Amigos protectores de Letras-Uruguay

 
 
 

Hoy nos convocamos a una minga
Después del incendio, apostamos a la vida
Julio Saquero Lois
jslois@gmail.com

 
 
 

Cuando acaba de cumplirse un mes del incendio que arrasó casi 4.000 hectáreas de bosques en nuestra comarca, una veintena de amigos y vecinos, nos convocamos a una minga para restañar las heridas producidas por las llamas, en este rinconcito, que es la chacra Suzanne, y que sufrió parte de la quemazón.

 

A partir de las 8 de la mañana, en este soleado lunes de carnaval, mientras en el cercano Lago Puelo somnolientos empleados municipales barren las calles donde se acaba de celebrar la Fiesta del Bosque, y por la ruta nacional 40 circulan sólo algunos camiones de transporte tempraneros,  van llegando lentamente, como estudiando el escenario desconocido de la tierra quemada que van a pisar, armados con machetes, motosierras, palas y piquetas los primeros “mingueros”.  En realidad, pocos de los que van llegando, recuerdan el sentido  profundo de la minga. Vinieron porque se sintieron convocados “a dar una mano solidaria”, para ayudar al amigo, al compañero, a quitar arbustos, troncos y todo tipo de objetos calcinados en el incendio de la primera semana de comienzos del año, que pareció hundir para siempre nuestros sueños. Alguno de ellos interrogó internet, o recordó haber sentido decir que… Algunos, con más años encima, hicimos alusión a lo que aprendimos en otros tiempos en el norte, en  tierra de influencia incaica. Nos referimos al trabajo comunitario, convocado allí donde el esfuerzo individual no basta y donde la solidaridad en el trabajo compartido  nos hermana y nos salva.

 

Y recordé a Taita Ignacio, marchando al amanecer durante tres horas, con su yunta de bueyes por un camino de montañas, en la lejana Santa Cruz, en el faldeo del volcán Chimborazo, a casi 2.600 metros de altura,  en Ecuador,  para iniciar la mañana de un jueves de marzo, hace ya muchos años, los trabajos de arado de una parcela donde iniciábamos junto a miembros de la comunidad de Agua Santa, una huerta comunitaria. No recuerdo que alguien lo haya invitado en forma particular. Él, de otra lejana comunidad, se enteró que no teníamos  arado ni bueyes y vino  simplemente a darnos su ayuda. Tampoco recuerdo que alguien haya dado una orden para iniciar la tarea o para organizarla, pero todos parecíamos saber lo que queríamos y lo hacíamos con alegría, con la convicción de que eso era así y estaba bien. Posiblemente seguíamos a los ancianos que con una sabiduría infinita nos conducían por un camino arduo plagado de incertidumbres –tierra pobre, escasez de agua, falta de abono-, pero esperanzado. Al ponernos  en la estela del arado a tejer los surcos  con nuestras palas, parecían indicarnos que la tierra trabajada en común nos devolvería con creces nuestro esfuerzo. Ciertamente la actitud con que cada uno rompía los duros terrones de aquella tierra áspera, inhóspita, tenía que ver con antiguas tradiciones religiosas que habían permitido la sobrevivencia de la comunidad durante más de 500 años en condiciones infrahumanas de pobreza y marginación. Aquel día no podía imaginar que un amanecer idéntico, cinco meses más tarde, estaríamos sentados  en ronda alrededor de Margarita, la vieja machi del grupo, escuchando  de su voz ronca  una salmodia quechua, para mí indescifrable, mientras  regaba la tierra con chicha, para agradecer a la madre tierra, los frutos con que nos estaba premiando por nuestros esfuerzos: la primera cosecha de alfalfa, maíz, porotos, papas, lentejas. Nuestro lote yermo, arenoso, de dos hectáreas, era ese día, una  esmeralda en medio de las rocas ocres de la cordillera.

  

Enrique encara con una piqueta y un hacha los restos de un mosquetal: los tallos negros, retorcidos por el fuego todavía conservan las espinas. Hay que atacar las raíces y lo hace. Al atardecer habrá limpiado casi cincuenta metros. Ya está con unos cuantos años encima, pelo blanco, delgado, más lento en el caminar, pero conserva intacta su energía y su infinita bondad. En Fortín Olmos, corta leña con su hacha en la cooperativa que permite la sobrevivencia a casi 400 familias abandonadas a su suerte en el monte, cuando la Forestal de los ingleses termina el último quebracho y se va del país. Hoy maneja el hacha con casi la misma contundencia que  hace 44 años cuando hacía parte de la Fraternidad de Hermanitos del Evangelio, aniquilada por la dictadura del 76, con cinco de sus integrantes desaparecidos y el resto de los hermanos encarcelados o exiliados. Fue el primero en acudir a la minga, cuando se enteró del incendio y vino desde Rosario con su esposa Carmen que se suma al trabajo común con alegría.

 

Roberto es italiano y apenas se expresa en español. En Gubbio, la ciudad del encuentro de San Francisco y el lobo, es cartero. Lo llamamos “il postino”, y se ríe. Es, para nosotros, el poeta que dialoga con Neruda. Además de ganarse la vida como postino, vive en una comuna y hace teatro. Estaba de vacaciones en Buenos Aires en casa de amigos comunes, se enteró del fuego y se vino a ayudarnos en la restauración de la tierra. Y hora está allí, con una gran ampolla que le causó la herramienta en la mano. Porque los carteros italianos no manejan todos los días un machete y no intentan  habitualmente abrirse un camino entre los troncos calcinados que rodean los restos de lo que fuera un invernáculo.

 

Y llegó Rosie, una lady inglesa que vive en el Mallín y es profe de Inglés, y  uno y otra y otro y y otra y ya somos alrededor de veinte y durante todo el día llegarán otros y otras con sus herramientas y decires e historias individuales,  y se sumarán al trabajo común sin necesitar órdenes y sin seguir instrucciones, en el surco que inició Enrique y todos terminarán con ampollas y los rostros tiznados y nos reiremos porque es carnaval y pronto será, pienso, miércoles de cenizas, cuando a los creyentes los marcan en la frente con un tizne en señal de penitencia. Los que llegan son muy diferentes unos y otros, jóvenes y no jóvenes, hombres y mujeres distintos pero con algo en común: son docentes, maestros y profesores y sus hijos y esposas, ya que  son mis com-pani. Mis compañeros que vienen a compartir mi pan, como nos enseñó el viejo amigo, el fundador de Ctera, el sindicato de maestros, Alfredo Bravo. Vienen a trabajar en el último día de vacaciones antes de empezar las clases. Y llega también un bombero que hace maravillas con sus herramientas y nos da una lección de trabajo y solidaridad y nos dice que su trabajo no es apagar, sino prevenir, y hoy el trabajo es recrear lo que se destruyó porque no se supo prevenir. Y Mimi se atarea y va y viene recibiendo a uno y a otro, y preparando mates y lavando heridas y acarreando ramas.

 

Cuando el sol está bien alto, sofocándonos con sus rayos, nos convocamos bajo una pitra que se mantiene verde y compartimos choclos, papas y tomates de la huerta de mi vecino Manfred. Después, cuando avanza la tarde,  en ronda, antes de despedirnos, hacemos una pequeña ceremonia. En el lugar que hemos elegido hay un tocón  carbonizado: es el hueco carcomido de un ciprés que unos treinta años atrás, antes de mi llegada a la zona, alguien ha talado. En ese hueco, planté un pequeño ciprés que creció y se desarrolló hasta dos metros de altura. El fuego lo quemó completamente pero se sostiene aún en pie. Siento mucha angustia al hacerlo, pero igual lo cortamos, está muerto. Nos quedamos en silencio. Nos amuchamos, estamos hermanados. Detrás, a unos veinte metros, adonde hemos trabajado duramente, se dibuja ante la cordillera un nuevo paisaje: limpia de ramas y árboles quemados, la tierra, con alguna mata de pasto verde asomando en medio de las cenizas, se anuncia dispuesta a una nueva siembra.

  

Y allí, en ese mismo lugar, plantamos  otro arbolito. El que los estudiantes de la agrotécnica nos dieron. Y al que mis nietas Paloma y Abril verán algún día enorme  y  fuerte desafiando el viento, la lluvia, la nieve y el fuego gimiendo pero sin doblegarse; fuerte, porque tiene raíces profundas, y muy hundidas en la tierra, producto de nuestra fe en el futuro. Entonces dirán al verlo: este ciprés   nació en una minga. Y se preguntarán, tal vez, ¿qué significa una minga?

 

Julio Saquero Lois
El Pedregoso, 21 de febrero de 2012
jslois@gmail.com
 

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