortura y muerte. En este caso la inundación de que es objeto la zona se debe a la construcción de un dique y a la lluvia, indolente, pero un poco más adelante descubriremos que el origen de esta inundación es otro, hasta cierto punto inverosímil. Todo toma la característica acuosa, su humedad, hasta que todas las personas y las cosas terminan empapadas y si un hombre o una mujer pudieran ser retorcidas, como un trapo, chorrearían hasta la médula. Y si decimos que en el principio fue el agua, debemos aclarar que, como se dice comúnmente, el verbo aquí es particular, porque Motta usa unos giros lingüísticos muy creativos (y contundentes), metáforas inusuales, que se refieren al elemento líquido: “Estaba en el centro de la noche, vencido y rodeado de agua”, por ejemplo, donde ubica un centro a la noche, como si ésta fuera circular (la luz del atardecer es igual a la del amanecer, en algún punto se encuentran). O esta otra frase: “Había recorrido la azotea dando gritos hacia los confines, hacia la línea del horizonte donde crecía la pasta oscura del atardecer…” (y esto es lo que comentaba recién sobre la luz). Otros ejemplos que se van dando en la novela: “La luz salía por los agujeros de la noche, se abría como semillas de adentro de la cáscara nocturna”; “El agua y la noche se confundían en la quietud”, “…el silencio parecía no tener fondo” y “El agua se deslizaba en silencio dejando atrás sus huellas de herrumbre, barro y resaca”. También hay cierta referencia a las inundaciones del año 59, que se dieron en Paso de los Toros, por lo que ubicaremos en una zona próxima el desarrollo de la acción.

El personaje cae en una trampa, en una emboscada del agua, y queda en medio de la inundación, y este vivir en las azoteas más altas es la única opción que le quedará a Vicente Janto (y a todos los que se han quedado en la ciudad inundada). Esto me hizo acordar, con las diferencias ostensibles, a la novela de Italo Calvino, El barón rampante, porque su personaje decide vivir en los árboles durante toda su vida, aunque en este caso es una decisión propia. Aquí, nuestro protagonista se apresta a ir a una ciudad del interior porque recibe una carta en que se le notifica que ha nacido su hijo y además tiene la secreta esperanza de renovar la relación con su ex mujer. Este es el motivo por el que aparece en esa zona, y queda a la deriva luego de que un ómnibus lo deja en un punto intermedio de la nada. Por supuesto que aparecerán algunos personajes singulares, que viven de lo que les da el agua, sin posibilidad de liberarse de esa situación.

El conflicto está planteado por la imposibilidad de irse y el preparar, en mayor o menor medida, estrategias de fuga. El personaje conserva esa carta, como si fuera un tesoro o un talismán, donde se le anuncia la paternidad, y ese será el único certificado y el comprobante de que todo esto no es un sueño (con sólo tocar la carta le devolverá la fe y la confianza); esa carta resume su instinto de sobrevivencia. Hay una serie de cosas, objetos, que deja la resaca del agua, cosas útiles como ramas (para hacer fuego), latas y cosas más o menos comestibles y hasta la captura de un gato (para comer), porque los que viven en las azoteas, que son los que no quisieron irse de lo que era la ciudad, tienen que acostumbrarse a lo que hay para sobrevivir. También surgirán restos de libros y hasta una carta anónima del tiempo anterior a la inundación que nos habla de un ahorcado en el puente (como si esto fuera algo premonitorio sobre lo que iría a suceder después). Nuestro personaje anclará en la azotea de Farías, que le falta una pierna, y la vieja, su madre anciana, y a él lo usarán como un instrumento necesario para la sobrevivencia. Otro personaje importante será Marcos, el jefe del campamento, y su grupo de hombres en lancha, que patrullan la zona, guardianes de la inundación, “los invisibles habitantes de la inundación” (se comunican en caso de peligro por medio de una larga tacuara con un trapo rojo en la punta). Las descripciones son escuetas y van a las características más determinantes, por las que se pueden diferenciar unos de otros. Marcos, por ejemplo, es corpulento, pardo, de pronunciado abdomen. El Hombre de los Ojos de Rata, que es una especie de lugarteniente de aquel, es bajo, piernas finas, abdomen salido, ojos chicos y oscuros. Y hay otros que irán surgiendo de a poco, como si emergieran del agua. El Negro “Nieves” (como un negro blanco); Joaquín Suárez, ex periodista y fotógrafo; Mario el inventor; los enanos circenses, los soldados.

 

El color del agua.- Donde termina el agua hay un campamento, con sus normas rígidas y una distribución del espacio donde cuanto más arriba es mejor la situación (hay una distribución piramidal, en cierta forma). También hay un muro que delimita la zona inundada con el paso hacia la ciudad que, de noche, se ve por la luz que se refleja en el cielo, como llamándolo. Y con todo lo que significan los muros, algo que divide, que establece un aquí y un allá, la prisión o la libertad, el muro es, en puridad, una barrera contra el agua y contra los que vienen del otro lado a vigilar que nadie escape del agua.

La información crucial, que es la que nos da la orientación de lo que está pasando, que establece el sentido y el orden de las cosas, está en la página 57: “Todo sucedió cuando construían el dique para llenar el lago de los turistas: el agua empezó a salir por las tapas de las cloacas y por las alcantarillas de las calles. No fue como las veces anteriores que parecían meadas de borrachos corriendo por los cordones, juntándose aquí y allá. Esta empezó a subir sin pausa y creyeron que venía del río. Después dijeron que había un error de cálculo con el dique. Cuando se dieron cuenta de que era marina, desalojaron enseguida la zona y levantaron el muro con topadoras. Hasta desalojaron el cementerio. En dos o tres días la gente tuvo que sacar a sus muertos y esperar que se construyera el nuevo. Dicen que los ingenieros encontraron una de las grietas por donde filtra, tiraron una cuerda y nunca tocó fondo”. Y entonces tenemos que el agua es salada, y que hay una filtración por la que el mar llegó hasta allí, cosa que parece bastante improbable. Del otro lado del muro hay militares que hacen su ronda, y un campo con alambrada, los teros que avisan siempre que anda alguien por ese lugar y sobre todo los perros, que atacan a todo lo que ande en la vuelta. Allí hay, entonces, el silencio, la quietud, por un lado, tensa, y el ladrar, alerta, de los perros, el peligro. Y como es el mar lo que está allí, filtrado, está sujeto a las mareas. “Desde la orilla parecía que el paisaje comenzaba a levantarse”, y con la bajante se descubre la cabeza de la estatua del prócer. El loco Mario, el inventor, que es el único de todo el campamento que tenía un taller desde antes, antes de la inundación, y que sigue abocado a lo que es su trabajo, aunque en otras condiciones, procederá al rescate, como si fuera un asunto muy serio. Se trata del prócer (y es algo que une a los uruguayos, más allá que muchas veces recitemos frases que, de tanto gastarlas, han perdido su verdadero significado, su hondo significado), emblema de todo lo sagrado, el que dio todo por nosotros, y quizá por eso le habla: “lo hacía entredientes, en una voz susurrante que Vicente no alcanzaba a entender”. Pero luego viene el reflujo, la crecida, y nos enteraremos del patrullaje de los soldados, que son jóvenes reclutas y que deben obedecer ciegamente las órdenes, sin cuestionarlas.

Hay otros dos grupos de personas que pueblan el campamento. Una son las viejas, mujeres avejentadas que hacen la comida o lavan y reparan ropa. Una de ellas, por ejemplo, “arrastraba el vestido oscuro en la tierra”, y parecen casi no existir, refugiadas en lo oscuro de las viviendas improvisadas. El otro grupo son los enanos. Estos son un grupo circense, que están en semi libertad, o sea que tienen libertad de desplazamientos pero deben cumplir algunas funciones para hacer reír tanto a los que están en el campamento, empezando por Marcos, que les hace recrear, con exactitud, el mismo drama de los inundados, episodios de la vida que llevan, aislados por el agua (esto ha de ser para que los que están en el campamento, al revivir la historia que fue de cada uno de ellos, por lo que ahora están allí, se sientan atados a su circunstancia y no piensen en rebelarse, como si su situación actual fuera mejor que estar en la ciudad inundada). “La gente aplaudió sin ganas y luego comenzó lentamente el regreso a las casillas”. Esa escena se repite cada tanto y es hecha en honor a Marcos. Los perros, además de ser vigías ruidosos de cualquiera que intente escapar, parecen responder a Marcos, que es el jefe del campamento, y son los enanos, por ejemplo, que encuentran, días después, al perro de Marcos, al que le tenía mayor afecto, ahogado con una piedra al cuello. Este pequeño hecho, que después nos enteraremos que han sido los mismos enanos quienes lo hicieron, funciona como el único mecanismo de rebelión, sordo, clandestino, que tienen en contra de esa dictadura personal de Marcos (y en ese sentido podemos ver en Marcos al personaje literario del tirano, del dictador, aunque en menor escala). Los teros también cumplen una función de vigías y cuando ven movimiento en tierra empiezan a dar vueltas en el aire y a chillar, dando la voz de alarma.

“El agua empezó a hincharse lentamente y en la quietud del paisaje reaparecieron ramas, latas, neumáticos, animales muertos y una espuma sucia en la orilla. En el transcurso de una noche cayeron de rodillas y desaparecieron del horizonte casas, columnas, árboles” (pág. 70), es la crecida, lenta, parsimoniosa, y ese caer de rodillas, como quien dobla el espinazo, parece ser de sometimiento y esclavitud. Y en el inicio de todo, los primeros tres días: “Cuando vinieron a desalojar la zona, el circo estaba instalado en el baldío. Metieron camiones con soldados por las calles inundadas, bajaban a la gente de los techos y las llevaban con las pertenencias. Andaban con megáfonos anunciando riadas y un helicóptero recorría la zona a baja altura. Durante tres días esto fue una feria. Se veían patas de sillas asomando de los camiones, mesas volcadas, roperos, camas, atados de ropa, televisores. Y los megáfonos repitiendo: “¡Hay que desalojar la zona! ¡Hay que desalojar la zona!”. Esto se llenó de voces y ruidos de motores. Si los soldados encontraban a alguien en los techos, lo sacaban a la fuerza. Yo me escondí en el entrepiso del taller (dice Mario) con varias botellas de agua, algo de comida y unas mantas. Desde ahí escuchaba los motores de las topadoras levantando el muro y los motores de las lanchas. Al cuarto día dejaron de pasar y se abrió un enorme silencio. El agua seguía subiendo. Bajé a la calle y di con la desolación: casas sin puertas ni ventanas, silencio de agua y cosas perdidas en la apurada —el respaldo de una cama, fotografías escapadas de los marcos, cajones de cómodas, un casal de monos ahogados—. Empecé a caminar con el agua al pecho. Al andar vi la cabeza del viejo Bolívar en la ventana de su altillo. Seguimos juntos. Dimos con los Fagúndez que estaban en la azotea con la viuda Gaviola. Ese mismo día nos fuimos a la terraza de la viuda. Después apareció Marcos, quien nos llevó al campamento. Y ya ve, somos parte del agua y seguimos esperando” (pág. 76-77).

Y para Vicente, del otro lado, además de los soldados y los retenes, los perros y los teros, “sabía que estaba Cynara, sus pechos rosados, la trenza de aquellos muslos, el olor medicinal de su sexo” (hasta en esta descripción usa metáforas nuevas, como muslos trenzados, o ese olor demasiado personal). Y los que logran cruzar al otro lado si son capturados te deportan al agua o te dejan tirado por las calles y te señalan: “otro loco del agua, otro predicador del agua, y te dan la espalda”. Es la venganza, como si estuvieran apestados.

Otro de los personajes, Joaquín Suárez (llama la atención que tenga igual nombre que quien fuera presidente del país en 1839), lo va a ayudar en la fuga y le indica el lugar preciso donde hay un bote escondido: “siempre fui un inundado, aunque no existiera la inundación, siempre estuve al margen, a contramano” (pág. 84), y por eso ya ni siquiera quiere fugarse, aunque tiene algún secreto oculto que será importante para esta historia, porque todos y cada uno de los personajes tiene un papel determinado que cumplir. Joaquín Suárez había sido periodista y fotógrafo, y tiene las fotos tomadas desde el aire del campamento y de las zonas inundadas, lo que significa la prueba gráfica de la infamia.

 

La ciudad surrealista y el ansia de fuga.- La fisonomía de esa ciudad sumergida y de los objetos que ora flotan o apenas asoman, o que son transfigurados por la acción del agua marina, se torna surrealista. Es más, toda la obra podríamos catalogarla de surrealista, porque desde el inicio el elemento común, que es el agua, al transformarse mediante la filtración en agua marina, da por sentado algo que está totalmente fuera de lugar, y que es imposible, aunque pueda estar dentro de las posibilidades más o menos lógicas de la naturaleza. Y a partir de allí, el recorrido natural de lo que se ha asentado como la realidad, recorre otros parámetros, cada vez más alejados, justamente, de lo real. Un hombre ha quedado atrapado por el agua; una serie de hombres y mujeres, y enanos de circo, no pueden escapar, se les impide la huida mediante soldados disciplinados y la vigilancia extrema de los hombres de Marcos, además de una legión de perros y de teros vocingleros. Ahora, ¿por qué no pueden salir? La única explicación que se nos da es porque “han tomado el color del agua”, como si fuera una categoría racista nueva, un color terroso y una figura más cercana a la de un pordiosero que a la de un hombre.

Motta nos da su visión de la ciudad, su visión alterada: “se formaban composiciones extrañas: un cerdo saliendo por la boca de un florero, un violín que se abría en árbol, botellas derretidas, sombreros volando, una mujer con aspas en la espalda, rostros borroneados dando gritos, superpuestos” (pág. 87), cosas que, evidentemente, ya no sirven para lo que fueron creadas, de modo tal que todo es estéril e inútil tener esperanza. Pero también, de entre todas las cosas, hay, miseria de la filosofía, una tenue sospecha, delgada como una estela: “estaba en un dormitorio lateral, flotando quieto, con una cuerda que lo amarraba a la lámpara del techo. Tenía algo de animal a la espera. Era un bote angosto, de duelas altas, con el marrón sucio de la inundación y sin remos. Vicente se acercó y lo tocó como a un cachorro…” (pág. 88). Y casi enseguida nos contará el intento de fuga del Negro Nieves y la brutal paliza de que es objeto al ser descubierto, y después queda sin habla, dejándose morir, porque libre como él no había habido en el campamento, si siempre había andado por los caminos de Dios, sin rendir cuentas a nadie, y ahora estaba sujeto a una esclavitud sin cadenas y sin fecha de caducidad. “Acostado en el camastro pasaba las horas en silencio, con la mirada perdida en el techo, sin siquiera notar los agujeros marcados de luz” (pág. 90), porque los agujeros de luz debe ser lo más cercano a la esperanza y al paso del tiempo. Lo que tiene el hombre es la fiebre del agua, y la comparación sale sola, como si fuera la fiebre del oro, por ejemplo, una fiebre contagiosa y desesperante pero de sentido contrario, es una fiebre que mata, que mata los sueños, que termina con todo futuro. Egidia, una vieja pequeña y flaca, “que llevaba en la cabeza un pañuelo claro, de flores violetas”, es la que hace la cura de esa fiebre, poniéndole paños secos y calientes para escurrirle luego el agua acumulada, como si el cuerpo estuviera con un nivel cercano al cien por ciento de humedad. Y luego le dará una nueva muda de ropa, lo que hace aumentar su autoestima: “Llevaba puesto un pantalón con una raya amarilla a cada lado y una chaqueta con botones dorados” (pág. 93), al modo militar.

Otro de los personajes, siniestro en este caso, es el Hombre de los Ojos de Rata, en su papel de vigilante, de alcahuete de Marcos, que siempre augura que todo esfuerzo es vano y tiene un encono particular con Mario, porque éste no se deja vencer, y lo demuestra una y otra vez, y el Hombre de los Ojos de Rata es un hombre vencido, que sólo sirve a la sombra del jefe, pero que sin él no es nada.

¿Qué hacer en esas lentas horas sino hablar, contar el pasado, ya que no hay futuro a la vista? Y así nos enteraremos de algunas de esas historias. La de Mario y la mujer, por ejemplo, es brutal, llena de sobreentendidos. Y ciertamente tenemos la sospecha que todos tienen una historia trágica, o dolorosa, detrás. Mario dirá: “…agarré el reloj que ella había elegido para la casa; lo agarré y lo destrocé contra la pared. Desde entonces no cuento las horas, no me importa” (pág. 95-96), y eso es cuando el agua entra en la casa donde están ambos y ella se va (no sabemos de dónde vino, qué le pasó —y que no cuenta—, y no sabremos por qué se va y a dónde).

“Ya notaba que sus pies ensanchados comenzaban a recubrirse de una escama dura; más tarde le saldrían pequeñas aletas a los lados, como tenían algunos de los hombres de Marcos” y si pasaba eso “la fuerza de la fuga lo habría abandonado y sería uno más del campamento, sin otra esperanza que la de cargar bolsas para el muro y dejar que el agua lo arrastrara como a una botella vacía” (pág. 100). De este párrafo notaremos ese surrealismo pictórico, digamos, porque si pudiéramos hacer un dibujo de esos hombres con pies con escamas y aletas laterales, con auténtica calidad de pez, podríamos detallar nuestro bestiario particular. Ya dejan de ser hombres, con el paso del tiempo (con el paso del agua) y se transforman en otra cosa, en meros apéndices útiles para una tarea ignominiosa como seguir apuntalando el muro con bolsas de arena, aislándose aún más dentro de la inundación, desertando del mundo civilizado, convertidos en bestias.

 

Romper la rutina del agua.- Vicente se larga a hacer una exploración, ya que Marcos le da la tarea de llevar bolsas al muro en un bote, y de pronto ve dos delfines, “largoazulados”, de pecho lechoso (la aparición de un elemento extraño, aunque coherente con la calidad marina del agua, debido a esa filtración sin fondo por lo que los delfines pueblan el mar, le imprime un hecho misterioso, surreal —ya lo hemos dicho y lo volvemos a repetir, con otro ejemplo concreto—, y a la vez una belleza poética únicamente para él —porque él no dirá de ese descubrimiento para protegerlos—). Y él ve en eso una especie de señal favorable a su fuga. Y es aquí cuando comprueba que el Hombre de los Ojos de Rata lo controla de cerca, no le pierde pisada. Y cuando los enanos hacen su show ante los militares, porque son ellos quienes les dan el agua dulce y los alimentos necesarios —aunque no se dice de modo expreso, no quedan dudas de ello— y esa es una manera de retribuir, y sobre todo para mantener contenta a la tropa, alegrar y hacer olvidar la tristeza y la soledad, el Hombre de los Ojos de Rata observa también, entre divertido y vigilante, sintiéndose tan importante sin serlo (“Desde el puerto vieron marchar a los enanos con redoblantes y cornetas por las calles. La gente corría las cortinas para aplaudirlos y cuando los saludos eran sostenidos, ellos se detenían un instante, daban algún brinco gracioso y seguían por la sinuosidad de las callejas”). Y acto seguido el narrador comenta, con un claro dejo de tristeza en la voz: “Esa noche los enanos representaron sin ganas historias de salvamentos en los techos” (pág, 103). Porque es evidente que los que están llamados a divertir, a hacer cabriolas y bromas ligeras, en la situación en que se encuentran los va ganando, también, la pesadumbre del agua y la tristeza del aislamiento. Y aunque hagan las representaciones más o menos graciosas, y los soldados, por ejemplo, le tiren con todo lo que tengan, tomates o piedras, y se burlen de ellos y hasta ellos mismos, desganados, hagan su representación, su tristeza es evidente, y cuando intiman con Vicente le darán a entender ese odio incubado contra Marcos como expresión de todo el encierro y la falta de libertad. Porque los enanos, tienen “cierta tristeza de eternos exiliados”, de los que ya nunca más volverán a su tierra o al lugar donde fueron felices. En los enanos, más que en cualquiera de los otros que viven en el campamento, se nota la falta de libertad, y es claro que la sociedad del agua, si podemos llamarla así, es la metáfora perfecta de una dictadura absurda —como todas las dictaduras—, represora y que sólo exigen obediencia debida de todas las partes que la integran, a uno y otro lado del poder. Es en este grupo de gente cuando más notamos que la novela es una alegoría sobre la libertad y sobre la pérdida de la libertad, pero también de la necesidad de la rebeldía y del sueño de seguir siendo libres expresado en el deseo firme y absoluto de la fuga. Ningún muro impedirá que Vicente Janto conozca a su hijo y que se realice como persona en este conocimiento. Y es por eso que Vicente aprovecha cada salida en el bote para recorrer las casas inundadas, para observar lo máximo que puede del terreno y ver fotos y objetos, para recoger lo útil, sobre todo madera.

Y a Mario se le ha metido en la cabeza hacer un barco, proyecto sin pies ni cabeza que es saboteado, de palabra, por el Hombre de los Ojos de Rata. Es por ello que se dedica con todas sus ansias, porque es el construir —en medio de la destrucción de todo, de lo que alguna vez amó y de la imposibilidad de volver a amar—, el hacer como método contra el dolor. Y tanto para él como para el Negro, en su papel de ayudante, esa construcción es provechosa para sus espíritus. Mario se enfrentará a problemas prácticos, como la obtención de materiales y, una vez obtenidos, al proceso pertinente para el armado del esqueleto de la nao. A la fiebre del agua le contraponen la febril construcción, y ni el fracaso de ese barco, hundido casi sin remedio —pero al que lo reflotarán, luego de varios y repetidos intentos—, lo puede desanimar. Habrá que empezar de nuevo porque hay que seguir manteniéndose activos, de eso depende seguir con vida, y seguir vivo es la mitad de la esperanza y no dejarse sobrellevar por la derrota, que asoma en cada rostro. Porque Mario no puede vivir sin proyectos, aunque sean trabajos inconclusos, es su forma de defenderse de la agresión permanente del agua, y nosotros notamos que, más allá de la situación límite al que están expuestos, el autor nos está hablando del material en bruto de ciertos hombres, y como resultado de esas acciones sale a flote lo mejor y también lo peor de cada uno.

Vendrán días de lluvia que amenazan cercenar el nervio fugitivo de Vicente y tras un detenido estudio se resolverá a pedirle ayuda a Mario, necesita que le construya un remo. Y, aunque no lo sabemos, ya tiene un plan de huida.

 

Recuerdos del mar.- “Pensaba que la tierra era la vasija del mar”, ese pensamiento se retrotrae al tiempo del gozo, cuando estaba con Cynara y creía que nada impediría la felicidad, porque es claro que el mar era, en ese tiempo, la verdadera libertad, era el sin fin del horizonte, era todo lo que se dice en la palabra futuro. La sucesión de hechos, encadenados, y que lo terminarán por llevarlo a la situación actual, están acá apenas como breve anotación: el anuncio del embarazo, el distanciamiento, el telegrama que comunica el cese del trabajo y la decisión de la mujer de regresar a la ciudad natal. Y ya desde ese tiempo, Vicente “siempre se dejaba ganar por los pequeños gestos de los cuerpos”. Pero es tan fuerte la realidad en la que está envuelto, que cualquier ruido lo vuelve al tiempo presente: “La noche le traía rumores de motores, patrullas que andaban por las calles de agua…”. Y la violencia de la situación en que están mezclados, se hace presente mediante la figura del esbirro, del secuaz, del Hombre de los Ojos de Rata cuando trae, como trofeo de caza, un delfín y éste es desollado y trozado por los hombres de Marcos en medio del barro. Porque cada uno es lo que es, aquí y en cualquier parte, y así como el Hombre de los Ojos de Rata, y ya desde el nombre, nos supone una categoría de roedor del alma humana, en Mario veremos “un artista de la invención, un mago del caos de la inundación”. Y casi de la nada había inventado La Máquina, una especie de bicicleta pero cerrada, hermética, para que los perros no pudieran lastimarlo. Y al final todos lo ayudan, porque la salvación de Vicente Janto es la salvación de todos los cautivos, porque lo único posible para terminar con ese calvario es la huida de uno de ellos y que cuente lo que sucede en el campamento y en las zonas inundadas. Además están las fotos que servirán de prueba por si no le creen.

Y mientras tanto el autor nos da un respiro, nos ofrece la poesía en movimiento como sinónimo de la vida reanudada: “Los pájaros regresaron puntuales con vuelos fugaces y trinos inquietos, y las arañas del atardecer se largaron en picada desde las ramas tejiendo sus trampas” (pág. 138), y eso es para significar que la vida sigue tras las murallas impuestas, que la naturaleza sigue construyendo telarañas allí en donde cada parte es el todo del ecosistema, es para decirnos que Vicente Janto está huyendo hacia la ciudad, hacia donde está la mujer y quizá la promesa de una nueva oportunidad y, sobre todo, de su hijo, que es el verdadero motivo vital que lo pone en movimiento.

 

Como tatuado con el color del agua.- “En el cielo redondo las estrellas latían una luz de plomo que dilataba la oscuridad del campo”. Esta es la visión una vez traspuesta la última alambrada, donde la redondez del cielo nos puede indicar el retorno —y aún el eterno retorno, nietzscheano—, y esa luz de plomo (por contraste con la luz de neón que había en el campamento, una luz amarilla, fantasmal, que da otros contornos a las cosas y a los hombres hasta tornar todo irreal), una luz pesada, fija, que no permite ilusiones ópticas pero que, con el cambio de temperaturas puede dilatarse (o contraerse), haciendo claridad o penumbra, pero no distorsión. Y ahora es el campo, libre, ya no una colina con árboles que impiden la vista y el paso, es el campo que se abre como última etapa antes de la ciudad.

Es la tercera parte de la novela, que está estructurada en esas tres etapas correspondientes a las peripecias de nuestro personaje. Así como la primer parte es la emboscada del agua, y la segunda es lo referente a los días y los trabajos del agua, esta última parte es la huida del agua. Y antes que termine la novela ya lo diremos: si esto empezó con el agua, terminará dentro del agua, no hay otra posibilidad. Pero Vicente Janto se descubrirá que es otro, distinto al que era antes, del mismo modo que nosotros, lectores, habremos salido de una especie de infierno líquido para caer en el verdadero caos terrenal. También nosotros seremos otros luego de leer esta novela, porque nos dejará pensando acerca del peso de las cosas importantes y la estúpida liviandad de vidas sin sustento, de cuerpos sin alma, de veletas al viento. Motta nos deparará, porque nada es tan sencillo como parece, una sorpresa final (que no develaremos, por supuesto), y que nos dará la medida de cuánto ha cambiado nuestro personaje, llegando a hacer cosas que nunca en su vida hubiera pensado que iba a realizar.

“Avanzó hacia la ciudad y fugazmente se sintió un advenedizo”, y aún tiene miedo, debe controlarse para no echar todo a perder. “Volvía a oír a los gorriones en las cornisas, los zumbidos de los motores, veía plátanos verdes, veredas grises, zaguanes abiertos. Volvía a ver en marcha los engranajes de la ciudad, volvía a sentirle su pulso íntimo” (pág. 143), pero también “comenzó a notar miradas fugaces que le reconocían el color de inundado”, ese color que lo delata como a un paria, como a alguien a quien no se debe acercar. La única referencia que tiene es una plaza cerca de la estación de tren, y hacia allí va. La estación abandonada, donde “el herrumbre avanzaba por el edificio como el agua de la inundación”, será la sede de su esperanza (todo se compara con el agua y lo vivido en el campamento). Se llega a ver como un linyera, como un pordiosero, incluso comiendo sobras de contenedores, pero debe esperar a que aparezca su ex mujer con el hijo, ella es la única que puede ayudarlo. Y claro, su “puesto” de observador requiere estar más cerca de los juegos infantiles, y entonces la gente que está en la plaza, los viejos que jugaban al ajedrez, el cuidador que recogía la basura y mantenía “los canteros enjardinados”, los niños más chicos y las madres o las cuidadoras, lo miran, lo señalan, y él piensa que lo pueden denunciar. Por eso se refugia dentro de la oficina de la estación y desde allí observa, cuidándose de la policía (tengo la impresión, disipada rápidamente, que el autor se demora un poco en estos entretelones mientras decide cómo hacer el encuentro con su ex mujer, porque si no encuentra a su ex mujer no se podrá resolver la historia, y aprovechará para dar un toque de “color” local y comentar las estrategias de sobrevivencia). “Estaba seguro de que reconocería a Cynara desde lejos, pero a su vez tenía temor de que la distancia, o cualquier otro obstáculo, le impidiera verla” (pág. 147).

Y ya estaba escrito, y se lo habían dicho una y otra vez en el campamento, él venía del agua, de un lugar que no podía existir y sobre todo que no debía existir, y sobre el que nadie cree que exista. Y la mujer lo reconocerá, aunque con resquemor y con miedo, le dice “volvé a tu lugar, a tu trabajo, y de a poco las cosas serán otra vez normales. Podrás venir a verlo en las vacaciones… no sé, lo normal de un padre que está lejos” (pág. 157), pero ella no sabe que ya nada puede ser normal, que la normalidad ha sido rota para siempre, y él ha comprendido que no podrá reunificar la pareja, que todo ha sido una ilusión, que no hay lugar para él junto a ella. Así que deambulará por la ciudad, tratando de encontrar la forma de que se sepa lo que pasa allí nomás, a poca distancia. Y entonces “…en la ciudad la noche se percibía por las luces y no por la oscuridad”, como sucedía en el otro lugar. Y finalmente comprende su rol: “…se sentía un predicador del agua, un predicador ante puertas cerradas” que deberá abrir. Llegará frente a la catedral, y en las escalinatas van apareciendo otros linyeras, de rostros “terrosos”, otros que tienen el color del agua. Ninguno habla. De la iglesia le dan una manta y un jarro lleno de comida. Y después, andando por la ciudad, dirá que “le daba gusto ver las expresiones de la gente (a su paso), las miradas de compasión, miedo, desprecio”. Es esto lo que le habían advertido, su presencia les trae una conmiseración malsana, del mismo modo, diremos entre nosotros, que cuando vemos a cualquier pordiosero revolviendo la basura y lo creeremos loco o inútil y dudaremos si ayudarlo o no.

“Vicente la miró a los ojos. Sintió una pena insondable por ella, por él. Ya no vibraba por esa mujer. Comprendió que había estado amando un recuerdo, un recuerdo que había inventado y mantenido vivo en la soledad del agua. Quizás ella no había cambiado… en todo caso él había cambiado, el agua lo había cambiado. No podía rescatar la pasión, la vida los alejaba ahora” (pág. 164). Al final de cuentas, Vicente Janto se había transformado en quien realmente quería ser, definitivamente.

Y en último lugar las fotos serán rescatadas, entregadas y publicadas a su debido tiempo, porque todo será hecho en nombre de su hijo, ese es su motivo vital, pero a la vez no podrá olvidar todo lo pasado. Y no puede dejar de pensar en los que han quedado atrás, no los puede olvidar.

Y así como la carta le anunciaba el nacimiento de su hijo, y sabemos que es por él que se vio envuelto en una situación para la que no estaba preparado (del mismo modo que cuando uno es padre tampoco está preparado para ello), y llegó al agua, es por él que se irá, remando lentamente, hasta perderse de vista, a construir su nueva vida.

(Los días del agua, Miguel Motta, Montevideo, 2003, editorial Alfaguara, 176 páginas)

 

Sergio Schvarz
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