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Cercados por el fuego
Pequeña crónica del Incendio de Reyes en chacra Suzanne
Para que recordemos las flores que hemos sembrado solidariamente en esos días de desolación


Julio Saquero Lois
jslois@gmail.com

 
 
 

La primera quincena de enero del 2012 no podrá olvidarse fácilmente en nuestro pequeño valle andino. Los incendios que iluminaron el cerro Pirque durante esos calurosos días en los que el  calendario maya anunciaba el fin del mundo, calcinaron el corazón verde de este bellísimo paisaje de la cordillera chubutense y nos sumieron a pobladores y visitantes en el espanto y la desolación. En mis 69 años de vida, no había estado nunca en una cabaña, en medio del bosque, asediado por el fuego. Lo que vivimos familiares y amigos que vinieron solidariamente a colaborar en esa ocasión, no se olvidará. Sobrevivimos y hoy se puede contar.

 

A las tres de la mañana del 5 de enero, dormito en un bus  viajando desde Buenos Aires, cuando recibo un msm de mi hijo Pablo que ha quedado con su novia en la cabaña : “¡Pa, se incendia el Pirque!”. Y ya todo cambia. Si se incendia el cerro Pirque, un enorme cono invertido ribeteado por extrañas rocallas y montecitos de pinos en las estribaciones cordilleranas, en cuyo faldeo construimos nuestra cabaña, se incendia nuestro lugar en el mundo. La frágil seguridad de esos troncos que constituyeron en los últimos veinticinco años el refugio de nuestra pequeña tribu, vuela en trizas, se va al carajo. Nuevamente la sombra del  extranjero, del emigrante, del exiliado, del retornado, del desarraigado, que he sido y que soy de algún modo,  se proyecta ante mis ojos y me agobia. ¿Deberemos tomar nuevamente el camino de los que no tienen casa, ni árbol, ni huerta? ¿Nos transformaremos en simples parias?

En verdad, nada ha cambiado en lo inmediato en mi entorno. A mi lado, somnolienta,  mi compañera de viaje en esta etapa que yo imaginaba de cosechas y de nietos, ignorando aún la novedad, se remueve en su asiento, y continúa soñando. Sólo la oscuridad del paisaje de la estepa neuquina se manifiesta y se refiere a sí misma ante mis ojos: los neneos y los contornos negruzcos de las bardas me dan una bienvenida sombría. El amanecer, confuso, indefinido, horas después, en un paisaje siempre igual a sí mismo, idéntico, me encuentra en la cresta de la angustia.  Es un amanecer sucio: desde la cordillera de los volcanes, del lado chileno, la tierra vomita cenizas y todo se vuelve gris, áspero, inhóspito, en la estepa. Como anticipándonos el escenario que nos espera en la cordillera Chubutense.

Atrás va quedando en color sepia lo vivido esas semanas previas. Las alegrías del mar, los abrazos familiares y  el ascenso al cerro minuano. Ese pequeñísimo cerro coronado por una imagen de la Virgen del Verdún, que yo subí una vez más ahora, para cerrar un episodio traumático de la niñez. Ese día, hace 65 años en que subimos “en peregrinaje” a la virgen en cumplimiento de no se qué promesa, yo me adelanto al grupo, por el camino áspero de piedras rojizas, rodeado de monte bajo y achaparrado de espinillos, cardos y ceibos por los que hoy transito nuevamente. Las nubes prevalecen al rato sobre los rayos del sol y van borrando los matorrales.  Alegre y confiado, en mis cinco años, avanzo hacia la cima. Ya no oigo las voces de mi hermano que juega con las primas, ni a mi madre cotorreando con su hermana Olga. Ahora estoy solo ante el enrejado que rodea el santuario. Todo está lleno de velas y de exvotos. Me siento a esperar al resto de la familia. De pronto el silencio y la niebla me rodean, me invaden, me confunden. Tengo miedo. Llamo a mi madre y corro. Desciendo. Tropiezo, caigo, me araño con espinos. Grito, lloro. Estoy perdido. Tomé otro camino de descenso. El dolor es insoportable, todo es ausencia  y desolación. Extrañamiento. Estoy al límite cuando escucho las voces de mi madre llamándome,   para atraparme en sus brazos.

Cuando llego a la cima, por segunda vez, ahora, el paisaje es de puro sol. Mi madre ha muerto hace dos años.  Y  descubro que no hay camino alternativo de descenso. Se regresa por donde se sube. El resto es puro risco de piedras y espinos. Por ese lugar inhóspito elegí el descenso imposible aquella vez en mi niñez.

No sé todavía qué me espera al fin del viaje hoy, pero la sensación de haber perdido el sendero en la montaña y estar solo en medio de la niebla y el silencio, en puro extrañamiento, me invade nuevamente cuando el transporte va llegando al final del recorrido en el Paralelo 42. ¿Estaré desamparado otra vez?

Al entrar al valle de El Hoyo, el asfalto desciende en curvas y contracurvas violentas en medio de un bosquecito de pinos calcinados y un paisaje arrasado, donde emergen  como testigos mudos muñones y troncos ennegrecidos, esqueletos raquíticos, amasijos de objetos retorcidos que alguna vez fueron parte de viviendas que hoy son sólo recuerdos amargos. Es un universo más cercano a la tierra quemada que vemos en la tv  fruto de los bombardeos israelitas en palestina, o norteamericanos, en Afganistán,  que del paraíso vacacional que ofrece el canal oficial de Chubut para promocionar el turismo en la región. Pero la escenografía no es del incendio actual, es del anterior, a comienzos del 2011, de cuyo agravio el bosque aún no se rehízo, ni nuestras heridas cicatrizaron. Porque en esta tierra de bosques y lagos, los incendios se suceden a lo largo de los años, y como, los últimos, cada pocos meses,  marcando el ritmo ascendente de la desidia, la especulación y el desamparo en que vive la población y la naturaleza .

A quince días del regreso, cuando escribo estas líneas y puedo, por fin, deshacer mi equipaje, en el fondo de la mochila, en pleno olvido, encuentro dos cd, uno de Drexler y otro de Zitarrosa, adquiridos en Montevideo. Ha vuelto la energía eléctrica y los disfruto o, mejor, busco consuelo en ellos. Son dos generaciones de orientales. Los dos, bien plantados, dicen. Pero esta es otra historia. La que me ocupa ahora, al regreso de mis vacaciones, cuando me topo con el incendio, tiene que ver con los fuegos que arden en el cerro Pirque,  al anochecer, como ojitos de brujos resabiados.

A esos fuegos, los veo desde la primera noche, cuando corro las cortinas para enfrentarme al enemigo que me asedia. Es la noche de reyes. Y  la figura enemiga no me gusta. Se mueve. Cambia de tamaño y de lugar a cada rato. Parece dormir cuando se cierran mis ojos de puro cansados. Pero cuando, con algún sobresalto, me despierto, allí está de nuevo, como saltarín boliviano en las diabladas, con  alas rojas y verdes y violetas que danzan, y humo, humo negro, denso, espeso, que oculta por momentos el monte y se mete por todas las rendijas de nuestra casa. Incluso el sol luce anaranjado, como teñido por el caos negro que ensombrece el valle. Es cosa del demonio. Porque todo me huele a azufre desde que llegué de regreso al valle de El Hoyo de Epuyén, paraje El Pedregoso, donde habito. Esto ya no es el paraíso, se asemeja a uno de los círculos que Dante atravesó en su viaje al infierno.

Pienso en el Desierto de los Tártaros, la novela de Dino Bursatti, que relata la vida de un soldado en los confines del país, en el último baluarte, allí donde debe atacar el enemigo que vendrá atravesando el desierto. Toda la vida esperando el avance de esas sombras que se anuncian a lo lejos y que nunca llegan…o tal vez sí, llegarán hoy, cuando él, sin esperanzas de un enfrentamiento glorioso se retire, viejo e incrédulo sin haber justificado su espera. Pero yo al enemigo lo veo. Y deseo presentarle batalla a como de lugar. Pero es un enemigo superior, desproporcionado para nuestras fuerzas. Y eso me paraliza.

Alguien me dice que el fuego es un monstruo. A mi me suena a demonio y a infierno. Por eso me encomiendo a Arturo Paoli cuando se me viene encima con todas sus llamas, sembrando espanto, hacete cargo, le dije, en toda confianza, porque yo ya no puedo. Y sí que se hizo cargo, el amigo. Ese que está camino de los cien años y que nunca dejó a nadie en la estacada, tampoco me abandonó en esta ocasión. Te la debo Arturo. En Fortín Olmos en el 66 escuché a una maestra que decía que la había curado de un cáncer y después, después, tantas veces vi, lo que vi, y me comunicó, que no me extraña que en su Italia natal, en la Toscana,  lo tengan también por santo, cosa que el Vaticano jamás avalará. Cuando recobre la calma intentaré nuevamente encontrar un editor en Buenos Aires que esté dispuesto a editar su biografía, tal como la escribió Silvia y yo traduje. Ahí mis lectores entenderán lo que hoy quiero decir y no se cómo contar.

No tengo tiempo de desempacar, Pablo ya tiene un plan de acción para defender la casa y no podemos perder un segundo: cortar pasto, desmalezar, hacer un contrafuego a cincuenta metros, defender lo defendible, dice. Flavia, su novia, frágil en apariencia, se revela de una fortaleza inaudita, secundándolo con valor en todas sus iniciativas, en el acarreo de herramientas, en el riego, en el traslado de ramas y troncos que se cortan.

Trabajamos sin descanso hasta muy entrada la noche. La temperatura aumenta, durante el día ronda los 30 º al anochecer disminuye algunos grados y eso nos da algún atisbo de esperanza. Pero los ojos del fuego nos miran amenazantes desde el Pirque y se mueven, bajan, metro a metro, sin atenerse a ningún pronóstico, ni respetar ningún obstáculo, cercándonos y enviándonos como adelanto, una pertinaz lluvia de cenizas y restos de vegetales calcinados que caen sobre el césped que rodea la casa, sobre el techo, sobre las flores del jardín. En nuestra parcela  intentamos dormir en vano. Es una vigilia tensa, engañosa. No hacemos más que esperar lo inevitable al parecer. Y lo hacemos desde una angustia que nos atenaza y nos vuelve sensibles al más leve rumor de los focos de la montaña y del viento que comienza a atizar las llamas.

Me comunico con mis vecinos más cercanos, de origen alemán. Están muy preocupados, es gente grande. Él piensa en sus 65 ovejas, quiere evacuarlas a casa de un amigo en Golondrinas. Me pide  ayuda pues su español es muy precario y no entiende a la burocracia argentina. A las 6.30 llamo por teléfono a la comisaría de El Hoyo en su nombre. Se necesita una autorización para evacuar las ovejas. Ah, la policía no sabe qué hay que hacer y debería llamar a los bomberos. Y llamo a los bomberos. Ah, es cosa de Defensa Civil, o del Juez de Paz. Y llamo a Defensa Civil del Municipio de El Hoyo y  no  responde nadie. Insisto, no tengo suerte, nadie responde. Son las 7.30. Llamo al Juez de Paz.    Me responde somnoliento: puede evacuar sus ovejas, está autorizado.

Y el matrimonio amigo queda más tranquilo ahora, que sabe que tiene permiso para evacuar sus 65 ovejas. Y él, prepara su tractor y acoplado para embarcarlas cuando llegue el momento. ¿Cómo hará eso? me pregunto, con su salud tan precaria y con su esposa que ya quiere abandonar la casa porque la proximidad de las llamas la angustia.

Mi otro vecino, se comunica por teléfono para pedirme que abra la tranquera cercana a su chacra. Me indica también que llame a los bomberos y les diga que la tranquera está abierta y que pueden entrar con mi autorización, pues de lo contrario necesitan una orden judicial para hacerlo. Llamo a los bomberos y les digo que la tranquera está abierta y que pueden entrar cuando necesiten y que las llamas se acercan y estamos haciendo lo que podemos para controlarlas pero que ya poco podemos hacer. Toman nota y agradecen no tener que pedir una orden judicial para entrar en la chacra que ya casi empieza a incendiarse y quedan a las órdenes. Y yo quedo con mi angustia.

Hoy bajó L. del refugio de montaña para darnos una mano. Con él y Pablo acordamos hacer una línea de contrafuego y de inmediato nos ponemos  a trabajar. L. ha formado parte de los bomberos del Plan Nacional durante varios años y es muy competente. Su presencia es invalorable. Sabe de lo que se trata. Bajo su supervisión humedecemos y cortamos arbustos y árboles en un radio de cincuenta metros de la casa. La lucha es sin tregua. El dice que es imposible detener el incendio: todo está muy lleno de árboles y malezas. Pero igual se mete en la pelea y arriesgará la vida en medio del bosque con la manguera, para detener las llamas cuando llegue el momento. Otros amigos de Pablo y del sindicato de docentes, y vecinos voluntarios están trabajando fuerte, cortando el pastizal alrededor de la cabaña de huéspedes, haciendo el contrafuego. Alguien sin conocernos presta una motobomba. Pablo y Flavia en una decisión que creemos ilusoria, se  han puesto a cavar un pozo en un bajo, a treinta metros de la casa buscando agua y cuando el fuego se acerca, logran su objetivo, contra todos nuestros pronósticos,  sacando arena y ripio con una vieja lechera que alguien nos regaló en Suiza. Han cavado con ahinco y decisión un pozo de dos por dos y el agua fluye desde una napa que no se agotará nunca.  Ahora la motoboma arroja miles de litros de agua y durante casi 24 hs lo hará sin interrupción. Algo que poco antes parecía imposible y que será decisivo en nuestra tentativa de salvar la casa…y algunas plantas.

Mientras luchamos sin descanso, por defender lo aparentemente indefendible, el fuego ha envuelto el Pirque bajando por todas las quebradas y tomando contacto con las plantaciones de pinos implantados tras el gran incendio del año 87, antecedente del actual siniestro. No nos explicamos cómo se ha permitido el avance del fuego desde su inicio en Puerto Patriadas, hace una semana. Todo esto era previsible si no se cortaba el avance de las llamas con alguna decisión estratégica. Hay unos 400 hombres luchando en distintos frentes. Se han traído brigadas de ciudades y provincias lejanas. Las camionetas 4 x 4 flamantes con leyendas del Gobierno del Chubut van y vienen por la ruta 40 a toda velocidad. Desde la radio Defensa Civil provincial, regional, municipal, emiten comunicado tras comunicado. El plan de seguridad vial ha instalado dos enormes carpas, una en el centro del pueblo y otra frente a una chacra vecina y sus impecables  y coloridos vehículos circulan en permanencia por nuestro paraje. Pero brigadistas o bomberos o funcionarios no se acercan o llaman para preguntarnos qué nos está sucediendo. Nunca lo harán, en realidad.

La evacuación será en la escuela 41 del paraje Golondrinas del municipio de El Hoyo, a unos veinticinco quilómetros, porque en nuestro municipio no tenemos centro de evacuación previsto. Según  informan, mujeres, ancianos y niños deben partir, sólo los hombres pueden permanecer para enfrentar el incendio. Ya decidí restar hasta el fin. ¿Cosa fare d’altro?

Alto, muy alto, ronronea un helicóptero. Uno de los dos miniaviones afectados al control del incendio ha realizado dos sobrevuelos. Ha volcado en cada ocasión su pequeñísima carga de agua sin ningún resultado y no ha regresado. Aparentemente no puede actuar por la ceniza volcánica que viene de Chile y por el  humo de los incendios locales.  Y es todo.

¿Si no pueden actuar los aviones en un incendio, me pregunto,  porque hay humo y vuelan cenizas, dónde y cuándo pueden actuar? Más que aviones hidrantes parecen fumigadores, de esos que se usan para los campos sojeros. Un mosquito difícilmente moleste a un elefante con sus zumbidos. Y el fuego, descontrolado, no se inmuta con los estornudos raquíticos de esos aparatos.  Uno de esos tres avioncitos cayó entre los matorrales hace unos días y el piloto salvó su vida por milagro. Tal vez por eso son tan prudentes ahora  los pilotos y se cuidan tanto de la montaña… y del fuego.

Un camión cisterna de los bomberos de El Hoyo, viejo, descolorido, está abandonado al borde da la ruta, aparentemente fundió el motor. Otro de los viejos camiones de la comarca que está en apoyo no tendrá agua en momentos cruciales y a otro que vino desde Madryn le faltará aceite en el motor. Son piezas de museo. Muchos de los brigadistas presentes están preparados para enfrentar incendios en edificios o casas de ciudades, están bien dispuestos pero carecen de plan, experiencia y equipamiento adecuado. El fuego en la montaña y en el bosque es otra cosa. El fracaso de las estrategias y políticas preventivas y de intervención en catástrofes de parte del Estado es evidente, la falta de buenos camiones cisternas y apoyo aéreo es un dato inocultable. Ya no quedan casi bosques en nuestra cordillera.

Si el fuego avanza más y cruza la ruta nacional, los vecinos quedaremos atrapados dentro del valle. No está previsto un camino alternativo para posibilitar nuestra evacuación. La confusión instalada en toda la comunidad de El Hoyo meses atrás, en el incendio anterior, cuando se cortó el ingreso y el egreso por esta ruta, así se demostró. Pero nada cambió desde el desastre anterior. ¿Se repetirá el éxodo masivo y descontrolado de la población ante la falta de directivas claras de los responsables de Defensa Civil?

Hay una brigada de bomberos que está en el faldeo del Pirque protegiendo a los Bahamonde y lograrán salvar su casa. Se retiran cuando el fuego sobrepasa el lindero, cruza el río Epuyén y se extiende sobre nuestra chacra. No tienen instrucciones de los Jefes para ayudarnos. Como no la tienen los camiones-bomba apostados en la ruta 40 que tampoco intervienen. Al parecer sólo están dispuestos a salvar casas. Del resto no se hacen cargo.

El fuego. Ahí lo estoy viendo, cara a cara, a escasos 60 metros. Ese es el monstruo, y pisa fuerte, como cantamos tantas veces aludiendo a la dictadura del 76. Ya arrasa el faldeo del Pirque y está cruzando el río Epuyén justo en mi chacra. Las llamas siguen hacia el sur y el viento arremolinado distribuye piñas y restos vegetales encendidos sobre todos los terrenos linderos hacia el este, donde está mi cabaña. El humo es intenso y el calor agobia. Lanzo una última mirada sobre el bosque verde que me separa del fuego y la impotencia me invade. Hace veinticinco años que venimos preservando este sector de cualquier violencia y se ha transformado de espacio yermo, diezmado por el sobrepastoreo y la tala, en un bosque verde hermoso, casi impenetrable donde se han reproducido centenares de árboles, arbustos y flores nativas en medio de pozones y meandros del río. Me arrepiento tardíamente de no haber cortado los pinos insigne, que parecen dar la bienvenida a las llamas, corriendo a su encuentro. Ellos serán los primeros en estallar poco después, cuando todo se vuelva incontrolable. Y desde la explosión de las piñas expandirán sus semillas preparando el retorno del fuego algún día sobre las nuevas implantaciones de pinos que acosarán e impedirán el crecimiento de renovales nativos. Una cadena interminable de atrofias fruto de la avidez humana al parecer.

Un conejo de pelo gris intenta esconderse en un pequeño hueco que cava en la tierra  con desesperación, pero no podrá escapar: su cuerpecito enroscado está intacto;  asfixiado por el humo que, en pleno día, se extendió como una enorme manta nocturna sobre nuestras vidas. El conejo muere como el pájaro de pico amarillo,  sostenido por la rama desflecada, sin hojas,  de un maitén también abrazado por el fuego, al borde del camino que lleva al río.

Retrocedemos; en realidad corremos, cuando las llamas sobrevuelan el río, tenemos miedo de que el monstruo nos cerque y nos devore.

Ahora nos atrincheramos.  Arrojamos agua sin descanso en torno a la cabaña con nuestra pequeña bomba. Ya abandonamos la idea de defender la cabaña de huéspedes. Vamos hasta allí y el calor del fuego y la cercanía de las llamas nos  hacen retroceder. El viento se desató con furia y el incendio viene de todos lados, nos rodea.

Siento que no puedo más, que me faltan fuerzas. Aviso que voy a descansar un momento. Me tiendo en la cama y caigo en un profundo sueño olvidando las imágenes terribles que me rodean.

Y  pocos minutos u horas después , ya no recuerdo, me despierta la voz de Pablo: ¡Vamos pa, ya cargamos en el auto a Milú y los bolsos, nos vamos, el fuego está llegando!.

Me levanto y vuelvo a la realidad. Respiro con fuerza, siento el olor a humo acre, ácido, que penetra en mi cuerpo, y a tientas, semidormido, atravieso la cabaña por última vez, miro alrededor como haciendo zapping: mesa, sillas, cacerolas, libros, pinturas, imágenes de un mundo, el mío, que se desvanece. Después, ya lúcido, decido en segundos, lo que pondré en el bolso que han dejado en la puerta para que yo cargue, y decido llevarme una botella de caña paraguaya “Aristócrata” que alguien me regaló días atrás y una botella de vino de medio pelo que está también allí. Pienso que en ese primer anochecer, en condición de evacuados, un trago no nos vendrá mal. Después, cierro la puerta con llave, y me junto con familiares y amigos (alrededor de veinte) que han luchado durante casi tres días y sus noches por defender con generosidad y a puro riesgo personal, nuestro lote y ahora están del otro lado de la ruta esperando, viendo las enormes llamaradas que se llevan en segundos años de sueños y trabajos. Es la tensión previa a la escena final, cuando se baje el telón y todo desaparezca.

Entonces me digo: esto no es mío, es de todos. La tierra y los seres que se cobijan en ella se nos da en custodia y no en propiedad. Y puede que no hemos sabido custodiarla como es debido. Al fin de los días tal vez se nos pida cuenta de ello. Y me duele.

POSDATA

Las historias que se atesoran siempre tienen una posdata. Esta se inició cuando una explosión enorme rojinegra provoca en quienes nos retiramos al borde de la ruta un grito inenarrable de dolor: por la dirección suponemos que estalla el invernáculo   y queda reducido a cenizas, a unos cincuenta metros de la casa. Lo hemos restaurado meses antes y está espléndido, rebosante de verduras verdes, tomates, zapallos y cuanta planta se pueda uno imaginar, cuando el incendio lo devora en cuestión de segundos.

Uno de los amigos solidarios estuvo allí casi hasta el final y  logra rescatar  una vieja carretilla, un balde plástico negro agujereado, dos palitas de transplante y varios paquetes de semillas que no alcanzamos a sembrar. Aparece ahora, a través de la humareda, y me los ofrece abrazándome. Le agradezco su sensibilidad y coraje, pero no sé qué hacer con esa carretilla al borde de la ruta y con las semillas, este día y a esta hora, cuando se me está yendo hacia el espacio, entre oleadas de humo y llamaradas, mi lugar en el mundo y estoy autoevacuándome.

El estallido y la enorme columna de humo negro que se levanta, llevándose el invernáculo, algo similar a una explosión de algo voltaje, me conmueven profundamente, me provocan una sensación de dolor muy intenso y a partir de ese momento, como asumiendo algo que se venía gestando en mi interior desde mucho antes,  perdido por perdido, decido plantarme en medio de la ruta nacional 40 y detener el flujo de vehículos. Ese flujo ininterrumpido por el  que navegan, sin  orden ni concierto,  sin detenerse ni hacer caso a nuestras demandas de socorro, camiones cisternas, camionetas de bomberos y brigadistas, funcionarios en 4x4 espléndidas, flamantes, del Plan Nacional de Seguridad Vial y vehículos de turistas curiosos que filman el dramático avance del monstruo que ya tiene en sus fauces mi casa y está incendiando los pastizales de la vertiente este de la ruta en la chacra de E.. Las llamas  tampoco respetan la ruta nacional Nº 40 y la cruzan con insolencia, sólo están siendo atajadas por  vecinos y turistas. Dentro de esa chacra vecina, en la que comienza a instalarse un nuevo incendio, hay un hombre  gravemente enfermo y su vieja esposa, posiblemente ajenos al drama que se desarrolla a pocos metros de su vivienda.

Por todo eso me acuesto en medio de la ruta, dispuesto a no dejar avanzar las llamas,  los transportes, y a salvar así mi casa y lo que se pudiera de mi paraje, in extremis. Probablemente es una locura y no debo hacerlo. Pero  me da igual, sin pensar mucho en las consecuencias, me extiendo con los brazos en cruz sobre el asfalto, cuando veo avanzar lentamente, como dudando, a un viejo camión de bomberos de El Bolsón que fluye en dirección  a Esquel. Afortunadamente  me ve y se detiene a pocos metros.

Desde ese momento, con el apoyo de ese camión cisterna que obligamos a entrar a la chacra “Suzanne”, volvemos al predio, relanzamos el ataque con nuestro pequeño grupo y podemos ir controlando las llamas. La llegada posterior de otro equipo de Puerto Madryn y la presencia de un enorme y moderno camión cisterna particular de una familia solidaria de Mallín, que años atrás perdió su chacra y que luego decidió invertir tiempo y ahorros convirtiéndose en auxilio solidario para todos los siniestros de la Comarca, nos permite salvar la casa. Para nuestra gran sorpresa y alegría, también las llamas  se detuvieron a las puertas de la cabaña de huéspedes.

El fuego llegó al corazón de nuestro pedazo de tierra y nos enfrentó a una situación límite inédita. La solidaridad demostrada por familiares, amigos, vecinos y brigadistas se integra a nuestra historia de vida en la página más bella. Se perdieron el invernáculo, los alambrados perimetrales, más de trescientos frutales, y casi 6 hectáreas de bosques nativos e implantados.

Una semana después del incendio, cuando ya hemos extinguido todos los focos, invitamos a todos los que participaron solidariamente en la lucha contra el fuego a compartir un cordero y celebramos la continuidad de la vida. Es una noche de estrellas, donde no falta el vino, la guitarra, el  acordeón y…el agua está a mano, para impedir que las chispas se escapen y  provoquen algún inconveniente.

A mitad del festejo llegan, precedidas por luces y sirenas, tres camionetas flamantes de bomberos y funcionarios, alarmados, porque han visto desde lejos el humo del asado.

Y en esta comarca, el regalo de Prometeo, ese dios griego que se robó el fuego del sol para ofrecernos un motivo de esperanza a los humanos, se agradece, pero se toma con pinzas. El fuego, así como nos permite sobrevivir, también nos agobia, porque hay quienes lo usan para dominar y destruir. Es un regalo delicado y que nos responsabiliza como custodios de la vida en el planeta. Y a eso vamos, cuando comenzamos la reconstrucción de la fracción 5 de la parcela 97 de la Colonia mixta Epuyén de Cushamen, donde aún existe un islote verde lleno de trinos y flores, alrededor de la vivienda salvada, después del incendio del día de Reyes, en este año 2012 que comienza tan movido en nuestra pequeña comarca.

 

Julio Saquero Lois
jslois@gmail.com
El Pedregoso, 31 de enero de 2012

 

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