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De exilios, naufragios y otros restos
Julio Saquero Lois
jslois@gmail.com

 
 
 

Ayer estuve en el mar. No hay olas, apenas el estremecido ondular de  pequeñas sardinas  plateadas que centellean en el profundo y silencioso azul del Atlántico, en el puerto viejo de Madryn, la ciudad de los galeses. Poco a poco,  como quien toma una copa de vino fino, ese de los días de fiesta con amigos,  lleno de aire salitroso mis pulmones. Lo voy catando con deleite. Me hacía falta. Como  me hace falta una copa de sauvignon blanco bien helado, saboreando una cazuela picante llena de gustos y misterios marinos. Sin dudar  entro al bodegón de los pescadores, a dos pasos de sus barcos rojos desvencijados, en un lugar donde la playa se transforma en fondeadero de algas, naves y  amores. Entro en el mediodía de una jornada otoñal, en el momento preciso en que una prostituta se despide agriamente de un sujeto a quien no veo el rostro porque desaparece en el taxi que lo espera en el callejón. Y la figura de Jack London se me cruza de pronto, inesperadamente. O es sólo su rostro, lleno de pecas, que me sonríe al pasar.

Después camino horas recogiendo pequeñas caracolas para Paloma y Abril. Pero es un pretexto. No tengo nada que hacer hasta que el bus, al anochecer, me lleve de regreso a mi cabaña, 800 kilómetros  al oeste, en la cordillera. Y por eso disfruto la tibieza del sol en mi reencuentro con el mar. Eso en francés se dice flâner, les diré a mis niñas. Lo que hice fue  vagabundear. ¿Eso hiciste, abue? Me dirán asombradas. Y sí, eso hice, repetiré con seriedad. Porque es lindo caminar por la orilla del mar y descubrir seres maravillosos que nos están esperando. Y porque ya no tengo que ir más a la escuela. Porque Los abuelos no vamos  a la escuela.  Y escucharán, tal vez, cuando  aprieten las caracolas en sus oídos, el ruido del mar. Y me preguntarán, sorprendidas por sus formas, colores, y sonidos,  dónde las encontré. En la playa, les diré, donde el mar al retirarse las dejó. Aprisionadas por las algas, hundidas en la arena húmeda. Descubriendo poco a poco el mundo del sol y de los hombres. Descubriendo ahora a dos niñitas que las toman en sus manos y las transforman en barcos, castillos, duendes, sirenas y con las cuales descubren el juego, el sueño, la risa y el llanto. Tal vez ellas también quieran ir con ustedes en sus mochilas, al jardín. Y contarles a los demás chicos y a la seño de dónde vienen, cómo son los juegos, las flores y los animalitos de allá abajo en el fondo del mar. Un mar lejano, que los niños de la cordillera nunca han visto.

Y el barco hundido está también al sol, como lagarteando. Esperándome desde hace siglos. Varado sobre un costado. Semihundido. Herrumbroso, con algas y caracolas que poco a poco lo fueron cubriendo, como la selva a esas viejas ruinas mayas del Yucatán que hace siglos fueron vida. El costillar de hierro, emergiendo de  la arena mojada, mide más de cincuenta metros de largo. Me recuerda, por la forma, el costillar de una ballena que hace muchos años descubrí en un rincón ignoto  de la isla de  Cubagua: quedó atrapada cuando bajó la marea. Perdió el rumbo en su peregrinar hacia las aguas del sur y fondeó en el Caribe, un mar demasiado cálido y por eso extraño para ella.  Y eso sucede a veces también a los seres humanos, podría decir hoy, después de mucho merodear por mares ajenos. El misterio de esta nave hundida, sin nombre, sin fecha de naufragio, sin historia, en Puerto Madryn, es como la estela indescifrable de algunas tumbas en los viejos cementerios. Tumbas que ya nadie visita porque se borró el recuerdo de esos seres que ya no tienen quien les lleve flores.

Algo así como le pasó a mis compañeros del exilio que quedaron varados en Europa cuando el cimbronazo de las dictaduras de los 70  arrojó a muchos que no pudieron ahogar un aullido de rebeldía a tiempo, a otras orillas y a otros mares que no eran los propios. Son testimonios de una épica latinoamericana aún por escribirse. Des épaves, restos, cascos, que sobresalen cuando baja la marea y  remiten a otros mundos posibles que no fueron. Estela, hundida en una soledad abrumadora, la suya propia, que registra  con su cámara maravillosa, la  insoportable soledad  de  otros seres humanos, perdidos como ella, en las calles y plazas de París. Alberto, que vive compartiendo por oficio las peripecias de cuanto refugiado político del globo llega a Ginebra, la capital de los exilios, y  se apasiona como el primer día de ausencia, cada vez que juega el seleccionado,  36 años después; Sergio, el teatrero que recita poemas de San Juan de la Cruz en español y un francés que pocos entienden, en teatros europeos; Sebastián, que cuida sufrimientos ajenos en un hospital del norte italiano; Mirta, la artesana que se ganó la vida haciendo patitos-marionetas de madera que saltaban  alegres para los niños españoles todavía está, pero en realidad ya se fue, se encerró en un mundo tan íntimo y tan suyo que no deja espacio para que entre la luz del sol en el cuarto piso de un edificio viejo, destinado a la demolición en una ciudad que  le es y le será por siempre ajena. Son mundos dolientes, en exilio, como lo fueron seguramente los mundos de nuestros abuelos emigrantes/exiliados/desterrados, que desembarcaron en busca de trabajo y libertad,  escapando a la asfixia capitalista o al horror de las guerras y dictaduras europeas, hacia las costas del Plata, ese río grande como mar que los cobijó y en el que amarraron sus  sueños con cabos muy firmes, tan firmes  como inexorables, para no dejarse tentar por los recuerdos, luchando vanamente para condenar al olvido el mundo impiadoso que los expulsó.

Y me vienen también a la memoria, mientras hundo mis pies en las aguas frías del océano , en esas mismas aguas que merodearon los filibusteros ingleses acechando  naves españolas cargadas de oro y plata, las narraciones de Emilio Salgari, que fui leyendo una a una en las historietas que me vendía o cambiaba uno de los hermanos Rojo, el flaco, que era el más piola. El otro, al que le decían Tarzán, a ese sólo lo veía pasando majestuoso en sus patines, por Casavalle, la única calle asfaltada del barrio. Como en el suburbio obrero no había libros, ni bibliotecas, leíamos lo que podíamos. Desde el Pato Donald, hasta las aventuras de Sandokán, con sus Piratas de la Malasia. Decenas, centenares de historietas en colores o en blanco y negro, que circulaban infatigables por un laberinto de callecitas de tierra, nuestro mundo, y que constituían la base cultural del barrio, un barrio de fútbol en la tarde del domingo, murgas y tablado en febrero y poesías a escondidas, en cada amor adolescente que soñábamos. Una a una leíamos las historietas una docena de veces y después las cambiábamos. Cuando llegaba el Rojo a la esquina, salíamos en estampida a recibirlo con nuestro montón de revistas bajo el brazo. Ya no eran flores primaverales: estaban arrugadas, sucias, deshojadas. Dos o tres viejas (según el estado) por una nueva,  en realidad casi nueva. Porque, revistas nuevas, lo que se dice nuevas, en mí barrio, no había.

Ahora vuelven, en busca de otras aventuras, los piratas de Salgari, que crecieron conmigo en Colón, en los suburbios de Montevideo, cuando me encuentro con ese amasijo de hierros carcomidos por la herrumbre, que sobresalen de la arena gris de la costa atlántica del sur, en Chubut, tan lejos de Borneo, esta tarde del mes de marzo, decenas de años después. Cuando ya mi vieja gorra marina perdió color y forma. Está “arratonada”, dice Mimi. Y tiene razón. Está arratonada. Tal vez es tiempo de cambiarla. Y pienso en el Corto Maltés. Ese sí que tenía una gorra marina de lujo.

Julio Saquero Lois
jslois@gmail.com
El Pedregoso, 20 de marzo del 2012
 

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