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Arturo Paoli, nuestro hermano mayor, cumple cien años
y vive en una pequeña barca sin remos

Julio Saquero Lois
jslois@gmail.com

 
 
 

“El viejo no está en la casa en este momento, vive en una pequeña barca sin remos y sin motor, que se desliza lentamente sobre un río pacífico hacia el estuario. No lo esperen en la orilla porque no volverá: ¿cómo puede regresar si no tiene remos? Está muy contento, está muy bien; desde la orilla se lo ve solo, pero el Amigo está con él y es un gran experto en los caminos del agua. Les confío que el viejo tiene sus momentos de crisis: recuerda que en algunos momentos fue un buen remador, y entonces busca con afán los remos, y la barquita comienza a oscilar pavorosamente. Después se calma, se sienta sobre los travesaños de madera y se ve como tonto, se ríe de sí, y algunas veces llora, porque descubre que no se confió hasta el fondo en el Amigo.

Mírenlo desde la orilla; tienen tiempo, pueden dialogar con él, porque el agua corre muy lentamente. Si ven que la barca se agita, ahora saben por qué, pero no teman: el Amigo lo tiene por la mano, suavemente o con energía, y no lo dejará hasta el encuentro con el Infinito”.

A.P., en Ore Undici.

Las horas y los días del Hermano Mayor, el hombre que desembarcó como capellán de inmigrantes italianos en el puerto de Buenos Aires en 1954, transcurren frágiles pero plenos de vida, a fines del otoño del 2012, en la campaña toscana, en Pieve di San Stèfano, a pocos quilómetros de Lucca, allí donde nació hace un siglo. Una ciudad de la que su máximo poeta, Giuseppe Ungaretti, escribió: “Chi la meta è partire”. Y Paoli partió, detrás de un sueño de Fraternidad Universal…

Las primeras señales del amanecer lo encuentran a diario en un largo y silencioso diálogo con su Amigo. Es el momento que privilegia sobre todos los otros en la larga jornada que inicia. Después, hacia las 6.30, sus pasos dubitativos, lentos, desprotegidos, lo llevan a la pequeña cocina de la fraternidad. Allí, prepara cada mañana  el café que comparte con Tomasso, el joven médico que lo acompaña desde hace años y que debe partir poco después a tomar su puesto en el Hospital de la ciudad. No hay mucho tiempo para entretenerse en torno a la minúscula cafetera, ya llegan  dos o tres vecinas de ese pequeño mundo campesino que lo rodea, para recitar con él los salmos de Laudes y comentar el evangelio del día, junto a los eventuales huéspedes de la Casa Carlos de Foucauld. Que así se llama esa “barca” en la que Arturo navega por estos días.

-¿Arturo no tienes frío en los pies? ¿Te pongo unas medias? Le pregunta Paola, la  amiga septuagenaria, cuando cierra el libro de salmos, antes de partir a la cosecha de aceitunas en el pequeño olivar que cultiva con su marido.

-Ah. Sí. Gracias, le responde sorprendido Arturo, que parece descubrir en ese preciso momento  sus pies desnudos en las toscas sandalias que calza a diario. Y sonriendo, tímidamente, acepta esa caricia de la vieja dama toscana que envuelve en lana sus pies helados en un gesto evangélico conmovedor.

Y las horas del Hermano mayor se desgranarán luego frente a una montaña de cartas a leer y responder, y dando cuentas de una agenda siempre demasiado cargada y exigente, de personas que lo buscan y tareas que lo acosan: la preocupación por cada uno de sus huéspedes, su artículo mensual para la revista Rocca, que  publica desde hace más de cuarenta años, una entrevista para la TV, la preparación de la homilía de la misa dominical en la Iglesia del paraje (“Preparo toda la semana lo que voy a decir, mi reflexión sobre el Evangelio, pero después, en el momento de decirlo, se me olvida, no sé qué me pasa…y digo otras cosas”),. Y esas otras cosas, marcan a fuego, a quienes lo escuchan. Su voz potente, vibrante, resuena en las viejas paredes del templo que por momento parecen temblar y, sobre todo, sacuden, movilizan a los presentes que vienen a escucharlo no sólo de la campaña cercana sino de ciudades de toda Italia, de Europa y América Latina. Habla del Hoy del Evangelio, del Dios de la Historia, del Diálogo de la Liberación, de la maldición del capitalismo que lleva a los hombres y a los pueblos a la desesperación. Llama a los jóvenes y a los adultos a la resistencia y al compromiso político para cambiar la sociedad y amorizar el mundo.

Sean fuertes como el árbol que nada destruye, ni el viento, ni la tempestad, ni la lluvia, ni el fuego, porque sus raíces son fuertes y están muy hundidas en la tierra. El árbol se sacudirá, se doblará, gemirá, pero se mantendrá firme. Es necesario que sea así para que se transforme en reparo para vuestros hijos y ellos dirán: ese es mi padre, alguien a quien no pudieron abatir porque tiene fe”.

Y desde su ventana, en San Martino, en Toscana, ve muchos árboles: viejos olivos, centenarios, como él. Y ve robles antiquísimos y renovales. De madera noble y fuerte. Ve los quebrachos, duros como el acero, que poblaron el monte en Fortín Olmos, cuando  en los años 60, descubría el mundo de pobreza y marginación de los hombres de la cuña boscosa santafesina y  escribía las primeras líneas de lo que constituiría una obra de más de cincuenta títulos en torno a “la conspiración de Dios en la historia”, que fue eso lo de la espiritualidad y la teología de la liberación, a la que intuyó y precedió;  ve también los algarrobos añosos y resistentes que rodean la fraternidad del desierto , en los años 70, en Suriyaco, La Rioja, la diócesis de Enrique Angelleli, su amigo, su hermano, quien se le adelantó en el tiempo hacia el Infinito, fecundando con su sangre la tierra que tanto amó .

Arturo, toma su tiempo de respiro hacia mitad de la mañana. Busca un cómplice para su diaria “passegiatta” silenciosa, por el sinuoso camino de montaña que flanquea su casa y, apoyado en su bastón con ruedas, avanza, durante una hora,  casi sin perder aliento, en las pronunciadas cuestas de las colinas  toscanas donde se alternan bosques y cultivos, indiferente a los amenazantes vehículos que aparecen en cada curva del asfalto, indiferente a lo que no forme parte de  la celebración de su “misa sobre el mundo”, como diría su maestro Theilard de Chardin.

De tanto en tanto, durante la jornada, desaparece en su habitación. Por la puerta entreabierta se lo ve con un libro en sus manos, o con los ojos semicerrados, en un sillón, frente a su mesa de trabajo. ¿Medita? ¿Piensa en un nuevo escrito? ¿Dormita? Cada día se entusiasma con un nuevo libro, con un nuevo autor. Con una nueva propuesta filosófica, teológica, psicoanálitica,  literaria, económica, política. Se entusiasma con la visión de Sergio Soave, historiador de la Universidad de Turín, que acaba de publicar una completísima y crítica panorámica sobre la economía y la política contemporánea. Y se indigna una vez más por el rol cómplice y criminal jugado por  la jerarquía católica argentina y vaticana en la dictadura, al conocer las últimas declaraciones de Rafael Videla. Se enternece con la carta de una amiga lejana, cuya salud decrece.

Su voz tiene matices apocalípticos cuando juzga al mundo contemporáneo sometido a las leyes del mercado, y en especial a Europa, “nunca vi una decadencia semejante en mis años de vida. Una nación como Italia, que ve hundirse en el mar frente a sus costas un barco con centenares de mujeres, hombres y niños inmigrantes y no hace nada para salvarlos, no existe. No merece existir”.

A pocas semanas de cumplir sus cien años de vida, sostiene su lucidísimo pensamiento con voz armoniosa y profética, delante de un auditorio repleto en su ciudad de Lucca en la presentación de la reedición del Diálogo de la liberación, escrito en Argentina, en el año 68. Sin titubear vuelve a recordar nuestra responsabilidad ante la historia y en especial la de su ciudad natal, una ciudad desde siempre dedicada a los negocios y al comercio. Su voz y su libro, el más importante de los tantos que escribió, editado y reeditado en millares de ejemplares en cuatro lenguas, nos interpela a todos, obligándonos a detenernos, a reencontrarnos a nosotros mismos, a reconstruir nuestro mundo. Convencido de que América Latina es la tierra que por su historia, religiosidad y cultura es quizás la más preparada para comprender la esencia liberadora del mensaje evangélico, trata de dar en esa obra, una respuesta a las cuestiones que los jóvenes de esa época-bisagra le plantean, en la voz de un jóven interlocutor tucumano, acerca del sentido de la vida, de la historia y de la sociedad. Y desde la tribuna luquesa actualiza su mensaje.

No podemos ser cómplices del capitalismo que hunde y esclaviza a los pueblos por egoísmo, por ambición. La Iglesia, el Vaticano, los cristianos no podemos lavarnos las manos y sentirnos ajenos al drama de la  humanidad, que padece hambre, que es exterminada en guerras preventivas, que no tiene esperanza. ¡Es obligación del hombre salvar al hombre! ¡El Evangelio es intrínsecamente político!”

Pocas personas tienen la inmensa humanidad de Arturo Paoli, se lee en el prefacio del  ensayo biográfico que le dedica Silvia Pettiti, publicado en el 2010. Lo suyo es una búsqueda de lo divino en la fragilidad del hombre, lo que lo llevó a surcar los océanos para acudir en socorro de las víctimas de las más grandes tragedias del último siglo. Al comienzo, en Lucca, en la Resistencia, donde ayudó a cientos de judíos a huir de la persecución y el exterminio nazifascista; en la postguerra, comprometido en el vértice de la Acción Católica, en polémica y oposición a la línea vaticana, para trazar los límites entre la política y la religión; luego tres años en Argelia, en el alba de la sangrienta y  dolorosa guerra de liberación; desde 1960 en Argentina, Venezuela y Brasil, en el ojo del ciclón autoritario de los regímenes militares, anclados en el poder al costo de millares de víctimas”.

Él mismo, amenazado de muerte por la Triple  y conminado al exilio por su propia embajada. Sus hermanos y amigos de la Fraternidad del Evangelio encarcelados, torturados, exiliados, asesinados, desaparecidos. Las seis fraternidades de Argentina eliminadas, las comunidades dispersas. Sus textos censurados y excluídos de las librerías porteñas. Los editores del puerto y los responsables religiosos argentinos temerosos aún hoy de publicar y ofrecer al público sus escritos.   A partir del 2000 finalmente de regreso en Italia, continúa escribiendo y manifestando desde su visión evangélica, una condena sin atenuantes sobre los crímenes y heridas producidas por la sociedad global. Su voz se proyecta sobre el siglo que comienza como el proyecto de un nuevo humanismo, una nueva síntesis de socialismo y evangelio al servicio de la liberación de los hombres y los pueblos.

Un momento importante en la jornada del hombre centenario de cabellos blancos, es el “tramonto”. Cada atardecer, Arturo atisba el horizonte, desde el pequeño balcón de la sala común o, cuando puede y encuentra una complicidad, haciendo una segunda passegiatta por el camino empinado, para observar la puesta de sol sobre las colinas de su amada tierra toscana. Es el instante de éxtasis ante la belleza del paisaje. Es el privilegio del poeta y del místico. Es quizá el momento en que el remero en la barca sin remos y sin velas,  comienza a surcar el estuario “au large”, mar adentro.

 

Julio Saquero Lois
jslois@gmail.com
El Pedregoso, 27 de noviembre de 2012

 

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