El mal de Beryazo

por Sergio Schvarz

sergiosamschvarz@gmail.com

Era ya el principio del atardecer cuando José Luis se sintió mal. Se puso la mano en la frente, pero no notó que estuviera caliente. Intentó levantarse, mas un súbito dolor de cabeza, como si fuera un mazazo, le hizo sentarse nuevamente. Alcanzó el vaso con agua y bebió lo poco que allí había. Estaba solo en su casa ya que su  mujer había ido a hacer unas compras, y por la ventana se veía, a lo lejos, el cerro Los Martínez. Por suerte el teléfono estaba al alcance de la mano y recordó el número de su médico de cabecera, el doctor Petié. Durante los próximos quince minutos, que fue lo que demoró el facultativo, puso todo su empeño en normalizar la respiración y evitar así el desvanecimiento, como ya le había ocurrido hacía algunos años. En algún momento intentó levantarse, pero tuvo miedo a marearse del todo y caer, y se quedó quieto. Se escuchó, intermitente, el ulular de una sirena, hasta que el sonido se fue perdiendo y luego desapareció del todo, tragado por las sombras del otoño.

—La puerta está abierta —dijo José Luis, con una voz que salió entrecortada—, entre.

El doctor Petié llevaba tres años atendiendo a José Luis, más precisamente después que terminó la revolución y éste volvió a la capital y se instaló en la casa de Pista Las Brisas, a una cuadra de la escuela San Martín. Este le controló la presión, inusualmente baja, le auscultó el pecho y le tomó el pulso, un poco más acelerado que de costumbre. Vio que estaba mareado y le costaba recordar qué estaba haciendo, por más que se veía que había estado revisando unos papeles que estaban sobre el escritorio. En realidad se trataba del próximo discurso que tendría que dar en la Asamblea Nacional, acerca de La memoria histórica y los eventos recientes, tema siempre polémico y actual. Sin pérdida de tiempo lo levantó y, como pudo, lo llevó hasta su auto y lo trasladó al centro de salud más cercano, que quedaba a siete cuadras de su casa. Allí lo pusieron en una camilla y lo llevaron a una sala, donde le dieron suero intravenoso y un calmante, una dosis no demasiado fuerte, con la indicación de que cada una hora le tomaran la presión y controlaran la temperatura y su estado general. A las nueve y media entró su mujer a la pequeña salita con dos camas (en realidad estaba desde hacía más de una hora y media, pero no la habían autorizado a ingresar a la sala para que el paciente descansara lo mejor posible, sin interrupción), habló un poco con él y supo que, si bien no era grave de momento, iban a dejarlo en observación y que más tarde le iban a hacer una tomografía computada, para tener un diagnóstico más preciso. 

José Luis Sánchez-Lozada había sido un dirigente revolucionario, nacido en Tecolostote en el año 1947. Su padre, del que sólo se conservaba su nombre, Salustio, había sido un trabajador de la empresa que hacía la carretera entre Granada y Managua que pasaba por el pueblo natal, y que había tenido un breve amorío con quien sería su madre, doña Iris Fagúndez, fallecida hacía poco más de dos años a raíz de una apoplejía. Después de la escuela y la secundaria, que apenas si pudo terminar, tuvo que trabajar como peón en la estancia de don Sobrado por un jornal miserable y unas condiciones espantosas hasta el año 1969 que, a raíz de un operativo guerrillero en la zona, sin muchas consecuencias, se integra al FSLN. Ya desde antes, durante sus estudios secundarios, había conocido —y simpatizado con— el Frente Estudiantil Revolucionario (FER). Es que las condiciones de vida eran muy penosas y él se abocó a establecer contacto con los campesinos y a explicarle por qué las cosas que les pasaban eran así. Se cambió el nombre y se lo empezó a conocer en la zona sur de Boaco como el “señor Cándido”, supuestamente por las lecturas de Voltaire y alguna anécdota de su etapa juvenil, no demasiado explicitada.

Imagen de río en Boaco

Pero lo más insólito le comenzó a suceder cuando unos años después, durante la primera ofensiva de los sandinistas, en 1974, comandó la columna 7 que, con el tiempo, terminó por dominar la zona sur de Boacó y Masaya, en especial sobre Tecolostote por la importancia de la carretera. Era un brillante estratega, más que nada por el conocimiento del terreno hasta en sus mínimos detalles, y aún en las peores condiciones lograba que su columna hiciera verdaderas proezas militares, incluso en desventaja numérica y con ajustada cantidad de pertrechos bélicos. Pero a un punto de lograr la victoria, algo sucedía, una decisión suspensa, algún hecho fortuito o algún detalle no tomado en cuenta, que le hacía perder esa ventaja, y todo lo que se había avanzado parecía esfumarse en la nada. Primero sucedió con su organización campesina, llamada “la base”, con la que llegó a contactarse entre los diversos municipios de Boaco y que prepararon una huelga campesina que estaba llamada a ser general en toda la zona, porque los impuestos y las exacciones de guerra los dejaban al borde de la miseria. Sin embargo, Cándido, no respetando las normas de seguridad, le había confiado el dato del día en que se iba a realizar la huelga a una muchacha del pueblo con la que andaba entreverado desde hacía tres años. Alicia Pujamarol, que era hija de un profesor de química (su madre había fallecido alcanzada por una bala perdida), le llegó a comentar a su padre el mismo dato, y éste lo repartió en el bar que continuó el antiguo expendio de Tía Yaca (ese había sido el primer nombre de Tecolostote, cuando la propia señora Yaca vendía cususa) y de allí llegó a oídos de uno de los eternos soplones que demoró menos de un suspiro en avisarle al teniente Garcia, el que mandaba cortar las manos a los guerrilleros para que nunca más empuñaran las armas. Fue la primera vez que Cándido fue detenido, y torturado durante un poco más de un mes en una repartición militar, aunque no dijo nada importante, apenas que se había enterado en la feria, que había escuchado a alguien que dijo que la fecha era el 15 de julio (porque era aniversario de aquel episodio de Las Termópilas, donde Luis Buitrago, el padre de la resistencia urbana, se enfrenta a un batallón militar y su acción heroica es transmitida por televisión).

Luego las autoridades le comunican su libertad para el día 22 de agosto de 1972 y como éste pidió que lo liberaran antes, por ser su cumpleaños el día 21, lo vuelven a interrogar durante una semana, ya que pensaron que tendría alguna reunión importante en esa fecha, aprovechando el camuflaje de su aniversario, o vaya uno a saber qué pensaron al respecto y le dieron como quien lava y no plancha.

También con la muchacha tuvo problemas, no lo pudo evitar. Y fue a raíz de ese mismo episodio, ya que la acusó de que si no podía guardar un secreto entonces no podría casarse con ella, como habían acordado unos meses antes. Por más que la fecha ya estaba fijada —iba a ser el 18 de octubre—, e incluso había logrado ahorrar algo para comprar un traje que ya tenía apalabrado, llegado el mes de octubre su ardor se enfrió, su propia organización le ordenó que se fuera hacia las montañas más hacia el norte, donde se estaba conformando la guerrilla, y desapareció. En Tecolostote aún dicen, los más viejos, que la señorita Alicia Pujamarol tuvo alguna remota esperanza que apareciera el mismo día ante la oficina del registro civil y se apersonó allí a las nueve y media de la mañana, que era la hora indicada, con un vestido en tonos verdes, como la esperanza, y un peinado alto que, haciendo honor a la verdad, ya estaba pasado de moda. Pero nada, ni sombra. En realidad José Luis, o Cándido, que en verdad se sentía enamorado de ella, había pensado llegar hasta el pueblo, presentarse en la oficina, casarse e ir con su flamante esposa al campamento guerrillero —se había hecho una pequeña casita, camuflada discretamente, para pasar la luna de miel—, pero como siempre le sucedía algo, apenas se subió al caballo éste se encabritó, salió a todo galope por el camino que descendía de la montaña y en un recodo José Luis salió disparado hacia arriba y cayó, de bruces, sobre unas piedras. Tuvo suerte porque el golpe no lo mató, pero se había quebrado una pierna y tuvo que quedarse inmovilizado durante dos meses, hasta el día preciso en que hubo un temblor de tierra que dejó miles de víctimas y damnificados, y, como se dijo popularmente, a la sardina se la comió el tiburón. También se había golpeado la cabeza en esa ocasión y, por lo que decían, eso le había traído ese dolor casi constante que no lo dejaba en paz de día y que de noche le impedía dormir normalmente.

Después de eso, ya ni pudo contactarse con la mujer, porque ésta, avergonzada, despechada, desapareció. Nadie supo dar su paradero, y José Luis se concentró en otras tareas, más urgentes, como la preparación de las primeras acciones guerrilleras.

Estas comenzaron en 1974, y en la primera batalla de El paso de Peñaloya lo tuvo como uno de los más osados, aunque si bien tuvieron que retirarse por la imposibilidad de rodear al contingente enemigo, mayor en número y apoyado a último momento con helicópteros artillados, fue una importante acción y el fogueo para muchos de los insurrectos, entre ellos Cándido. Su participación fue decisiva ya que, ante la orden de retirada, José Luis y otros dos compañeros cubrieron la misma durante quince minutos, hasta que se les acabó el parque y se escabulleron como pudieron. Pero su amigo Juan (Nicomesio Pérez, que era su amigo desde la escuela), murió al quedarse rezagado, y la culpa había sido suya porque salió del escondite, atemorizado repentinamente por el miedo a la muerte y un ahogo que le nubló la vista, y fue herido. Las heridas en el hombro fueron sin importancia, apenas rozaron la clavícula, pero gracias a la contención del enemigo la mayoría se había puesto a salvo. Por esa acción, entonces, recibió su primer ascenso, y lo nombraron como responsable de la retaguardia y tuvo a su cargo un grupo de ocho hombres que, continuamente, debían estar alertas y patrullar una zona cercana al campamento para evitar un ataque por sorpresa.

Posteriormente a eso, se le encomendó contactarse con un grupo clandestino en su pueblo para llevarlos al campamento, ya que se habían enterado de que estaban siendo buscados. Fue una acción muy peligrosa, porque había retenes por todas partes, pero José Luis llegó a la ciudad amparado en las sombras, se contactó con el grupo, que lo formaban cuatro hombres y dos mujeres, y prepararon la partida. Y ya casi habían evadido todos los controles cuando fueron divisados por tres soldados que, en realidad, se habían perdido y buscaban el camino de vuelta. Como únicamente era José Luis quien estaba armado —llevaba un revólver Webley, que era más una reliquia para un anticuario aunque aún funcionaba—, éste se quedó cubriendo la huida del resto del grupo, dando la orientación precisa hacia dónde estaba el campamento y la contraseña indispensable. Las órdenes que dio fueron de seguir hacia el campamento sin detenerse (iban a demorar cuando menos seis o siete horas) y que no se preocuparan por él. Pero claro, sólo tenía nueve balas y cuando le quedó la última no supo qué hacer. Intentó escapar, pero lo habían acorralado y, para peor, el terreno era abierto, no tenía mucho donde esconderse. Con todo intentó mantenerse allí, parapetado en una pequeña aglomeración de árboles, hasta que llegara la noche. Mas no tuvo tiempo, porque apareció un camión del ejército y luego otro. Comprendió que estaba perdido, y por ello lo único que se le ocurrió fue enterrar el arma e ir arrastrándose hasta una pequeña loma con la intención de pasar del otro lado. Así lo hizo pero, como si hubiera adivinado su intención, del otro lado lo estaba esperando el teniente Garcia con una sonrisa cínica pegada a su rostro.

Esa fue su segunda detención —y la última, por cierto—, de la que salió un poco por casualidad (y porque no habían encontrado el arma ni la conexión con la guerrilla), ya que él argumentó que volvía de la estancia de don Sobrado y que no tenía nada que ver con el tiroteo, que se había escondido por miedo a que le dispararan unos u otros, que había esperado que terminara el asunto y luego trató de irse de allí. Por cierto, don Sobrado había muerto el día anterior —nunca se supo si fue por muerte natural o si había sido envenenado o incluso que le habían hecho una brujería, porque todas esas versiones circularon ampliamente, y hasta que había sido víctima de un grupo subversivo para cobrarle cuentas anteriores—, y los militares no pudieron comprobar su historia, ni a favor ni en contra. Pero apareció un testigo, como llovido del cielo, un hombre ya anciano que vivía en la estancia, Eustaquio del Arroyo —tenía un pequeño ranchito de madera y techo de lata en la mano oeste de un pequeño arroyo sin nombre, y que cuando llovía mucho se desbordaba y la casita del hombre se inundaba—, y que había trabajado en la misma desde hacía ya muchos años antes y al que sólo por lástima el dueño le había dejado estar allí. Don Eustaquio, de pelo y bigote blanco, la cara surcada de arrugas y manos tembleques, aseguró que había visto a José Luis en la mañana del día fatídico. Por supuesto que el testigo apareció recién al otro día, por lo que durante toda la noche se cebaron con él, a puros golpes, porque desconfiaban y porque tenía el antecedente previo. Durante otros dos días permaneció en el cuartel y luego lo largaron, bastante maltrecho aún y maldiciendo por lo bajo. Entonces volvió a su casa, su madre lo atendió lo mejor que pudo durante otros dos días, incluso con cataplasmas que le arrancaron suspiros dolientes, y luego, una noche sin luna, se fue.

El grupo había llegado bien al campamento y se integró al equipo de la retaguardia. Gracias a la previsión que había tenido José Luis, destacando observadores en determinados lugares altos, pudieron detectar dos semanas después una columna enemiga a menos de un kilómetro de donde estaban. La idea de José Luis fue enfrentarlos hacia el este, donde había una serie de arroyos y cañadas, y el terreno era difícil de transitar, como medio de despistarlos por un lado y, por otro, de tener cierta ventaja táctica. Sin embargo, Cándido menospreció la superioridad de armamento y de logística que tenían los militares, por lo que se vieron enfrascados en un combate que duró más de tres horas hasta que vinieron los helicópteros y tuvieron que replegarse, con el resultado de tres heridos, uno de ellos muy grave y que murió a la madrugada siguiente. Según José Luis, del otro lado habían caído dos soldados, pero no se pudo confirmar tal supuesto. La acción, en vez de haber distraído al ejército, fue un acicate para que se lanzaran a buscarlos, y por ello tuvieron que abandonar el campamento, cuestión que le valió una crítica muy severa de sus propios compañeros. Por suerte la columna guerrillera de Osiris, que tenía a su cargo la región norte de Boaco, había aprovechado el movimiento militar y se habían ubicado en la zona de su retaguardia y cuando a mediodía se lanzó a llover como si nunca hubiera llovido, y los soldados se habían guarecido en una hondonada —era una zona que había palmeras, extrañamente— les tendieron una emboscada que resultó fatal para los militares, ya que murieron siete de ellos, cuatro resultaron heridos leves y dos con cierta gravedad, y capturaron a otros tres, entre ellos el capitán Solórzano, que también era de Tecolostote y admirador de Somoza y que, entre otras cosas, había torturado a José Luis la primera vez con picana eléctrica en los genitales y se reía de sus gritos. Pero por él no pidieron rescate ni que lo intercambiaran por guerrilleros presos, se le hizo un juicio sumarísimo y se le ejecutó, sin miramiento alguno. Ya habremos adivinado que el responsable de su muerte fue, justamente, nuestro Cándido, que de esa manera quedó rehabilitado al mando, y si bien le tembló la mano en el momento justo, respiró hondo y disparó a la sien, salpicándole la sangre en el pecho y en el lado derecho del cuello.

Después tuvo una buena racha de dos años, donde su audacia no tuvo límites y el punto álgido fue en la segunda batalla de El paso de Peñaloya, que terminó con la rotunda victoria de los alzados en armas y la apertura de la carretera que unía con Masaya, que quedó aislada del resto, en una acción conjunta con el Frente Sur-Oriental “Camilo Ortega”. Fue José Luis quien diagramó la ofensiva —porque conocía la zona desde antes, ya que uno de sus tíos, Carlos, vivía por allí, y su familia lo había visitado más de una vez—, luego de recolectar información fidedigna sobre la cantidad y la ubicación de las tropas enemigas, instalado en el cuartel central de la isla Las Calabazas. Si algo empañó su desempeño fue, como muchas veces sucede en la guerra (y en todas las guerras), que al final de esa batalla, por culpa de un celo ardoroso y entusiasta, José Luis entró en una de las casas que estaban del otro lado del río, y apenas vio que se movía algo disparó con su fusil semiautomático (que le había sido asignado como recompensa en una exitosa operación anterior). Cuando se disipó la humareda y se asentó el polvo, descubrieron que eran dos niñas, y que lo que le pareció ser un arma que tenía una de ellas, era un bastón, pues después se supo que la mayor tenía un problema en una pierna y caminaba mal.

A raíz de ello le dieron un breve descanso. Breve, de tan solo dos días, porque en la guerra no se puede descansar demasiado.

Siempre algo le pasaba a José Luis Sánchez-Losada, esa fue la conclusión a la que llegó la que, con el tiempo, sería su compañera de toda la vida, Mecha, que también había sido guerrillera y que quizá para protegerlo era que se había unido a él. Pero estaba lejos de saber la verdad. 

El doctor Petié volvió al siguiente día y le dio un pase para su consultorio particular, donde fue inquiriendo detalles de su vida y le mandó a que se hiciera diversos estudios que fueran descartando problemas. Según los resultados obtenidos se pudo saber que no había tumores, no había infecciones localizadas, sus órganos funcionaban bien, aunque tenía algún problema en la garganta pero nada demasiado serio y una pequeña renguera debido al accidente en que se había quebrado la pierna. Evidentemente el problema era otro.

Recurrió a la bibliografía hasta que, después de semana y media, se encontró con el caso de un soldado suizo, llamado Simins, al que le había sucedido algo similar. Según lo que constaba en los Anales de Psiquiatría del año 1958, se estudiaba ese caso con detenimiento, bajo el nombre de “Mal de Beryazo”. El soldado había participado en la Segunda Guerra Mundial (del lado alemán), ya que si bien había nacido en Suiza, su padre era alemán y había hecho el servicio militar en ese país, en realidad en la aviación, en la Luftwage. Su avión había sido derribado en setiembre de 1944 cerca de Lörrach, cuando volvía de una misión, y fue llevado al hospital de Friburg y, con pronóstico reservado, más tarde a Francfort, donde se recuperó. Sin embargo, luego de unos años, su estado físico y psíquico decayó rápidamente, fue internado en un sanatorio mental y tiempo después murió. La descripción de su caso era similar al de Sánchez-Losada: activo participante en el servicio militar, con varias heridas (incluso en la cabeza) y una propensión a olvidarse de detalles fundamentales de su vida diaria. En el anexo 3, traducido del alemán al inglés, se detallaba el informe militar de su derribo, donde se afirmaba que “su desorientación en pleno vuelo había hecho fracasar la misión a que había sido encomendado” y que, interrogado al respecto, había dicho que “un dolor de cabeza, muy intenso, le había nublado el conocimiento, y que después de eso no se acordaba de nada más”.

Por supuesto que el doctor Petié al principio asoció su enfermedad, en caso de ser una enfermedad lo que él tenía, al hecho bélico, como si fuera una consecuencia del mismo. Pero revisando más a fondo otros casos, se encontró con que no necesariamente tuviera que ser así, que tal enfermedad no era producida en exclusivo por la guerra, aunque sí podía ser consecuencia de un estrés postraumático. Entonces encontró el caso del señor Beryazo, analizado en profundidad por el Círculo Psicoanalítico de su país, y paradigmático en este sentido.

Este señor, de origen italiano, nacido en 1899 en la ciudad de San Fermo della Battaglia, de padre carpintero y madre sin profesión (eso decía el informe médico de la ciudad de Como, quien había analizado el caso), no había participado de la Primera Guerra Mundial (aunque no se decía por qué). Si bien había vivido hasta el año 1917 en esa ciudad, a raíz de la muerte del padre se le pierde de vista hasta el año 1934 en que aparece en el nosocomio de Ospedale di Comunitá, en Cori, a raíz de una discusión médica sobre su caso. Otra vez los mismos síntomas: cada vez que va a culminar algo, sucede un hecho, a veces mínimo y totalmente lateral o colateral, que hace que éste no termine lo que empieza. Y que luego se extravíe o muera. De hecho en el Informe anual del año 1938, con el que se cierra el expediente médico del ex diputado José Luis Sánchez-Lozada, se le confiere el nombre técnico de Mal de Beryazo para lo que nunca termina, para lo inconcluso.

 

Sergio Schvarz
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