Calamares en su tinta, María Esther de Miguel, Editorial Losada, 1968, Buenos Aires, 141 páginas

 

Los mecanismos de la memoria y la justicia

por Sergio Schvarz

sergiosamschvarz@gmail.com

 

Calamares en su tinta, de la escritora argentina María Esther de Miguel (1 de noviembre de 1929, Larroque, provincia de Entre Ríos - Buenos Aires, 27 de julio de 2003), es su segunda novela (1970), después de un libro de cuentos (Los que comimos a Solís (1965) y la primera, La undécima hora, que obtuvo el Premio Emecé de Novela en 1961). Fue maestra y periodista, dirigió la revista literaria Señales, fue directora del Fondo Nacional de las Artes, miembro del Consejo de Administración de la Fundación El Libro y crítica literaria del diario La Nación.  Se dice de ella que con su estilo, dentro de la novela histórica, bajó del bronce a los héroes, buscó mostrarlos como personas normales, con defectos y virtudes. Según nos noticia Stella Maris Ponce: “pertenece a la llamada generación del 60, entre cuyos integrantes están Marta Lynch, Juan José Manauta, Pedro Orgambide, Beatriz Guido, Federico Peltzer, Haroldo Conti, Jorge Masciangiolo, Dalmiro Sáenz, entre otros. Se les atribuye, como característica, “una tendencia al realismo, entendido éste como una mirada profunda de la realidad exterior, en la que pueden vislumbrarse intenciones de crítica social, pero también una indagación metafísica en las personas y en su desenvolverse dentro de ese entorno real”.

Antes de entrar de lleno en esta su segunda novela, quisiera extenderme un poco dentro del concepto de novela histórica, en realidad un subgénero narrativo, tomando como base otro libro suyo, Jaque a Paysandú, de 1984 (publicada en 1987). Y tomando en cuenta este libro ya que es a partir de allí que la escritora construye una obra sólida en cuanto a sus bases históricas y con una fértil imaginación que va, principalmente, a los sentimientos de los personajes. Y luego esa veta continúa con La Amante del Restaurador (sobre Juan Manuel de Rosas), Las batallas secretas de Belgrano, El general, el pintor y la dama (acerca de Justo José de Urquiza).

La novela histórica, entonces, tiene el propósito principal de ofrecer una visión verosímil de una época histórica preferiblemente lejana, de forma que aparezca una cosmovisión realista e incluso costumbrista de su sistema de valores y creencias. En este tipo de novelas han de utilizarse hechos verídicos aunque los personajes principales sean inventados (o al revés: personajes reales dentro de los periodos de la historia que no fueron documentados). Sus rasgos serían el peso del sentido histórico referido, la revitalización del pasado con una proyección pretendidamente realista, una muestra de la realidad social y popular de ese momento, la preferencia por personajes cuya individualidad refleja un carácter medio, la aplicación de ese pasado y el conjunto de sus apreciaciones al presente, la incidencia del anacronismo que sea preciso, y la condición crítica constitutiva del género, toda vez que encierra un conflicto entre historia y ficción, que conduce a una nueva forma de novela, la novela realista, encarnada según Lukács en Honoré Balzac. La novela histórica puede hacer un "uso público de la historia" en beneficio de los requerimientos del presente, o bien como forma literaria de afirmación de la identidad y la nacionalidad.

El antecedente directo podría tratarse de Walter Scott, con su novela histórica en pleno romanticismo (Waverley (1814) y la más popular Ivanhoe (1819), cuya acción transcurre en la Inglaterra del siglo XII), y a partir de allí hay una serie de escritores que escribieron novelas de ese tipo, entre ellos Víctor Hugo, Alessandro Manzoni, Theodor Fontane, Aleksandr Pushkin y Lev Tolstoï, James Fenimore Cooper, Hernyk Sienkiewicz, y Gustave Flaubert. Pero es en el siglo XX cuando se consolida, con dos verdaderos “clásicos” del género, tales como Yo, Claudio, de Robert Graves, o la excelente Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, obras que están inspiradas en la antigüedad clásica, y luego toda la serie de escritores latinoamericanos, dentro del boom, preferentemente sobre los dictadores: El señor presidente, del premio Nobel guatemalteco Miguel Ángel Asturias, El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez, Yo, el supremo, de Augusto Roa Bastos (sobre el dictador paraguayo Gaspar Rodríguez de Francia), La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa (sobre el dictador de la República Dominicana Rafael Leónidas Trujillo) y la del escritor mexico-guatemalteco Óscar René Cruz O., El presidente olvidado. Rafael Carrera. Pero también hay el tipo de novelas que no tratan sobre héroes (o villanos), sino que tratan el periodo histórico determinado o bien a personajes secundarios de la historia, como por ejemplo: El viaje del fin del mundo, de Vargas Llosa, sertão y quilombo; El libro de Manuel, de Cortázar, con sus recortes de noticias que explican algo que ya no es; El siglo de las luces, de Carpentier, origen y fin de la liberación por sobre la esclavitud, y otros en que sí hay personajes históricos de peso: El general en su laberinto, sobre Bolívar, de García Márquez, José Trigo, de Fernando del Paso, sobre el movimiento sindical ferrocarrilero (recientemente fallecido con 83 años), El médico, de Noah Gordon, donde nos habla sobre el mejor médico de la época, Ibn Sina o Avicena. Incluso con Historia del cerco de Lisboa, Saramago hace el “suponer” de la historia, ya que debido a un pequeño error, hace decir a la historia lo que no ocurrió y a partir de ello contar lo que hubiera resultado, como un ejercicio hipotético-literario, aunque con cierta lógica histórica.

En Uruguay, por ejemplo, tenemos a Acevedo Díaz («se entiende mejor la "historia" en la novela, que la "novela" de la historia», y el asunto histórico le brinda «el secreto de instruir almas y educar muchedumbres», dijo él mismo). En Ismael, el personaje ficticio se mueve sobre un fondo histórico, y el libro termina con la batalla de Las Piedras, en 1811. Posteriormente Nativa, de 1890,  y especialmente Grito de gloria, de 1894, cuya base histórica es la cruzada de los Treinta y Tres Orientales. También Lanza sable (1914), a lo que podemos sumar El combate de la tapera y Soledad. Otras obras del último periodo pueden ser, en una lista no exhaustiva: Bernabé, Bernabé, de Tomás de Mattos, o La fragata de las máscaras, en otro plano; El príncipe de la muerte de Fernando Butazzoni o las más recientes Las cenizas del cóndor y Una historia americana, o bien Artigas Blues Band de Amir Hamed desde la propuesta de la "retroescritura" como nuevo modo de leer el pasado.

En Jaque a Paysandú, Esther de Miguel asiste al asedio a Paysandú y a su heroica defensa, con Leandro Gómez al frente, pero en vez de poner el acento principal en ese personaje, escribe una conmovedora historia de amor en medio de una guerra que resultará exterminadora. Parecería decirnos que en la medida en que nosotros nos apropiemos de nuestra historia, entonces podemos ser mejores, más independientes. Porque, en definitiva, como se pregunta esta escritora, “¿de qué sirven las experiencias pasadas si no las hacemos nuestras?”. Sobre el mismo tema del sitio de Paysandú (y la carnicería desatada por Venancio Flores y soldados aliados del Imperio de Brasil, y argentinos (enviados por Bartolomé Mitre), que ocurrió entre diciembre de 1864 y enero de 1865, está la novela No robarás las botas de los muertos, de Mario Delgado Aparaín (Alfaguara, 2002), y también el libro del periodista César di Candía, Sólo cuando sucumba, testimonios de los que sobrevivieron al sitio de Paysandú, Fin de Siglo, 2003). Por momentos es hondamente dramática, romántico-histórica, y se ven las acciones del líder desde los que están cerca y son estos los que le suponen intencionalidades.

En una entrevista para el diario El Clarín, en 1999, Esther de Miguel dice que “para mí los historiadores son imprescindibles. Pero no son los dueños absolutos de la historia, y aunque por suerte ya no tienen el empaque tan rígido de otras épocas, creo que los escritores nos sentimos más libres para ir más allá de los documentos”. Pero por otra parte, si la literatura es, más que nada, invención, el trasfondo histórico puede ser —dicen algunos— una especie de freno a la imaginación.

Como mecanismo de defensa.-

Del aburrimiento nacerá el amor. Suena desabrido, poca cosa, pero quizá sea real. Cuando de pronto algo falta, algo hondo, sentido dentro del corazón, presentido, esa insatisfacción será empuje, acicate para el arriesgarse, el vivir. Una muchacha, “esencialmente opaca”, una mujer triste para la que vivir y sufrir son la misma cosa. Todo surge en el pueblo en que la adolescente (Marcela) “pudo preferir los libros… a esos imberbes de cara granujienta, tímidos y audaces”, demasiado niños para la falsa experiencia, hasta que llega ese bibliotecario, “desgarbado, tímido, audaz, soñador”, que tiene la capacidad de traspasar el tiempo, como si pudiera estar en uno de sus pliegues. Esto está dado cuando se dice que “había visto pasar mucha gente por el ancho y polvoriento salón. Después, los había visto volverse estancieros, profesores, comerciantes. Más adelante, cadáveres, en el cementerio” (pág. 21).

Aquí ya vemos como el tiempo se estira y se encoge, según la necesidad (narrativa), y quien nos habla parece traspasar ese límite temporal, como si estuviera en otra parte. Los párrafos de la novela son largos, a menudo cuentan más de una cosa, de modo indirecto, pero cada tanto se intercalan otros bloques de textos como si estuvieran extraídos de alguna parte (de cartas, por ejemplo, recibidas o escritas, lo que hace pensar en textos intercalados, de técnica epistolar). Calamares en su tinta, no es, propiamente, una novela histórica, aunque sin embargo hay dos etapas históricas bien delimitadas (en torno a la Segunda Guerra Mundial y alrededor de los años sesenta del siglo pasado), y hay una proyección hacia la memoria, el recuerdo y, sobre todo, a la justicia, tanto como concepto (incluso histórico) como personal. En el centro de la novela está, entonces, el recuerdo, y el papel del recuerdo como mecanismo de defensa innato casi, y del cual poder sacar alguna enseñanza. Ese recuerdo será histórico, también, en la medida que desarrolla, con breves pinceladas, el cuadro entero de ese u otro tiempo. Habla de uno mismo como si fuera otro, o como si estuviera fuera de su propia piel: “Uno vio, una vez, una madre…”, el uso de ese “uno” hace pensar, también, en el otro, como antítesis.

El recuerdo va bien lejos. El abuelo, por ejemplo, “fue importante en su vida… Ella lo veía con el pelo blanco, los ojos azules, de niño, en los que estaba siempre encendida una lucecita alegre; pero, a veces, como un viento encajonado, se encerraban en ellos ramalazos de furia” (pág. 21-22), y luego sabremos de la muerte de su familia, los campos de concentración y las cuerdas del horror. Y sin embargo, ¿saben?, “los años amortiguan el dolor y, debajo de su espeso vendaje, la herida puede cicatrizar” (pág. 25). Por eso ahora dirá que “hubo un tiempo en que yo fui feliz…”, sí, todos lo fuimos alguna vez, y esta no será la excepción.

Y lo que se llama felicidad, más allá de Borges, es el enamoramiento. Aquí se describe el proceso: “Se dejó abrazar una tarde, a la sombra de un viejo sauce, en una esquina de la plaza. Otro día, permitió que Alberto la besara en los labios. Y otro día fue ella quien lo abrazó, y él la apretó contra el suelo, que estaba húmedo y cubierto de pasto, porque era el atardecer. La estrujó con fuerza. Y puso su mano debajo de la pollera pantalón” (pág. 28). Pero también estará el peligro, el peligro de querer y el de ser lastimada. Y luego muere la madre, quien alguna vez le había advertido que tuviera cuidado, porque “te puede pasar una desgracia” por estar enamorado. “Marcela hablaba mucho de su madre” (porque son los recuerdos de Marcela de lo que se trata en la novela), y la descripción, a propósito, dice que su madre era “alta, delgada, hermosa” y sin embargo ella guarda otra imagen, “la de una mujer agotada… vencida” —“la señora Sofía para los demás”—, en perpetua convalecencia, para quien el amor a sus hijos estaba por sobre todas las cosas.

“La muchacha era la menor de los hermanos. Probablemente nació cuando el pobre amor que un día había unido a los padres, ya estaba hecho añicos. Pero siguieron viviendo y teniendo hijos, igual, conforme a la ley que gobierna a los seres vivos. Por supuesto que para ambos pasaban las mismas cosas y cada cual las sentía a su manera y condición” (pág. 31), se trata de la condición familiar, la identidad en el seno de la familia. Además “toda infancia es tan parecida”, o esas imágenes similares del transcurrir de los ciclos naturales: “el otoño con sus preparativos escolares, las bodas de cierto pariente lejano, en algún pueblo vecino; la siembra; luego el invierno, y el pueblo acobardado de frío, con el miedo de las lluvias excesivas, y del granizo, que aventaba sembrados, y el pavor a los catarros y gripes, que arrasaban con viejos y débiles; y después, por fin, la alegría de la primavera y del verano, que eran cosecha y sol y río y vacaciones” (pág. 31). En esa condensación del tiempo, se incluye su experiencia con la muerte “en carne propia”: “un día de otoño, cuando su madre se fue, llevada por una enfermedad que por aquel tiempo le pareció una larga palabra incomprensible, y después ya no le importó entenderla”, a pesar que no nos aclara nada sobre cómo fue esa muerte, lo importante es lo que queda después: “sólo le quedaría el recuerdo dulcificado de los últimos días”. Porque si bien dijimos que esta novela trata sobre el recuerdo, es únicamente de algunas cosas precisas, concretas, de lo sobresaliente, lo que se ha destacado de una u otra manera.

Hay, por esa misma característica temporal, ese juego en el tiempo histórico, un segundo discurso, con una visión extemporánea, estereostópica, abarcativa, fuera de la rememoración y fuera del espacio ordinario, una visión aérea (que mira las cosas que suceden desde arriba, como desde afuera de la situación, sin involucrarse, con pretensión de objetividad). Lo que se narra, que es la otra historia de la novela, nos lleva a la adolescencia, a una adolescencia distinta por la muerte de la madre. Luego es el quemar de las etapas, una por una; y ahora serán “profesores, cifras, números”, como etapa imprescindible que “es menester cumplirlas, para lograr ese diploma más o menos verificable y… (así) ingresar en la Vida”, con mayúsculas, porque es la vida como patrimonio de los adultos y de la adultez. Además “atrás queda el rostro fugazmente transitorio de la infancia y los resguardados días de un tiempo (ya ido)”. Porque mirándolo desde otro punto de vista, “se envejece siempre”, permanentemente, más allá de que nos demos cuenta —o no— cada tanto tiempo. Ahora, ese envejecimiento es el de todas las cosas —el paso indetenible del reloj— y actúa “como caía sobre nosotros el sol, primero vertical, luego oblicuamente, más adelante sobre el horizonte; al comienzo cálido, luego apesadumbrado, testigo mudo de tantas palabras, de toda la inquietud volcada en aquella tarde” (pág. 36), que además es una tarde “candorosa de primavera”.

Y en ese caso la infancia es en Buenos Aires, en Palermo: “los pulcros canteros florecían en derroche de colores, el viento de setiembre anticipaba el olor de los jazmines” y además, hacían contrapunto con la otra visión, la de su ciudad-pueblo “perdida entre horizontes de trigo y lino” (pág. 37). Por eso cuando se van de Palermo algo parece quebrarse: “cuando nos fuimos de Palermo, en el aire flotaba algo antiguo, silencioso y violento” (pág. 36).

Los afiebrados años de adoctrinamiento partidista -

Esther de Miguel busca la precisión, el dominio de la palabra para expresar lo que se quiere decir con exactitud: “El Instituto era viejo y feo. No antiguo: viejo”, y luego nos dirá cómo es esa vejez y en qué consiste su fealdad, que aquí funciona como categoría y en su calidad intrínsecamente simbólica: “una mole cuadrada, casi tan alta como ancha, con sus dos pisos encimados, sin gracia, pesada, oprimente” (pág. 37-38). Pero además “tenía deslucidos ventanales y una puerta, también ancha y deprimente. Parecía destinada a no abrirse jamás. La madera estaba despintada y olía a moho: el mismo olor que exhalaban las escaleras, agobiantes. Además, crujían siempre”. Y la conclusión: “era el triste lamento de la madera muerta”. Y esa adolescencia era una en donde estaban “los adolescentes inquietos, soñadores y activos, esperanzados y desesperanzados, hablando de filósofos y de bueyes perdidos con pareja intensidad, librando interminables batallas de palabras, veleidosamente, hoy por esto y mañana por aquello, tinajas de contradicciones y vivencias; dando exámenes y a veces eludiéndolos, atiborrados de libros, de citas y de fantasías, haciéndose hombres en las noches huecas de sueño sobre los apuntes, en los sueños sin sueños de las vacaciones, en esa alegre fraternidad en la que vivían, ajenos a cuánto pasaba alrededor de ellos, en la ciudad-pueblo, en la provincia, en el país” (pág. 38). Pero, sin embargo, “lo que acontecía en la ciudad-pueblo, en la provincia, en el país, ya los alcanzaría”.

La vida, como siempre, estaba afuera. De un lado o de otro. Porque todo lo de afuera “crecía, avanzaba, arrasaba, en alas de consignas, decretos, marchas, planes, persecución, fuego, sangre”. Envueltos en esa lucha llegará el “golpe, emplazamiento, revuelta, militares en el gobierno”. Porque todo esto es parte de la historia golpista de la Argentina, su pasado siniestro que, como una sombra casi permanente, sobrevuela la nación. Lo histórico, aunque el período puede ser un poco vago se trata de los años sesenta, se mete en la novela y forma parte de lo que se siente, es decir, de lo que provoca, según el recuerdo lo trae a la actualidad y con ello le da otra dimensión, distinta a la original. Y de pronto, ya “estaban inesperadamente maduros para el compromiso. Ya eran adultos”. Esa mayoría de edad les da otra visión sobre las cosas.

Bajo todo punto de vista hemos de decir que 1) todos tenemos un pasado, sin terminar, en construcción y reconstrucción; y 2) es el límite (más o menos) preciso del fin de la inocencia, de la niñez, de la infancia. Ahí está la tesis. El ser  hombre, el “ya eres una mujer”, con todo lo que eso significa. Y ese paso, esa transformación, a veces imperceptible o no tan clara, no tan nítida, enmarcada en el instante preciso, “fue más allá, en el país que por entonces apilaba horrores como otros esperanzas”, y en su caso fue que el maestro lo clasifica —y con ello la estigmatización, la denigración— como judío y lo destina al rincón en el que van los díscolos, los disminuidos, los rebeldes, “aprenderá solo, no se le tomarán más lecciones…” (pág. 40), y sin ni siquiera nombrarlos, ya sabemos de quién está hablando (lleva por nombre Martín Branski y, obviamente, se relacionará con Marcela). Esos fantasmas siguen ahí, molestando con su presencia, es la presencia de Hans (su carcelero): “La propia experiencia vuelve, irrefutable. Allí están, son otros, pero están; “…una legión de demonios planea sobre Alemania; otra de arcángeles la abandona; qué potencia oscura se estaba adueñando del mundo” (pág. 43), una como pregunta retórica. Ya sabemos cómo fue, de sanguinario, ese demonio que cayó como un mazazo colosal sobre medio mundo.

Alternará las dos historias hasta que confluyan en una. El director de ese colegio “era alto y corpulento. Probablemente había nacido para flaco, pero el mucho comer, el poco trabajar y la vida sedentaria a que profesión y hábito lo obligaban lo fueron engordando. Tenía la cara blanda como una jalea. Sus ojos eran pequeños, arratonados de color, de forma oblicua. Su pelo negro, tirante. La boca podía tener cualquier diseño: no se le notaba debajo del bigote espeso, renegrido también, brillante” (pág. 42). Y ese director adiestraba políticamente “no con (patrióticos) razonamientos convincentes, sino con los gritos y ademanes histéricos que eran el fuerte de su personalidad” (pág. 44). Y cuando “se enojaba por cualquier cosa que no coincidiera con sus opiniones o gustos o programas, ponía en movimiento resortes ocultos que lo agitaban y zarandeaban de modo singular”. Se trata de Deolingo López, charlatán discursero, que realizaba todo “con eficacia ponderable. Con total desmesura” y con una voz “empapada de inútil autosuficiencia”, que provoca desparpajo.

Porque en el país, por ese tiempo, comenzaban a levantarse austeros pórticos de columnas, fríos atrios, vacíos, grandes bajorrelieves” (pág. 46), que es el momento preciso que quiere destacar. Y ella, sin embargo, piensa en “las ranchadas cercanas. En los niños desnutridos del norte. En los obreros sudorosos de Buenos Aires y de Rosario. En los peones anónimos del campo. En “los empleados de papá”. En “los empleados de papá” que no estaban con él, que era el patrón” —de paso nos va dando informaciones sobre todos quienes participan de la historia—. Es una misma acción, doblada en el tiempo: el llegar de los nazis y llevarse detenidos a los judíos, con el llegar de una marcha de hombres que “dejaron sus casas, sus ranchos, sus trabajos. Salieron a la calle. En camiones, apretujados. A pie, sudorosos y cansados” (pág. 50). Pero además, “eran muchos, eran feos, eran pobres. Olían mal, vestían mal, se veían como un espectáculo deplorable. Pero algo, una fuerza escondida, ignota, telúrica casi, brotaba de la masa maloliente que traía rumor de aceites y talleres, de trenes y barcos, de trilladoras y azadas: el olor inconfundible de los desplazados”, y, sobre todo: “uno solo hubiera sido deplorable, irrisorio. Hubiera despertado asco o compasión. Pero todos así, en marcha, codo con codo, formando una valla de aristas agresivas, con sus pechos desnudos bajo la camisa transpirada, la mirada desafiante, la voz fuerte, impresionaban” (pág. 51). Al haber participado del mitin, el padre la abofetea: “Levantó su mano, tan blanca y cansada como su rostro pálido y agotado, y la abofeteó. Con desgano, cumpliendo un deber” (pág. 53). Ella deberá irse ante la injusticia. La libertad lo es todo, y más. Lo que es justo es justo por más decreto que diga lo contrario.

Esther de Miguel desplaza el recuerdo al contar otro recuerdo inserto en aquél, como un sub recuerdo que, en vez de afirmar el recuerdo total, parece desgajarse para representar el conjunto, bajo el soporte del recuerdo general. Además, ubica un elemento dentro del “discurso” literario, y lo desenvuelve. Por ejemplo, a raíz de decir que vive en una pensión, habla sobre casas antiguas, provincianas, e incluso detalles puntuales e históricos hasta llegar a la pensión. Yendo de lo singular a lo general y nuevamente a lo particular. La síntesis de la novela manda: se trata de las relaciones de Marcela y de dónde vienen y a dónde van; lo que le pasa a ella, aunque a veces no queda bien claro de quién se está hablando, hay alguna confusión al respecto (pienso que es hecho a propósito, para que algunas cosas, que son comunes a más de un personaje, puedan ser atribuidas a otros).

Como profesora, conocerá a Julio Pedrazza (“trajes impecablemente confeccionados, deportes oportunos y sus buenas horas de sueño”), un dandy, pura pinta, y caracterizará a los profesores adjuntando su materia como parte de sus personalidades: “…la profesora de literatura, atiborrada de libros y citas. Las esgrimía oportuna e importunamente: toda ella exhalaba un agudo sentido del deber”, o “la señorita Eufrasia Ramírez, profesora de la incipiente cátedra de Religión y Moral, escueta, breve, sonriente, austera en gestos y palabras, usando de una extrema cortesía para dirigirse a cualquiera”, y el comentario subsiguiente, que redondea la descripción: “—Su sólida virginidad nadie la pone en duda— acotó, maligna, la informadora de turno (pág. 57). Los celos, profesionales. Y en esa nueva etapa, pensará en que “tal vez el deseo más íntimo de una criatura sensible reside en aguardar que todo encuentro se transforme en acontecimiento”, y propender a ello. En ese grupo de profesores nadie quiere contradecir al director (que en esta novela podría representar una especie de “dictador”, a la usanza de esa subespecie de novela histórica en el papel del anti héroe). Este recita las directivas gubernamentales a cumplir, indefectiblemente. No hay posibilidad de duda, no hay libertad de cátedra, sino la reproducción intacta de las directivas patrióticas y nacionalistas. Pero, y será un descubrimiento, “siempre están los pequeños, los hombrecitos, los que tiemblan, trastabillan, temen, los indecisos y los cobardes cimentando las catástrofes, nadando en un mar de dudas en el que se hunden y arrastran a los demás” (pág. 61-62). En esos “afiebrados años de adoctrinamiento partidista” cada uno toma partido: “En una sola tarde pueden catalogarse todos. Los adictos al régimen, casi la mayoría, enceguecidos por los oropeles externos de una euforia colectiva. Los que reclaman su parte en el festín. Y los otros, los indiferentes. Los que no se meten, no opinan…” (pág. 62).

Carlos Márquez ocupará el papel de disidente, el que no se deja imponer, el que reclama la libertad de acción. Para ese entonces ya sabremos que él será un militante, y no habrá más remedio, la mirada “honda y larga” de ese hombre ilumina el recuerdo de Marcela. Y ese recuerdo se mezcla con lo otro, con lo que había ocupado todo el espacio disponible: en “…los reglamentados días del nuevo orden, el tedio caía, como una cortina de polvo sobre la gris uniformidad lugareña” (pág. 68). Era un tiempo que señala “de qué modo los actos más inocentes podían convertirse en crímenes y los más absurdos podían adquirir contornos de grandeza” (pág. 70).

Está allí, al calor de las cosas que van sucediendo en su entorno y en el país, la propia toma de conciencia de nuestro personaje principal, Marcela —aunque quien cuenta es otro, ya lo dijimos, como si estuviera por fuera de la historia y fuera un espectador neutral pero que, haciendo trampa, a veces se involucra y se entromete—, y también de la toma de decisiones, en un proceso lento, “porque en él se empeñaban sus convicciones primeras, las que la llevaron a la decisión y a la lucha; y fue paralelo al otro itinerario: al de su corazón comprometiéndose frente a un hombre” (pág. 71). Las cosas, en el pasado, confunden qué pasó primero y qué después, hay una simultaneidad, el recuerdo abarca un periodo entero, signado por ciertos acontecimientos, estos puntuales y centrales, “…no sabía decirme qué había sido primero, qué grado de influencia podía haber tenido un acontecimiento sobre el otro, ni en qué medida se habían integrado para que las cosas acontecieran como acontecieron”. Y en el recuerdo, como postales, está su intimidad, lo que es de suyo únicamente: “cualquier cosa puede hacer estallar una adhesión, sobre todo si ésta es más intuitiva que racional”, y luego esta frase que a primera vista pareciera faltarle algo: “si viaja por el río de la sangre antes que aferrada a las lúcidas disposiciones de la mente” (pág. 71), donde lo que falta es un misterio pero también algo difuso, ritual quizá, por ese “río de la sangre” por el que uno puede viajar como dentro de la inconciencia.

Sucederá un amor, como si fuera un vendaval, “una marea que sube, una leve bujía que se enciende en medio de la noche, disuelve las tinieblas…” (pág. 75). Y debemos tener presente que “los ojos no quieren otra cosa que detenerse en la placidez de un rostro, presentido alguna vez; pero el pudor tiene facetas extrañas, obliga a ocultar lo que se siente, pone falsas vestiduras y hace decir sólo aquello que mandan convenciones y estilo social, planeando vagamente por encima de todo lo verdadero que se quisiera expresar, mientras en el fondo del hombre empieza a escucharse la conmoción de una ternura que borra años de silencio y de dolor y soledad” (pág. 75). Y también, luego del inevitable encuentro amoroso, él se preguntará —y nosotros con él—: “cómo puede amarse a una mujer y después dejar de amarla”. Y entonces nos veremos tentados a explicar y explicarnos, argumentos, razones, o golpes de intuición o de mortal aburrimiento. Todo puede ser, todo puede pasar entre el deseo y tal vez el amor. Porque mientras “Márquez se siente desmantelado”, y para siempre, para la que era ella el haber dormido “con la sonrisa de la muchacha iluminando el amanecer”, como una imagen beatífica, la que era entonces, permanecerá hasta el último desvelo. La culpa del hombre arrastrará a esa otra relación, bajo “los agravios fraguados en los histéricos insomnios de la propia mujer”. La autora nos muestra, como mujer, a dos mujeres unidas por el mismo hombre —porque el hombre es casado—, en dos papeles distintos (¡si fuera teatro!, incluso con los pocos diálogos que se dan en la obra). Y a una de ellas la moverá el odio, irracional; a la otra, el amor, pero también una especie de compasión por la “erosión en la voluntad de un hombre”, el profesor, su desencanto social ha desembocado en la laboral y ahora en lo personal. Desencanto y disgusto. Desilusión. La otra mujer (vista desde el hombre): “Beatriz, Beatriz, ordenando las formas de un amor inexistente”, o “intentando sostener una estructura deshecha”.

El conflicto queda planteado entre el odio de su mujer (y los hijos que “conmueven, aprisionan, cuando dicen “papá” ”), y el amor de la amante que, lúcida, no puede escapar a la realidad, la estudia y la enfrenta. Y como Marcela misma habla desde el recuerdo, nos quedará ir sabiendo cómo se resolvió —cómo se irá a resolviendo y hasta podemos pensar, por algunos signos que nos lo previenen, en el costado “político” de la historia, aunque apenas la roza, como escenario cada vez más autoritario—, ese conflicto. Una pista puede ser este párrafo: “Está solo contra la tierra, bestia confusa, hecha puro instinto para moverse en esa rambla peligrosa que juega el desvarío de los hombres, aprendiendo a cumplir el hosco oficio de la muerte como los más concienzudos oficinistas su tarea de teclear sobre letras de metal, mover conmutadoras o manejar las máquinas de sumar, entrenándose para volar puentes, asaltar partidas de soldados, quemar depósitos, matar sin asco, robar sin pudor; acostumbrándose a olvidarse del miedo, a husmear el olor del enemigo, como un animal, y como un animal usar de las garras. No se da más, pero se sigue y se sigue (oh, el secreto linaje de los perseguidos”) (pág. 83).

Porque, además, están los otros. “Los otros avizoran, espían, lanzan sus exorcismos, conjuran el mal; los otros, los que quieren envejecer apaciblemente, a medida que el vientre crezca, los pelos se caigan, los dientes se sustituyan; los otros, distinguidos no-sé-quién, afirmando su inseguridad a golpes de prejuicios, mezclas intrínsecamente activas de sangre tibia y cerebros infradotados; los otros, trepadores y medrosos; los otros, los enternecidos por la seguridad de sus personas, de su familia, de su ciudad, de su siglo, de la oronda civilización, monda y lironda, occidental y cristiana. Los otros: ni fríos ni calientes: tibios” (pág. 80-81). Y también los que saben, los que les ven juntos, como una noche los ve Luisa Pérez (en su papel de testigo, ajeno y sin embargo parte interesada en la divulgación, vulgar chismerío, ¡hay que ver tantas cosas, pordió!): “Luisa Pérez es gorda, fea. Soporta con estoicismo sus ciento veinte kilos de grasa, mas no puede tolerar la belleza y la esbeltez de los otros”.

Llegará el momento en que la realidad, eso que está afuera, lo que se dice, lo que se habla (y lo que se inventa) entra a la ciudad-pueblo con la inesperada visita del ministro de Gobierno (que además, nació en el pueblo): “Era bajo y cuadrado, con algo de cachorro joven, lustroso, en su pinta. Una mirada amarilla brotaba de los ojos pardos. Tenía, además, un aire desprejuiciado, cierta naturalidad avasallante que, de cualquier modo, pecaba por excesiva” (pág. 87), y enseguida agrega, para que entendamos cierta mecánica interna de la represión y del sometimiento: “Aquella tarde de agosto, pareció aplastar a todo el pueblo, temeroso en su expectativa”. Ese pueblo que aparece reservado, casi ausente, sin querer inmiscuirse, por las dudas, distante. Además, lo apoya un general. Es cierto que es un “estancierito promovido a político de un día para otro”, pero está a la sombra del poder, omnívoro.

Y en la lógica del recuerdo, “la memoria devuelve los días intactos, tal cual”, pero también puede deformarlos, como en “esas noches multiplicadas de espanto, en que la vigilia parecía agrandar las cosas, como un pantógrafo inmenso” (pág. 88). Debemos saber que “en vano es decirse que los años amortiguan los dolores; pasan, por cierto, pero tras su espeso vendaje las heridas siguen sin cicatrizar, el descanso no llega” (pág. 88), aunque la muerte sí, para algunos.

Como un nuevo Anteo.-

Hay una historia detrás, historia europea, de cuando solo queda: “el triste cortejo de los perseguidos, disputando a los hombres y a los cielos el legendario derecho de sobrevivir”. Y de entre ellos, “uno de los pilares del régimen en la provincia, Teodoro Menéndez Paz, oligarca, estanciero con plata, quien, para enredar las cosas, o para que estas sean más reales, ese hombre, que “en su jovialidad había un no sé qué que crispaba”, se enamora de la profesora Marcela. Y por supuesto que “los ojos del hombre estaban cargados de un fuego que se le antojó malo: pasión, deseo o simple afán conquistador”. Y se equivoca ella porque con su desplante sólo traerá su propia derrota (y habremos de pensar en la Mirabal que desdeñó al dictador). Es por eso que, negada nuevamente la solicitud de entrevistarse, agotada, ella “sintió cansancio. El infinito cansancio de quien está ya vencido antes de dar la batalla”. Contra el poder, o su clara representación paternalista (y patriarcal, por supuesto), nada menos que contra alguien que es el puntal del ministro de Gobierno, es difícil librar esa lucha. Para organizar el agravio, la ofensa y el destierro como única promesa de supervivencia, ocultando la mano instigadora, “los alumnos se vuelcan a la calle, esgrimiendo carteles, piden que se vayan ambos profesores, por contras, por cipayos. Y los alumnos toman, en consideración, otra envergadura, otra dimensión: “…esos muchachitos con los ojos teñidos de odio, y sus caras de ángeles turbios, estremecidos por ramalazos de violencia, dueños de la ciudad entera, impúdicamente consagrada a los manifestantes y a esa corriente hostil que van desatando a su paso (pág. 94), transformados en carne de cañón. Y como ingresando en un máquina del tiempo, volverá la narración a los tiempos de Stillenstadt, y a esa otra historia, la de Ruth, la de la muerte de Ruth, “cuatro tiros acabaron con ese estorbo que ya era la pobre Ruth” luego que habían llevado a Martín los agentes de las SS”.

Allí se empiezan a unir los fragmentos y al final nos parece que la historia es siempre la misma, la que da fuerza al amor y mata cuando se lo separa, cuando los demás —o sus ideas al respecto— opinan lo que debió haber hecho o lo que debió hacer. Y claro, “en la casita de Stillenstadt, el jardín abandonado florecía a destiempo, sin que nadie lo viera”. O sea que en el abandono (eterno) la casita de Stillenstadt y todo lo que allí sucede —y todo lo que significa, desde su simbolismo— se rige por otras leyes. Las del olvido, justamente.

“La muchacha vio, por última vez, a los hombres de la ciudad-pueblo, afanosos tras las aventuras imprevisibles que el régimen les posibilitaba. Miró los jardines entristecidos por el invierno despiadado” (pág. 98), deseando que Márquez sea “nada más que un recuerdo perdido en la inasible vaguedad del pasado muerto”. Y una reflexión, por si acaso: “partir es eliminar las fronteras entre el ayer y el mañana, quedar, otra vez, a fojas cero, un mundo tapiado detrás y otro nuevo, puro enigma, desabrido horizonte, desatando un torbellino de incógnitas” (pág. 99), y, sobre todo, “cuánto cuesta comenzar de nuevo, bajo el solo amparo de la propia sed”.

Al llegar a la ciudad se pierden, y la ciudad es una ciudad “alta, fría, inhóspita”… y los hombres en ella son “puras islas, buscando salvar de la barahúnda general el altillo de sus propios intereses”. Hasta que el tiempo necesario para volverse a encontrar, pasa, porque todo está condenado a volver, o por lo menos se nos muestra esa posibilidad. Y pasa en una sucesión de eventos: “el rocío ha caído, las flores se abrieron, volvieron a cerrarse, los modelos de los coches se han sucedido, las efigies del tirano cedieron su lugar a la de los libertadores, las de los libertadores a tiranuelos a destiempo, y a otros y otros” (pág. 102). Además, “la muchacha, despojada de fraseología, ya se ha habituado a la idea de la resignación”. Y si se da ese nuevo encuentro, a pesar de un pacífico estoicismo, es porque la vida no admite ninguna demora. Y contra el deseo, además, no se puede. Es avasallante. Pero Márquez, liberado de la atadura primero y luego de la locura de su mujer, que ha sido internada, tras su muerte intenta volver, recuperar ese amor de pueblo chico y de infierno grande (San Miguel). Pero el tiempo pasado ha terminado con todo vestigio, ya no hubo la continuidad necesaria para renovar los votos amorosos, y todo parece encauzarse dentro del punto muerto. Pero no.

Acicateado por ese retorno, el fuego, el rescoldo del fuego, la plena sensación erótica se da con su nuevo hombre, Martín Branski, salido del fondo del tiempo: “un pájaro en llamas cava en mi vientre el pasado”, dice o piensa ella. Y él: “tu cuerpo es un brocal por donde he visto el cielo”. Eso dice, una vez cumplido el éxtasis: “desde entonces en adelante, sólo será la primavera”, los preparativos de las vacaciones y luego el verano, “el calor, como una enfermedad infecciosa, a todos alcanzaba…”. “En su corazón alterna la esperanza con el desasosiego. Los sueños compensan el escaso alivio de las vigilias”. Y “el tiempo del amor no tiene tiempo, es una vorágine que te atrapa, una calesita y que lleva y lleva, vueltas y más vueltas…” (pág. 116-117).

Martin Branski, entonces, ha sobrevivido al horror, y es víctima pero también testigo, “el empecinamiento derrota las palabras”, porque hay algo no resuelto en su interior. “El hombre habla y habla (ah, la necesidad de rellenar con palabras las ideas)”, y ese comentario nos mostrará el resultado embarullador que pueden tener las palabras, que terminan diciendo otra cosa que la que queremos decir, y por eso ella no puede entenderlo del todo. Pero él irá a testificar contra los nazis antes que venza el plazo, la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra, a pesar del cansancio y de que todo esto hará reflotar la pesadilla, la suya y la de sus padres, la que mató a Ruth y al hermano menor, Alberto, y al niño.

“La memoria (porque es de la memoria y los mecanismos de la memoria de lo que habla la novela, y de la justicia necesaria para honrar la memoria)… la memoria está preñada de tantos recuerdos, otros lugares y tiempos regresan, se abren en la evocación como un abanico y uno se ve, pálido, con las grandes ojeras cavadas por repetidas vigilias” (pág. 123). “Y entonces vuelve a ver (oh, la memoria tenaz), los ojitos pequeños, turbios, almacenadores de tanta infamia, con  hondura de fango; la boca apretada de la que salía aquella carcajada siempre a destiempo, carente de gozo, tirada aquí y allá, como una coz; los lánguidos bigotitos, inocentes; las manos pequeñas, dos zarpas prontas, mezquinas; la figura esmirriada, reducida a nada en traje y corbata de paisano, pero que parecía adquirir entereza dentro de la escafandra rígida de su atuendo militar; y sobre todo, en medio de la frente, irrevocable como un sello o una condena, la verruga aquella, no sólo perceptible sino nítida” (pág. 124) que será la prueba irrefutable de su culpabilidad. Se tratará de Adolf Rosemblaum, y “desde la fotografía se huele aquel odio pequeño y refinado, de reptil, acosándolo a uno, persiguiéndolo, destrozándolo” (pág. 124), el mismo con quien, de muchacho, se pelean a puños, “él magullado, el otro chorreando sangre”. Y desde allá lejos viene el odio haciendo trabajar las mandíbulas.

Y está ahora la necesidad de decidir si de entre los posibles sindicados se encuentra él, y si se animará a indicarlo con precisión, si quiere terminar con sueños y pesadillas que no terminan por ser liberadoras. Y porque él es uno, y tiene como seña de identidad ser todos, debe ir, afrontar la justicia. Ella verá eso como el volver al dolor, al horror, a la muerte y a la vileza. Porque ella es, en todo caso, y eso quiere ser, la vida. Y esa decisión abre una brecha entre los dos, hace nacer la discusión entre ambos, como una suerte de separación: “los límites que poníamos a nuestra separación eran remotos, lo que vendría un misterio en realidad inquietante, uno, tardíamente advertía raíces oscuras en su decisión, ella, cautamente proclive al pesimismo después de tantos desaciertos, veía desalentadoras perspectivas” (pág. 131). Trampas, laberintos. Y viene la alusión triunfal: no somos más que “…tinta de pobres calamares que se defienden como pueden de qué, de los otros, de sí mismos, de la compulsión ajena, del modelo que se quiso ser y no pudo alcanzarse…” (pág. 132), y a eso debemos agregar que en el primer encuentro con Martín hubieron calamares en su tinta: “sucedáneos para engañarse, defender, creerse fuertes o invencibles, dignos o sabios…”.

Porque sabremos que “sólo existe el tiempo que tenemos entre las manos”, y este es nuestro tiempo. “El que vendrá —dirá Marcela— es puro enigma”. Y sin embargo, el tiempo, el paso del tiempo, esclarecerá algunas cosas. El, por ejemplo, escudado en que va para hacer justicia, comprende que “aún había algo que cumplir para que el pasado quedara cancelado” e incluso que, como “nuevo Anteo, debía tocar fondo, primero, y luego volver a ascender”. Y ese hombre ascendió, descubrió, vio “las deshechas escalas de los tiempos pasados, compitiendo con las propicias estructuras modernas”.

El perdón, para que haya olvido, se abre paso. “Que otros graznen sus sentencias, que aprieten el cordaje tenso que está cercando al mundo, uno ya no puede: los ojos están cansados del tamaño del miedo, y el odio es un cuchillo que no da paz” (pág. 139).

María Esther de Miguel en Los siete locos

Publicado el 23 jul. 2013

María Esther de Miguel en Los siete locos

Si mirás el video podés deducir que es de principios del 2003, ya que habla de De La Rúa del 2001 y de las elecciones del 2003. Ella murió en julio del 2003, por lo cual esta es la última entrevista.
 

Sergio Schvarz
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