En el corazón del paraíso
(La utopía artística y el socialismo utópico)

por Sergio Schvarz

sergiosamschvarz@gmail.com

 

Hablar de Vargas Llosa como escritor, de su calidad artística y su depurada técnica literaria, es todo uno, más allá que sus opiniones políticas despierten resquemores y suspicacias en ciertos sectores de la intelectualidad. Muy lejos han quedado sus primeras y fermentales obras del llamado boom: Los jefes, Los cachorros, La ciudad y los perros, La casa verde, la desopilante Pantaleón y las visitadoras o la autobiográfica radionovela de La tía Julia y el escribidor. También podríamos decir que después de La guerra del fin del mundo, sus otras novelas habían decaído un poco en su interés narrativo, o bien estas eran obras menores, aunque cada tanto nos volvía a sorprender con algún nuevo título como Elogio de la madrastra o La fiesta del chivo. Sin embargo, hace poco leí El paraíso en la otra esquina y encontré (y me reencontré) con un viejo conocido, como si este nuevo Vargas Llosa fuera el mismo de aquel primero que devoraba cuando era adolescente, y vi que la magia de la escritura todavía estaba intacta en él. Además, esta vez rompió, de alguna manera, con viejos esquemas, sobre todo al hablar sobre el tema de la sexualidad desde un enfoque diferente y sobre todo de la homosexualidad.

Las dos historias que son la misma, como el envés y el revés de la trama.-

De entrada, Vargas Llosa nos sitúa en la acción. Empezará por la mujer, Flora Tristán (Florita), nacida en Perú, hija de burgueses acaudalados, pero simpatizante de la Unión Obrera y militante francesa del socialismo utópico y por los derechos de los obreros y de un feminismo en ciernes; rica devenida en pobre tras un matrimonio invalidado y un marido brutal como ejemplo paradigmático del machismo exacerbado y el patriarcado. Esa mujer, que aborrecerá el sexo —aunque tendrá alguna aventura lesbiana que la redimirá, apenas—, debe reclutar obreros para la organización (Unión Obrera), esa es su misión. De entrada, Vargas Llosa nos va a ir dando ciertas claves para entender su identidad y el tiempo en que transcurre el presente de la historia de Flora (1844). Sobre su padre, coronel español del Perú, a quien un joven Simón Bolívar visitaba, nos dirá de su comportamiento autoritario y como fiel representante de la aristocracia. Y esa Flora Tristán fantaseará sobre lo que hubiera sido de no ser pobre, si fuera rica, lo que se gana y lo que se pierde: “Ignorarías lo que es irse a la cama con las tripas torcidas de hambre, no sabrías el significado de conceptos como discriminación y explotación. Injusticia sería para ti una palabra abstracta”. Y también “serías un bello parásito enquistado en tu buen matrimonio”. Pero claro, todo lo que le sucederá a nuestra heroína, la deja en otra posición, fuera del papel establecido para las mujeres de su época: (sería) “una máquina de parir, esclava feliz, irías a misa los domingos, comulgarías los primeros viernes y serías, a tus cuarenta y un años, una matrona rolliza con una pasión irresistible por el chocolate y las novenas”. Y en cambio, esta mujer, que es instruida y como sufre en carne propia la injusticia pueda saber lo que es, se sentirá atraída por las ideas de Saint Simon y Fourier, los socialistas utópicos, y en menor medida por Proudhon. A su vez, la novela nos indicará, brevemente, los puntos que tienen en común estos pensadores y sus diferencias. Por ejemplo, Pierre Joseph Proudhon dirá que “la propiedad es el robo” y su orientación será de tipo anarquista, buscando hacer desaparecer el control del Estado. Fourier, en cambio, quien analiza en detalle a la sociedad capitalista, esboza la teoría de los falansterios, una forma de organización social que se adapta a los instintos naturales en vez de reprimirlos, basándose en la idea de la autosuficiencia y el cooperativismo, en la combinación del trabajo manual y el intelectual, de trabajo y placer. Saint Simon, considerado el padre de la sociología, declarará que su objetivo no es hacer agitación entre las clases obreras, sino que a las élites económicas les aconsejaba que tomaran conciencia de la situación y ayudaran a construir una sociedad más justa. Este es el caldo de cultivo en que se revuelve Flora Tristán, la abuela del otro personaje de esta novela. A tal punto que, por ejemplo, dirá que Fourier “sostenía que la reforma de la sociedad se haría gracias a la buena voluntad y el dinero de los burgueses iluminados por su teoría”, ingenuidad en la que, modernamente, ya nadie cree (aunque aún se mantiene viva en la idea de un “capitalismo con rostro humano”), pero en realidad hace tiempo que sabemos que cada clase defiende sus intereses particulares.

La novela, entonces, está estructurada en dos historias casi simultáneas (alternancia) de dos personajes que existieron en la realidad (es decir que no se trata de una “invención literaria”, aunque su tratamiento sí es literario). La segunda historia es la de Paul Gauguin, pintor ampliamente conocido, quien es el nieto de Flora Tristán (la vida, y la historia, del pintor comenzará después de la muerte de la luchadora social). El punto de contacto es el rompimiento que hacen cada uno con la sociedad de su tiempo, el enlace entre las dos historias es porque Flora Tristán había sido su abuela, “revolucionaria y anarquista”, según él. Y así como Flora se despoja de todo el oropel y lucha por la igualdad absoluta de derechos para hombres y mujeres, Paul Gauguin abandona su colocación en la banca, sus privilegios burgueses y se refugia en la pintura, para ser él mismo y reencontrar el espíritu primigenio, la esencia creadora y liberadora. Así, Paul Gauguin aparece en Tahití como Koke, una vez que con la pintura ha roto, definitivamente, con Europa y especialmente con París. La descripción de Gauguin, contada por otro como desde afuera de la novela y como si le estuviera contando a él mismo, dice: “Era un hombre que parecía fuerte —pero su salud ya estaba secretamente minada, Paul—, de ojos azules algo saltones y movedizos, boca de labios rectos generalmente fruncidos en una mueca desdeñosa y una nariz quebrada, de aguilucho predador. Llevaba una barba corta y rizada y unos largos cabellos castaños, tirando para rojizos…”. Ese hombre, secretamente enfermo ya, se empeña en vivir a lo salvaje, se reduce a lo casi animal (salvo la pintura), viviendo la vida de los nativos. Hay, también, un tono “interpelante”, como si el autor-narrador le preguntara o cuestionara al personaje (“¿No estabas contento? No, no estabas”, dirá como ejemplo). Y su animalidad se reflejará en lo sexual, primero en la aventura con Tití Pechitos y la búsqueda de una mujer por las tierras lejanas de la isla (la expedición fue bautizada como “la búsqueda de la sabina”) y luego en la conquista de Tehaꞌamana, de tan sólo trece años, quien es quien le llamará Koke.

Por supuesto que en su caso, está el tema de la pintura, y por medio de la pintura el arte en general, su concepción, y la libertad del mismo: “Para pintar de verdad hay que sacudirse el civilizado que llevamos encima y sacar el salvaje que tenemos dentro”, dirá Koke a sus discípulos en Bretaña (esa es la justificación para abandonar Europa y la civilización), ante un cuadro que describirá, el narrador, de la siguiente manera: “Sí: éste era un verdadero cuadro de salvaje. Lo contempló con satisfacción cuando le pareció terminado. En él, como en la mente de los salvajes, lo real y lo fantástico formaban una sola realidad. Sombría, algo tétrica, impregnada de religiosidad y de deseo, de vida y de muerte. La mitad inferior era objetiva, realista; la superior, subjetiva e irreal, pero no menos auténtica que la primera. La niña desnuda sería obscena sin el miedo de sus ojos y esa boca que comenzaba a deformarse en mueca. Pero el miedo no disminuía, aumentaba su belleza, encogiendo sus nalgas de manera tan insinuante. Un altar de carne humana sobre el cual oficiar una ceremonia bárbara, en homenaje a un diosecillo pagano y cruel. Y, en la parte superior, el fantasma, que, en verdad, era más tuyo que tahitiano, Koke. No se parecía a esos demonios con garras y colmillos de dragón que describía Moerenhout. Era una viejecita encapuchada, como las ancianas de Bretaña, siempre vivas en tu recuerdo, mujeres intemporales que, cuando vivías en Pont-Aven o en Le Pouldu, te encontrabas por los caminos del Finisterre. Daban la impresión de estar ya medio muertas, afantasmándose en vida. Pertenecían al mundo objetivo, si era preciso hacer una estadística, el colchón negro retinto como los cabellos de la niña, las flores amarillas, las sábanas verdosas de corteza batida, la almohada verde pálida y la almohada rosa cuyo tono parecía haber contagiado el labio superior de la chiquilla. Este orden de la realidad tenía su contrapartida en la parte superior: allí las flores aéreas eran chispas, destellos, bólidos fosforescentes e ingrávidos, flotando en un cielo malva azulado en el que los brochazos de color sugerían una cascada lanceolada. La fantasma, de perfil, muy quieta, apoyaba la espalda en un poste cilíndrico, un tótem de formas abstractas finalmente coloreadas, con tonos rojizos y un azul vidriado. Esta mitad superior era una materia móvil, escurridiza, inaprensible que, se diría, podía desvanecerse en cualquier instante. De cerca, la fantasma lucía una nariz recta, labios tumefactos y el gran ojo fijo de los loros. Habías conseguido que el conjunto tuviera a una armonía sin cesuras, Koke. Emanaba de él la música del toque de difuntos. La luz transpiraba del amarillo verdoso de la sábana y del amarillo, con celajes naranja, de las flores”. Si bien la cita es bastante larga, creo que es importante porque determina la necesidad descriptiva de la pintura y el método que hace Vargas Llosa para ilustrarnos, con palabras, una obra pictórica. Porque, en definitiva, para Gaugin el “pintar no era cuestión de oficio sino de circunstancias, no de destreza sino de fantasía y entrega vital”. La decisión de ir a Tahití —decisión que toma aun cuando todos se oponen, y en primer lugar su familia—, es por “la necesidad de partir en busca de un mundo todavía virgen”, y una consideración central había sido “huir de la maldita odisea diaria para conseguir dinero, de la angustia cotidiana para sobrevivir” —es decir “vivir al natural, de la tierra, como los primitivos— (que son, en este sentido, algo así como los pueblos sanos, incontaminados).

Hay también, como en toda la obra de Vargas Llosa, el elemento sexual. Así como en varias de sus obras, el Varguitas de La tía Julia y el escribidor, pasando por los prostíbulos en La casa verde o la risueña Pantaleón y las visitadoras (los prostíbulos y la vida prostibularia como un elemento común en la narrativa sesentista, la del llamado boom, como en Juntacadáveres, de Onetti; o varios de los cuentos y novelas de Cortázar, aunque más bien aquí vinculado a las relaciones de pareja, siempre conflictivas; y hasta la visión en este tema de Carlos Fuentes, más abierta, o un tanto febril en Fernando del Paso), acá Vargas Llosa nos ofrece otro aspecto de la sexualidad humana, y lo hace sin ningún pudor. El pintor se sentirá atraído a mantener una relación homosexual, pero en él ese impulso lo lleva a desear ser penetrado, al modo de la mujer, nos dice, y efectivamente así sucede. Esa experiencia se transforma en una creación artística: “Mañana mismo empezarías un cuadro sobre el sexo tercero, el de los tahitianos y los paganos no corrompidos por la eunuca moral del cristianismo, un cuadro sobre la ambigüedad y el misterio de ese sexo que, a tus cuarenta y cuatro años, cuando creías conocerte y saberlo todo sobre ti mismo, te había revelado, gracias a este Edén y a Jotefa (el hombre en cuestión), que, en el fondo de tu corazón, escondido en el gigante viril que eras, se agazapaba una mujer”.

Volviendo a Flora, porque la novela va alternando las dos historias (y lo mejor que podemos hacer es alternar, a su vez, el análisis del mismo, de forma progresiva, aun a riesgo de que el mismo no resulte del todo claro —estaremos ensayando el ensayo, pues, que de eso se trata—), en sus discursos o reuniones, “gracias a ese espíritu insumiso, a esos estallidos de mal humor, habías sido capaz de mantenerte libre y de recuperar la libertad cada vez que la perdías”, porque ese bullir de la injusticia le explota en la cara y la hace explotar, con tonos sarcásticos, sin concesión. Y volverá atrás, a escarbar en su vida personal, sacando sus “trapitos al sol” (hay un “condenado juicio” contra la mujer, donde el abogado de la otra parte divulgó cosas de entrecasa para justificar la violencia del marido).

Como algo que juega en contra de la novela, podríamos decir que ésta va muy rápido, constantemente pasa de una situación a la otra, sin descanso, son situaciones más o menos breves expresadas en alguna serie de trazos con los que construye un piso sobre el que se asienta su historia. Así, el hilo conductor, en ella, la luchadora social, saintsimoniana, son los viajes, ese ir recorriendo las ciudades de la Francia de la Restauración, en su afán de convencer a los obreros de su proyecto de Unión Obrera.

Una descripción de la ciudad: “La primera imagen de Lyon, con sus lóbregas mansiones parecidas a cuarteles, recurrentes como pesadillas, y sus calles de guijarros filudos que lastimaban las plantas de los pies, le causó pésima impresión”, donde denota una cierta ligereza y animadversión en la percepción de la ciudad. Y es en Lyon donde justamente verifica “de manera abrumadora” los excesos de la explotación de que eran víctimas los pobres, y también las reservas de decencia, de pureza moral y de heroísmo que tenía la clase obrera, pese a vivir en la más absoluta desgracia. “En seis semanas en Lyon aprendí más sobre la sociedad que en toda mi vida pasada”, dirá en un apunte en su diario de viaje.

De toda su experiencia de lucha, Flora Tristán ha escrito un libro que en ese momento es fundamental, ya que se trata de la Constitución de la clase obrera, sobre lo que tienen derecho y cuáles serían sus obligaciones. “Muchos ponían en duda que ella hubiera escrito La Unión Obrera. Los prejuicios contra la mujer habían calado en todas las clases sociales. Por llevar faldas, la creían incapaz de desarrollar estas ideas para la redención del obrero” —si hoy sucede que se considera, aún, a las mujeres como incapaces para realizar determinado tipo de tareas, ¡mucho más en aquella época!—. La policía francesa le seguirá los pasos, requisará sus cosas, le prohíbe “que continúe las reuniones con los obreros”, no sólo por revolucionaria sino más por mujer. Y al regresar del Perú, diez años antes, había descubierto la doctrina de Fourier, y pensaba “la nueva sociedad que surgiría con la multiplicación de los falansterios”. “El falansterio, con sus cuatrocientas familias, de cuatro miembros cada una, constituiría una sociedad perfecta, un pequeño paraíso organizado de manera que desaparecieran todas las fuentes de la infelicidad”, pero otras ideas de Fourier le hacen parecer demasiado fuera de la realidad, e impracticables.

Para Paul Gauguin, apenas unas décadas después, París no era una fiesta, sino un infierno hasta que un amigo le “regala” una javanesa, una muchacha de entre trece a diecisiete años para que fuera su sirvienta, pero en la misma noche en que llegó a su estudio, “Paul hizo de ella su amante. Y después, su compañera de juegos, fantasías y disfuerzos. Y, finalmente, su modelo”. No sabe de dónde viene, ni su edad verdadera. “Tenía los pechos desarrollados y los muslos firmes, y ya no era virgen”, un cuerpo menudo, “era su cara ceniza oscura de mestiza, sus facciones finas y marcadas —la naricita respingona, los gruesos labios heredados de sus ancestros negros— y la viveza e insolencia de sus ojos, en los que había desasosiego, curiosidad, burla de todo lo que veía”. Esa muchacha le devolverá “el deseo de pintar, el humor y las ganas de vivir”. “En la cama, era difícil saber si la javanesa gozaba o fingía. En todo caso, te hacía gozar a ti, y, a la vez, te divertía”. Le compra “media docena de sombreros, por los que Annah tenía pasión. Los llevaba puestos incluso dentro de casa, y era lo primero que se echaba encima, al despertar”. Porque Gauguin, “abandonó París para buscar inspiración en los lejanos mares de la Polinesia”, pero al volver todo irá de mal en peor, y su única oportunidad es regresar, nuevamente, a la Polinesia, a Tahití, para trabajar “a la intemperie”, viviendo como pagano, revolucionando el arte, inyectándole la fuerza y la audacia que había perdido.

Terca, irremediablemente terca, ella sigue su “misión” obrera, nada la detendrá, de Lyon va a Roanne, y extraña a Eléonore, obrerita de Lyon “con la que se había encariñado”. Nos dice, de ella: “Si todas las mujeres pobres tuvieran la energía, la inteligencia y la sensibilidad de esa muchacha, la revolución sería cosa de meses”, y un poco más adelante concluye que “con Eléonore, el Comité de la Unión Obrera funcionaría a la perfección y sería el motor de la gran alianza de trabajadores en todo el sur de Francia”. Está en contra del matrimonio, institución de “compraventa de mujeres” y la quiere reemplazar por alianzas libres. “Las parejas se unirían porque se amaban —dice, sueña— y tenían fines comunes”, y si las cosas no funcionaban, “a la menor desavenencia, se separarían de manera amistosa”. El sexo, incluso, “no tendría el carácter dominante… estaría tamizado, embridado, por el amor a la humanidad” (depurado, elegido con cuidado y minuciosidad). “Los deseos —sigue el razonamiento— serían menos egoístas, pues las parejas consagrarían buena parte de su ternura a los demás”.

La historia, triste, de la mujer, amparada por la injusticia de la justicia francesa de aquel tiempo (terriblemente machista y misógina), que veía en una mujer casada ser propiedad del marido —y que éste pudiera actuar, además, como se le ocurriera— incluye tres hijos, uno de ellos muerto, la huida de París, la ayuda de un pariente adinerado y excesivamente católico y un posible viaje al Perú (porque de ahí viene su familia) para escapar, definitivamente, de la persecución del marido y de la justicia francesa, que la acusa de abandono de hogar (aunque la violencia doméstica que ella sufre, en nuestros días le daría la razón a la mujer, y la ampararía).

En el correlato de la historia, mientras Flora va al Perú, Paul Gauguin vuelve a la Polinesia, “temiendo una muerte súbita”, porque “no quería que sus restos se pudrieran en Europa, sino en Polinesia, su tierra de adopción”. Paul tiene un baúl de clichés (en depósito), objetos y curiosidades, y allí van a parar cuarenta y cinco fotos eróticas que le ofrece “un nubio de turbante rojizo” en la escala de Port-Said, antes de iniciar el cruce del Canal de Suez.

Así como es trágico todo lo que le sucede a Flora, su ma(l)trimonio y en torno a sus familiares acomodados pero conservadores (reaccionarios) al extremo, también Paul Gauguin tendrá su desventura propia. Aline, la hija de Flora, huérfana, se casa con el periodista republicano gracias a “las amistades políticas e intelectuales de Flora (llamada madame la-Colere) a la muerte de ésta, ansiosas de asegurar un porvenir a la muchacha” (esto sucede en 1847). Dice Vargas Llosa (como narrador omnisciente) que ese matrimonio fue trágico, “familia trágica la tuya”, dice, en ese tono como confidencial que utiliza, como si estuviera hablando con él, exclusivamente, o como si se dirigiera a él y no a nosotros, lectores. Por ahí nos dice, como si no viniera a cuento, de una modelo (en esas fotos eróticas), que esas cabelleras negras “que los parisinos llamaban andaluzas” (igual a como el narrador llama a Flora, “la andaluza”), “y unos ojos grandes, enormes, lánguidos” que le recuerdan a alguien (también a Flora, seguramente), a su madre, Aline Gauguin [acá podríamos decir que, entonces, el punto en común, el punto de unión, es la hija de Flora y madre de Paul, Aline, la cual apenas si aparece en la novela]. Ese recuerdo súbito que tiene el pintor nos da paso a enterarnos de la muerte de su madre y todo lo que se relaciona con esto. Deberíamos examinar la importancia que tienen para los hijos la muerte de su madre (y hacerlo en este “caso” particular), a la edad de cuarenta y un años (al igual que Flora, nos da el dato de paso). Dirá que cuando murió “no la querías”, pero “la habías querido muchísimo, de niño, allá en Lima”. E incluso, dice: “uno de los recuerdos más nítidos de tu infancia era lo linda y graciosa que se veía la joven viudita en la gran casona donde vivían como reyes”, cuando “se vestía como dama peruana y envolvía su cuerpo fino en una gran mantilla bordada de plata, y, a la manera de las tapadas limeñas, se cubría con ella la cabeza y media cara, dejando descubierto uno solo de sus ojos”. La descripción de su madre, realizada con la misma técnica que utiliza el narrador para mostrarnos los cuadros de Paul, además de sus largos cabellos negros, “unos verdaderos cabellos de andaluza”, y de sus ojos “grandes, negros, curiosos, un poco tímidos y bastante tristes” se extiende en una configuración física pero también sicológica: “Su piel muy blanca se animaba en las mejillas con el sonrojo que asomaba en ellas cuando alguien le dirigía la palabra, o entraba en un cuarto donde había gente que no conocía. La timidez y la discreta entereza eran los rasgos saltantes de su personalidad, esa capacidad para sufrir en silencio sin protestar, ese estoicismo que indignaba tanto…” (por supuesto que Vargas Llosa utiliza la técnica de hablar sobre el cuadro en el momento que lo está pintando, supuestamente, o que lo está admirando, y de esa manera nos va dando el registro tanto del artista como del modelo; si tuviera que definirlo con algún término sintetizador, diría: “técnica de la contemplación provocativa”, es decir que por medio de la contemplación pictórica busca precisar el sentimiento que le provoca y éste se lo atribuye al artista que hizo la obra junto con la objetividad exterior de la contemplación misma).

En definitiva, la vida de Aline Gauguin fue una “tragedia prolongada” (principalmente por el repugnante proceso judicial) y finalmente se fue a París “¡a ser amante y mantenida de Gustave Arosa!”, un millonario, diletante y coleccionista de pintura. El padre de Paul, Clovis Gauguin, muere en altamar, rumbo a Lima, huyendo de Francia por razones políticas (es enterrado en el fantasmal Puerto Hambre, cerca del estrecho de Magallanes). Es en ese “fantasmal” donde está la condición del padre, como casi inexistente. Paul averiguará el paradero de su primera mujer tahitiana, Tehaꞌamana, le enviará un recado y para su sorpresa, ya que estaba casada con un joven, “y contento” por la decisión, la mujer aparece en su cabaña. Nos dice: “había engrosado pero seguía siendo una bella joven llena de garbo, de cuerpo escultural, de pechos, nalgas y vientre ubérrimos”. Sin embargo “la reconciliación duró poco”, porque “no podía disimular el asco que le producían las llagas, pese a que Paul tenías las piernas casi siempre vendadas”, y ya está presente esa enfermedad que lo hará sentir disminuido por un tiempo. Luego aparece Pauꞌra, de catorce años, que cantaba en el coro católico. Curado, por fin, de las llagas, sigue envuelto en el desánimo, en el pesimismo, como si nada resultara atractivo o interesante. “La imagen de Aline Gauguin (su madre, recordamos), que no se apartaba de tu mente, se convirtió en otra llaga” (y llaga es una herida profunda, y palabra que está relacionada con el llanto, la plañidera y, también, con el plagio según su etimología). En esa historia de Aline, se incluiría los tres raptos que hace el padre, “un hombre mal vestido y alcoholizado, con los ojos enrojecidos saltando de sus órbitas” que hacen de ella “el ser triste, melancólico, lastimado que fue siempre”. Pero lo peor es que el motivo del padre era “la ilusión de un rescate con el oro imaginario del Perú”, no era por amor a sus hijos o por despecho de enamorado, sólo por codicia, por dinero, que hace todo el mal posible tanto a la madre, Flora, como a la hija, Aline.

Y Paul Gauguin, solo, abatido, enfermo, sin dinero, obligado a internarse en el hospital por una afección en un ojo, escribirá una carta en la que dirá: “La mala fortuna me ha perseguido desde niño. Nunca tuve suerte, nunca alegrías. Siempre la adversidad. Por eso grito: Dios, si existes, te acuso de injusticia y maldad”. Se ha convertido en un hombre terco y de ideas fijas, en la isla lo tratan como si hubiera perdido la razón, y para peor, se entera por su ex esposa que su hija Aline (tiene el mismo nombre que su madre, como en su memoria) muere de una pulmonía con apenas veinte años.

Los días, los trabajos y los viajes.-

A esta altura de la novela (la tercera parte del libro) ya sabemos lo fundamental. Son dos historias que es parte indisoluble de una única historia: la infelicidad y la injusticia, o la búsqueda de la justicia tanto a nivel personal como social. La abuela, por un lado, revolucionaria, saintsimoniana, que propugna por la unión obrera como modo de hacer una sociedad mejor, más justa, y el nieto, pintor, que busca nueva savia para la creación en regiones salvajes de la memoria, por fuera, totalmente, del mundo burgués y europeo. A ella la acusarán, como es lógico suponer, de “agente secreta del gobierno” porque predica el pacifismo (es enemiga acérrima de las armas, ella lucha con las ideas y cree que con ellas se puede cambiar la sociedad). Así es que vuelve a Lyon para hacer frente a esas acusaciones, que toman estado público, que incluye un supuesto informe “enviado por Flora Tristán a las autoridades” sobre las reuniones con los dirigentes obreros. El director del diario, el señor Rittiez, dice que “yo combato sus ideas, porque el pacifismo desarma a los obreros y retrasa la revolución”, incluso le reprocha que ella es falansteriana, o sea que “predica una colaboración entre patrones y obreros que sólo servía a los intereses del capital”.

Volverá atrás en la memoria, y Flora revive el viaje a Perú donde “nada salió en aquel viaje como esperabas”, pero que, a pesar de ello, gracias a esa experiencia “abrió los ojos sobre un mundo cuya crueldad y maldad, cuya miseria y dolor, eran infinitamente peores de lo que hubieras podido imaginar”. Detenida en Cabo Verde (para calafatear la sentina del barco) “viste la cara real, espantosa, indescriptible” de la esclavitud. La imagen vista será esta: “dos soldados sudorosos, entre juramentos, azotaban a dos negros desnudos, atados a un poste, entre nubes de moscas, bajo un sol de plomo”, y agrega, horrorizada: “Las dos espaldas sanguinolentas y los rugidos de los azotados, te clavaron en el sitio”. Lo peor —dice— “fue el cruce de la línea ecuatorial, entre tormentas diluviales que sacudían la nave y la hacían crujir y chirriar como si fuera a desintegrarse”. En ese barco va con diecinueve hombres (cuatro son pasajeros) y “todos te deseaban, sí, por ese encierro (ciento treinta y tres días, casi cuatro meses) y privaciones que realzaban tus encantos, aunque ninguno te llegara a faltar el respeto”. El capitán le declara su amor por ella de modo correcto, cortés, y ella le da esperanzas, le dice “que siempre lo querrías como al mejor de los amigos”, y pensaremos que ello es parte de su estrategia para contar, en caso de necesitarlo, con alguien que pueda defenderla.

Lo que asombra (a Flora le asombra, y a nosotros también, porque en la actualidad, luego que el reclamo de la jornada de ocho horas es ley, últimamente han aparecido ciertas voces de quienes piensan en la extensión horaria como método de productividad y en despidos arbitrarios para impedir organizaciones sindicales y pautar los salarios que más le convengan a los patrones) es que hubiera fábricas en que se trabajaba diez, doce, catorce, dieciocho o incluso veinte horas como en las fábricas textiles del industrial más rico de Avignon. Pero más asombra la hipocresía del dueño cuando dice que “viven como miserables porque no saben ahorrar. Se gastan lo que ganan bebiendo alcohol”. Quizá no sepan ahorrar, pero es bien poco lo que ganan (y muy poco lo que podrían ahorrar, por supuesto). ¿Y por qué trabajar veinte horas? Dice que “él (el patrón) no imponía los horarios. A quien no gustaba ese sistema, podía buscar trabajo en otra parte. Para él no era problema, cuando faltaba mano de obra en Avignon, la importaba de Suiza. “Con esos bárbaros de las montañas alpinas jamás tuvo problemas: trabajaban calladitos y agradecidos con el salario que les pagaba. Ellos sí que sabían ahorrar…”.

Apenas llegada a Valparaíso se entera que su abuela, “en quien había puesto tantas esperanzas para ser reconocida e integrada en la familia Tristán”, había muerto, “el mismo día en que Flora cumplía treinta años y se embarcaba”. En Avignon, mientras tanto (puesto que la alternidad se desdobla en cada uno de los personajes, o sea que el mientras tanto transcurre en la horizontalidad de la novela, pero es el presente en ella, mientras que el viaje al Perú sería lo anterior, el antecedente, indirecto, de lo que está contando), logra formar un comité de la Unión Obrera y se reúne por dos veces con los carbonarios, que eran sociedades secretas (y clandestinas) con fines políticos o revolucionarios, aunque no la aceptan del todo, quizá por mujer (son muy pocas las mujeres que participan de las reuniones obreras o políticas) o por cuestiones de táctica o de estrategia revolucionaria.

Volviendo a Gauguin, “a fines de mayo de 1896, Pauꞌra le dijo que estaba encinta”, pero ni Koke (Gauguin) ni su vahine le dieron importancia a la noticia, tomando el asunto (más que nada ella) “con tranquilo fatalismo”. [El concepto de taata vahine, el hombre-mujer (así como mujer-hombre), tiene cierta sabiduría indígena. Y allí, en ese concepto, estaban “los últimos restos de la desaparecida civilización que viniste a buscar y no encontraste, Koke, el último resuello de esa cultura primitiva, sana, pagana, feliz, sin vergüenza del cuerpo, no deformada por la decadente idea del pecado”. Sin embargo, “no duraría mucho. Europa acabaría también con los taata vahine, como había acabado con los dioses antiguos, las antiguas creencias, los antiguos usos, la antigua desnudez, los tatuajes y la antropofagia, con esa civilización sana, alegre, enérgica, que hubo alguna vez”.] El está en una pésima época, “por el rebrote de las llagas, los dolores en el tobillo y las penurias económicas”. Sin embargo el embarazo de la tahitiana coincide con un cambio de suerte porque le llega un envío de dinero tras que su amigo en Europa vende unas telas y una escultura. Viendo el desarrollo del embarazo, Paul siente ternura, alegría “con esa criatura de tu semen que pronto iba a nacer”. Es evidente que ese nuevo estado de ánimo “se reflejó en cinco cuadros que pintó deprisa”, en torno a la maternidad. “Cuadros en los que apenas te reconocías, Koke, pues en ellos la vida se mostraba sin drama, tensiones ni violencia, con apatía y sosiego, en medio de paisajes de suntuoso colorido. Los seres humanos parecían un escueto trasunto de la paradisíaca vegetación. ¡La pintura de un artista satisfecho!”. Nacerá un niña y si bien el nacimiento no tiene complicaciones, Paul ve un cuervo en un árbol de mango y de ello infiere un mal agüero. Dos días después, la niña muere. Recordará El cuervo, el poema de Allan Poe (en una traducción de Mallarmé) y luego, en una despedida suya “en vísperas de su primer viaje a Tahití”, la versión de una traducción de Baudelaire (era como “un poema escrito para ti… en este momento de tu vida” —cuando muere su hija tahitiana y la sombra de la desgracia se cierne sobre él—). Cuatro meses después, luego de pintar un cuadro que él mismo cataloga de obra maestra (Nevermore), que es un cuadro de Pauꞌra de espaldas y donde figura el cuervo, aunque “tropicalizado”, Paul encuentra un empleo, “como asistente dibujante en el Departamento de Obras Públicas de la administración colonial, trasladándose a Papeete. Dice que lo que ganaba “le alcanzaba para vivir, modestamente”. Y Pauꞌra lo había abandonado, “sin decirle palabra, desapareció un buen día”.

La muerte de esa niña le resulta devastador, deja de pintar y asegura que luego del último cuadro realizado (Nevermore) ya nada de lo que pinte será bueno, “todo lo que pudiera pintar sería malo”. Está como “muerto en vida que parecía haber entrado en la recta final de la existencia, “enfurruñado, hosco, sin contestar a nadie el saludo”, huraño, distante. “No comía casi nada y enflaqueció mucho”, tiene ojeras violáceas alrededor de sus ojos, y está demacrado. Dirá que “…lanzaba contra la religión católica las peores apostasías e impiedades. La acusaba de haber exterminado a los Ariori, los dioses locales, y de envenenar y corromper las costumbres sanas, libres, desprejuiciadas de los nativos”. Decadencia total. ¿Qué es lo que busca? “Que, allá (en las islas Marquesas), el pueblo maorí seguía siendo el de antes, el orgulloso, libre, bárbaro, pujante pueblo primitivo en comunión con la naturaleza y con sus dioses, viviendo todavía la inocencia de la desnudez, del paganismo, de la fiesta y la música, de los ritos sagrados, del arte comunicativo de los tatuajes, del sexo colectivo y ritual y el canibalismo regenerador. El buscaba eso desde que se sacudió la costra burguesa en la que estaba atrapado desde la infancia, y llevaba un cuarto de siglo siguiendo el rastro de ese mundo paradisíaco, sin encontrarlo”. Incluso, dice más: “Lo había buscado en la Bretaña tradicionalista y católica, orgullosa de su fe y sus costumbres, pero ya la habían mancillado los turistas pintores y el modernismo occidental. Tampoco lo encontró en Panamá, ni en la Martinica, ni aquí, en Tahití, donde la sustitución de la cultura primitiva por la europea ya había herido de muerte los centros vitales de aquella civilización superior, de la que apenas quedaban miserables restos”. Pero es que, según dirá el narrador, “¿qué se podía esperar de un sujeto que hacía público elogio del canibalismo? [Sobre el canibalismo: “no te parece salvaje y reprobable, sino viril, natural, signo de una cultura fogosa, joven, creativa, en constante recreación de sí misma, no contaminada de conformismo y decadencia”.] Es que con las vueltas de su estado de ánimo, su discurso es cada vez más violento, sin conceder ninguna concesión, y se decanta por el primitivismo, al que ve como más puro, inocente, libre.

Volverá Pauꞌra y quedará nuevamente embarazada, pero nadie aceptar alojar (en Papeete, la capital —a propósito de esta ciudad, hubo otros escritores que vivieron allí: Herman Melville  estuvo encarcelado en 1842 y sus experiencias se convirtieron en la base para la novela Omoo. Robert Louis Stevenson estuvo en 1888. También un escritor e historiador estadounidense, Henry Brooks Adams, muy poco conocido en la actualidad, estuvo en la isla alrededor de 1890—) a un occidental unido ilegítimamente con una indígena y vuelve a Punaavia (que es la casa de un ex soldado y su único amigo, Pierre Levergos), por lo que todo se complica un poco más debido al traslado diario que debe hacer para ir a trabajar. En medio de todo eso, le llega una nueva remesa de dinero y le anuncian un nuevo envío pronto. “Todo esto parecía preludiar un cambio de fortuna con su pintura”. Al parecer, “algunos críticos y pintores admitían a media voz: que Paul era un gran artista, que había revolucionado los patrones estéticos contemporáneos”. Con todo, y sobre todo “desde el regreso de Pauꞌra” su mejoría fue notable, “volvió a alimentarse, recuperó los colores y… el ánimo”. Hasta que la “enfermedad impronunciable” irrumpe de pronto, en el mes de marzo, “con más fuerza que antes”. Se estaba pudriendo en vida, y aquellas heridas de sus piernas, “cuyo hedor no atajaban las vendas impregnadas de ungüento” —dice— “estaban sacando a la luz sus pecados, suciedades, vilezas, maldades y errores de toda una vida”. Nacerá un varón, Emile de nombre, nombrado así de común acuerdo.

Flora va a Marsella, ciudad que detesta (y llama la atención que alguien pueda “detestar” una ciudad, como si ésta tuviera personalidad propia y fuera detestable), y quizá esto sea porque es una ciudad próspera, donde “el exceso de comercio y riquezas habían impuesto en sus habitantes un espíritu fenicio y un individualismo feroz”, según supone la voz narrativa. Uno de los pensamientos de esa época, atribuidos a Flora, destaca por su sobriedad y su extrema justeza: “El dinero era el veneno de la sociedad; lo corrompía todo y volvía al ser humano una bestia codiciosa y rapaz”. Si le sacamos el verbo pretérito, y lo volvemos al presente, tenemos una de las verdades universales de la sociedad actual, génesis de la injusticia y las tropelías que se cometen en el mundo de hoy. Es obvio que en este medio, en esa ciudad detestada, a Flora “todo (le) empezó a salir torcido”. Primero las pulgas se cebaron en ella “sin misericordia” (como cuando a su llegada a Perú, en la casa del administrador en el puerto de Islay); su contacto, un poeta-albañil, se había marchado a Argel (“se hallaba exhausto y sus nervios y músculos necesitaban reposo”, dice la nota que le deja para ella, y Flora piensa, con desánimo creciente: “¿qué se podía esperar de los poetas, aunque fueran obreros? Eran otros monstruos de egoísmo, ciegos y sordos a la suerte del prójimo, unos narcisos hechizados con los sufrimientos que se inventaban para poder contarlos”); luego recrudecen sus males físicos, en especial la colitis (es una enfermedad inflamatoria del colon, con fuertes dolores abdominales y frecuente diarrea incluso sanguinolenta). Cada injusticia que ve no sólo le inflama el orgullo sino que la deja con fiebre e insomnio, y como ejemplo servirá la anécdota sobre los estibadores franceses, que recibían un franco y medio y subarrendaban su trabajo a los genoveses, turcos o griegos por cincuenta centavos, como un sistema de “esclavos blancos”. Así sucede con uno de los estibadores que cede una enorme maleta, “casi un baúl”, “a una genovesa alta y fuerte, pero con un embarazo avanzado”, pero sin embargo sólo le paga veinticinco centavos, y cuando ella le reclamó la otra parte, el estibador “la amenazó y la insultó”. Flora lo encara y le dice, fuera de sí: “¿Sabes qué eres tú, infeliz? Un traidor y un cobarde. ¿No te da vergüenza portarte con esa pobre mujer como los explotadores se portan contigo y tus hermanos?”. Sin comprender, “preguntándose sin duda si tenía que vérselas con una demente, opta por preguntarle, con gesto ofendido: ¿Quién es usted? ¿Quién le ha dado autorización para meterse conmigo?”, y la contestación no se hará esperar: “Me llamo Flora Tristán —le dijo ella, con ira—. Recuerda bien mi nombre. Flora Tristán. Dedico mi vida a luchar contra las injusticias que se cometen con los pobres. Ni siquiera los burgueses son tan despreciables como los obreros que explotan a otros obreros”. Por supuesto que la contestación del hombre, burlona e indignante, es de muy mal tono: “Métete a puta, te irá mejor —exclamó, alejándose y haciendo un gesto de burla a los mirones del embarcadero—”. Es que esto es “lo normal” en esa época, la explotación a gran escala deshumaniza por completo, y vuelve natural todo tipo de atropello a la dignidad humana. En ese cuadro vuelve la visión de la llegada a Arequipa, subiendo hasta los Andes, el paso por un desierto “sin pájaros ni serpientes ni zorros, sin seres vivientes de ninguna especie”, rodeada de quince hombres “que te miraban todos con indisimulada codicia”. Allí, en Arequipa, conocerá al mercenario Clemente Althaus, un alemán “alto, rubio, de cuerpo apolítico (creo que debe ser un error, debe ser “apolónico”, como de Apolo) y ojos azules, acerados”, cuyo único objetivo es guerrear, participar en guerras, “disparando, matando, mandando, diseñando una estrategia y aplicándola”. Gracias a él conoce la ciudad, descubre que “cambiar de bando era el deporte más popular de la sociedad peruana (¿te estabas retratando, Varguitas, que desde la izquierda juvenil y liberal te pasaste a la derecha visceral, conservadora y neoliberal?), le muestra todos los lugares interesantes de la ciudad e incluso la lleva a las procesiones, “muy frecuentes, que a Flora le hicieron pensar en lo que debían de haber sido las bacanales y los saturnales: unas indecentes bufonadas para entretener al pueblo y mantenerlo aletargado”. La personalidad de este hombre, hechiza a Flora por su energía y firmeza en sus convicciones militaristas, y ella tiene que hacer un esfuerzo mayúsculo “para no rendirse a las caricias de este hombre cuyo encanto se ejercía sobre ella como nunca antes le había ocurrido con varón alguno”. También podrá recordar un temblor de tierra y la forma en que su esclava Dominga “caía de rodillas y, con los brazos en alto y los ojos espantados, comenzaba a rezar a voz en cuello al Señor de los Temblores”. “Todo en Arequipa, te dejaba sorprendida, desconcertada, y soliviantaba tus ideas sobre los seres humanos, la sociedad y la vida”. En la agitada vida social arequipeña, “se hablaba, con nostalgia, con envidia, con desesperación, de París, que era para los arequipeños una sucursal del Paraíso”. Su desventurado matrimonio con Chazal, ese sujeto totalmente despreciable y codicioso, le predispone para no intentar romance alguno con los hombres, y la induce a una “fobia” masculina (por llamarla de algún modo), y en la práctica el amor lo vuelca a la lucha por mejorar la condición social y de derechos, económica y política, de la mujer y de los pobres.

De Marsella, esa ciudad tan detestada (detestosa Marsella), dice que “pasó sus últimos días en el puerto mediterráneo en cama, agobiada por el calor, los dolores de estómago, la debilidad general y rachas de neuralgias”, y por ello “se enojaba con los prejuicios burgueses que se les habían contagiado. Contra los inmigrantes turcos, griegos y genoveses, por ejemplo, a los que tenían por responsables de todos los robos y crímenes; o contra las mujeres, a las que no conseguían considerar sus iguales, con los mismos derechos que los hombres”. Su enfermedad, al igual a como sucede con Gauguin, le infunde un enojo contra todo y contra todos.

En la isla del Pacífico, mientras tanto, Paul Gaugin se gasta los últimos céntimos tomando una cerveza mientras el barco que ha de traer la remesa, su salvación, está atracando. Espera aún un poco a que abra la oficina del correo y ordenen la correspondencia, pero no hay nada y, además, el próximo barco —le informan— llegará dentro de un mes. “Una sensación de vacío, de acabamiento se había apoderado de ti” al haber terminado su cuadro —“el más grande que habías pintado nunca y el que más tiempo te tomó (varios meses)”—. En ese estado de abandono, va rumbo a las montañas con la idea fija de la muerte. Llega hasta la pequeña meseta, “…esa explanada de tierra, sin árboles pero con multitud de helechos de todos los tamaños, desde la cual se veía el valle, la línea blanca de la costa, la laguna azulina, la luz rosada de los arrecifes de coral, y, detrás, el mar confundiéndose con el cielo, decidió: “aquí quiero morir”. Era un sitio bellísimo. Tranquilo, perfecto, virginal”. En ese lugar toma un veneno (arsénico), “sin miedo, sin fantasear alguna de esas truculencias que tanto le gustaban, con distante curiosidad”. “Tú creías que morir por veneno era dramático, dolores atroces, desgarramientos musculares, un cataclismo en las entrañas. En vez de eso, te hundías en un mundo gaseoso y empezabas a soñar”, y el sueño que tiene, pesadillesco, y que lo retrotrae a una época pasada, de cuando estaba en el Canal de Panamá, le salva, puesto que su organismo vomita el veneno. “¿Estabas vivo? Estaba vivo. Pero confuso, aturdido, avergonzado, sin fuerzas para levantar los brazos”. Se confiesa ante Pauꞌura: “Intenté matarme y fracasé, tragué tanto veneno que me vinieron vómitos y eso me salvó, pero me ha quedado sin arsénico para mis piernas —dijo él, despacio, en francés, que Pauꞌura entendía perfectamente, aunque lo hablara con dificultad—. No sólo soy un artista fracasado y un muerto de hambre. También, un suicida fracasado”. Y es el fracaso, el temor al fracaso, contradictoriamente, lo que le hace continuar y persistir, terco. Además, esa mujer joven, “no era una mujer, Koke. Era un cuerpecito adolescente, un coñito y unas tetas, nada más”.

Flora en Toulón.- “Quienes la recibieron en Toulon eran unos burgueses sansimonianos… dándole consejos de prudencia y moderación”, justo lo contrario de su espíritu. Dice, por ejemplo, que eran “muy modernos cuando hablaban de técnica, progreso científico y de organizar la producción de bienes industriales”, pero tenían miedo que las opiniones de Flora, tan intransigentes, le trajeran problemas con las autoridades. Toulon es una ciudad militar en torno al arsenal naval, y presos que cumplían cadenas de trabajos forzados. Y antes incluso que pudiera organizar una reunión, el comisario le previno de “cualquier acto que subvirtiera el orden público”, lo que iría a ser “sancionado con energía”, y unas horas después le llega una citación del procurador, a la que, por supuesto, no va. Su fama la persigue y parece llegar antes que ella.

Volviendo hacia atrás, en el desdoble que hace Vargas Llosa, nos da una mirada sobre su tío Don Pío, “elegante, pequeño, fluido, canoso y endeble caballero de ojos azules”, que “tenía muy bien preparada su argumentación” sobre la herencia que, es obvio, Flora no podrá cobrar por ser hija ilegítima. “Era el rico más rico de Arequipa”, pero también, según Flora le hizo saber, “ingrato, innoble, avaro”. En torno a esa herencia, “rumiando su derrota, tuvo que renunciar a sus sueños de convertirse en una próspera burguesita”. A pesar de ello Flora tenía un “irreprimible cariño a la ciudad de los volcanes”, porque “ella te abrió los ojos sobre las desigualdades humanas, el racismo, la ceguera y el egoísmo de los ricos, y lo inhumano del fanatismo religioso, fuente de toda opresión”.

Dos historias llaman la atención y nos muestran una foto de la sociedad peruana de aquellos tiempos. La historia de Dominga Gutiérrez, de quince años, monja del monasterio de carmelitas descalzas “austero, estricto y riguroso” y prima suya “en esa ciudad de infinitos incestos solapados”, que jamás se pudo adaptar al “régimen de sacrificio, austeridad extrema, silencio y aislamiento total en el que apenas se dormía, comía y vivía”. El asunto es que esa prima suya quiere irse del monasterio y hará todo lo posible para ello, en un plan que le lleva ocho años para llevarlo a cabo pero que saldrá mal y desnuda la polarización y el prejuicio de la sociedad. La otra historia es acerca del mundo carcelario, realizando una visita a una prisión en Toulón, y donde los condenados a trabajos forzados “vivirían lo que les quedaba de vida sometidos a esta rutina embrutecedora, custodiados por guardias armados, hasta que la muerte viniera a librarlos de la pesadilla”. Pero además, la sorprenderá la cantidad de presos “enfermos mentales, infelices aquejados de cretinismo, delirios y otras formas de enajenación”. Esa experiencia sirve para reafirmar sus conceptos en contra de la pena de muerte. Incluso está en contra de la prostitución: “Tu odio a la prostitución tenía que ver con el disgusto y la repugnancia que desde tu matrimonio con Chazal y hasta conocer a Olympia Maleszcewska, te inspiraba el sexo”. La explicación a ese odio se da en el siguiente párrafo: “Por más que racionalmente te decías que a gran número de mujeres eran el hambre, la necesidad de sobrevivir, lo que las empujaba a abrir las piernas por dinero, y que, por lo tanto, las rameras, como esas miserables que habías visto en el East End, de Londres, eran más dignas de conmiseración que de asco, algo instintivo, un rechazo visceral, un ramalazo de cólera, surgía en ti, Florita, cuando pensabas en la abdicación moral, en la renuncia a la dignidad de la mujer que vendía su cuerpo a la lujuria de los hombres”. Esa abdicación es, justamente, la que nunca haría Flora, porque preferiría morir antes que cesar en su empeño humanista y revolucionario.

En Toulón, los sansimonianos la llevan al puerto para que presencie “las justas marinas”, y así como con las corridas de toros y las peleas de gallos que Flora ve en Perú, no le gusta nada, porque “los individuos se animalizaban, perdían el control de sus instintos y actuaban como salvajes”, pero de todas maneras Flora insiste “por esa curiosidad de saberlo y averiguarlo todo”, y que le obligaba a menudo “a tragar sapos y culebras”.

Vargas Llosa aprovecha la estancia de Flora en Perú, y en Arequipa en particular, para hablar de la batalla de Cangallo, la revolución y la guerra entre Orbegoso y Bermúdez (o sea que aprovecha para hablar del Perú y su cuota histórica). En este escenario, la reacción histérica de su tío es evidencia de una situación sin igual, “porque tendría que dar contribuciones económicas a uno u otro bando”, con tal de resguardar el grueso de su fortuna. La avaricia no tiene perdón. En esas batallas hay un grupo que se destaca: “las rabonas”, como las más aguerridas. Dice de ellas: “Concubinas, queridas, esposas o barraganas de los reclutas y soldados, estas indias y zambas con polleras de colores, descalzas, con largas trenzas que asomaban debajo de sus pintorescos sombreros campesinos, hacían funcionar el campamento. Cavaban trincheras, levantaban parapetos, cocinaban para sus hombres, les lavaban las ropas, los espulgaban, hacían de mensajeras y vigías, de enfermeras y curanderas, y servían para el desfogue sexual de los combatientes cuando a éstos se les antojaba”, y además “…a la hora de pelear, eran las más aguerridas, y estaban siempre en primera línea, escoltando, apoyando y azuzando a sus hombres, y sustituyéndolos cuando caían”. Salvando las diferencias, también las mujeres durante la Revolución Mexicana tenían un papel similar, aunque su apoyo estaba ubicado en la retaguardia.

“Crear, no imitar”. Las vueltas y revueltas.- Paul Gaugin, después de su último cuadro, y como ya no recibe más remesas de dinero (los galeristas parecen no vender sus telas), se vincula con el Partido Católico de la isla, y escribe en un periódico mensual llamado Les Guépes (Las Avispas). Escribe contra los chinos invocando una invasión de la “parte amarilla”, e incluso también escribe contra los maoríes, pero eso es por “la necesidad material (suya y de su familia) y la gradual desintegración de tus sesos por culpa de tu maldita enfermedad y esos malditos remedios”, según se afirma en la novela por la voz narrativa. Organiza un mitin el 23 de setiembre de 1900, “al que asistieron medio centenar de colonos católicos” y da un discurso racista y chovinista, en la que afirma, por ejemplo: “Esta mancha amarilla en la bandera francesa me enrojece de vergüenza”. En los últimos cinco años, Paul “no era ya el apuesto forzudo de ayer, sino un viejo medio encorvado, en cuyos cabellos abundaban las canas. En su rostro, surcado por arrugas y una barba grisácea, centellaba una amargura beligerante. Hasta la nariz parecía habérsele quebrado y retorcido más, como  un decrépito sarmiento. De tanto en tanto  hacía unas muecas que podían ser de dolor o de exasperación. Las manos le temblaban, como a los borrachos consuetudinarios”. Es ya la decadencia, y sin embargo se cree un “pintor reformador religioso”.

Al hablar de ciertos cuadros de Gauguin, Vargas Llosa aprovecha para hacer valoraciones críticas sobre su pintura (hay, en el fondo, una admiración por su arte) y, de paso, sobre sus ideas (religiosas, sociales, políticas). Sobre todo insiste en que Gauguin fue “en busca del salvajismo y primitivismo que te parecían propicios para que el gran arte floreciera”. También aquí vuelve la mirada hacia atrás, para indagar, en su pasado, lo que hay en su presente. En torno a la religión, por ejemplo, “luego de burlarte… comenzaste, insensiblemente, a dejarte contagiar por la intensidad con la que Emile (su amigo pintor que luego le da la espalda) vivía la fe cristiana” [La visión después del sermón, 1888, Bretaña]. Los miserables de Víctor Hugo, es, también, parte de la historia de esos años iniciales, con Van Gogh y el despertar de la pintura. Es por eso que se pregunta si “¿existía una limpieza moral así, capaz de sobrevivir a la mugre humana, una generosidad y un desprendimiento parecidos en este mundo vil?”. Jean Valjean y su alma en el pozo del Sena, quizá dan la respuesta. “En 1888 ya habías llegado a la conclusión de que el amor, a la manera occidental, era un estorbo, que, para un artista, el amor debía tener el exclusivo contenido físico y sensual que tenía para los primitivos, no afectar los sentimientos, el alma”. De allí llega a un concepto que me parece fundamental: “Esa era la obligación del artista: crear, no imitar” a la realidad (o sea, crear otra realidad).

Y ahora, “gracias a François Cardella y a sus compinches del Partido Católico podías comer y beber con una regularidad que no habías conocido en todos los años de Tahití”, como si su vida pudiera estar resuelta. Pero incluso en esta época no estaba contento, se sentía “amargo y harto”. Hasta que un anochecer de enero de 1901, “el corazón de Paul enloqueció. Palpitaba de prisa, desbocado”. Un vómito de sangre lo instala en el Hospital Vaiami. Es la misma enfermedad que lo va aniquilando lentamente y, cosa buena, la quietud le hace reflexionar y llega a la conclusión que esto que está haciendo no es lo que quería hacer, para esto no había venido a la isla. Y entonces se embarca hacia las Marquesas, último reducto virgen de la soledad, donde pensaba que aún podía reencontrarse. “Nadie lo fue a despedir al puerto de Papeete el 10 de septiembre de 1901, cuando subió a La Croix du Sud, que partía hacia Hiva Oa. Llevaba consigo su armonio, su colección de estampas pornográficas, su baúl de recuerdos, su autorretrato como Cristo en el Gólgota y una pequeña pintura de Bretaña bajo la nieve”.

Revolución pacífica (prédica sansimoniana).- Flora en Nimes, ahora, teniendo pesadillas recurrentes, donde la “masa fanatizada que atestaba las iglesias… (salía) a buscarla por las calles de Nimes para lincharla”. Para evitar eso, se escondía “en vestíbulos, zaguanes, en rincones oscuros”. Podríamos intentar interpretar ese sueño al modo sicoanalítico, y nos llamará la atención ese esconderse, ya que eso indicará el no hacer frente a nuestros miedos y temores. Ese es el verdadero temor que siente Flora Tristán, que la gente a la que ella quiere ayudar, de modo revolucionario, por la especial conciencia socialista o sansimoniana, sea la que, en definitiva, le dé la espalda, y con ello la terminen matando por “impía revolucionaria”. En el sueño, además, en el momento en que “la descubrían y se abalanzaban sobre ella con las caras desfiguradas por el odio, se despertaba, empapada de sudor y paralizada de miedo, oliendo a incienso” (y ese olor a incienso nos dará la medida de los cuerpos yacentes en velatorios inmaculados). Y es en Nimes, donde desde el primer día “todo le salió mal”. El hotel “era sucio e inhóspito y la comida malísima”, su cuerpo sufre cólicos, diarreas y dolores a la matriz, y el calor es insoportable “tornaba cada jornada un calvario”. Además, no consigue mucho éxito entre los obreros “de este emporio de tejidos de chales de seda, lana y algodón”. Idiotez y confusión (como en Arequipa). “Los ricos son necesarios, pues gracias a ellos hay pobres en el mundo que nos iremos al cielo, en tanto que ellos no”, como dice un mecánico, y eso parecería ser bueno, y el comentario es “que los púlpitos hubieran convencido a los obreros de que era bueno ser explotados porque así entrarían al Paraíso”, y eso era desmoralizante e incluso hasta Flora quedó “sin ánimos ni siquiera para indignarse”, sin respuesta.

En Arequipa, cuando gamarristas y orbegosistas “perpetraban esa pantomima con sangre y muertos”, ella, como una “espectadora privilegiada” estudiaba aquello “con emoción, tristeza, ironía, compasión, tratando de entender por qué esos indios, zambos, mestizos, arrastrados a una guerra civil sin principios, ni ideas, ni moral, cruda exposición de las ambiciones de los caudillos, se prestaban a ser carne de cañón, instrumento de lucha de facciones que no tenían nada que ver con su suerte”. Hay aquí una crítica (y me sorprendió —lo digo casi con exaltación— gratamente) a la historiografía oficial que endulza la barbarie histórica y la hace “digerible” y, por supuesto, patriótica, nacionalista al extremo, como cuando afirma: “¿Y si todas las batallas fueran tan disparatadas como la que te tocó presenciar en la Ciudad Blanca? Un caos humano que, luego, los historiadores, para satisfacer el patriotismo nacional, volvían coherentes manifestaciones del idealismo, el valor, la generosidad, los principios, borrando todo lo que hubo en ellas de miedo, estupidez, avidez, egoísmo, crueldad e ignorancia de los más, sacrificados de manera inmisericorde por la ambición, la codicia o el fanatismo de los menos”. Y para rematar su concepto histórico (y eso que actualmente denominamos como la historia oficial —que siempre escriben los vencedores y desde su óptica—), dirá: “Sí, Florita: la historia vivida era un mamarracho cruel, y, la escrita, un laberinto de embelecos patrioteros”. E incluso una visión que va más allá: “dentro de cien años  aquella mojiganga, aquella fiesta de las burlas que fue la batalla de Cangallo, (figuraría) en los libros de historia que leerían los peruanos como una página ejemplar del pasado patrio en el que la heroica Arequipa, defensora del presidente elegido, el general Orbegoso, se batía gallardamente contra las fuerzas sublevadas del general Gamarra que, luego de acciones tan sangrientas como bravas, conseguían derrotarla…”. La historia, entonces, como una fantasía patriotera que busca embaucar las conciencias.

En Nimes, a pesar de sus dolores y sueños pesadillescos, Flora se reúne con el poeta-panadero Jean Reboul, elogiado por Lamartine y Víctor Hugo, pero también termina encolerizándose con él. Un aspecto curioso, cuando menos, es que la gira de la andaluza coincide con la gira artística de Liszt, e incluso piensa si debe ir a escucharlo o no, pero “tú no podías perder el tiempo yendo a conciertos, como los burgueses” —nos dice el narrador—.

La imagen —y el ejemplo— de la Mariscala, esposa del mariscal Agustín Gamarra, “ex presidente del Perú, caudillo y conspirador profesional” y héroe de la independencia, que luchó con Sucre en la batalla de Ayacucho, le fascinó, le “encendió la imaginación como nadie antes y, acaso… hizo nacer en ti la decisión y la fuerza interior capaces de transformarte en un ser tan libre y resuelto como entonces sólo estaba permitido serlo a un hombre”. Doña Pancha, de excelente puntería, epiléptica (y aquí hay un punto en común con la otra historia, la del pintor). La lección que había aprendido es que, como la Mariscala, “había mujeres que no se dejaban humillar, ni tratar como siervas, que conseguían hacerse respetar. Que valían por sí mismas, no como apéndices del varón”. Una descripción de la Mariscala: “de talla mediana, robusta, de fiera cabellera y ojos azogados”, de “mirada orgullosa, desafiante”

Vuelve a Francia porque nada tiene para hacer en Perú (ya lo sabemos porque la historia viene y va, va y vuelve), por un momento piensa en ser una segunda Mariscala, para “hacer esas reformas que necesitaba la sociedad afín de que las mujeres no siguieran siendo esclavas de los hombres” y casarse con el coronel Escudero, español aventurero (era la sombra de la Mariscala y se decía que era su amante), un hombre “muy atractivo. Delgado, risueño, galante”, pero, a pesar del coqueteo de ella y de que él había quedado prendado, cuando el coronel la toma en sus brazos (a Flora), y la estrecha contra su cuerpo, buscando su boca, se rompe el hechizo. “¡Nunca, nunca! ¿Volver a aquello? ¿Sentir, en las noches, que un cuerpo velludo, sudoroso, se montaba sobre ti y te cabalgaba como a una yegua?”. No, era imposible, ella ha roto con el deseo físico.

En Nimes, entonces, veía, en muchas esquinas, saltimbanquis, magos, payasos, adivinos, “que abundaban en esta ciudad casi tanto como los mendigos”. “La mendicidad era una de sus bestias negras: en todas las reuniones trató de inculcar a los obreros que mendigar, práctica atizada por las sotanas, era tan repugnante como la caridad; ambas cosas degradaban moralmente al mendigo, al tiempo que daban al burgués buena conciencia para seguir explotando a los pobres sin remordimientos. Había que combatir la pobreza cambiando la sociedad, no con limosnas”. En nuestros días podemos ver las campañas en distintos medios —entre ellos la televisión— que juntan dinero para distintas causas, como una suerte de caridad. Muchos ricos, empresarios y empresas, donan una cierta cantidad a cambio de un descuento de impuestos, y al final quedan bien con la sociedad y hasta ahorran dinero, lo que no puede ocultar que sus enormes ganancias se hacen en base a la explotación de sus trabajadores. Por eso la filosofía que profesa Flora Tristán es más que justa y la podemos expresar de la siguiente manera: “Hay que combatir la pobreza (y la injusticia) cambiando la sociedad, a una sin explotados ni explotadores”. Hay, incluso, una crítica a la práctica inhumana de los lavaderos (de ese tiempo), que obliga a las mujeres a sumergirse en el agua por la mala disposición del mismo, provocando que “las desdichadas mujeres quedaran hinchadas y deformes como sapos, con erupciones y manchas en la piel”, y por esa agua que “estaba cargada de jabón, de potasio, de sodio, de agua de Javel (hipoclorito de sodio), de grasa, y de tinturas como índigo, azafrán y rubia” hace que esas mujeres padezcan “reumatismo, infecciones a la matriz” y se quejan de “abortos y embarazos difíciles”. Y a esas mujeres, a las cuales “notó siempre recelosas, además de resignadas” no pudo convencerlas de que asistieran a ni una reunión sobre la Unión Obrera.

Lima es vista como una ciudad cosmopolita, aunque sólo tiene ochenta mil habitantes en esa época, es una ciudad de frívola clase alta, pero las calles están llenas de mendigos e indios descalzos que, en cuchillas e inmóviles, parecían esperar la muerte. Las limeñas, estaban “vestidas con el atuendo típico de Lima, el más astuto e insinuante que se podía inventar, el de las “tapadas”, que constaba de la saya, una estrecha falda y un manto que, como un saco, envolvía hombros, brazos, cabeza y dibujaba las formas de una manera delicada y cubría tres cuartas partes de la cara, dejando al descubierto sólo un ojo”, y vestidas de esa manera “se volvían invisibles”. O sea, que “nadie podía reconocerlas y eso les inspiraba una audacia inusitada”. Las limeñas (como si fueran unas amazonas citadinas) “montaban a caballo vestidas de hombre, tocaban la guitarra, cantaban y bailaban, incluso las viejas, con soberbio descaro”. Hay aquí una suerte de mujeres emancipadas, aunque en realidad están contenidas por la religión e incluso la Inquisición de su época, brutal, terrible.

La revolución entre gamarristas y obergosistas, termina cuando el pueblo arequipeño ataca (luego de varios desatinos de uno y otro lado) a las dos facciones, ya que la muchedumbre se enfurece por las exacciones de que es objeto por ambos bandos en disputa. Flora visitará la hacienda Lavalle, “la más grande y próspera de la región”. Recorre “los cañaverales, los molinos de agua donde se trituraba la caña, los calderos de la refinería donde se separaba el azúcar de la melaza”. Este recorrido da pie a Flora para interesarse por los esclavos y escucha la queja del hacendado, “por la falta de aseo, el descuido, la  holgazanería y sus costumbres bárbaras se llenan de enfermedades y mueren como moscas” (de mil quinientos le quedan “apenas” novecientos). Ella le insinúa que “la existencia miserable que llevaran y la ignorancia debido a la falta total de educación” sea la causa de todo eso. La respuesta, cínica, indigna a Flora: “Usted no conoce a los negros… Dejan morir a sus hijos de perezosos que son. Su indolencia no tiene límites. Son peores que los indios, todavía. Sin el látigo, no se consigue nada de ellos”. La indignación, furibunda, de Flora Tristán, nos da la oportunidad de conocer su opinión sobre la esclavitud: “la esclavitud era una aberración humana, un crimen contra la civilización, y que, tarde o temprano, también en el Perú se aboliría, igual que en Francia”. Pero el señor Lavalle, espíritu ideológico de los grandes hacendados, quiere mostrarle, con brutalidad, su supuesta razón. Así es que le muestra, en “una celda semi a oscuras”, a dos negras jóvenes, “totalmente desnudas, encadenadas a la pared”. Y le pregunta si sabe por qué cree que están ahí, y le dice, con tono triunfal (con ese tono de los que se sienten superiores): “Estos monstruos mataron a sus propias hijas recién nacidas”. Veamos lo que contesta Flora, porque en su respuesta está todo el dolor contenido y la rabia de la situación que antecede a este triste hecho: “yo hubiera hecho el mismo favor a una hija mía. Librarla, aunque sea con la muerte, de una vida de infierno, como esclava”. No hay ninguna duda que hablar de Flora Tristán es hablar de su vocación, por entero, por la libertad y la dignidad humana.

En Nimes, esa ciudad a un tiempo rica y mendiga, apenas logra vender setenta ejemplares de la Unión Obrera y no logra constituir un comité local, pero, ya estando en Montpellier, le llega una “misiva del administrador del Hotel du Gard (donde se había hospedado) donde le dice que el “comisario local, acompañado de dos gendarmes, se presentó en el establecimiento con una orden firmada por el alcalde de Nimes, ordenando su expulsión inmediata de la ciudad “por azuzar a los obreros nimenses a pedir aumento de salario” ”. Después de todo, los poderosos te temían, porque estabas llevando palabras de aliento a los obreros.

Huida hacia la nada.- Paul Gaugin llega a Atuona (Hiva Oa) en septiembre de 1901, después de seis días y seis noches de una “horrible travesía”, donde “se pasó las horas matando hormigas y cucarachas y espantando a las ratas que venían a merodear por el camarote en busca de comida”. Apenas desembarcado conoce a un príncipe anamita (oriundo de Vietnam), llamado Ky Dong, quien había renunciado “a su carrera en la administración colonial francesa para dedicarse a la agitación política, la lucha anticolonialista y, al parecer, incluso al terrorismo” (su nombre verdadero es Nguyen Van Cam, “menudo, discreto, de una elegancia natural algo sinuosa”) y se instala allí gracias a él. Vargas Llosa aprovecha cada personaje nuevo que aparece en medio del relato, para darnos la medida de otras experiencias personales, porque le atrae eso de conocer otras vidas y otros modos de vida, y por el impacto que la personalidad de este personaje secundario en la novela ejerce sobre el personaje real. Ky Dong es un mítico luchador anticolonialista que, por su activo papel militar en contra de la ocupación francesa en Vietnam, es condenado al exilio, al destierro. Primero va a Tahití, pero también allí la autoridad colonial francesa teme que se convierta en una celebridad y ponga en aprietos a la autoridad colonial, y entonces marcha a Atuona. Es poeta y médico, y por eso se relaciona con Gauguin, ya que sabe francés y además es el único que puede tratarlo, en primera instancia, de los estragos que la sífilis le está provocando. En la novela se dice que “el príncipe Nguyen Van Cam había estudiado literatura y ciencia, en Saigón y en Argelia. De allí regresó a Vietnam, donde estaba haciendo una magnífica carrera en la burocracia, que abandonó para luchar contra el ocupante francés”. En realidad había sido desterrado a la Isla del Diablo, allá en las Guayanas francesas, la mítica cárcel de la que nadie se puede escapar, pero el ex gobernador se impresionó gratamente de la cultura, la inteligencia y las maneras refinadas de Ky Dong y lo nombró enfermero en el puesto sanitario de Atuona. Sabiendo que nunca iba a salir de allí, se casa con una marquesana de Hiva Oa, se lleva bien con todo el mundo y habla el maorí de corrido. Este personaje es, podemos decirlo con propiedad, el último amigo verdadero de Paul Gauguin, “su amistad y sus consejos fueron invalorables”. Y allí retoma viejos sueños, como el de construir e instalar el Estudio del Sur, “esa comunidad de artistas de la que tú serías el maestro y donde todo pertenecería a todos, pues habría sido abolido el dinero corruptor. Un lugar en el que, en un marco único de libertad y de belleza, el fraterno grupo de artistas viviría dedicado a crear un arte imperecedero, unas telas y unas esculturas cuya vitalidad atravesaría indemne los siglos”, es la comunidad con que soñaba Van Gogh. Entonces es que construye una casa “de madera, esteras y paja trenzada”, de dos pisos (La Maison du Jouir). Allí recuerda al Holandés Loco (Van Gogh), “te apiadabas” de él, “y lo recordabas incluso con ternura”

Desdoblándose, va hacia atrás en la historia y recuerda cómo fue a Arles, para vivir con Van Gogh, la ilusión de éste y el fracaso de ese proyecto que acabó “con su sanidad” y todo lo que eso implicó en la vida de Gauguin. Lo primero es el viaje pesadillesco, “aquellas quince horas con seis cambios de tren, que le tomó llegar de Pont-Aven, en Bretaña, a Arles, en Provenza”. Allí habían quedado “un buen número de pintores amigos que lo consideraban su maestro”, así como familiares. Luego va a la Casa Amarilla, donde el Holandés Loco había “pintado, amueblado, decorado y llenado sus paredes de cuadros, trabajando día y noche y preocupándose con verdadero fanatismo de todos los detalles, para que Paul se sintiera a gusto y con ánimos de pintar en su nuevo hogar”. Y sin embargo, Gauguin no se había sentido cómodo en ese lugar, por un lado lo desagradaban la “efusión de colores que cegaban y mareaban, que saltaban agresivos a tu encuentro…, incómodo por la obsequiosidad y los halagos con que Vincent te recibió”. “En verdad, te despertó recelo y cierta angustia”, dirá, como si su libertad se viera recortada, sin que tuvieras vida propia y terminaras viviendo la vida que otro te imponía, suavemente, para ti. Y sin embargo, a la distancia, ahora ese mismo Holandés Loco “se te aparecía sobre todo en su vertiente de ser desvalido y bueno, de infinita generosidad, sin envidias, rencores ni pretensiones, entregado al arte en cuerpo y alma”, y necesitado de ti más que tú de él. Y además, “había algo hermoso, noble, desinteresado, generoso, en ese anhelo del holandés de fundar esa pequeña sociedad de artistas puros, de creadores, de soñadores, de santos laicos, consagrados al arte…”. Porque, “para el Holandés Loco nada era intrascendente, banal, todo tocaba un centro neurálgico de la existencia, los grandes problemas: Dios, la vida, la muerte, la locura, el arte”. La duda entre la religión protestante, de Van Gogh, y la católica, de él, por ejemplo, expresada así: “La de Vincent era más intensa, más austera, más estricta, más fría, más honesta y, también, más inhumana. La católica era más cínica, más acomodaticia con la naturaleza corrupta del hombre, más lujosa y creativa desde el punto de vista cultural y artístico, y, probablemente, más humana, más cerca de la realidad, de la vida posible”. O podrá recordar aquello que una vez le oíste decir, en un amanecer: “Quiero que mi pintura conforte espiritualmente a los seres humanos, Paul. Como los confortaba la palabra de Cristo”. “El verdadero artista no busca sus modelos en el mundo exterior, sino en la memoria, ese mundo privado y secreto”, lo cual nos da paso a pensar que lo que queda en la memoria (y en el olvido) es el tamiz de ese mundo exterior intrincado con el mundo interior, de ello sale otra cosa, el arte. Van Gogh, por ejemplo, decía que “el artista debía salir al aire libre y plantar sus caballetes en medio de la Naturaleza a fin de encontrar en ella inspiración”.

Pronto comprende que el paraíso natural de las Marquesas, “si habían sido en algún momento el Paraíso, ya habían dejado de serlo. Como Tahití”. Las costumbres locales estaban desapareciendo, como los tatuajes (elementos pictográficos de suma utilidad —visual— para un pintor). “Los misioneros católicos y protestantes lo perseguían de una manera encarnizada, como una manifestación de barbarie”. “La decadencia —dice— había llegado aquí también, por desgracia” (por ejemplo ese moralismo religioso que trae la prohibición del alcohol como causa de proliferación de enfermedades y pestes entre los nativos). En medio de ese desencanto, del encontrar perdido su último paraíso, pinta su último autorretrato porque piensa que se está quedando viejo y va a morirse irremediablemente (su “esposa” marquesina, se lo dice, con esa economía realista de sentimientos que tienen los nativos: “cada día estás más viejo. Pronto me quedaré viuda”). Ese autorretrato, iba a ser “el testimonio de su decadencia, en este perdido rincón del mundo, rodeado de marquesanos que, como él, se hundían en la ruina, la inacción, la degradación, la desmoralización”. “Un hombre vencido pero no muerto”, sin embargo. Toda esta decadencia le trae el recuerdo, y es inevitable, de Van Gogh, de cómo tuvo que marcharse de la casa amarilla en la que vivieron juntos, en Arles, porque Van Gogh ya estaba entrando, sin saberlo, en la locura, y las desavenencias lo hacían trastabillar aún más. Es inevitable, también, contar la anécdota de la oreja cortada (y el célebre autorretrato), el modo en que Gauguin se va de la casa, rumbo a la estación, a un hotel modesto, y siente pasos a su espalda: “se volvió, con un mal pálpito, y, en efecto, a pocos metros, con una navaja de afeitar en la mano y descalzo, Vincent lo fulminaba con unos ojos terribles”. ¿Cómo explicarse que después de haber hecho todo lo posible, y hasta lo imposible, Van Gogh otra vez iba a quedarse solo con sus demonios? Además, y en eso hay un tímido reproche, ¿cómo ibas a imaginar que “el pobre Vincent, luego de esa frustrada tentativa de acuchillarte, iría a cortarse media oreja izquierda?”. Porque parecía que, “además de cortarse la oreja, en un ritual bárbaro, hubiera bautizado con su sangre todo el escenario de su mutilación”. Es obvio que le echarán la culpa a él, a Gauguin, porque luego de eso vendría el declive final, donde Van Gogh “no levantó la cabeza más”.

En Atuona (Hiva Oa), la enfermedad impronunciable había regresado con más furia. “Las llagas le comían las piernas y ensuciaban las vendas tan rápido que, al final, ya no tenía ánimos para cambiárselas… Conservaba las vendas sucias dos o tres días, oliendo mal y llenas de moscas, que también se cansaba de espantar”. El doctor Buisson, director de sanidad, “le ponía inyecciones de morfina y le daba láudano. Le calmaba el dolor, pero lo mantenía en un estado de sonambulismo idiota, y el presentimiento agudo de un deterioro rápido de su estado mental”.

El descanso negado.- Ahora está en Montpellier, y Flora busca un “absoluto descanso”, como un modo de recargar energías para la lucha, pero “el destino decidió otra cosa”. No la admitirán en el Hotel du Cheval Blanc porque, según el propietario, “sólo admitimos damas que vienen con sus padres o esposos”. Al final encuentra refugio en el Hotel du Midi, “un hotelito en construcción”, donde vivió “escoltada por la bulla y el trajín de albañiles y trabajadores que, colgados de los andamios, rehacían y ampliaban el local”. Además, por si fuera poco, tuvo que ver un médico por “la hinchazón del vientre y los retortijones” que no la dejaban tranquila. Conocerá al doctor Amador, español, homeópata y sansimoniano (llamará a la homeopatía como “la ciencia nueva”), y éste estará “convencido de que la “teoría de los fluidos” de Saint-Simon, clave para entender la evolución de la historia, explicaba también el cuerpo humano”. Este médico, que “se asemejaba a los primeros “hombres modernos” que, gracias a tu audacia y tesón conociste en París a principios de 1835” le hace recordar (y hay aquí otra vez el desdoblamiento del pasado en el presente de la novela) la travesía de vuelta hacia París, donde estuvo a punto de ser violada “por un pasajero impertinente y degenerado, el Loco Antonio”. Este, en las noches, “trataba de forzar tu camarote”, aunque no pudo. Alquiló un “departamento” con la modesta pensión del tío Pío Tristán que le permitía vivir con cierto decoro. Había vuelto a Francia “decidida a ser otra, a romper las cadenas, a vivir plenamente y libre, resuelta a llenar las lagunas de tu espíritu, a cultivar tu inteligencia, y, sobre todo, a hacer cosas, muchas cosas, para que la vida de las mujeres fuera mejor de lo que había sido para ti”. Escribe un libro ingenuo, pero no por ingenuo menos sincero y real, sobre la necesidad de dar una buena acogida a las extranjeras. “Fue un texto juvenil, que denotaba tu incultura”, será el comentario que se expresa en la novela. Lo que busca es la emancipación de la mujer, la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer. Conocerá a Prosper Enfantin y a su prédica de libertad sexual que, en la práctica, significaban acostarse con él. “La libertad sexual que estos movimientos predicaban te parecía… una coartada para el libertinaje, y, en eso, no estabas dispuesta a seguirlos”. Y también conocerá a Fourier, y más allá de sus desencuentros con los falansterios, y dificultades para entender algunas de sus teorías, el recuerdo de Charles Fourier es encantador: “el noble y pulcro viejecito, con su levita muy bien planchada y sus bondadosos ojos claros se apareció en persona… para agradecerte el libro (se trataba de aquel texto primero, Sobre la necesidad de dar una buena acogida a las extranjeras) y felicitarte por tus ideas renovadoras y tu espíritu justiciero”. Pero, “era sobre todo él, por la resplandeciente limpieza moral que emanaba de su persona, la frugalidad de su vida… su bondad, su horror a toda forma de violencia y su confianza a machamartillo en la buena entraña de los seres humanos”. Todo eso la hace sentirse discípula de él. Además, Fourier “estaba contra el matrimonio y creía como tú que esta malhadada institución hacía de la mujer un objeto de uso, sin dignidad ni libertad”. Por supuesto que no estaba de acuerdo con formar falansterios de excéntricos sexuales, que funcionaría “por afinidades sexuales, reuniendo a los invertidos, a las sáficas, a los que gozaban recibiendo o impartiendo dolor, a los mirones y onanistas”. Su objeción principal, y la nuestra también, si hemos de consignarla, era que “Fourier creía en un mecenas capitalista que financiara el primer falansterio”, cosa que nunca sucedió (de hecho Fourier esperó hasta su muerte que algún capitalista se aviniera a desarrollar en la práctica su teoría). También conocerá, luego, a Víctor Considérant, continuador de Fourier, quien le publica cartas y artículos en La Phalange. Es entonces que comprende la ligazón indisoluble entre teoría y práctica revolucionarias: “Las ideas eran esenciales, pero, si no las acompañaba una acción resuelta de las víctimas —las mujeres y los obreros—, las bellas palabras se harían humo y nunca saldrían de los mentideros parisinos”.

Los últimos tres días en Montpellier “fueron de una actividad desbordante” (como para confirmar eso de que lo que mal empieza bien acaba, o al revés, dependiendo el caso). Aprovecha, en medio de eso, para volver la vista a la odisea vivida por ella al independizarse de su marido hasta que ésta decide vengarse cuando publica ese libro en donde cuenta todo lo que le había sucedido (Peregrinaciones de una paria). Recibe un balazo (por haber hecho luz sobre un asunto oscuro) “que entró a tu cuerpo por una axila y quedó atrapada en tu pecho”. El marido cumple una pena de veinte años de trabajos forzados por ese hecho.

Y cuando el reformador social Robert Owen visita Francia (1837), “tú, que conocías apenas sus experimentos de cooperativismo y sociedad industrial y agrícola regulada por la ciencia y la técnica en New Lanark, en Escocia, fuiste a verlo”. E, inclaudicable, y ansiosa de saberlo todo, como medio de elaborar ella misma su propia teoría, lo somete a un “interrogatorio” a fondo sobre sus teorías, y descubre que Owen “de sesenta y seis años, era menos sabio y soñador que Fourier, más pragmático, y daba la impresión de alguien que ejecuta sus proyectos”. Sin embargo, sus propósitos cooperativistas enfrentan la resistencia y la represión de muchos patrones, que al final harán abortar esa experiencia. Si bien Flora Tristán tiene la idea de ir a New Lanark para ver en el lugar mismo cómo se lleva a cabo la propuesta de Owen, no puede hacerlo por fatiga extrema. Sus penurias económicas le llevan a que el dueño del piso alquilado de París lo hace desocupar (por el no pago de “varios meses seguidos”) y los vecinos le roban muchas de sus pertenencias. “Quemaremos vivos a todos los propietarios”, ruge Flora, indignada. Pero esas fantasías malévolas le harán reír y aplacar su furia (imagina “en las esquinas de París las piras humeantes donde esas excrecencias se achicharraban”). Esas fantasías “era un juego que practicaba desde su infancia en la rue du Fovarre y que siempre surtía efecto”. A raíz de esto, “se puso a reflexionar sobre la manera de dar a los revolucionarios una mínima seguridad en lo que respecta a la vivienda y el sustento, mientras salían a ganar adeptos y predicar la reforma social”, lo que modernamente sería la práctica de los funcionarios rentados. Hay una necesidad primordial ante dirigentes o líderes que por su acción no les queda tiempo para trabajar (éste, justamente, sería su “trabajo”) y por ello necesitarían una entrada mínima para solventar sus gastos. Hay, en la actualidad, toda una crítica de esto en el sentido que este “sueldo” hace que los líderes pierdan el contacto con su base social originaria y cada vez se separen más de los reclamos sectoriales, y también a que estos líderes sean funcionales más a los partidos políticos de los que sean afines y no tanto al movimiento obrero (también en los partidos políticos hay “funcionarios” que se dedican única y exclusivamente a la función política partidaria).

Después del huracán y la música de la pobreza.- Instalado en Tahona, conversación con sus cinco nuevos amigos (el anamita Ky Dong, el almacenero y ex ballenero, alcohólico, Ben Varney, Emile Frébault, apasionado del mar, su vecino hierático —solemne— Tioka y el pastor protestante Vernier), éste último le pregunta: “¿Sintió la vocación de ser artista desde niño?”. Esta pregunta dispara, no sólo la respuesta negativa, puesto que recién con treinta años se decide por la pintura, después de la Marina y de ser agente exitoso de la Bolsa de Valores, sino, más bien, por qué se había hecho pintor si siempre había considerado a los artistas como “unos bohemios y unos maricones” (¿qué?, ¿él se habrá convertido en una de esas cosas, o en ambas?). Ese porqué que lo inquiere, es lo que le preocupa (y lo que nos ocupará a nosotros). Ky Dong, por ejemplo, dice que “es imposible que una vocación de pintor (o de cualquier vocación, podemos agregar) aparezca súbitamente en la vida de un hombre maduro”, pero eso ocultaría esa “costumbre” tan arraigada de que un hombre, al llegar a los cincuenta años (más o menos) decida hacer o ser una cosa distinta de lo que han hecho o de lo que han sido. Obviamente la pregunta dispara los recuerdos de agente (ejemplar) de la Bolsa, donde podía haber hecho carrera, como si fuera “un asqueroso aprendiz de burgués”. Es a raíz de un amigo del trabajo (Claude-Emile Schuffenecker), quien se sentía apasionado por el arte y las religiones orientales, que todo cambia: “fue la manera como Schuff hablaba de la pintura y los pintores lo que te sorprendió, intrigó y, poco a poco, contagió”. Porque, para este amigo, “los artistas eran seres de otra especie, medio ángeles, medio demonios, distintos en esencia de los hombres comunes”. Es entonces que empieza a recorrer galerías, museos, talleres de artistas, y un buen día, “no sé cómo, no sé cuándo, en los ratos libres, a escondidas, me puse a dibujar”. Lo recordará con la sensación de que estaba haciendo algo malo, como un niño. Este amigo un día lo hará comprar un caballete, pinturas al óleo, pinceles. Le hizo preparar los colores, mezclarlos. Pero el punto cúlmine, dice, fue “aquella visita a esa galería de la rue Vivienne donde se exhibía la Olympia, de Edouard Monet”, porque “fue como ser alcanzado por un rayo, como ver una aparición”. Y recuerda que pensó: “Pintar así es ser un centauro, un Dios”. Y pensó, también: “Tengo que ser un pintor yo también”. Un cuadro había cambiado a Paul Gauguin, alejándole de los placeres de la cómoda burguesía.

Caerá el diluvio, casi bíblico (¿un monzón destructor?), y su vecino marquesiano Tioka dirá que “algo malo va a pasar”, porque él nunca vio antes “llover así”. Y en medio de ese aguacero impresionante, Paul Gauguin aprovechará para contarle a sus nuevos amigos sobre su esposa europea. “Tenía un hogar muy burgués, una mujer (Mette) que (lo) llenaba de hijos. ¿Cómo echar todo por la borda, de la noche a la mañana? ¿Y las responsabilidades? ¿Y la moral? ¿Y el qué dirán? Yo creía en esas cosas”, dice Gauguin, y sin embargo lo hace, se desprende, larga todo, se hace pintor y todo lo demás que le va sucediendo. Se había enamorado de Mette, la vikinga danesa, “pues la habías invitado, cortejado, declarado tu amor y pedido formalmente en matrimonio, algo a lo que la horrible familia de Mette, burguesa, burguesísima, de Copenhague, después de dudarlo mucho y de hacer puntillosas averiguaciones sobre el pretendiente, consintió”. Y la boda, “fue una boda como se debe, en la alcaldía del barrio IX, y en la iglesia luterana de París, para satisfacer a esos remilgados escandinavos”, pero sin embargo su espíritu no estaba satisfecho de la vida burguesa. Tomará clases de dibujo y pintura. Pero además hay otro causante de su nueva “vocación” de pintor, fue Camille Pisarro. Este hombre, “nacido en una islita del Caribe, Saint Thomas, donde había apoyado una rebelión de esclavos que hizo de él un apestado”, era un “artista de vanguardia”, integrado a un grupo de amigos impresionistas. Visitaba a algunos “intelectuales anarquistas”, incluso el príncipe Kropotkin (Pisarro se decía “un ácrata benigno, que no pone bombas”). Es este hombre quien deja caer, “con un acento que parecía sincero” un comentario sobre el “verdadero temple de artista” que tenía Gauguin, y desde allí lo sabe su esposa y luego todo se precipitará hasta sus últimas consecuencias. Este mismo es quien le muestra algunos escritos de Flora Tristán y le hace interesar por su abuela anarquista.

Desdoblando la historia, nos dice que en 1878, se abre el Museo de Etnografía, en el Palacio de Trocadero, y observando las figuritas de cerámica de los antiguos peruanos (mochicas, chimús) cree en que “esas culturas exóticas, primitivas, lucían una fuerza, una beligerancia espiritual que se había evaporado en el arte contemporáneo”. La explicación sigue: participa en exposiciones de los impresionistas hasta que lo consideran uno de los suyos y en 1881 quiebran las industrias y los bancos y eso le resuelve la disyuntiva: “esa catástrofe económica arruinaba a todos los franceses, salvo a ti. Para ti significaba la emancipación”. Y entonces, Paul Gauguin se liberará, primero lentamente, pero luego de una forma torrencial.

En la isla, Koke aconseja a los indígenas no pagar impuestos (“no era de justicia cobrar un impuesto para caminos a los miserables pobladores de una islita donde el estado no había construido un metro de rutas, senderos o vías”) y sus amigos creen que eso le va a perjudicar. Pero también en Gauguin hay un sentido de la justicia, de lo que es justo, o no.

La lluvia prolongada, como es obvio, trae la inundación: “En pocos minutos estuvieron sumergidos en el fangoso torrente hasta los tobillos”. Era un huracán, un ciclón. Todos van hacia la parte más alta, pero él no porque no puede caminar. Se resigna y toca en su armonio: “su música llenaba los vacíos del espíritu, lo sosegaba en las crisis de exasperación o abatimiento”. Recordará a la vieja ciega “que lo hizo sentirse un forastero”. “Había aparecido algunas semanas atrás, apoyándose en un bastón, venida de ninguna parte…”, “parecía un bulto, un ser informe más que una mujer”. Esa mujer lo palpa por entero, y “asqueada” le dice una expresión con la que se designaban así a los europeos. Para siempre será un extranjero, un extraño, otro. El diluvio llegará a sus lágrimas.

“A ratos —dice el narrador, yendo a la otra historia—, Flora comparaba su viaje por el sur de Francia con el de Virgilio y Dante en el infierno, porque siempre había en su itinerario una ciudad más sucia, fea y cobarde que las anteriores”. En la hedionda Beziers, “patrones y trabajadores le cerraron todas las puertas por miedo a las autoridades”, por lo que no pudo hacer reunión alguna. Apenas estuvo dos días, y cuando salió hacia Carcasone “se sintió como si saliera de la cárcel”. Sueña con Olympia (Olympia es la única mujer amiga, que la entiende y la quiere), y aquí el autor aprovechará para contarnos el sueño y la historia entera, cómo la conoció, el amor que fluyó entre ellas, las cartas echadas y luego la ruptura. “Un sueño grato, tierno, ligeramente excitante, nostálgico”, y a pesar de ello, de esos buenos recuerdos, “a la que tanto debías”, “no lamentabas haber cortado con Olympia de la manera brusca como lo hiciste a tu regreso de Inglaterra, en el otoño de 1839”. Se habían conocido en el baile de la Opera “al que asististe disfrazada de gitana”, y aquella mujer “esbelta, de ojos incisivos, te besó la mano”. Esa mujer era nieta de un célebre orientalista, profesor de la Sorbona, y trabajaba por la emancipación de Polonia del yugo imperial ruso. Pero, sobre todo, Olympia era “una gran dama de sociedad”. A la tercera o cuarta vez que va al salón donde había veladas a la que asistían “literatos, artistas y políticos”, Olympia “de pronto te tomó por la cintura, te estrechó contra su cuerpo y te besó en los labios”. No supo qué hacer, “ruborizada, confusa, te quedaste inmóvil, mirando a Olympia sin decir nada”. Es de señalar la “casualidad” de que uno de los cuadros que más impacta a Paul Gauguin se llama, precisamente, Olympia, de la misma forma que esta mujer polaca, “impacta” de lleno en todo el ser de Flora. Con ella se abre en sus confidencias, le cuenta sus experiencias conyugales y de su “repugnancia instintiva por el acto sexual” a continuación de ello. “Hicieron el amor por primera vez no mucho tiempo después”, e incluso, para darnos un toque romántico al asunto, se nos dirá que “los álamos vecinos, mecidos por el viento, despedían un susurro cómplice”. “Te había hecho gozar, Florita, sí, mucho, pasados aquellos momentos iniciales de turbación y recelo. Te había hecho sentir bella, deseable, joven, mujer”. Y dice más, aún: “Olympia te enseñó que no había por qué sentir miedo ni asco del sexo, que abandonarse al deseo, hundirse en la sensualidad de las caricias, en la fruición del goce corporal, era una manera intensa y exaltante de vivir”. Esa experiencia, que la hace sentir “una mujer más completa y más libre”, sin embargo no la hace poder evitar “un sentimiento de culpa, la sensación de dilapidar energías, de un desperdicio moral” a cuenta de la lucha por la emancipación de la mujer y de los obreros. Esa relación, entonces, que “duró menos de dos años”, las actividades de una y otra la distancian, pero en el primer momento las cartas, que se intercambiaban “dos o tres veces por semana” eran apasionadas (“Te como a besos y caricias en todos mis sueños, Olympia. Adoro la oscuridad de tus cabellos, de tu pubis…”). Y sin embargo, sin ni una sola disputa entre ellas, Flora corta esa relación, terminantemente: “…tengo una misión. No podría cumplirla con mis sentimientos y mi mente divididos entre mis obligaciones y tú. Lo que voy a hacer exige que nada ni nadie me distraiga”. Y, entonces, para que lo diga con todas las letras, ¿cuál es esa misión? “Redimir a los explotados, unir a los obreros, conseguir la igualdad para las mujeres, hacer justicia a las víctimas de este mundo tan mal hecho…”, todo eso es más importante que su propia satisfacción.

En Carcassone, “la misma noche que Flora llegó tuvo un desagradable encuentro con los fourieristas locales”. Llegan estos cuando está acostada, una docena de ellos, bebidos, y Flora los manda a paseo. “¿Pretendían estos bohemios hacer la revolución a golpes de champagne y cerveza?”. Observen ustedes la actitud (la actitud comprometida, diríamos ahora), la entereza. Y los falansterianos del lugar (abogados, peritos agrícolas, médicos, periodistas, farmacéuticos, funcionarios) planeaban una acción armada en todo el mediodía francés —“ávidos de poder”, dice—. Flora los critica con vehemencia: “su radicalismo, les dijo, en el mejor de los casos serviría para reemplazar en el gobierno a unos burgueses por otros, sin modificar el sistema social, y, en el peor, para provocar una represión sangrienta que destrozaría al naciente movimiento obrero. Lo importante era la revolución social, no el poder político”. Y en esa crítica está implícita nuestra propia crítica a los que, hoy día, pretenden “incendiar la pradera” o que pretenden que “cuanto peor, mejor”, y que se quieren jugar por el todo o nada, sin pararse a pensar en las consecuencias de sus actos. Y dice más aún: “Sus planes conspirativos, sus fantasías violentas, confundían a los trabajadores, los apartaban de los objetivos, los desgastaban en una acción subversiva de índole puramente política, en la que podían ser diezmados por el ejército, en un sacrificio inútil para la causa”. Algunos dirán que los muertos se pueden transformar en héroes, pero es mejor que sigan vivos, porque entonces habrá uno más para la lucha. “No se trata de tomar el poder de cualquier manera, sino de acabar de una vez por todas con la explotación y la desigualdad”, ese es el verdadero camino, y aún hoy muchos se confunden y creen que se puede cambiar algo sin tocar el sistema de producción y las relaciones económicas que se originan.

En Londres, que es donde empieza su aprendizaje político y social, Flora “se dedicó a estudiarlo todo, en aquella ciudad-monstruo de dos millones de habitantes, capital del más grande imperio del planeta, sede de las fábricas más pujantes y de las fortunas más cuantiosas, para mostrar al mundo cómo, detrás de esa fachada de prosperidad, lujo y poderío, anidaban la más abyecta explotación, las peores iniquidades, y una humanidad doliente padecía villanías y abusos a fin de hacer posible la vertiginosa riqueza de un puñado de aristócratas y propietarios”. Y se da cuenta de que “la única manera de emancipar a la mujer y conseguir para ella la igualdad con el hombre, era hermanando su lucha a la de los obreros, las otras víctimas, los otros explotados, la inmensa mayoría de la  humanidad”, Y ese pensamiento sigue teniendo vigencia, más cuando vemos el impulso ultra feminista disociado de la lucha por los derechos de todos los trabajadores (tanto hombres como mujeres). Esa idea que tiene Flora, le viene “gracias al movimiento cartista” (este era un movimiento pacífico, donde O´Brien y O´Connor elaboran una Carta del Pueblo por ley “estableciendo el sufragio universal, el escrutinio secreto, la renovación anual del Parlamento y que los parlamentarios recibieran un salario pues así los trabajadores podrían aspirar a un escaño”; todo eso que ahora existe, y que antes no, ahora lo vemos como algo más o menos “normal”, aunque hay una crítica a los excesivos sueldos de los parlamentarios, pero también podemos ver que todo eso no hizo un cambio sustantivo en la situación de los trabajadores, siguen siendo explotados aunque tengan, por suerte, más derechos y más leyes que los protejan).

La audacia de esta mujer, sin igual, la hace vestirse de hombre para “dar cuenta de la vida que llevaban las cien mil prostitutas callejeras que, se decía, merodeaban por Londres” (“La idea de vestirse de hombre se la dio… un amigo owenista que la vio afligirse al saber que la entrada al Parlamento británico estaba prohibida a las mujeres. La ayudó un diplomático turco, quien le suministró el disfraz”). Los finishes —“cortesanas bien vestidas, de colores llamativos, enjoyadas, de maquillajes estridentes que, después de medianoche, recibían a los ricachones”— “ofrecían guineas lucientes y contantes a las mujeres —muchachas, adolescentes, niñas— para que bebieran las bebidas que ellos les preparaban. Se las embutían en el estómago, regocijados, festejándose unos a otros en corro estremecidos por las carcajadas. Al principio les daban a beber ginebra, sidra, cerveza, whisky, cognac, champagne, pero, pronto, mezclaban el alcohol con vinagre, mostaza, pimienta y peores porquerías, para ver a las mujeres que, con tal de embolsillarse aquellas guineas se bebían los vasos de un tirón, caer al suelo haciendo muecas de asco, retorciéndose y vomitando. Entonces, los más ebrios o perversos, entre aplausos, azuzados por los corros, se abrían las braguetas y las meaban encima o, los más audaces, se masturbaban sobre ellas para enmelarlas con su esperma”. Esta descripción del desenfreno, de la falta de moralidad de la burguesía, es realmente impactante, y de allí saldrá un libro que denuncia toda esa inmoralidad de la riqueza Paseos por Londres, 1840).

En Carcassone, dice, constatando la injusticia y la desigualdad, “en las fábricas de paños, donde le prohibieron la entrada, los hombres ganaban de uno cincuenta a dos francos diarios y las mujeres, por idéntico trabajo, la mitad. Los horarios se alargaban de catorce a dieciocho horas diarias. En las sederías e hilanderías de lana trabajaban niños de siete años por ocho centavos al día, pese a prohibirlo la ley”. Pero Flora abre bien los ojos, y hace una crítica demoledora de ciertas ideas falsas o confusas, como la de los “comunistas icarianos”, que pretendían fundar, “en un lugar apartado del resto del mundo, la república perfecta” descrita en Viaje por Icaria de Etienne Cabet (tenía incluso la primera edición, de 1840, dedicada por él): “No, no había que huir de este mundo imperfecto a fundar un retiro celestial para un grupito de escogidos, allá, donde nadie más llegara. Había que luchar contra las imperfecciones de este mundo en este mismo mundo, mejorarlo, cambiarlo hasta hacer de él una patria feliz para todos los mortales”. Su ideal es firme y se afirma cada vez más, y la policía le seguirá los pasos de cerca. Tendrá experiencias decisivas acerca del trato inhumano de los obreros londinenses (“te bastó estar allí cinco minutos para empaparte de sudor y sentir que el calor te arrancaba la vida. Ellos permanecían horas, achicharrándose…”). En comparación, “los presos y las presas —ladrones y ladronas la gran mayoría— comían mejor que los trabajadores de las fábricas”. Un sueño de esa época es sintomático: “La última noche en la ciudad amurallada, soñó con la cuchara de hierro y su tintineo de ultratumba”, y explica que “el tintineo de esa cuchara de metal, sujeta con una cadena a las fuentes de bombeo, en muchas esquinas de Londres, (estaba) donde los miserables venían a aplacar su sed. Las aguas que esos pobres bebían eran contaminadas, antes de llegar a las fuentes habían pasado por los desagües de la ciudad”. Era, y la síntesis es precisa, “la música de la pobreza”.

Después de ese terrible huracán, que pareció borrar todo bajo las aguas, Ben Varney, desde los altos del almacén donde platicaban, sigue la historia en el punto que quedó, habiendo abandonado (en realidad lo echan) el trabajo en la Bolsa de Valores y convertido en pintor. “No me aguantó mucho —se refiere a su mujer, luego que supo de que estaba sin trabajo—, sólo un par de años”. Apenas tuvo escapatoria, “se las arregló para que yo la dejara”. Ese ciclón “de diciembre pasado —dice Vargas Llosa— había hecho pocas víctimas en Atuona, pero sí muchos estragos: derribando cabañas, destechando locales, arrancando árboles y convertido la única calle en un lodazal agujereado y supurante de tierra agusanada”. “Dedicar buena parte del día a hacer algo que odiabas pues te impedía coger los pinceles —lo que ya te importaba más que nada en la vida—, te tenía al borde de un estallido que hubiera podido terminar —estabas seguro— en el suicidio o el crimen”, y, sobre todo “empezar otra vida les exigiría a ti y sobre todo a Mette (su mujer) muchos sacrificios”. Así que todo eso había sido una prueba “para saber si merecías tener talento”, y ahora venía una prueba más exigente: “la más infame: el deterioro de tus ojos. ¿Cómo podías pasar el examen de la semiceguera siendo un pintor? Pero allá en diciembre de 1883, después del último parto, “la familia Gauguin dejó París para instalarse en Rouen. Se te ocurrió que allí la vida sería más barata y que ganarías buen dinero vendiendo tus cuadros y retratando a los prósperos ruaneses. Las quimeras de siempre” (ese tono tan usual de autoengaño y frustración). Pero no, “no vendiste una tela ni te encargaron un solo retrato”. Además, “oíste a Mette maldecir a diario su suerte”. Pero él era feliz con su pintura, sólo eso importaba. Mette se vuelve a Dinamarca con tres de los niños y “dejando a Paul (el último) en la capital normanda” a cargo de una pareja amiga. Allá “le fue mejor. Su familia le consiguió trabajo como profesora de francés”. El se traslada a Dinamarca con el fin de conquistarla para el impresionismo, pero esa “había sido una prueba difícil para tu orgullo… mantenido y humillado por tu suegra y por los tíos, hermanas y hermanos y hasta primos de tu mujer”. Porque claro, “ninguno podía comprender, menos aceptar, que hubieras abandonado las finanzas y la vida burguesa para ser un bohemio, según ellos sinónimo de artista”. También, “esa prueba de la humillación y la soledad en un país cuya lengua no hablabas, donde no tuviste un amigo”. Pero para Gauguin “las sensaciones eran más importantes que las razones”. Y acá, en medio de esa soledad e incomprensión, esta reflexión que es la teoría fundamental que lo sostiene y que lo decide a todo: “La pintura debía ser expresión de la totalidad del ser humano: su inteligencia, su destreza artesanal, su cultura, pero también sus creencias, sus instintos, sus deseos y sus odios. “Como entre los primitivos” ”. Pero por supuesto, ahora deberá mirar hacia adentro, porque “en eso se habían convertido ahora para tus ojos los colores: borrones, nieblas”.

Siguiendo el relato antiguo, se ve obligado por las circunstancias (económicas, principalmente) y presionado por la familia de su esposa (“echado como a un perro”) a irse nuevamente a París, con el “pequeño Clovis, de seis añitos, así aliviabas de una boca las penurias de Mette para alimentar al resto de la familia. La separación, aquel comienzo de junio de 1885, fue una obra maestra de hipocresía. Tú y ella simularon una separación momentánea, exigida por las circunstancias, diciéndose que, apenas las cosas mejoraran, volverían a reunirse. Sin embargo, en el fondo tú sabías de sobra, y acaso Mette también, que la separación sería larga, tal vez definitiva”. A raíz de eso, entonces, “merodeabas, solo como un hongo, por el puerto y los acantilados, con tu caballete, tus pinturas y tus cartulinas, pintando bañistas, playas arenosas, altos arrecifes. Los cuadros eran malos. Te sentías un perro sarnoso”. De vuelta en París, la miseria y la desesperación le salen al cruce: “Clovis contrajo una varicela y ni siquiera pudiste comprarle remedios; sobrevivió porque, sin duda, tenía tu misma sangre fuerte y un espíritu rebelde que se crecía ante la adversidad. Lo alimentabas con puñaditos de arroz y tú, muchos días, comiste apenas un mendrugo. Entonces la desesperación, Koke, tuviste que dejar de pintar para que tú y el niño no desfallecieran”. Consigue trabajo de “pegador de carteles publicitarios en las estaciones de París”. Había estado a punto de rendirse. Parte a Pont Aven, que fue “la decisión más acertada hasta entonces de toda tu vida”. Fue allí donde “habías comenzado a ser un pintor. Un gran pintor”. Entonces ahora sí el convencimiento y su definición completa sobre el arte: “El arte tenía que romper esa moldura estrecha, el horizonte pequeñito en que habían terminado por encarcelarlo los artistas y los críticos, los académicos y los coleccionistas de París: abrirse al mundo, mezclarse con las demás culturas, airearse con otros vientos, otros paisajes, otros valores, otras razas, otras creencias, otras formas de vida y de moral. Sólo así recobraría la pujanza que la existencia muelle, fácil, frívola y mercantil de los parisinos le habían sustraído”. Lo pudo comprobar con su propia existencia, que “pintar tenía un precio y lo pagaste”. “Mis instintos ordenaban mis actos”, dirá Gauguin, y se felicitará de su decisión.

En el otro mundo, el mismo pero anterior a Gauguin, Flora realiza la última parte de la gira, que está marcada por la vigilancia y la persecución policial: “tanto en Toulouse como en Agen los prefectos y comisarios del reino le habían hecho la vida difícil, irrumpiendo en sus reuniones con obreros, prohibiéndolas e, incluso, dispersándolas a bastonazos”. Y volviendo un poco hacia atrás en la historia, Flora recuerda cuando empezó su lucha por la unión obrera, al llegar a París, donde “visitabas y leías a todos los mesías, filósofos, doctrinarios y teóricos del cambio social, lo que, más que instructivo, resultó confusionista y caótico. Porque, entre socialistas y reformadores ácratas, abundaban los chiflados y los excéntricos que predicaban el puro disparate mental” (que esto parece ser mucho más común de lo que parece, en todas las épocas, incluida la actual). Uno de esos personajes, estrambótico a más no poder, era “el carismático escultor Ganneau con aspecto de sepulturero, fundador del evadismo” (doctrina basada en la idea de la igualdad entre los sexos y promotor de la liberación de la mujer), hasta que éste le explicó de dónde provenía el nombre de su movimiento: “provenía de la primera pareja —Eva y Adán— y que él se hacía llamar Mapah por sus discípulos en homenaje a la familia, pues la palabra fundía las dos primeras sílabas de mamá y papá” (“era tonto o estaba más loco que una cabra” según Flora).

En Toulouse “el acoso policial frustró lo que hubiera podido ser una provechosa visita”. El comisario Boisseneau, primero le advierte, el prefecto no la recibe después, y finalmente (en Agen) el comisario le dice que “no le permitiría ninguna reunión en la localidad” y cuando realiza la reunión de todos modos “llevaba apenas diez minutos exponiendo sus tesis cuando el albergue fue cercado por una veintena de sargentos y medio centenar de soldados” y los hacen salir y quedar registrados. La prensa, salvo L’Atelier y La Ruche Populaire (que elogiaron la obra Paseos por Londres), la ningunean o no la comprenden. [Para que se vea el espíritu represivo: “La próxima vez que desobedezca la prohibición, irá al calabozo, con las ladronas y las prostitutas de Agen” —dice el comisario—.] “Más que con el comisario y sus jefes, estaba indignada con la cobardía de los obreros. A la primera bravata de la autoridad, ¡huían como conejos!”, pero pocos tenían el temple y la valentía de esa mujer. Como conclusión, el narrador dice que “apenas llevabas año y medio en este trajín, y ya eras una enemiga del poder, una amenaza para el reino”, como si quisiera decirnos que con la perseverancia y el tesón podría llegar a lograr su objetivo. Recordará su primera reunión, organizada por el “magnífico” Gosset, el padre de los herreros: “Presidía Achine Francois, una reliquia entre los tintoreros del cuero parisinos. Tu nerviosismo era tan grande que mojaste tus calzones, algo que por fortuna nadie notó. Te escucharon, te interrogaron, estalló una discusión y, al final, se formó un comité de siete personas como núcleo organizador del movimiento” (llama la atención que en medio de un recuerdo fundamental, se deslice el detalle, insignificante, de haberse hecho encima, simplemente para destacar el nerviosismo bastante lógico como el de una primera intervención en una reunión más o menos pública). Aunque enseguida de esa reunión, en las siguientes, las cosas no resultaron tan fáciles como preveías. “En aquellos comienzos de su campaña por la Unión Obrera año y medio atrás, La Ruche Populaire se había portado muy bien con ella, a diferencia del otro diario obrero, L’Atelier, que primero la ignoró, y luego la ridiculizó llamándola “aspirante a ser una O’Connell con faldas”. La Ruche, en cambio, organizó dos debates, al cabo de los cuales catorce de los quince asistentes votaron a favor de un llamado a los obreros y obreras de Francia, escrito por Flora, convocándolos a unirse a la futura Unión Obrera”. Dirá que de ese momento inicial, “siempre le ganaba un sentimiento de frustración porque en esas reuniones casi nunca participaban mujeres”, y cuando acudían, “las notaba tan intimidadas y hundidas que sentía compasión (a la vez que cólera) por ellas”.

Conocerá a un socialista alemán, en su pisito de la rue du Bac, donde invitaba a tomar tazas de chocolate caliente, Arnold Ruge, quien la escuchó con atención y quedó muy impresionado con las tesis de Flora “sobre la necesidad de constituir un gran movimiento internacional que uniera a los obreros y a las mujeres de todo el mundo para acabar con la injusticia y la explotación”. También conocerá a Carlos Marx (un joven energúmeno de barbas crecidas, sudoroso y congestionado por el malhumor) en una situación un poco cómica, aunque éste ya empezaba a ser conocido en el ambiente socialista de la época, sobre todo por intermedio de una revista llamada Anales Franco-Alemanes. Incluso algunas de sus reflexiones serán retomadas por Marx en El manifiesto comunista.

Finalmente decidirá concurrir al concierto de Liszt, en Burdeos, a fines de septiembre de 1844, en donde un súbito desmayo la hizo rodar al suelo “y atrajo todas las miradas del auditorio —entre ellas la enfurecida del propio pianista interrumpido—“. Y luego un periodista “despistado” que aprovecha ese desvanecimiento para presentarla como si fuera una “sílfide mundana”, a lo que ella, al leer su crónica, la calificará de “estúpida frivolidad”. Pero es la enfermedad que ya empieza a manifestarse, y que inevitablemente la postrará en Burdeos, con algunos altibajos que hacen creer a los médicos en una posible recuperación que nunca llegará. “Tenía dolores muy fuertes en el vientre y la matriz, y a veces en la cabeza y la espalda”. Entonces sólo el opio le calmará los dolores y “permanecía semiinconsciente, con los ojos muy abiertos y (con) una luz de espanto en las pupilas, como si viera visiones”.

No hay nada que hacer, pero la enfermedad no podrá impedir su verdad, incluso cuando descubre y delata pequeñas faltas de los propios obreros: “la verdad debía ser el arma principal de los proletarios así como la hipocresía y la mentira solían ser la de los burgueses”. Y toda una lección de moral (y de compromiso verdadero) se desprenderán de estas palabras suyas: “Se ha hablado mucho, en parlamentos, púlpitos, asambleas, de los obreros. Pero nadie ha intentado hablar con ellos. Yo lo haré. Iré a buscarlos en sus talleres, en sus viviendas, en las cantinas si hace falta. Y allí, delante de su miseria, los enterneceré sobre su suerte, y, a pesar de ellos mismos, los obligaré a salir de la espantosa miseria que los degrada y que los mata. Y haré que se unan a nosotras, las mujeres. Y que luchen”.

Pero un 14 de noviembre de 1844, después de una lucha incesante, muere a las diez de la noche. “Tenía cuarenta y un años y parecía una viejecita”, tal su estado físico que se había deteriorado rápidamente en el último año y es enterrada en el cementerio de Cartuja, sin respetar su testamento. El cortejo “lo formaban algunos escritores, periodistas, abogados, un buen número de mujeres de pueblo y cerca de un centenar de obreros”, pero un poco apartado del grupo surge un hombre que dice que para él Flora es “la persona que más he querido en este mundo”. Se trata del que le habían puesto como apodo “Eunuco Divino”. Era Ismaelillo, hombre de confianza, secretario de Don Mariano Goyeneche (tío de Flora), administrador de sus bienes y rentas, y sacristán, “el ser más católico que Flora conoció. Un católico tan integral, tan obsesivo, que, más que un creyente, parecía una caricatura. Su máximo orgullo (alimentado tal vez de secreta envidia) era que su hermano menor fuera el arzobispo de Arequipa”; joven español “lleno de sabiduría en materia económica”, soltero, que iba a misa todos los días. “Más que apuesto era bonito, con su tez rasurada y rosácea, su talle de avispa, y sus manos, de uñas recortadas y lustradas, suaves como la piel de un recién nacido”, el cual tenía “algo en sus gestos, expresiones y comportamientos, (que) delataba un conflicto no resuelto, un desgarro entre las formas exteriores de su conducta y su vida íntima”, ello lo deduce porque “advertía de pronto, en los ojos de Ismaelillo, unos brillos codiciosos que la hacían recelar”, y en silencio, sin nunca decirle nada, se había enamorado de ella desde aquellos tiempos en Arequipa. El tema del amor, el no correspondido, el “desviado”, el amor posesivo y brutal, está presente siempre en la obra, y la recorre por entero.

Final con caballos rosados.- La vida de Gauguin entra en la recta final y la comprobación de ello se da por un hecho singular, expresado así: “ya no necesitaba valerse de tretas y halagos para atraer a la Casa del Placer (así llama a su casa, como un homenaje a Van Gogh) a las niñas del colegio de Santa Ana”. Eso quiere decir que vienen solas, atraídas, en realidad, para “ver las fotos pornográficas”, que “debían haberse convertido en un objeto mítico, el símbolo mismo del pecado”. “Y venían, también, claro, a reírse a carcajadas con los monigotes del jardín que ridiculizaban al obispo Joseph Martin —llamado Padre Lujuria— y a su ama de llaves y presunta amante Teresa”. Porque, si bien antes el hecho de que las niñas fueran a su casa podía ser “peligroso”, ahora ya no, “en el estado lastimoso en que te encontrabas, ya no constituías un riesgo: no ibas a hacer perder la virginidad ni embarazar a esas niñas marquesanas”. Incluso, afirma que, “desde hacía algún tiempo, no habías vuelto a tener erecciones ni asomo de deseo sexual”. “Sólo ardores y escozores enloquecidos en las piernas, sólo punzadas en el cuerpo y esas rachas de palpitaciones que te cortaban la respiración”. Interrumpe, a pedido del pastor Vernier (que hace de médico) las inyecciones de morfina, “a las que el organismo (suyo) se había acostumbrado, pues ya no surtían efecto contra los dolores”. “Sólo las gotitas de láudano lo calmaban, sumiéndolo en un sopor vegetal del que apenas salía cuando venía a verlo alguno de sus amigos… o cuando irrumpían, como una bandada de pajarillos, las chiquillas del colegio…”. Esa presencia, “era una bocanada de juventud a tu alrededor, algo que, por un rato, te distraía de tus achaques y te hacía sentir buen”. Esas niñas juegan al Paraíso (“¿Qué preguntaba la niña “de castigo” —ubicada en el centro del grupo de niñas— a las compañeritas del círculo, a las que se iba aproximando, y qué era lo que éstas le respondían al despedirla?” —la respuesta es: ¿Es aquí el Paraíso? No señorita, aquí no. Vaya y pregunte en la otra esquina”—). De esa manera, el Paraíso (con mayúscula, lo que podría indicar ese lugar bienaventurado) no parece estar en ninguna parte, y ni siquiera en ese primitivismo al estilo Rosseau que plantea Gauguin. Y el ver como juegan, eso dispara el recuerdo de su propia infancia (es la fórmula, además, de que cuando estamos más cerca de la muerte el recuerdo se acerca a los primeros años de vida): “de pantalón corto, con babero y bucles, correteando también, como niño “de castigo”, en el centro de un círculo de primitas y primitos y niños de la vecindad del barrio de San Marcelo, de un lado a otro, preguntando en tu español limeño, “¿Es aquí el Paraíso?”, “No, en la otra esquina, señor, pregunte allá”, mientras, a tu espalda, niños y niñas cambiaban de sitio en la circunferencia” (y acá veremos en la circularidad todo el conjunto de la historia, de las dos historias como una sola, que buscó —cada uno a su manera— el camino al Paraíso, a esa sociedad libre, sin explotados ni explotadores). Allí aparece, también, la imagen nítida: “sentado junto a la enorme ventana con celosías de madera desde la que podía espiar la calle sin ser visto, el tío abuelo, don Pío Tristán, tomando una infalible taza de chocolate humeante en la que sopaba aquellos bizcochos limeños llamados bizcotelas”.

Pero surgen líos legales, entreveros jurídicos, que “fue envenenando y enredándote en un dédalo legal”. “En enero de 1903 llegó a Atuona uno de esos jueces volantes que el poder colonial enviaba por las islas de tanto en tanto, para resolver los casos judiciales pendientes” (representa, al modo maorí —vestido como uno de ellos— a veintinueve indígenas “de un pequeño poblado costero” acusados de “haberse emborrachado y fabricado alcohol clandestino, en violación de la norma que prohibía consumir bebidas alcohólicas a los nativos”). Este juez inicia la acusación. “El día de la audiencia, se presentó vestido como nativo marquesano, con sólo su pareo, el pecho desnudo y tatuado, y descalzo. Con aire desafiante, se sentó en el suelo, entre los acusados, con las piernas cruzadas a la manera indígena. Luego de un largo silencio, el juez Horville, que lo miraba echando ascuas, lo expulsó de la sala, acusándolo de faltar el respeto al tribunal. Que fuera a vestirse de europeo si quería asumir la defensa de los procesados. Pero, cuando Paul regresó, tres cuartos de hora después, con pantalón, camisa, corbata, chaqueta, zapatos y sombrero, el juez había dado ya su veredicto, condenando a los veintinueve maoríes a cinco días de prisión y cien francos de multa”. Por lo tanto su acción, en la práctica, resultó contraproducente. Y por ello “el disgusto de Koke fue tan grande que, en la puerta del local donde se celebró el juicio —la oficina de Correos—, tuvo un vómito de sangre que le hizo perder el sentido por varios minutos”. Y luego se enterará de una comunicación de las autoridades en el sentido de “proceder cuanto antes contra el individuo Gauguin, hasta quebrarlo o aniquilarlo, pues sus ataques a la escuela obligatoria y el pago de impuestos, socavan el trabajo de la misión católica y subvierten a los indígenas a los que Francia se ha comprometido a proteger” (es evidente que el poder colonialista no va a ceder ni un ápice de sus prerrogativas, y ni siquiera se va a detener ante un ciudadano de su propio país). Dos días después le llega una citación, y la sentencia es rápida: quinientos francos de multa y tres meses de prisión firme (Gauguin había escrito una carta en que anunciaba que no pagaría el impuesto para caminos, a fin de dar un ejemplo a los indígenas —no había caminos, por lo que ¿por qué pagar un impuesto?—. A pesar de lo lógico del planteo, y de lo ilógico del impuesto, no podrá hacer nada). Ni siquiera valía la pena apelar, “Horville (el juez), de manera despectiva y amenazante, le aseguró que él se encargaría personalmente de que el tribunal de Papeete resolviera la apelación en tiempo récord y le aumentara la multa y el tiempo de prisión”.

Intentando salvar “lo que aún podía ser salvado”, prepara “un lote de catorce cuadros y once dibujos para enviarlos a París”. Aunque ya casi no puede ver, recuerda sus últimos cuadros, que lo acompañan con su presencia estática. Vuelve a inyectarse morfina, “se ponía morfina él mismo, a tientas, sin tomarse el trabajo de desinfectar la aguja. El sopor adormecía sus músculos y sosegaba el dolor y los ardores, pero  no su imaginación. Por el contrario, la encandilaba, la mantenía crepitando”, y supondremos que en su mente seguiría componiendo cuadros. Se veía, de pronto, en Japón (“allí debías haber ido a buscar el Paraíso”) donde, dice o piensa, “todas las familias eran campesinas nueve meses al año y todas eran artistas los tres meses restantes”. “El arte no consistía en imitar a la Naturaleza, sino en dominar una técnica y crear mundos distintos del mundo real”, y esa, con seguridad, será su manera de pintar (como ejemplo de ello los grabadores japoneses).

Los gatos salvajes, de pronto surgidos del fondo de la selva, “se pasean por tu casa y se lo comen todo” —le dice el pastor (y lo veremos casi aterrado)—. Tioka, su amigo y vecino, le ofrece su casa, pero él se niega. “No sólo venían en busca de provisiones para combatir el hambre; también a hacerle compañía e interesarse por su salud” —dice, no sabemos si está delirando o no—. Ben Varney aparece y lo mira, sentado al pie de su cama, “con tristeza y compasión”, y todo adquiere ese tono de despedida tan común a los velorios. Piensa en su esposa danesa: “¿Seguiría siendo la misma? ¿Se habría vuelto vieja, gorda, agria? Piensa también en Teha’amana, su primera esposa maorí. “No tenías hambre, ni sed, ni ardor en las piernas, ni el tumulto en el pecho. Te embargaba la curiosa sensación de que tu cuerpo había desaparecido, carcomido, podrido por la enfermedad impronunciable, como una madera devorada por el comején panameño, que hacía desaparecer bosques enteros. Ahora, eras puro espíritu. Un ser inmaterial, Koke. Intangible al sufrimiento y a la corrupción, inmaculado como un arcángel”. Algo altera, sin embargo esa serenidad, “porque intentaste recordar donde empezaste a planchar tus cuadros para que fueran más lisos y chatos, y a lavarlos para desgrasar el color y decrecer su brillo. Aquella técnica provocaban sonrisas a tus amigos y discípulos” (de entonces), además, esa técnica “no servía”. Duerme, o cree tener “la sensación de haber dormido largo rato… en absoluta paz”.

Al final, estará la disputa entre el obispo católico y el pastor protestante por su cuerpo y por su alma, como un eco póstumo de la pasión que desató con su vida.

En resumen, las dos historias tienen un denominador común en la tristeza, pero también en la lucha, inclaudicable, contra la injusticia social y cultural a la vez, material y espiritual. Un resumen de la Francia del siglo XIX, atravesada, y es lo que está en el centro de esta novela, por los acontecimientos que desembocaron en la Comuna de París y en todo lo que vino después y que se proyecta, de alguna manera, hasta nuestros días.

Mario Vargas Llosa en "El libro como universo"

Publicado el 10 may. 2012

Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936) es un autor clave de la literatura en lengua española y de la narrativa de nuestro tiempo. A sus conocidísimas novelas (La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral, La Tía Julia y el escribidor, La guerra del fin del mundo, La fiesta del Chivo, El sueño del celta) hay que sumar numerosos ensayos sobre literatura, como Historia secreta de una novela, La orgía perpetua, La utopía arcaica, Cartas a un joven novelista, La tentación de lo imposible, La verdad de las mentiras o El viaje a la ficción. Mario Vargas Llosa es patrono de la Biblioteca Nacional de España.

MARIO VARGAS LLOSA - La literatura es fuego nuevo

Publicado el 26 jul. 2014

 

Conferencia "De la utopía a la libertad" con Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura

Publicado el 26 abr. 2016

En el marco de la Cátedra de Humanidades UDP, el Premio Nobel de Literatura 2010 Mario Vargas Llosa dictó la clase magistral “De la utopía a la libertad" en la Biblioteca Nicanor Parra, donde además se le otorgó el grado de Doctor Honoris Causa.

Sergio Schvarz
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