Acerca de "Un monstruo de mil cabezas", novela de Laura Santullo

 

La multiplicación de los puntos de vista

por Sergio Schvarz

sergiosamschvarz@gmail.com

 

Conocí a Laura Santullo en el distante año de 1977, porque era hermana de Fernando, quien fue mi primer amigo cuando, con mis padres, tuve que exiliarme en México. Por supuesto que a esa edad nadie podía saber qué era lo que íbamos a ser, y sin embargo, de alguna manera ya estaba escrito. La puedo recordar ahora, con una mirada un poco lejana, extraña y extranjera, que era una muchacha con rostro de porcelana, un rostro límpido, casi transparente, y siempre se me hijo la imagen, nítida, de una especie de matrioshka rusa, como si hubiera, dentro de Laura Santullo, otras lauras. Años después, cuarenta años después para ser precisos, lo puedo comprobar: fue contadora de cuentos durante varios años, y actualmente es guionista, escritora de relatos y cuentista (infantil y adulto), novelista, madre y, por qué no, una excelente persona. Su vida, que transcurre entre México y Uruguay, y en ese sentido es una auténtica urumex, se reparte entre sus hijos, su esposo cineasta y la escritura, y para darle la corrección final al texto que tiene entre manos, se va unos días a algún lugar solitario donde puede convocar a sus propios fantasmas y a sus musas.

Uno de esos fantasmas, en el sentido casi literal, es del que nos habla en esta novela: la inocultable realidad de la rentabilidad económica en la salud en detrimento de, justamente, la salud de las personas. O para decirlo de otro modo: la relación costo-beneficio de las enfermedades muy agresivas y los tratamientos médicos. O lisa y llanamente: la preeminencia de la enfermedad para el lucro creciente de la industria farmacéutica y su relación intrínseca con el estudio tecnológico aplicado a la medicina y a la cura de ciertas enfermedades.

Como una comedia de enredos.-

La estructura de la novela se compone de dos partes, contenidas en lo que cuenta Ella, la protagonista principal, y Los otros, cada uno de los cuales comenta lo que vio y/o lo que pensó del asunto y, también, con alguna referencia al tema, a sus propios conocimientos sobre el tema. Es por eso que, en determinado momento nos hace parecer una especie de comedia de enredos, aunque trágica, después de todo, y nos intenta dar, en la voz de los defensores de un cierto statuo quo de los seguros de salud, una especie de justificación para hacer todo lo deshumanizadamente posible que se hace en nombre de algo poco claro como la (supuesta) mayor atención médica viable al mayor número de personas, argumento que comprobaremos como totalmente falaz. La novela tiene un final abierto, aunque las posibilidades, ciertamente, se reducen a las atenuantes del caso o a la benevolencia del jurado: nosotros decidiremos.

De entrada Ella (la esposa) ubica la situación de modo general: “No soñábamos con una cura definitiva, eso no, en el padecimiento de Memo aquello era muy difícil, pero existía un procedimiento que podía darle la oportunidad de extender su tiempo en el mundo y mejorar su calidad de vida. Teníamos todo documentado, avalado por especialistas; la evidencia lógica nos daba la razón y, sin embargo, la autorización no llegaba” (pág. 5). Esto quiere decir hacer todo lo posible para conseguir el tratamiento, realizar los trámites necesarios, “llenamos cuanto formulario de inconformidad se nos puso delante” (pág. 6). “Acudimos una a una a todas las instancias legales para seguir reclamando, o mejor dicho suplicando” (pág. 6), y piensa, en retrospectiva (lo que nos ubica que esto se cuenta como un recuerdo de todo por lo que tuvo que pasar, la extemporaneidad del relato y el recurso del flashback), que el momento determinante fue “la llegada del dolor al cuerpo de Memo (el esposo)” (pág. 6). “Hasta ese  momento el dolor había sido manejable, fármacos y terapias para conservar en forma su cuerpo, pero la escalada silenciosa acabó ocurriendo y, tal y como lo pronosticaran los médicos, el sufrimiento arribó con una intensidad insoportable” (pág. 6). Llegados a este punto, sin retorno, y con la alteración de la rutina, se desencadenarán una serie de sucesos, hábilmente entrelazados, que desembocarán, más allá del propio final, en la terrible angustia de buscar la justicia por todos los medios, y no encontrarla. El lenguaje es sencillo, incluso en las referencias técnicas (que no son muchas), apelando más al sentimiento que provoca esta situación límite, pero también hay una precisión y concisión del lenguaje, buscando que este sea directo, sin tantas vueltas, desprovisto de alambiques y metáforas. La trama, hay que decirlo, ingeniosa, funciona casi como una novela policial. La película respectiva (que se llama del mismo modo, del año 2015), hecha en conjunto con su esposo y cineasta, Rodrigo Plá, está basada, también, en el guión que ha hecho ella (al respecto he leído algo sobre el manejo de la luz realizado por el cineasta, que le ha merecido elogios). Sobre esto nada puedo decir porque ni soy crítico cinematográfico y, para empezar, no he visto la película, por lo ni siquiera habrá un comentario de mi parte. 

Presencia y ausencia.-

Lo primero que vamos a destacar, entonces, es la presencia ya no sólo de la enfermedad, sino del dolor, del dolor agudo que intoxica y nubla el entendimiento, tanto del enfermo como de la esposa que, ciega de ira, arremeterá contra todo y contra todos en su afán de buscar algo, una pequeña rendija por donde se cuele la esperanza. Ya ha dicho que su esperanza no es la de que se salve, sino la de prolongar su vida. Quizá en el devenir del tiempo aparezca otra solución, una terapia alternativa o una cura milagrosa, y también, inconscientemente, allí está puesta su fe (la palabra dolor, en sí misma, etimológicamente expresa un sentimiento de angustia y pena). Pero junto a esa presencia, terrible, dolorosa, está la ausencia, o la sensación ausente: “Era como un animal  herido; no escuchaba, no entendía lo que yo trataba de decirle (pág. 7). “Supe que la vida quedaría anulada definitivamente si no deteníamos ya mismo el avance de la enfermedad; y eso me propuse hacer, a como diera lugar” (pág. 8). El especialista, el doctor Villalba, no se hace visible (y aquí hay ausencia, también) y jamás puede atender a la mujer, nunca se habían visto personalmente, todo el contacto había sido telefónico, distante, y ahora ni eso. Porque todo el proceso iniciado por la familia para obtener una mejor calidad de vida para Memo, un tratamiento distinto, que les había sido sugerido con nueva evidencia científica, habían mostrado unas “expectativas que se chocaban de frente contra la indolencia y la  burocracia”. Y aquí está el nudo de la historia que se cuenta en la novela, la burocracia médica del seguro de salud, atendiendo a los rendimientos económicos de la empresa. La familia ha buscado un nuevo método, pero para el seguro de salud existe la “presunción” de que éste es un “procedimiento insuficientemente probado”, y esa es su justificación para no otorgar los recursos necesarios para realizar dicho tratamiento. Y a raíz de esta negativa, ya no le quedarán más recursos disponibles para la mujer, Sonia Bonet, porque algo tiene que hacer, y algo hará. Todo, menos cruzarse de brazos.

[La mirada de Los otros→] Antes de decir exactamente qué pasa, asumiremos que usted es tan visionario que ya se habrá dado cuenta de qué estamos hablando. Y por eso el primero que habla es la persona que atiende “ambas llamadas” telefónicas en la delegación de Policía: la llamada que corresponde a la esposa del doctor Villalba denunciando un delito y la llamada de la compañía de seguros a raíz de un problema “en el edificio de la empresa Alta Salud en el cual el médico que fue agredido trabaja”. O sea que la esposa del enfermo, Sonia Bonet, agrede al especialista, y ésta “presenta rasgos de algún tipo de desorden emocional”; “parecía profundamente afectada por algo”. Aquí vemos, con claridad, el modo de escritura en Santullo, nos ofrece versiones de un hecho con datos que nosotros ya conocemos (por la lectura) pero que los personajes que están contando desconocen, pero, a su vez, éstos manejan otros datos que por el momento nosotros desconocemos (lo que podríamos denominar como “la dualidad semi oculta”, oculta un aspecto para mostrar otro que ha estado oculto). Es más, nos da la versión según los testigos (los otros, porque nosotros, los lectores, formamos parte de los que estamos de este lado del mostrador, junto a ella, ya que intuitivamente estamos de su parte), y que sabemos que es falsa (aunque no del todo, puesto que visto desde afuera las cosas bien pudieron suceder así —sólo que nosotros vemos desde adentro de la historia, porque sabemos, justamente, lo que los testigos no saben—). El papel de los testigos, en la obra, es fundamental, ya que la escritura se funda en sus declaraciones, a menudo ambiguas e intencionadas, del mismo modo que nosotros estamos siendo testigos de todo el conjunto. En el origen del conflicto, cuando la mujer va al edificio de Alta Salud para lograr una entrevista con el doctor Villalba, sucede esa no atención, expresada así: “…bastante más tarde y viendo que nadie acudía para atender a su pedido, la acusada (Sonia Bonet) insistió por tercera vez. Fue recién entonces que la otra accedió a escuchar la naturaleza de su solicitud y de los motivos que la llevaban a estar en aquel sitio. Y ahí surgió el problema grave. La joven recepcionista tuvo que reconocer que la persona a quien la señora Bonet esperaba ver ya no estaba disponible. Le explicó que, si bien más temprano en efecto había estado en el edificio, a esa altura del día ya se había retirado. La mujer, Bonet, se inconformó y levantó la voz” (pág. 12) e incluso hace saber su opinión (habla el policía como si fuera testigo, o mejor, como si fuera la voz oficial de los testigos, aunados en un solo cuerpo): “Sé que no me corresponde opinar, pero pienso que su enojo era justificado; lo mismo hubiera hecho cualquiera en su caso. Me permito recordar que para entonces llevaba mucho tiempo esperando, además de que según he sabido tenía a su esposo en un pésimo estado de salud aguardándole en  casa” (pág. 12). Por supuesto, la secretaria le confirma que el doctor Villalba no está, que ya se había ido (o sea que había estado y no la había atendido), “ya no estaba disponible”, y “lo que terminó sacando de quicio a la acusada… (fue) que todo el asunto de la ausencia del médico en las oficinas resultara una mentira” (dice el policía).

Luego se nos dará la versión de la segunda secretaria, ya que la primera ha terminado su turno, y sobre todo sus justificaciones (que suenan a una olímpica lavada de manos): “A nosotros se nos instruye claramente en el asunto: la consigna es aplazar la toma de decisión sobre las situaciones; por eso se le sugiere a los quejosos la elaboración de un escrito, con eso ya se puede averiguar si la petición procede y así nadie pierde su tiempo” (pág. 14) (el término “quejoso” es muy significativo, puesto que suena como majadero, molesto, molestadores inoportunos que no tuvieran otra cosa que hacer). Además, para reforzar el discurso de la secretaria, dice: “No se puede ni imaginar la variedad de solicitudes absurdas que se les ocurren a las personas”; de donde ese absurdo hace naufragar las solicitudes justas o necesarias, no absurdas, correctas. Pues resulta que de improviso vuelve el doctor Villalba a la oficina y al enterarse por la secretaria del suceso decide no atenderla. Ella, Sonia Bonet, se da cuenta y, lo que es obvio, le arma un escándalo. La secretaria se justifica, en base a la lástima que le inspira la mujer: “pero ya ve cómo me fue por ponerme a hacer preferencias, debí haber aplicado el protocolo como hago siempre. Por eso prefiero no conocer a nadie, ni involucrarme con la historia personal de los clientes. A quien quise proteger resultó ser una maniática” (pág. 15), porque ella le dijo que el señor ese era, efectivamente, el doctor Villalba, y después de ello dice que “ahora me siento fatal por haberlo hecho (por haberle confirmado la identidad del doctor), incluso es probable que pierda el empleo por culpa de todo este estúpido asunto” (sólo que no es un estúpido asunto, como podemos ver, sino el “caso” de alguien que se está muriendo y la desesperación ante esa muerte).

También cuenta una mujer que está dentro de un auto, esperando que el doctor Villalba, en el estacionamiento, le ceda su lugar (cada uno cuenta desde su posición y a la defensiva, los hechos ocurren y ellos se defienden como pueden). Esta mujer, en particular, dice: “no vi gran cosa y no escuché nada” (pero sospechamos que es por esquivar el bulto y pasar desapercibida). Después, contradiciéndose (porque al final de cuentas algo vio y algo escuchó) dirá que “ella (Sonia Bonet) pretendió mostrarle unos documentos que llevaba consigo” (y nosotros ya sabemos de qué se trata), y el doctor no quiere tomar los papeles, y le dice que “no estaba en horario de oficina y que no tenía obligación de atenderla”, y la mujer, que no escuchó nada pero que ahora está pendiente, dice que esto último “se lo dijo ya hablándole feo”.

Habla un taxista, a continuación, que como todos los taxistas va buscando pasaje. Ella y su hijo (porque aunque no lo hemos dicho Sonia Bonet estuvo todo este rato acompañado de su hijo adolescente, fanático de Sex Pistols y en particular su cantante, Sid Vicius, y que moría por The Clash, quien trata de apaciguar la furia de la madre, sin conseguirlo, y que fue arrastrado a los hechos desencadenados por imprevisión) le hacen señas, se suben y le piden que siga al coche del doctor. Su declaración será que “discutieron un buen rato pero no como que yo le diga con violencia, eso no, estaban necios cada uno en lo suyo, pero no se faltaban el respeto” (pág. 20), y también da un detalle que puede ser importante: “en ese momento  buscó el monedero para pagarme y algo pesado se le cayó al suelo; no sé qué sería, yo quise ayudarla pero rapidito ella regresó todo a su bolso y ya no vi” (pág. 21).

Luego habla la que abre la puerta (que es la mujer del doctor Villalba) y cuenta cómo se desarrollaron los acontecimientos, que el doctor no la quería recibir, se había comprometido a recibirla “en la oficina el lunes siguiente”, pero ella insiste nuevamente y otra vez el doctor se niega a ver los documentos y las fotos. La mujer del doctor se siente incómoda por la situación, el doctor Miguel Villalba la amenaza con llamar a la policía si no se retira y en el momento en que empieza a discar el número telefónico de emergencia ella saca un arma: “Fue en ese momento que la pistola apareció en la mano de esa mujer” (pág. 24). “Miguel se  puso pálido ante la presencia de la pistola y colgó el teléfono sin que la mujer se lo pidiera, luego alzó ligeramente las manos a los lados del cuerpo, muy despacio, hasta mostrar un gesto defensivo, apaciguador” (pág. 25), y nosotros podemos ver como hay pequeños actos que hacen, de golpe, terminar con la actitud arrogante empuñada segundos antes, y entablan otra disposición, algo hipócrita por cierto, al diálogo y a la negociación. [La explicación→] “Aceptó ser el dueño de las firmas, a la vez que explicaba a la mujer que nada de todo aquello era personal, que se trataba de políticas del seguro médico. Insistió, aunque débilmente, en que el tratamiento solicitado era experimental, que no habían datos suficientes que lo avalaran para ser aplicado en este caso específico. Trató de justificar su firma, pero ella tenía cifras y poseía información muy concreta: el mismo proceso clínico se había usado con éxito en distintos hospitales para la misma variedad de cáncer” (pág. 25). Para contrarrestar esto, el doctor da la información interna de Alta Salud (que justifica sus acciones): “los médicos  coordinadores, tenían esa función dentro de la empresa; debían encontrar los motivos para denegar los tratamientos costosos. Padecimientos preexistentes, errores en las solicitudes, inconsistencias en los diagnósticos; cualquier cosa que permitiera un ahorro a la compañía de seguros. En el caso de ellos se habían decantado por el argumento de que el procedimiento pedido era inusual. Cada coordinador necesitaba conseguir una cierta cantidad de rechazos para mantener el puesto; se les premiaba con ascensos, a veces también con viajes, promociones, cosas por el estilo. No hubo duda en su voz, ni arrepentimiento, ni amargura, tampoco satisfacción, era una descripción imparcial de los hechos” (pág. 25-26). Ante esto, como justificación al accionar de su marido, pero también como un baño de realidad, la justificación de su mujer: “solo podía pensar en nuestras últimas vacaciones. Sabía perfectamente que aquello no era culpa de mi esposo, es su trabajo y él hace lo que le dicen; uno no llega a la empresa que lo contrata imponiendo su modo de mirar las cosas. Sin embargo, no podía apartar de mi mente ciertas preguntas ¿Cuántos? ¿Quiénes? ¿Qué había sido de los que sufrieron para que nosotros fuéramos a París en primera clase?” (pág. 26). O sea: unos deben sufrir (y morir) para que otros, que pudieron haberlos salvado, tengan unas excelentes vacaciones en el paraíso terrenal, auspiciado por el constante crecimiento financiero exponencial de la empresa madre. Diremos que esto no es nuevo, que siempre ha sido así. Pero, ¿siempre ha sido así? Y además, ¿siempre deberá ser así? Nada de esto plantea la novela, el texto sólo nos muestra una realidad y nos da el panorama de por qué esto es así, sin embargo sabemos que si hubiera una adecuada distribución de los recursos y la accesibilidad plena a estudios que son costosos pero que se pueden revisar a la baja, la situación sería otra.

La burocracia era (es) una trampa que sólo nos hacía (hace) perder el tiempo”.-

Sonia Bonet declarará que encontró el arma, una Smith and Wesson vieja que debió haber sido descartada, mientras buscaba uno a uno todos los papeles que demostraban que su marido era una persona sana hasta el momento en que la enfermedad se hizo presente, que sabía disparar y, lo más importante, que estaba dispuesta a hacerlo porque “estaba cansada de no recibir respuestas, o mejor dicho de recibir contestaciones que eran una burla a nuestros derechos” (pág. 26). Y dice más: “Cuando la metí  en mi bolso no pensé en disparar, mucho menos en herir a nadie, pero estaba rabiosa y quería obtener un resultado distinto a la displicencia con la que nos habían tratado. Y las armas funcionan para que te escuchen” (pág. 26-27). Por supuesto, ya no hay marcha atrás. “La experiencia  de los últimos meses me indicaba que no podría conmover a nadie con palabras, ni con peticiones justas, ni con diagnósticos médicos bien documentados. Me habían expulsado a patadas del mundo de lo razonable, de la creencia en una sociedad civilizada. Y un animal salvaje acorralado no llora, muerde” (pág. 28), y entonces actúa, siguiendo la cadena, para llegar a donde se dan las órdenes, justamente para que esas órdenes no se den más. ¿Cómo? Con el ejemplo.

[Los otros→] La declaración del médico tendrá sentido de autoexculpación, como si simplemente hubiera acatado una orden, al estilo militar: “no quiero decir que haya faltado a la verdad, me refiero a que no pude elegir mis palabras, fui obligado a ellas. Fue una declaración cedida bajo presión” (pág. 29), porque no puede recordar con exactitud, o porque no quiere, y trata de cubrirse las espaldas. Se cubre y minimiza su accionar cuando dice “para cuando llegan a mi escritorio, las decisiones ya están tomadas; solo soy un supervisor, firmo como responsable de un equipo médico” (pág. 30) (la Junta Directiva es la que decide). Hay detalles de la declaración del médico que buscan hacer creer que estaban en una situación muy peligrosa y que “hubo gran sangre fría de parte de ambos”, e incluso temió que pudieran robarles sus pertenencias (es un método bastante corriente para atribuir cierta característica criminal a los hechos, lo que pretende ocultar, por cierto, la obsecuencia y la defensa irrestricta de su puesto de trabajo). Dice, incluso: “Ni bien  logramos tomar un teléfono avisamos a las autoridades del asalto…”, y después aclara “No, en realidad no se habían llevado nada, utilizo esa palabra para referirme a la invasión de propiedad y la violación a nuestros derechos, eso para mí constituye un asalto. ¿Acaso no lo es” (pág. 32), discurso evidentemente intencionado, puesto que cualquiera en estos tiempos sabe qué es y qué no es un asalto.

Laura Santullo

Habla el de la recepción del club exclusivo donde van los directivos de la empresa, y dice que “se arcó más o menos a las siete”, y que la mujer buscaba al señor Sandoval Núñez o Nicolás Prieto y que ésta venía “de parte del doctor Villalba”, y es por eso que la deja pasar al lugar, que, por cierto “es un lugar muy exclusivo, tenemos algunos clientes famosos, y por eso intentamos evitar a los curiosos” (pág. 32). La excepcionalidad del ingreso se debe a que la mujer era  “una mujer blanca, bien vestida, se veía muy normal. Todo eso me hizo suponer que se trataba de una asistente o secretaria de la compañía” (pág. 33), y debemos entender que si se hubiera tratado de otro tipo de mujer, por más razones que diera, nunca sería admitida en el lugar (es decir, el lugar denota una pertenencia a cierta clase social). Finalmente: “más tarde  nos enteramos del altercado en los vestidores y también de que la mujer y el muchacho habían abandonado el club por el estacionamiento en el automóvil de Sandoval. Actualmente nos hallamos implementando nuevas normas de seguridad y restricciones severas al acceso” (pág. 34).

Cuenta luego uno de los cuatro hombres que están en el sauna del club, precisamente uno que le cayó en gracia la mujer y que pronto comprende que ella tiene razón en sus planteos. “Supongo que a todos nos gustan los justicieros. Es romántico ver que alguien cataliza el malestar que la mayoría sentimos” (pág. 35). La aparición de la mujer tiene algo de irreal, quizá porque surge de improviso, de la nada: “Apareció en  medio del vapor como en una escena surrealista; el calor húmedo, iluminado por una luz tipo cenital, le formaba un halo alrededor de la cabeza; haga de cuenta que era como una estampa de Santa Rita. Todo fue extraño, muy cinematográfico se podría decir. Entró completamente vestida de calle, con un sobre en la mano, y muy segura de sí dijo que estaba buscando al doctor Sandoval” (pág. 34). Había una tensión enorme en el ambiente, incluso expresada en los chistes machistas que uno de ellos le dice al otro, y luego ellos se niegan a hablar con ella y no tiene más remedio que sacar el arma intimidatoria: “…expresó  una disculpa a quienes no teníamos nada que ver en el asunto y, recién en ese punto, sacó un arma del bolso y les apuntó a los dos tipos que pasaron a mirarla aterrorizados. Al mismo tiempo que esto ocurría, ella insistió diciendo Salgan, por favor, solo será un momento. Y ahí sí que aceptaron salir sin rechistar; con las manos en alto y el culo al aire” (pág. 37), y la autora nos muestra la ridiculez absoluta en la desnudez asustadiza de los dos hombres. Entonces “se escuchó una gritería afuera que terminó abruptamente con el estampido de un balazo. Pero ni siquiera ahí nos atrevimos a salir” (pág. 37), declarará el hombre, muy seguro de sí mismo.

Habla uno de la junta médica, Nicolás Prieto, justificando el proceder de la institución, y habla de nosotros y ellos (los médicos y los pacientes). “Nosotros  hablamos de probabilidades reales, de ciencia, y ellos quieren milagros” (pág. 38). “Si pagáramos permanentemente procedimientos costosos y experimentales, caeríamos muy pronto en números rojos y ahí descuidaríamos al grueso de nuestros asociados” (pág. 38). Estas dos frases resumen, como ninguna otra, el verdadero espíritu mercantilista de la institución de salud y de paso nos da pie para intentar otro tipo de explicación un poco más general. Siempre que se quiere desacreditar la opinión de un contrario, de un oponente, no se va a la razón, sino a la lógica de buenos y malos. Si ellos, los médicos, son los buenos, porque atienden a los necesitados de salud y extienden recetas médicas que buscan aliviar los males de los enfermos, hecho que comprobaría, per se, que ellos son los buenos, los malos, entonces, son los otros. Y esos otros, sean quienes sean, tengan las motivaciones que tengan, aunque tengan razón, siguen siendo los malos y los ignorantes. Y además, seguramente, lo que quieren es hundir, quebrar la institución de salud y con ello, sin darse cuenta, dejar sin asistencia a los asociados. Esta es la lógica imperante, muchas veces, en la política, y que mucho daño hace a los pueblos.

La tragedia y la comedia.-

“Alta Salud es una compañía multinacional, con miles de trabajadores, y para mantener todos esos empleos necesitamos una empresa funcionando, una empresa responsable. Y también están los accionistas. Usted no tiene la menor idea de la presión que pueden llegar a ejercer, si no hay beneficios los capitales se van a otra parte, y los directivos que fallaron y todos los empleados a la calle. A ellos no les importa cómo se obtiene el dinero, solo si se obtiene o no. Así que, usted disculpe, pero sí importan las utilidades, sí importan las ganancias, una empresa sin beneficios va directo a la quiebra…” (pág. 39), nadie lo podría decir mejor, y donde se da la justificación económica, la parte del negocio de la salud, sin mencionar, justamente, a quienes son los que le dan las ganancias: los enfermos.

Ella disparará el arma porque viene alguien, “un hombre gordo”, y en la distracción el hombre que está declarando (Nicolás Prieto) le quiere arrebatar el arma. Se lleva a Sandoval “fuera del edificio”, con una intención que aún no podemos discernir.

Hará su declaración, breve por cierto, ese “hombre gordo”. “La mujer insistía en que ambos hombres leyeran algo, supongo que ese algo estaba en el sobre que ella quería que tomaran. Pero ninguno de los dos hacía gesto alguno de acercamiento, como si ella les ofreciera alguna clase de porquería” (pág. 42-43), y “cuando la mujer se distrajo me pareció ver que el hombre que gritaba intentó arrebatarle algo”, “hubo un momento de forcejeo”, el herido dice “hablé con él. No es a mí a quien busca. Yo solo soy un maldito contador” (pág. 44). Es decir, otro más que esquiva el bulto y que, en última instancia, le da el dato a la mujer. Sandoval es el hombre.

Ella cuenta, desde su lado, cómo fue la cosa: “la sensación que recuerdo ocupando mi cabeza en ese momento fue una especie de extrañeza interior. No me entienda mal, nada de voces ajenas a mi cuerpo que me mandaba hacer aquello o lo otro. Ni demonios ni esquizofrenia, no hablo de locura. Digo que algo era diferente dentro de mí misma y yo no podía dejar de observarlo. Uno cree saber perfectamente quién es, sus deseos, sus limitaciones, su moral y de pronto resulta que no lo sabe, que no lo sabe en absoluto; de eso le hablo. Por ejemplo, yo no quería disparar pero cuando Pietro me tomó de la muñeca, lo hice”, y a raíz de ello: “acababa de torcer para siempre mi camino y sentí una punzada de angustia al descubrirme reflejada dentro de sus ojos, me vi con el rostro desencajado de tensión nerviosa, horrible. Siempre he sido una buena persona, ¿entiende? Me he esforzado por serlo. Y de pronto ya no lo parecía” (pág. 46). Entra en la angustia y en el hecho de conocerse de otra manera, por la fuerza de las circunstancias, se siente como si hubiera entrado en una espiral violenta de la que ya no podrá salir.

[Los otros→] Le tocará el turno ahora al dependiente del lavadero de autos que se enfrenta a una situación anómala pero que no registra el verdadero peligro, y finalmente dirá que “a mí me pagan, como ya le dije, por apretar botones y limpiar los interiores, a lo demás no le doy importancia” (pág. 48), y es hasta entendible que no se quiera complicar la vida con asuntos que no son, para nada, de su interés (aunque en un futuro pueda estar en una situación similar, como potencial enfermo).

Pero el verdadero coprotagonista de esta historia, es el señor Sandoval, miembro de la junta directiva, y de quien veremos cómo de su enojo y animadversión primera va pasando, paulatinamente, a medida que se entera bien cómo son las cosas, a un apoyo y ayuda hacia la mujer, y que finalmente le decidirá sobre su futuro personal, en una vuelta de tuerca en la que vuelve a sus orígenes y que tiene relación con el juramento hipocrático. Aquí nos ofrecerá sus estratagemas frustradas para liberarse de la mujer, y luego opta por leer los documentos sobre el tratamiento alternativo y escucha las explicaciones de la mujer. Así nos enteramos que para hacer esos exámenes, los mismos que Alta Salud se había negado a hacer, habían tenido que hipotecar “la casa para hacerlo de forma  de forma particular; también habían pagado por otra media docena de estudios y consultas a especialistas que les daban la razón” (pág. 53). Y ahora Sandoval dará luz a su entendimiento, y llegará a ciertas conclusiones: “mi obvia conclusión fue que la señora Bonet tenía razón, o al menos en parte: el procedimiento que solicitaban para el esposo tenía un margen considerable de posibilidades de funcionar, pero Alta Salud ni siquiera lo estaba contemplando” (pág. 54). “Puedo citar de memoria no menos de tres cláusulas del contrato que nos permitían legalmente omitir el servicio que la señora Bonet estaba solicitando, y no habría un solo estudio de abogados que se aviniera a luchar por su causa; tenemos un departamento jurídico sumamente eficiente. Pero no por ello la señora Bonet dejaba de tener razón y sobre todo, no por ello, el marido de la señora Bonet dejaba de estar muriendo lentamente de un mal que la medicina ya había conseguido curar en ocasiones” (pág. 54). Sin embargo, el hecho de que aún la mujer tenga la pistola entre sus manos, crea cierto resquemor en él: “ambos sabíamos que la situación en la que se había colocado, sobre todo a partir del disparo efectuado en el club, hacía imposible conseguir el tratamiento recurriendo a procesos legales; era un hecho que ella tendría que enfrentar a la justicia, no me cabía duda a mí ni a ella tampoco. Ya no tenía nada que perder, había sobrepasado su propio límite, y eso la volvía peligrosa” (pág. 55). Es ahí cuando Sandoval le ofrece un plan para que se pueda ayudar a conseguir el tratamiento, aunque fuera a cambio de  un chantaje a la compañía de seguros. “No diré que antes de aquella noche no sabía lo que ocurría, no quiero justificarme, pero fue allí, bajo la mirada de la esposa de un paciente, de una persona real y concreta, que renuncié definitivamente a la creencia de que las políticas de nuestra compañía eran neutrales y nuestra única responsabilidad hacer negocio” (pág. 57). Y entonces van ante un notario “para firmar la carta que les había prometido”. A raíz de ello, de todo este asunto, decide jubilarse, y se descubre diciéndole que “de joven  había pertenecido a la organización de médicos sin fronteras combatiendo la malaria en África. El comentario era absurdo, pero expresaba la contradicción flagrante en la que se había transformado mi vida” (pág, 62).

Hablará ahora el notario quien dice, sobre Sandoval, que “tiene una firmeza de carácter aunado a un don de gentes que lo hacen un líder nato; no por nada llegó a director general de una compañía como Alta Salud” (pág. 63), y “aunque la  solicitud me pareció una verdadera extravagancia, me sentía tan feliz con el hecho de que Sandoval me hubiera honrado con su confianza, que desde el primer momento decidí poner lo mejor de mí para ayudar” (pág. 63), y a pesar de ello, sus sospechas de algo raro complican y alargan la situación.

También interviene el novio del que ha de firmar el acta, como sugirió Sandoval ante la requisitoria del notario para avalar, con otra firma, el acta notarial (aparentemente es un hombre, aunque nunca queda del todo claro), y cuenta cómo todo se escapa de control y terminan “atados y amordazados en el estudio” por “el hombre canoso, la mujer y ese raro muchacho (con el cual había estado hablando y que había simpatizado inmediatamente) se llevaron mi auto”. Si algo impresiona en esta parte es que el hijo, cuando ve que este hombre, el que había simpatizado con él e incluso le había dado algo de comer, porque a todo esto están a los saltos desde hace rato y no han comido nada, intenta desarmar a su madre, se pone en acción y le da con un bat de beisbol —que había empuñado ese mismo hombre porque pensó que podía haber problemas y mejor estar preparado—. Es decir, que este muchacho, pacífico por completo, silencioso, al que casi no se le escucha la voz, a raíz de todo este asunto empieza a tomar otra estatura. Podemos decir que, entonces, el muchacho se va haciendo hombre, por gracia y obra de las circunstancias. Al tomar decisiones y plantearse los límites de la misma, le hacen crecer (lo cual me hace pensar que hubiera sido interesante contar esta historia totalmente desde el punto de vista del muchacho).

[Ella→] “Evidentemente  actuaba desde el miedo y su accionar fue completamente irracional” (pág. 74). “El pensar que estábamos cerca de conseguir el tratamiento de Memo, esa idea, me llenó de bondad el alma; estuve al borde de ponerme a llorar de alegría. Sentí que perdonaba a todos, que no me importaba nada de lo que había sucedido antes, ni los desprecios, ni las mentiras, ni los atropellos. Porque en ese momento no solo tuve la convicción de que conseguiríamos la aprobación al procedimiento, sino también la absoluta certeza de que el tratamiento funcionaría en su cuerpo. Y de que la vida volvería a ser la de antes. Yo y Memo y Darío volveríamos a ser los que siempre fuimos; sin cáncer, sin deudas, sin dolor, sin angustias” (pág. 76), y esa es la esperanza que la incita a seguir adelante, pese a todo, aunque descubre, por otra parte, y continuando la reflexión anterior, que su hijo ya no es el mismo (por cierto, las situaciones vividas cambian todo y a todos). Y por eso ya no sigue sus órdenes dócilmente, y la cuestiona: “recuerdo  sus palabras exactas porque me tocaron hasta el alma, Gritas más, pero yo lo quiero igual que tú... voy a hacer lo que me digas; siempre hacemos lo que tú dices. Fue entonces que busqué su cara a través del espejo retrovisor y descubrí un gesto de infinita amargura en su rostro, sus ojos opacos miraban a un punto inexistente a través de la ventanilla. Y ahí se terminó de golpe mi sensación de alegría” (pág. 77-78). Y ese cuestionamiento también le hace pensar en sus propias convicciones: “dónde había dejado yo la paciencia y la otra mejilla, dónde la no violencia y el amor al prójimo y todas esas cosas justas en las que habíamos creído durante tantos años, ese pacto de creencias que compartíamos y eran el fundamento de nuestra vida” (pág. 78-79). Y sin embargo, como de algo ha de agarrarse, se sostiene en el ¡Falta una firma! como si fuera un mantra, como el último esfuerzo para llegar a buen puerto. “En todo ese larguísimo tiempo de ausencia nunca hablé con Memo. Solo esa vez en el coche, cuando tuve la loca idea de que todo se resolvería muy pronto, estuve al borde de marcar, pero al final no hice ninguna llamada. Y supongo que tendré que arrepentirme toda la vida de no haberlo hecho” (pág. 79), donde la sospecha de la muerte de su marido se nos instala, pegajosamente. 

Todas las muertes significan la liberación para el que muere; el duelo es único.-

[Los otros→] Contará el dependiente de la estación de servicio cómo escucha que el hombre le dice que debe comer “por causa de la diabetes”, y por eso van al minisúper. Pero al momento de pagar ella no lleva el bolso y la tarjeta del hombre no funciona, está bloqueada, lo cual significa, obvio, que la alarma ya ha sido dada. Y la policía, siguiendo los pasos, habla casi enseguida que se van, y como el pistero ha escuchado el lugar a donde dicen que se dirigen, les dice la orientación y les da la pista, lo que nos acerca el ineludible momento del final.

Cuenta el mayordomo de la señora Morgan, señora que justo no está porque se ha ido a “una fiesta o a un cóctel” y deciden esperarla. Llega poco después Lorena Morgan, la última firma para que el documento esté pronto, y el mayordomo, un ex policía, dirá que “parecía  un tanto achispada; digo yo que tal vez había bebido un poco más de la cuenta” (pág. 85), y por eso mismo la mujer no se decide a firmar, ya que no puede leer el documento —ya sea por la borrachera o porque no tiene los lentes—, y en eso “tres automóviles particulares llegaron a las puertas del edificio y media docena de policías se bajaron con rapidez. No venían uniformados pero desde lejos se notaba que eran agentes. Nunca he visto un operativo más estúpido. Soy ex policía y sé de qué le hablo; es cierto que no traían sirenas ni logotipos que identificaran los automóviles, pero aparecer de ese modo, bajarse frente al hall de un edificio completamente de vidrio con una actitud más que evidente de venir en pos de un arresto; ¡si a un par de ellos hasta se les veían las sobaqueras con armas debajo de la ropa!, y otro ¡hablando por walkie talkie! ¡Inútiles! Llegar así es precipitar la violencia. Por eso pasó lo que pasó” (pág. 87), lo que nos instala en la certeza de algo grave, y además, de pronto, la noticia se abre paso a pesar de las dudas y las incertidumbres, de la incredulidad, por medio del teléfono: “dicen que papá está muerto”. En una obra teatral aquí terminaría un acto, el acto central, digamos, de cuyo impacto nos costará salir indemnes.

La que habla ahora es la tía, quien es la única que ve morir a Guillermo Bonet. “Me explicó  el médico que su cuerpo ya estaba demasiado lastimado por efecto de los tratamientos, los fármacos, el estrés, la propia enfermedad. Ese mismo doctor me confirmó esa noche, como antes lo habían dicho otros médicos, que un trasplante lo pudo haber salvado de haberse hecho en tiempo y forma. Me confirmó lo que todos sabíamos y la aseguradora negaba” (pág. 89), y acá, en la voz de esa mujer que ha estado todo el tiempo junto al enfermo, velando su último respirar, encontramos la verdad, la inocultable verdad. Abramos los ojos junto a Sonia que habla con ella y confirma la muerte, irremediable. “No sufrió, le dije y luego agregué que hasta el último minuto de conciencia había hablado de ella y de Darío. Del otro lado solo había silencio, demasiado silencio” (pág. 91). Por supuesto que junto al dato frío de la muerte del hombre, se desliza, casi imperceptiblemente, primero el estupor paralizante pero luego cierto odio, quizá contra sí mismo, del hijo, y también cierta inutilidad de todo esfuerzo y el desánimo consiguiente en la madre, ya no sólo por no haber estado con su marido y haberlo perdido, sino por haber perdido también al hijo, porque desde ese momento el hijo se habrá independizado, hará únicamente su voluntad, y podrá desoír, sin violentarse, todo consejo maternal.

Pero la acción aún no culmina, le quedan un par de capítulos más. Y antes del desenlace, hablará una muchacha que, de casualidad, iba junto a una amiga para una fiesta, y se encuentran en el ascensor con Sonia Bonet y la mujer, Morgan, que permanece siendo apuntada con la pistola Smith and Wesson. Por supuesto que esas muchachas se llevan un susto mayúsculo, una incluso vomita, y las dejan en el décimo piso. Este episodio funciona como un pequeño descanso ante lo que, inevitablemente, va a suceder, y que ya nos lo andamos oliendo. Es una pequeña distracción que, sin embargo, reafirma la violencia que se expresa durante toda la obra.

De la declaración de Lorena Morgan, una vez que ya se le ha disipado toda bruma alcohólica, a la que, por cierto, el susto resultante la dejó sobria, de una pieza, y hasta le dio para tomar algunas determinaciones sobre sus negocios futuros, destacaremos que en realidad ella no quería negarse a firmar el documento, sino que, como dice, “quise leer el documento primero”. Ella es accionista de la empresa pero no tiene idea de cómo se maneja la misma e incluso le pregunta si había algún modo en que ella pudiera aliviar su pena, si podía hacer algo. “Ella me contestó Claro que puede, deje de invertir su dinero de mierda en un negocio sucio que mata gente. Y cuando escuché esa frase en su boca, todo resultó muy claro para mí. En ese instante fue que tomé la decisión de separar mis intereses del sector de la salud. Es un problema de karma: el dinero ganado en un ámbito donde circula tanto dolor, tanta pena, tanto sufrimiento, no puede ser bueno. Decidí que yo no quería saber más nada de ese dinero, nunca como esa vez las cosas me resultaron tan evidentes. Ya ve, todo ocurre para algo en esta vida” (pág. 101). Y esa declaración, sobre todo la frase final, parece una tomadura de pelo. Además, todos ven de acuerdo a ellos mismos, jamás se ponen del lado de la mujer (y mucho menos de la víctima), quizá Sandoval haya recapacitado y le terminará prestando toda la ayuda posible, aunque sea inútil, también.

[Ella→] Llega el momento cuando ella cuenta, con verdadera indignación, la solución post mortem que le ofrece la accionista Morgan: “Que era consciente de que nada podría mitigar mi pena, pero que estaba dispuesta a conseguirnos una importante compensación económica; que yo mencionara la cantidad que me pareciera justa y que ella se encargaría de que Alta Salud la desembolsara” (pág. 102), y afirmará, con un tono por demás realista, y un convencimiento a toda prueba: “Piense lo que le propongo… usted va a tener pronto muchos gastos y estará sola”, a lo que ella piensa: “estoy segura de que lo sugería porque en algún sitio de su mente creía literalmente que el dinero soluciona las cosas, cualquier tipo de cosa” (pág. 102), pensamiento que, por cierto, es bastante común (el dinero hace la felicidad). Y es entonces cuando Sonia Bonet dice la sentencia fundamental de todo este asunto: “Alta Salud es un monstruo de mil cabezas y ningún cerebro; allí dentro nadie está pensando en los pacientes, ni en su salud, ni en su vida ni en su muerte, en realidad no están pensando en absoluto. Nadie me iba a escuchar porque allí dentro todos están sordos por el ruido de las miserables monedas que viven contando, desesperados como cerdos por las ganancias”. Y esta es la realidad, sino total, al menos de buena parte de lo relacionado a las instituciones encargadas de velar por la salud humana. Y claro, la fuerza de esta verdad, la pasión de Sonia Bonet, hace que un policía, desde el balcón vecino, vea o crea en algún tipo de peligro y le dispara, más allá que Sonia Bonet asegurará que ella ya no la estaba apuntando ni amenazando con el arma, para qué si ya nada tenía remedio. Le pedirá a su  hijo, Darío, que tome la pistola, pero él se rehúsa: “estaba enfermo de pánico y yo era el origen de su terror”.

[Los otros→] El policía que dispara da su versión: “La orden era hacer un disparo limpio, uno solo, que la desarmara sin lastimarla más de lo necesario. Quería acertar en la mano, esa era la intención, pero en el último momento hizo un movimiento inesperado” (pág. 105) y le acierta en la espalda, en el omóplato para ser más precisos. Como justificación dirá que la mujer levantó la pistola e incluso que “aunque estaba lejos pude sentir el temblor de la mano sobre el gatillo”, cosa bastante relativa como cualquier puede darse cuenta. El no hizo más que lo que debía: “cumplí con mi deber, para eso me pagan, pero lo que hice no me hizo sentir bien”, aunque, como disculpa moral, dice “no debíamos poner en riesgo la vida de la otra mujer, así que fue lo correcto” (pág. 107). El hijo, finalmente reacciona cuando llegan los policías y se abalanza sobre uno de ellos, por lo que tienen que contenerlo, además si no le aplican los primeros auxilios a la mujer puede morir desangradada. Mientras Sonia Bonet está en el piso y cuando llegan los paramédicos, la señora Morgan habla por teléfono para dar ciertas órdenes muy precisas que sonarán al resguardo necesario de sus bienes accionarios.

Esto último nos lo confirmará el que habla a continuación, quien es el que recibe la llamada de Lorena Morgan, que es su asistente personal. Le ordenó, tajante, “que fuera rápidamente al hospital policial, iba en camino una mujer que había sido herida y detenida dentro de su casa, y la señora Morgan tenía interés personal en mantenerse al tanto de lo que pasara con aquella persona…” (pág. 109), y le pide “que investigara el estado de salud de la mujer y también cómo estaba el  ambiente”, con lo cual quiere significar si estaba la prensa en el hospital. Le informará que la herida tiene problema en el pulmón y un pronóstico no muy alentador, y también había varios periodistas, al parecer el caso ya ha trascendido. También le ordena que llame a su otro asistente, Tomás, “para que fuera esa misma noche a buscar en los archivos de Alta Salud todo lo correspondiente al caso del esposo de la señora Bonet, Guillermo Bonet; ordenó que se investigara el caso a fondo” (pág. 110). Y a pesar de que la mujer tiene custodia policial, este asistente logrará pasar, y nos enteraremos que “la señora Morgan me había solicitado que averiguara si alguien acompañaba a la mujer. Específicamente me pidió saber si había hablado y con quién” (pág. 110), porque teme que haya hablado y eso la pueda perjudicar, pero a Sonia Bonet la han puesto en régimen de incomunicación, por lo que la información sólo va a ser la oficial. Pero claro, “el revuelo que se estaba armando era importante” (pág. 111), y entonces, adelantándose a las posibles consecuencias de todo el embrollo, le pide que se ocupe “de vender todas las acciones que le pertenecían en Alta Salud en ese mismo instante, al precio que me ofrecieran, que debíamos ser hábiles para no levantar sospechas pero también veloces”, “dijo que me apurara porque en pocas horas Alta Salud no iba a valer ni el papel higiénico con que sus médicos se limpiaban el trasero” (pág. 111), cosa bastante entendible, después de todo.

Por último habla la jefa de enfermería, para decirnos que “ella permaneció incomunicada, aunque esto fue más atendiendo a su salud que a otra cosa. Su estado era precario, incluso durante el primer interrogatorio de la policía se desmayó y hubo que continuarlo más tarde. La primera entrevista que resultó fallida fue durante el día, así que yo solo estuve presente en ocasión de la segunda indagación” (pág. 112). “La mujer desmintió los cargos que se le imputaban; explicó sus razones, eso sí. Sobre el disparo en el club sostuvo que se trató de un evento accidental, por ejemplo, pero nunca negó que portaba un arma, tampoco que había tomado un rehén. Acerca de eso, le explicó a los oficiales que junto al secuestrado, ella nunca lo nombró de ese modo sino como el señor Sandoval, habían tenido oportunidad de recabar información importante sobre la empresa Alta Salud; documentos que probaban acciones que ella calificó como  delictiva” (pág. 112). Y reclama “sobre el destino  de aquellos papeles que consideraba fundamentales. Explicó angustiada que sin ellos sus palabras no tendrían sustento, les señaló que eran pruebas irrefutables y que debían encontrarlas” (pág. 113), porque Sandoval le había alcanzado a uno de los enfermeros en la ambulancia el sobre con los documentos (que probaban todo el mecanismo fraudulento de la empresa y que no se sabrá a dónde fueron a parar), y los policías, con toda la lógica de su actuación impersonal, no harán curso a su reclamo, y después de eso, por supuesto, ¿quién iba a pensar lo contrario?, “se volvió menos colaboradora, se desanimó o algo así” (pág. 113).

[El hijo→] Lo reclamábamos desde tiempo antes, que su voz se escuchara, y es un acierto que sea él quien cierre la novela, porque a pesar de que fue coautor de toda esta tragedia, tiene algo en común con nosotros: es testigo de los hechos que se narran en esta novela (y de otros que no se narran pero que se los puede adivinar, más o menos encaminados a la toma de conciencia sobre el mundo, la honestidad de las personas y la situación hipócrita y monetarista de las relaciones humanas y empresariales). Durante buena parte de tiempo, Darío no sabrá nada, porque apenas subido a la ambulancia le darán un sedante aunque se resiste (pero va esposado), y luego cuando despierte le inyectarán otro más. “Dormí muchas horas y desperté en un hospital. Allí volvieron a darme otra inyección y dormí más. Pero yo no quería descansar; ellos decían cada vez lo mismo: que estaba muy nervioso, que había pasado por un trauma y que debía reposar. Pienso que no deberían obligar a la gente a dormir cuando no quiere”, pero nosotros sabemos que en realidad lo que buscan es que no pueda declarar ante la prensa, aunque claro, sin duda estaba alterado por todo, por la muerte de su padre, por la salud de su madre y la situación en que estaba envuelta. A “la tercera vez que quisieron darme una inyección para obligarme a dormir, armé un gran escándalo y ya no me la pusieron” (pág. 115), y aquí se ve, claramente, cómo el muchacho cada vez se afianza más en el papel que, invariablemente, le tocara ahora (de ser el hombre de la casa). La policía lo interroga por tres veces, aunque supuestamente no está detenido: “ellos dijeron que yo era menor y que no toqué el arma, y que todo eso estaba a mi favor” (pág. 116). Se hará un velatorio íntimo, familiar, y acceden a que la madre vaya, “pero como ella estaba procesada por un delito, no podía estar en contacto con nadie; debía velar a su esposo en soledad”, lo cual nos muestra otro elemento más de la deshumanización de las autoridades, en este caso policiales o judiciales, sin embargo el hijo permanece en la sala velatoria, con esa terquedad que lo caracterizará para siempre de ahora en más, y se negará a salir. “Mi tía me explicó que con la vigilancia intentaban que no nos pusiéramos de acuerdo para declarar en el juicio; dice que tenían miedo de que inventáramos una coartada para ocultar nuestro plan” y afirma lo que ya sabemos: “nunca hubo un plan”.

Las cosas, simplemente, sucedieron así. Y ya no tendrán remedio.

 

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Sergio Schvarz
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