Acerca de La noche del inocente, de Angélica Gorodischer

 

La puerta de Sant Gaur

por Sergio Schvarz

sergiosamschvarz@gmail.com

 

“Me interesa lo inexpresable, lo oculto,
lo que no se nombra o es difícil de nombrar”
Angélica Gorodischer

Angélica Beatriz del Rosario Arcal de Gorodischer (Buenos Aires, 28 de julio de 1928) es una escritora argentina, considerada una de las voces femeninas más importantes dentro de la ciencia ficción. En su extensa trayectoria ha publicado cerca de treinta libros entre novela, cuento y ensayo, y además ha sido traducida al inglés (entre otras por Ursula K. Le Guin) y al alemán, y ha recibido varios premios literarios, entre ellos en 2007: Premio ILCH, California, por su obra completa o este mismo año el Prix Imaginales - catégorie nouvelle por Kalpa Impérial, y en 2012 fue Personalidad destacada de la cultura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Si bien escribió cuatro novelas de ciencia ficción, por la que es conocida mundialmente, a posteriori publicó obras de diverso contenido y especialmente escritura femenina. En sus noventa años —que se conmemorarán este 28 de julio—, es buena la oportunidad para hablar de una novela no muy conocida pero muy interesante, donde hace un uso del barroquismo tan especial que la distingue de otras obras.

El subtítulo de la obra (publicada en 1996), “Conseja moralizante para uso de pecadores”, nos da la clave principal del texto, ya que su personaje, un criado cuya máxima aspiración es ser ordenado fraile, llamado Pisou, dudará si la osadía es o no pecado. En este caso, su osadía es la de pedir que sea ordenado fraile, y para ello hará todo lo posible a su alcance: rezar a todos los santos de un viejo monasterio con trazos del Medioevo y ayunar casi totalmente, de forma de alejar el pecado de sí. El discurso es el monólogo interior del monje, aquejado de continuo por dolores en el estómago: “…todos los dolores terminan por morir sin uno consigue pensar en otra cosa”, y ese pensar en otra cosa es el encadenar una cosa con otra, de forma suavemente barroca, con uso de amplias metáforas, a menudo religiosas. Los personajes son todos los que habitan el monasterio, caracterizados de esta forma: “El Superior es tan gordo como Pisou es flaco y lleva su gordura con orgullo, trofeo, emblema de su vida, sus gustos, sus costumbres, y sobre todo su mando y su poder. Ni el Miel, glotón como es, siempre rondando las cocinas, siempre metiendo los dedos hábiles en los frascos y las marmitas y las asaderas, siempre una aureola brillante de grasa o de dulce o de las dos cosas alrededor de la boca, ni el Miel podía comparársele en apostura y gordura. Claro que el Miel venía de familia de artesanos iletrados, delantal de cuero, taller en el sótano, tienda en la planta baja, habitaciones de la familia en el primer piso y de los aprendices y los sirvientes en el último; ahorro, cazo de madera, hosquedad y vergüenza, y en cambio el Superior era noble y venía de palacios de mármol y oro; era un erudito aunque no tanto como el hermano Rennert, entendía de vinos añejos y platos exquisitos, y sabía mandar sin avergonzarse” (pág. 17). Estos tres personajes, el Superior, el Miel (Anatoli), y Rennert (que sabe todo) son los personajes secundarios principales en toda esta historia, pero hay otros más que irán apareciendo (el hermano Jospill, el hermano Albo, pelado, un oso “rezongón pero buenazo en el fondo”, el hermano Osco, del que hay que precaverse; el hermano Marcus, los hermanos copistas Elvert, Cósimo, Galio; el hermano Silvan, barbero). Están en el Convento de Sant Gaur, y el que cuenta es Pisou, que por momentos parece que es el único que trabaja todo el día, barriendo, limpiando y ayudando en las otras tareas a medida que es necesario.

Para ver el modo de escritura, tempestuosa, con sucesión de imágenes, a veces irreales o surrealistas, distorsionadas, extrañas, imposibles salvo en la literatura, este párrafo, aunque un poco extenso muy demostrativo: “Y porque no se quejaba fue tal vez que en ese momento de prueba, cuando el Superior con voz tonante le enumeraba sus nuevos deberes, el Señor Todopoderoso echó una mirada hacia el Convento de Sant Gaur en el que había ese curioso vacío de lamentaciones y quejas y lacrimosos pedidos y regodeo en la compasión, y decidió que las cosas no podían seguir así. Fue por eso que en el cielo de primavera hubo un rielar de aguas y las olas en los mares se aquietaron como plata pulida en el cielo. En las ciudades y en los pueblos las calles se agitaron como espejos y los espejos se abrieron para que las niñas de ojos grandes y rizos como de oro pasaran por sus huecos hacia el otro lado de las cosas. Las escaleras fueron toboganes, el fuego se congeló en nieve, la nieve calentó los pies de los cazadores de osos, de los balcones cayeron cascadas de esmeraldas, a los decapitados les creció una cabeza nueva, los amantes descubrieron que tenían para los dos una sola boca, un solo corazón, un solo ojo, un solo vientre que se volvía sobre sí mismo, una sola felicidad, un solo llanto y por fin un solo deseo. El vino corrió por los cauces de los ríos, las leonas amamantaron a los cabritos, los olmos dieron peras nueces melones zanahorias piñas bayetas y alcancías; los gatos hablaron, a las serpientes les crecieron alas de tul, los abanicos dieron calor, se incendió el aliento de los recién nacidos, el mar se agotó en los dedales de plata, de las bocas de las trompetas brotaron caldos y quesos, los tesoros de los piratas se fundieron bajo la arena y las arañas corrieron por los cementerios despertando a los muertos con el redoble de sus ocho mil millones de patas. Nadie se dio cuenta de nada porque el tiempo del Señor no es el tiempo de las pobres gentes y ni siquiera el de los ricos que yacen en camas de plumón y comen frutas confitadas en los salones de sus castillos mientras escuálidos maestritos les leen capítulos y capítulos de obras edificantes que les entran por una oreja y les salen por la otra sin haber podido ni acercarse a sus grasientos cerebros, no digamos a sus corazones podridos. Nadie se dio cuenta pero en la puerta de Sant Gaur hubo como un temblor de anticipación y los ratones en los zócalos cercanos pararon las orejas y atiesaron las colas y los pelos se les erizaron en los lomos delicados y creyeron por un momento que los gatos andaban rondando las galerías” (pág. 19-20).

Hay una suerte de onomatopeya descriptiva para significar el movimiento y el sonido del movimiento (clin-clín, tilin-tilín es el ruido de las llaves, tap-tap-tap es el ruido de las sandalias, el ras-ras del barrer, por ejemplo), y hay también una ansiedad de nombrar todo y a todos: “un olor a enebro, a miraflora, a estragón, a zyminia, a salvia, a canela, pimentón, azúcar, miel, trébol, niñez amaneceres cálidos brazos hueco de la almohada lana húmeda de las ovejas té de las flores de romarina y de saubel…”, y “los ratones, grises, blancos, moteados, tuertos, negros, castaños, viejos, manchados, gordos, rojizos, bayos y atigrados, alertados por el campaneo de las llaves y el rezongo de los goznes. Desparecen por los agujeros de los zócalos y las junturas de las losas, se agrupan en la oscuridad moviendo el hocico, las patitas firmemente asentadas en la tierra preparadas para salir de estampida si algún signo de alarma llegara desde el mundo de los hombres, y esperan: mientras no haya gatos por los alrededores tienen todo el tiempo y toda la paciencia que les han sido concedidas por el dios de los  ratones” (pág. 23). Estos ratones, de distinta clase según si están escondidos cerca de la alacena y la cocina, en los reclinatorios a los santos o en otros lugares, funcionan como testigos imparciales y nos cuentan “desde afuera” lo que sucede. Es una mirada extemporánea de los mismos hechos, una mirada ciertamente risueña pero no exenta de interés.

El ayuno permanente de Pisou es para no pecar, en este caso, por la gula. “Pisou quería ser fraile; quería que lo tonsuraran, que lo ordenaran; quería aprender a rezar en latín, a hablar desde los altos estrados del Convento como el hermano Marcus, a leer los viejos manuscritos iluminados como el hermano Rennert, y ni siquiera sabía que quería todo eso” (pág. 27), pero tanto el Superior como el hermano Rennert se burlan de él, porque lo ven como un tonto que apenas si sirve para limpiar, como un sirviente, casi inútil. Así le tocará limpiar la imagen de Nuestra Señora pero le tiene miedo, porque es mujer y teme pecar, aunque más no sea de pensamiento. Y sus pensamientos van a dar en todas las posibilidades del ser, que será tal vez por esto o por esto otro, y su conciencia no le dejará traicionarse y por ello se mantiene en una total obediencia, a esa conciencia limpia, a sus superiores, a Dios, de una manera que hace pensar en pliegues de la conciencia. Y a pesar de que nuestro personaje es un personaje menor en la jerarquía eclesiástica del convento, es envuelto, de la sencillez a la complejidad, en la especulación teosófica.

Pronto la imagen de Nuestra Señora lo será todo, y por medio de los ojos su espíritu penetrará en él: “Ojos celestes de cielo y de luz de verano, ojos de lago y de flores del campo los de Pisou, unos ojos grandes y tranquilos pero de ninguna manera mansos. A esos ojos se asoma algo que él ignora que está ahí” (pág. 36). Porque los ojos, acusan. Y los de ella, los de Nuestra Señora, “también son azules pero más oscuros que los de él y que se abren bajo una frente de rara fruta blanca y unas cejas castañas”. Y para completar la descripción, agrega: “Cara de nariz afilada y boca a punto de abrirse en una sonrisa o un sollozo, mentón como las lomas de la infancia (¡!), mejillas cercadas por el brillante pelo rubio que se le escapa por entre el filo bordado del manto que apenas la roza, el único grito de oro entre tanta plata muda”. Y aún un poco más: “sabe que es de mármol sólido pero tiene la seguridad instantánea de que eso no le impide ser de carne y hueso, de que la sangre corre bajo la piel, de que los ojos podrían llorar y la boca hablar o cantar o comer o…”. Pero Pisou no puede limpiar la imagen, aterrado termina huyendo, dejando la limpieza a medias de la virgen, ¿por virgen, por mujer, por temor a pecar? Y ese temor parece cobrar fuerza por la debilidad tras el prolongado ayuno y se cobra en su dolor de tripas, que no es más que el dolor de no comer nada, o casi nada.

Entonces el tiempo parece no existir, se convierte en un día que sigue a otro día, una noche a otra noche. “Y pasa otra vez mucho tiempo y tanto pasa y tanto se estira que es como si no existiera y se hubiera convertido en una vasta sombra blanca que ya no puede hacer mal a nadie y todo se resolviera en tormentas quietas pintadas sobre una tela de seda”. Y sin embargo, “pero el sueño es un amigo traidor y el tiempo engañoso rueda y se balancea y chirría en  los relojes y suena en los campanarios y una hora o cien años o dos segundos después el alma vuelve y se le esconde en los ojos y los ojos se le abren al horror. No se ve nada, nada se oye, la noche respira de preñez y de miedo a lo que ha de nacer de ella” (pág. 42), porque la noche ya no trae calma sino la ansiedad del día, de lo que deberá hacer al día siguiente que es ya el día que está por comenzar. Y en relación con el tiempo, el límite entre día y noche, es el límite entre lo que está adentro y lo que está afuera: “Afuera empieza a amanecer: el cielo cambia de color hacia el este, hacia el lado contrario a las montañas, y se cubre de la piel de una fruta dulce, madura, pulposa, en la que hay un carozo duro en el centro que lleva en su interior una pepita blanda y vellosa, quebradiza, seca, como una amandina olvidada por el otoño. Después será de fuego y más tarde al fin de luz. Los ojos de las gárgolas van a brillar como de cuarzo y las arañas de sardónice van a destilar hilillos de circón y azogue entre las patas de las tortugas. Pero por ahora es de día y no es de día y un resplandor indolente se va deslizando por las paredes y los umbrales y las jambas y los dinteles y toca los vidrios de colores allí donde los hay” (pág. 115).

El nudo central de la novela está en la génesis del propio convento de Sant Gaur, en la probada circunstancia del hermano Rennert como ratón de biblioteca “que está a punto de sacar a la luz la verdadera relación de la vida del fundador del Convento” (Gaudrian de Barciá) y que, por medio de esta relación tanto él como el Superior pueden ascender en la jerarquía católica y, por supuesto, terrenales al fin, obtener mejores privilegios, parte de la corrupción eclesiástica de todos los tiempos. Estamos en 1173, y los copistas se destacarán para dejar registrada esa historia que descubriremos, no sin asombro, que es inventada parcial o totalmente.

Pisou intentará vencer su temor: “Las manos de Pisou aletean sobre el mármol, suben y aterradas vuelven a bajar y a subir un poquito más allá. Que lavara la imagen de Nuestra Señora, ésa había sido la orden. Y no la estás cumpliendo, indigno pecador, le dice su conciencia. Es que no puedo, le dice él a su conciencia, porque si subo, si miro, si limpio, si lavo, Ella va a aparecer otra vez y me va a mirar con esos ojos y el mundo se va a hundir y nunca me van a ordenar y jamás voy a encontrar la puerta que lleva al paraíso” (pág. 54). Porque está eso, esa puerta que nadie sabe en dónde está, por la que Gaudrian de Baudriá se fue una vez terminada la construcción del convento y que, lo sabremos antes de saberlo, conducirá directamente al paraíso para los que vayan allí, pero que también, quien para dudarlo, conduce al infierno a los indignos. “Hallar algún día la puerta de Sant Gaur por la cual pasar desde este mundo hacia el otro en el que la eternidad es premio a las almas puras que han vivido el tránsito por la tierra como una espera de la verdadera existencia prometida a los justos” (pág. 61-62), dirá, y así vemos que la puerta es el paso al otro mundo, al mundo mejor —mejor que éste, en el que nos vemos envuelto— y, además, más justo de toda la injusticia reinante.

Los capítulos delimitan, desde el título, de lo que va a hablar, mientras la acción transcurre linealmente, aunque sean parte de un pasado y un pasado muy lejano del nuestro pero sin embargo actual en su referencia. Están allí la mentira, el ocultamiento y la corrupción.

La duda y el poder de la duda —porque ya ha sido dicho que hay que dudar de todo, incluso de la propia duda—, en este caso expresado por el ratón mayor, que es un sabio, y que nos da otra perspectiva de nuestro personaje principal: “He leído, sigue, en alguna parte, no sé bien en dónde porque terminé por comerme el pergamino que tenía dicho sea de paso gusto a arena y a loto de modo que infiero ha de haber llegado de las lejanas tierras de los hombres morenos que edificaban enormes templos a la vera de un río enorme, he leído, decía, que el tiempo en sí no existe, que cada uno transita por el suyo propio sin que nada ni nadie se lo impida y que a mayor abundamiento los tiempos personales no se mezclan salvo en, hemm, ejemmm, estee, salvo en ciertas circunstancias que pecado sería revelar en este recinto. De modo pues que podemos concluir que si este ser, inferior de toda inferioridad (Pisou) como podemos apreciar, repite todos los días, o todos estos intervalos a los que por comodidad llamamos días, los mismos gestos, debe ser porque experimenta el loco deseo de sujetar a un solo instante eterno su tiempo personal y propio intransferible e inmiscible con los tiempos de sus semejantes del Convento, los frailes, y sus no semejantes del Convento, nosotros” (pág. 62-63). Estos ratones son testigos imparciales pero de una especie de locura, quizá celestial, pero locura al fin. El hermano Pisou, sin embargo, en una de sus idas al recinto donde está la imagen de Nuestra Señora, escucha una charla entre el hermano Rennert y el Superior que le provoca miedo, aunque no sabe bien por qué. Hay allí un misterio en las palabras dichas y escuchadas, un misterio que no suena nada bien, que depara alguna calamidad posterior, y que la novela tratará de desentrañar.

Hemos descubierto, mediante la lectura atenta de la novela, que el tema del tiempo es central, ya que durante todo el transcurso de la misma hay varias referencias al mismo, relativizándolo y dándole distintas formas. “El tiempo inmutable, el tiempo indiferente, el tiempo del que están a punto de descreer los ratones grises de la cripta, transcurre aquí con la tranquilidad de un señor ocioso que se paseara por los jardines de su heredad en el atardecer de un día de verano, y eso le conviene a Pisou” (pág. 74), es decir, le conviene que el tiempo pase lento porque el hermano Rennert, sospechando que pueda haber escuchado algo de lo que trama, le ha impuesto una nueva tarea, que se superpone a las anteriores. Y también, otro punto central en la novela, es la pregunta, reiterada, que se hace Pisou: “¿es pecado la osadía?”. ¿Por qué? Porque Pisou es osado al pedir, suplicar, rezar, ayunar hasta el cansancio, soportar sus dolores de tripas, para que se lo ordene, algún día, como fraile. Sólo eso quiere, aunque tenga que hacer todo tipo de sacrificios. Y efectivamente, sacrifica su cuerpo con tal de conseguir algo que es un sueño pero también una necesidad, una necesidad mística y quizá vital. “Pisou ha limpiado las letrinas, ha fregado en la cocina las ollas, las sartenes, los cazos, las pailas y las marmitas, ha barrido la despensa, ha bajado a la cripta y no, no ha podido limpiar la imagen de Nuestra Señora por más esfuerzos que ha hecho”, y ese no poder es para no pecar, ya lo hemos dicho. “Entonces se alza del suelo con mucho trabajo porque el cuerpo no le obedece, porque su cuerpo es como de otra persona, porque su cuerpo es otra persona o es como un alguien ajeno que está muy lejos, que no oye y a quien hay que convencer de que haga ciertas cosas, levantar una rodilla, apoyar ese pie en el mármol gris, esforzarse hacia arriba, apoyar el otro pie, mover los brazos, dar un paso, dar dos, agacharse y recoger cubo pala escoba bayeta, enderezarse nuevamente, dar la vuelta, caminar, subir los escalones” (pág. 80).

Un hecho mínimo, un accidente, inexplicable por cierto (¿un milagro?), cambia el eje de su miedo. Es una zapatilla de plata de Nuestra Señora que ha caído de sus pies, y ese mínimo hecho, al recomponer la imagen, lo invita a limpiarla por entero, olvidado de todo pecado por sus pensamientos interiores, ya que ese hecho ocupa por entero su mente y ya no teme limpiarla. Lo hace, casi sin darse cuenta. “No se vuelve a mirar, pero sabe que Ella sonríe alborozada”. Es entonces cuando empieza a recorrer las capillas de los distintos santos del Convento, y les habla, los interpela para que interceda ante el creador para que lo puedan ordenar como fraile. “Las buenas gentes —dice Pisou—, en las buenas gentes no se puede confiar, señor Sant Besarión. Quieren hacerte el bien, pero quieren hacerlo a su manera, apartándote de tu camino, y eso no es el bien” (pág. 100).

¿Y qué le pide Pisou a los santos que están en las diferentes capillas? En primer lugar protección de todos los males. Pero no sólo a él: “…no te pido sólo para mí, te pido protección y amparo para todos los que estamos bajo este santo techo del Convento de Sant Gaur; también para los animales del Convento aunque el hermano Rennert diga que son como cosas pero yo sé que no lo son porque los he mirado a los ojos” (pág. 101), porque si el espíritu de Dios está en todas las cosas también ha de estar entre los animales. Y enumera: “los gatos, por ejemplo, que tienen el sol y la luna en los ojos, el sol en lo amarillo y la luna en la pupila cuando le da la luz. Los perros que te ofrecen todo, calor y compañía, sin pedir nunca nada. Los cerdos gruñones que vienen mansos a que los degüellen. Los caballos que tiran de los coches y soportan enormes cargas sobre sus lomos. Los ratones también, yo he mirado (a) los ojitos a los ratones cuando escapan de mi escoba…”, pero además, los que le dan cierto temor: “y también, ah, claro, también los animales de piedra que parecen temibles pero que no deben serlo, no, lo que les pasa es que la piedra no los deja ser como los que están vivos. Dentro de la piedra deben sentir ellos también el frío y el hambre y las ganas de bajarse de los techos a que alguien les acaricie los cogotes detrás de las orejas. Mmmm, bueno, sí, las gárgolas también. Parecen malas porque son tan feas, porque tienen garras en vez de manos y más garras en vez de pies y alas correosas de murciélago que están bien en los murciélagos pero que ya no están tan bien en esas otras pobres criaturas, y ¿cómo saber si no lloran por dentro por toda esa fealdad? Y por los animales que no son de piedra, y que viven fuera del convento, los osos y los tigres y las serpientes y por la gente también y por el infiel para que se convierta y le cambie el alma”. El contacto que va teniendo con la imagen de Nuestra Señora le va dando un entendimiento de las cosas del que nadie creería capaz, y del más inferior de los sirvientes del Convento podemos esperar, entonces, el milagro.

Y como si ocurriera un verdadero milagro, esa voz interior empieza a expresarse entre los otros hermanos y ellos ven que no es tan tonto como parece, aunque no lo quieran creer y hasta le prevengan sobre su actitud, que puede despertar sospechas. “Nadie puede saber de cierto qué es el bien para el prójimo, hermano Anatoli —dice Pisou—. A veces lo que es el bien para uno es el mal para otro, y también lo contrario es verdad” (pág. 104), y esa ha sido una reflexión que ha brotado, cual límpida fuente, de su entendimiento, como si los santos que ha visitado, o Nuestra Señora, o Dios mismo, lo hubiera iluminado. Y cada vez que limpia a Nuestra Señora le va perdiendo el miedo, le frota las manos y todo el cuerpo como si quisiera que entre en calor, al punto que el blanco del mármol se torna en rosado, y le habla, le habla con el corazón.

La oración (las oraciones) de Pisou se deshilacha(n) y se disgrega(n), se va por las ramas, una idea trae otra y esa última lo desvía en pensamientos que se alejan del punto central pero, como si fuera la onda que generó una piedra arrojada al lago, ésta vuelve y rebota hasta que finalmente se va perdiendo y se pierde (lo cual hace acordar a la escritura automática del surrealismo). El convento tiene, en su parte exterior, esas gárgolas espeluznantes que le dan miedo, hasta el punto que Pisou las ve volar, amenazantes, y con la vista, únicamente de las gárgolas “viene el dolor”. Y la única manera de calmar ese dolor es rezar, pensar en la imagen de Ella, y cumplir puntualmente todas sus tareas.

Y, sobre todo, ¿qué es esa obsesión, permanente, de encontrar la puerta de Sant Gaur como si fuera una puerta mágica? ¿La libertad? ¿Ser, por fin y por último, él mismo? Y en el sueño de una noche sueña que la encuentra, y “está seguro de que el sueño es hechura de Nuestra Señora”, como si Ella lo fuera guiando por el camino recto hacia el Paraíso. “Las batallas, los Estados, los cuchillos, los edificios, las invenciones, las murallas, las leyes, todo eso es obra del Señor Todopoderoso. Pero los sueños, los ojos de agua, el oro escondido en la tierra, la piel de los osos, la canela y el azúcar y el cardamomo, el huso, las nueces, el cristal y la plata, los nombres de las estaciones, el hilo de lino, los terciopelos y las sedas y las flores amarillas en el campo y los huecos de los brazos, todo eso es hechura de Ella” (pág. 112). Hay, sin duda, una sensibilidad femenina en las cosas que pertenecen o son creadas o protegidas por la virgen. Y en conexión con la puerta, el destino, la (buena) fatalidad, lo que tiene que ocurrir: “Está seguro de que Nuestra Señora le ha mostrado en el sueño cómo hallar la puerta de Sant Gaur; también lo está de que no tiene que apurarse, de que cuando sea necesario que la encuentre, la va a encontrar: va a estar allí, en una pared hacia la que él va a adivinar el rumbo sin trabajo alguno, recatada y recortada en la piedra, bajo los frescos que ilustran algún hecho milagroso, o entre dos columnas, o junto a un ventanal, modesta, no muy alta ni muy ancha, ni decorada con bajorrelieves ni piedras brillantes, moderada como la virtud, templada como una hoja de acero, tenaz como la fe” (pág. 112-113).

Ahora Pisou deberá aceitar las bisagras, Rennert se lo ordena, para que las puertas no chirríen y nadie sepa cuándo, ni quién, entra o sale del convento, que es evidente que hay algunos que pueden entrar y salir cuando quieren, y otros que no. Y la comparación va a la figura animal, dándole su característica más singular, porque en las comparaciones con los demás sabrá dónde está el mal. Rennert “no es una compañía agradable. No es un alegre caballo alazán como el Miel ni un oso enfurruñado pero juguetón como el hermano Albo ni una hormiga meticulosa como el hermano Jospill ni un carnero barbudo como el hermano Silvan. Pisou casi diría que el hermano Rennert es, es ¿qué es? ¿Qué animal conoce Pisou que tenga un caparazón seco y rígido, un pico dentado, garras, cuernos, ojos saltones, orejas en punta, un rabo como látigo, una lengua como una pica, pezuñas y las patas siempre encogidas, como listas para saltar, cubiertas por un pelo áspero como de abacay? Ninguno, no  hay animal así, no hay una bestia tan fea como ésa” (pág. 120). Parece un animal mítico, fantástico, bestiario.

Pero hay, además, un habla de las puertas: “Una es de acuerdo con lo que muestran cuando se abren u ocultan cuando se cierran. Otra es de acuerdo con su apariencia. No es lo mismo la puerta de una catedral que la puerta de una choza” (pág. 122), y por supuesto el comentario anonadado de los otros hermanos: “te has vuelto filósofo, Pisou”, y “más le valdría callarse, al filósofo” como dice el Miel, el hermano Albo, precavido. “Todo es felicidad para Pisou, las plumas en el aceite, el metal domado que bebe y bebe para aprender el silencio, la posibilidad de terminar antes del domingo la tarea que el hermano Rennert le ordenó, las oraciones del alba, su lecho de madera, el olor a caballo y a grano, el ruido furtivo de los ratones en la despensa, los brazos de Nuestra Señora que lo abrigan cada vez que piensa en Ella, la puerta secreta que alguna vez va a encontrar, el cielo que ya se va oscureciendo, el cielo que se va aclarando cuando él se levanta y va a lavarse a la barrica del patio trasero, el Cielo con el que sueña cuando está dormido, la calma de sus tripas, los ruidos del día, su conciencia que ya no lo regaña por nada de lo que hace, el cubo la pala la escoba y la bayeta (sus herramientas de trabajo) que lleva a la cripta cuando baja los treinta y nueve escalones grises” (pág. 123-124) (si nos atenemos a la numerología bíblica podríamos ver que el número treinta y nueve —que son los escalones— se compone de tres veces el número trece, que significa rebeldía. Y en Pisou, de algún modo hay rebeldía, aunque aconsejada por la imagen de Nuestra Señora, la protectora).

Y tan concentrado está en sus obligaciones, que se sorprende, y con la sorpresa la duda: “hubo una puerta de más, está seguro. Ha aceitado una puerta de más, entre los talleres y los depósitos, no, entre los establos y el taller de, no, en alguna parte ha aceitado las bisagras de una puerta que no lleva a ninguna parte, no, eso tampoco puede ser, una puerta siempre lleva a alguna parte. Una puerta que estaba cerrada desde hacía mucho tiempo, como que tuvo que hacer fuerza para abrirla y cuando la abrió descubrió que llevaba a, no descubrió nada porque no pudo ver adónde llevaba. Adentro estaba tan oscuro, una oscuridad más oscura que la de una noche sin luna sin estrellas y sin sueños. No pudo ver qué es lo que hay allí, si es que algo hay. Pero al terminar de pasar las plumas aceitadas por las bisagras, la puerta de más que él no sabe adónde lleva ni qué guarda, se deslizaba fácil, alegre, felizmente como todas las otras, y eso es lo importante” (pág. 124-125). Y realmente es importante porque, casi estamos seguros que esa es la puerta ansiada, la que lo llevará, finalmente, al lugar donde podrá encontrarse con Ella, y ser convertido en fraile.

“Las imágenes no son  más que eso, imágenes, ideas, símbolos, figuraciones, y en todo caso comparaciones, tropos, metáforas; o, según sostienen los materialistas, menos aún: retratos, imitaciones y nada más. Y hay que convenir en que ni los tropos ni los retratos pueden andar poniéndose en evidencia con eso de los cambios de color y los abrazos y las caricias. Deberían, faltaba más, mantenerse impávidos, silenciosos, fríos, duros, impasibles y serenos a través de todas las pruebas y a través de todos los tiempos” (pág. 128), porque la imagen de Nuestra Señora cambia de color, del mármol blanco al rosado (ya lo hemos dicho), luego al verde mar cuando Pisou ha escuchado un rumor como si fuera proveniente del mar, y ahora al rojo, un rojo sangre. “Pero el rojo lo inquieta”, porque “el rojo es el color de la ira”, pero también es el color “de la sangre y la sangre es herida y es muerte y también es vida”, lo cual es la dialéctica natural de las cosas de esta tierra.

Y ya familiarizado con Ella, con su imagen, habla, dialoga, pregunta y obtiene respuestas, hasta podríamos decir que se ha enamorado de Ella porque es una imagen santa y no tiene nada de pecado enamorarse de una santa. Y otra vez escuchará restos de una charla misteriosa entre Rennert y el Superior en torno a una supuesta huésped, y eso lo intrigará, porque en el convento, obviamente, no se admiten mujeres. Y volverá a encontrarse con Nuestra Señora, y le preguntará nuevamente sobre la osadía, “no, la osadía no es pecado, claro que no, es como, es como una tormenta, y las tormentas son inocentes” —dice Nuestra Señora, con una voz que resuena en su mente como si hubiera hablado y sonara en sus oídos— (y la tormenta bien la podemos asimilar a la rebeldía). Y luego morirá el copista Cósimo, que algo sabía, algo de lo que se trama entre Rennert y el Superior, y que andaba buscando consejo entre los hermanos para saber si decir lo que sabía, o no. “Tristes y solemnes las campanas repiten su mensaje, llorad y gemid porque vuestro hermano ya no está con vosotros pero reíd y regocijaos porque vuestro hermano goza ahora de la bienaventuranza eterna” (pág. 146), que esto es, en definitiva, la pequeña suerte que le depara a los hombres al morirse, encontrarse en el lugar donde el tiempo y el espacio son uno solo, y donde ya no habrá miedo y todo será alegría.

Y los “pensamientos frívolos” de Pisou, que en realidad no son frívolos, lo distraen y le interrumpen la oración. ¿Qué es, después de todo, lo importante? ¿Ser algo que se ansía, casi con desesperación, o darse cuenta que sólo se ha de ser lo que se es? Entonces, ver qué es, es lo importante, porque mientras buscamos qué ser ya estamos siendo lo que somos, aún sin darnos cuenta.

Sabremos entonces de los apetitos carnales del Superior y de la obsesión de Rennert para ser nombrado cardenal por el Papa y que por ello es que se inventa un falso santo. Y por último Pisou sufre un accidente —provocado por fuerzas malignas diríamos—, pero es salvado por intermedio de Nuestra Señora de Sant Gaur que le da las fuerzas necesarias para encontrar la puerta secreta y hacerle ir al reino de todos los tiempos.

Ya sabemos que “se conoce de antiguo eso de que los hombres son tornadizos y volubles”.

(La noche del inocente, de Angélica Gorodischer, Emecé Editores S.A., 1996, Bs. As., Argentina, 187 páginas)

Diálogo entre Angélica Gorodischer y Alberto Manguel, director de la Biblioteca Nacional

Publicado el 11 ene. 2018

14 de diciembre de 2017 / Sala Juan L. Ortíz Homenaje a Angélica Gorodischer. En el marco de la visita de Margaret Atwood a la Argentina, la Biblioteca Nacional homenajea a la escritora Angélica Gorodischer, referente de la distopía en nuestro país. Angélica Gorodischer (Buenos Aires, 1928) es una de las voces femeninas más importantes de la literatura de ciencia ficción en Iberoamérica. Introdujo la distopía en sus obras para retratar a una sociedad ficticia indeseable en sí misma. Publicó novelas como Kalpa Imperial, Floreros de alabastro, alfombras de bokhara, Prodigios, Tumba de jaguares y Las señoras de la calle Brenner. Tanto sus relatos como sus novelas le han hecho ganar la admiración de los lectores. En 2003 se publicó la traducción al inglés de Kalpa Imperial, realizada por Ursula K. Le Guin, máxima figura femenina de la ciencia ficción anglosajona.

 

Obra en Construcción: Angélica Gorodischer 1/2 - Audiovideoteca de Escritores

Publicado el 30 mar. 2011

Obra en Construcción. Los escritores cuentan los secretos de su trabajo. Angélica Gorodischer. Rosario, marzo 2006. Primera parte. Documentales de 20 minutos. Idea y dirección: Alejandra Correa y Karina Wroblewski

Obra en Construcción: Angélica Gorodischer 2/2 - Audiovideoteca de Escritores

Publicado el 30 mar. 2011

Obra en Construcción. Los escritores cuentan los secretos de su trabajo. Angélica Gorodischer. Rosario, marzo 2006. Segunda parte. Documentales de 20 minutos. Idea y dirección: Alejandra Correa y Karina Wroblewski

Sergio Schvarz
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